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Cuando Alexander salió a las cinco y cuarto del Magdalen College, dando aún las últimas caladas a su pipa, encontró a Lionel apoyado en la arcada decorada con rosas de piedra de la puerta que daba a High Street.

—¡No me lo puedo creer! —se maravilló—. ¡Por una vez no nos va a tocar esperarte!

—No tenía nada más interesante que hacer esta tarde, y las alumnas a las que estás dando clase este año son un regalo para la vista —contestó Lionel esbozando una sonrisa ladina que Alexander conocía demasiado bien—. Creo que la cosecha de mil novecientos cinco es la más prometedora que he visto. Debería venir a recogerte más a menudo después del trabajo.

Unas chicas que salían en ese momento debieron de oír lo que decía, porque rompieron a reír mientras una de ellas, una guapa muchacha con pecas y cabello rizado, sonreía a Lionel antes de seguir a las demás. Él le guiñó un ojo, y ella le devolvió el guiño.

—Esa es la hija de Thomas Hunt, el actual rector del college —replicó Alexander.

—Razón de más para que intime con ella, y con todas las amigas que le apetezca presentarme. Seguro que sería muy beneficioso para tu carrera que estrecháramos lazos.

—Si supiera que mi carrera depende de ti, Lionel, me iría directamente al puente Magdalen para tirarme de cabeza al río —contestó el profesor guardando su pipa. Mientras lo hacía observó por encima del hombro de Lionel cómo Oliver se acercaba a ellos por el otro extremo de High Street—. Ah, estupendo, ya no tenemos que esperar a nadie más.

—Aquí está nuestro Papageno, aunque por una vez no viene con Papagena. —Lionel le saludó con un pequeño puñetazo en el hombro—. ¿Es que la has perdido por el camino?

—Tenía demasiadas cosas que hacer esta tarde como para acompañarnos —contestó su amigo—. Está deseando saber qué nos traemos entre manos esta vez, pero se toma tan en serio las lecciones en la Escuela de Pintura Ruskin que no quiere perderse ni una.

—La verdad es que no descansa ni un momento —reconoció Alexander. Echaron a andar por la acera del Magdalen College antes de cruzar la carretera que lo separaba del Jardín Botánico, un recinto meticulosamente trazado al que los alumnos acudían diariamente para admirar los miles de ejemplares que crecían en sus invernaderos y parterres—. No me explico de dónde saca energías para poder con todo, especialmente en su estado actual. Entre las clases de pintura, las horas que pasa aprendiendo a tocar el piano que le regalamos y las que dedica a su arpa…

—Y las clases de cocina con Maud también están siendo muy productivas —sonrió Oliver—. Ha mejorado mucho en los últimos meses. Al menos —añadió tras dudar un momento— ahora las cosas no se le queman tanto como antes.

—Sí, aún me acuerdo de aquella tarta de ruibarbo que preparó para la última fiesta de cumpleaños de Veronica —repuso Lionel—. Mi estómago no ha vuelto a ser lo que era.

—A mí me pareció prometedora —comentó Alexander, siempre conciliador—. Pero creo que podremos debatir más tarde sobre las habilidades culinarias de Ailish. Hay algo de lo que debo hablaros, algo muy preocupante que tiene que ver con el Dreaming Spires.

Mientras dejaban atrás el majestuoso arco de piedra que servía de acceso al Jardín Botánico les puso en antecedentes de lo que le había sucedido con Savigny. Tal como imaginaba, sus amigos se indignaron tanto como él cuando supieron que había mandado espiar a Alexander para estar al tanto de cada uno de sus movimientos. Y la amenaza que entrañaba el hecho de que supiera quiénes eran tampoco hizo que se sintieran muy tranquilos. Lionel parecía especialmente contrariado con aquella noticia.

—Ese tipo es un cretino —exclamó—. No sé cómo has accedido a encontrarte con él.

—No he accedido —replicó Alexander mientras avanzaban sin prisas por el sendero que desembocaba en el estanque principal del jardín. Una fuente proyectaba tres chorros de agua en su centro, rodeada por cuatro grandes jarrones de piedra y por unos cuantos bancos en los que se habían sentado algunas parejas—. No me ha dejado más opciones, y aunque me asegurara en su última carta que no tiene intención de contarle a nadie del Magdalen lo que hago con el Dreaming Spires…, no debería correr el riesgo de provocarle.

—Ya sabéis que a mí nunca me ha preocupado que la gente descubra que soy uno de los redactores —comentó Oliver, encogiéndose de hombros—. Pero no me hace ninguna gracia que un desconocido juegue con nosotros como lo está haciendo él.

—Sobre todo porque lo que querrá será lo de siempre: contarnos la historia de cómo el fantasma de su tatarabuelo caído en la batalla de Waterloo se ha quedado anclado a la buhardilla de su casa de campo —siguió diciendo Lionel—. ¡Menuda pérdida de tiempo!

—Aún no sabemos qué quiere contarnos —le recordó Alexander—. Aunque reconozco que no tengo muchas esperanzas puestas en su historia. Alguien que hubiera pasado por una experiencia sobrenatural escalofriante no se pondría en contacto con la redacción de un periódico como el nuestro. Es más probable que acudiera a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, o que pidiera ayuda directamente a un médium como August.

—Bueno, por suerte no habrá que esperar demasiado para saberlo —rezongó Lionel.

Habían torcido a la izquierda después de dejar atrás el estanque y se encontraban delante de la hilera de invernaderos adosada a uno de los laterales del jardín. Alexander comprobó en su reloj de bolsillo que mientras hablaban habían dado las cinco y media, así que empujó la puerta del invernadero conocido como la Casa de las Orquídeas donde le había citado Savigny.

Le recibió una vaharada de aire caliente que empañó los cristales de sus gafas. De repente no veía nada más allá de sus narices, por lo que se las quitó para limpiarlas con su pañuelo mientras Oliver y Lionel se detenían a su lado, cerrando la puerta tras ellos.

—¿Quién crees que puede ser? —susurró el primero paseando la vista a su alrededor lo más discretamente que pudo—. ¿No te ha dado ninguna pista sobre cuál es su aspecto?

—Nada en absoluto. Otra insolencia teniendo en cuenta que él sí me conoce a mí.

—Francés, pagado de sí mismo, con interés por la botánica y con suficiente dinero para alojarse en el Randolph durante una visita a la ciudad —murmuró Lionel—. Me juego un brazo a que es un tipo de mediana edad, con andares afeminados, un montón de gomina en los bigotes y mucho tiempo libre para dedicarse a incordiar a los demás.

Pero en la Casa de las Orquídeas no había nadie que se ajustara a la descripción de Lionel. Cuando se abrieron camino hacia el centro del invernadero, comprobaron que de hecho eran los únicos hombres adultos que había allí. Al fondo tres estudiantes del Balliol a los que Oliver conocía de vista tomaban notas bajo los brillantes racimos turquesas de un ejemplar de Strongylodon macrobotrys que colgaba sobre sus cabezas como una decoración navideña. Al lado de un gran tanque colocado en el centro, una anciana admiraba unos nenúfares amazónicos tan enormes que podrían haber sido lucidos como tocados en las carreras de Ascot. A su derecha una segunda dama con sombrero de plumas se inclinaba de espaldas a ellos sobre unos lirios de agua tropicales.

—A las muchas virtudes que parece tener nuestro amigo, no se suma la de la puntualidad —murmuró Alexander, contrariado. Como buen caballero inglés, pocas cosas le sacaban más de quicio—. Supongo que no habrá más remedio que esperar aquí dentro.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Aquellas temperaturas agobiantes amenazaban con marearles, por lo que se pusieron a caminar sin rumbo alrededor de las plantas que luchaban por alcanzar la luz. La anciana no tardó en salir al exterior, abanicándose, y un poco más tarde lo hicieron los estudiantes. Alexander estaba cada vez más indignado.

—Esto empieza a parecerme una tomadura de pelo —acabó diciendo. Oliver asintió con la cabeza, echando hacia atrás su larga coleta—. Creo que lo más sensato será regresar a casa y quemar cualquier otra carta que se atreva a enviarme ese hombre.

—Estaba a punto de decírtelo —coincidió Oliver. Se volvió hacia Lionel—. Vámonos de una vez; estamos perdiendo el tiempo. Ahora podríamos estar…

Se quedó callado al darse cuenta de que Lionel había palidecido.

—Lionel —dijo Oliver en voz más baja, aproximándose a su amigo—. ¿Qué te…?

Pero él negó en silencio, con los ojos clavados en la única persona que quedaba en el invernadero. El profesor también se acercó para apartar con una mano los exuberantes pétalos de unas orquídeas que, ahora podía verlo con sus propios ojos, los separaban de la dama con un aparatoso sombrero de plumas negras que les había dado la espalda desde que entraron. Alexander enarcó las cejas al reparar en ella, y estaba a punto de echarle en cara a Lionel que pensara siempre en lo mismo cuando la oyó decir:

—Siento haberles hecho esperar, profesor Quills, pero no me quedaba más remedio que hacerlo si realmente quería asegurarme de que disfrutaríamos de un poco de intimidad.

Ninguno de los tres habría necesitado oír más que una palabra de sus labios para reconocerla. Su acento, además de exótico, era inolvidable. Las hojas de las orquídeas susurraron a su paso cuando se dirigió hacia ellos, con una cadencia que hacía pensar en una pantera surgiendo de la espesura en la que era la reina absoluta.

Como tantas veces le había ocurrido en Irlanda, los siete lunares que adornaban sus mejillas se apretaron entre sí de una manera adorable cuando les dedicó una sonrisa.

—¡Señorita Stirling! —exclamó Alexander, aturdido—. ¡No puedo creer que sea usted!

—Ya veo que no —se rio la joven con picardía—. Tendría que mirarse ahora mismo en un espejo. ¡Cualquiera pensaría por su expresión que ha visto un fantasma!

Seguía siendo la encarnación del concepto de belleza femenina, con su abundante cabello negro elegantemente recogido, la piel morena como la de una diosa griega y los ojos almendrados del color de la medianoche. Alzó graciosamente una mano envuelta en un guante de encaje negro, a juego con el chal que se había echado encima del vestido de seda plateada que arrastraba entre las macetas, y Alexander se inclinó para besarla, a pesar de no haber salido aún de su sorpresa. Ninguna de las identidades que había estado barajando para monsieur Savigny en las últimas horas era más extravagante que aquella. Si hubiera mirado a Lionel se habría dado cuenta de que en su caso no era sorpresa lo que se reflejaba en su rostro: era algo que se parecía demasiado al horror.

—No saben cómo les agradezco que tuvieran paciencia conmigo. Por un momento pensé que no nos quedaríamos nunca a solas…, pero, en fin, aquí me tienen. —Abrió los brazos haciendo que su chal se desplegara como las alas de un cuervo—. Y sin gomina en los bigotes, aunque no voy a negar que mis andares resultan decididamente afeminados.

—Es usted increíble —reconoció Alexander mientras Oliver se echaba a reír—. Pero debería haber reconocido su sello personal en todo esto. Monsieur E. Savigny, M. E. S…

—Margaret Elizabeth Stirling —concluyó Oliver por él—. Debe de habérselo pasado en grande con todo este asunto de las cartas, pero no me explico por qué ha tenido que recurrir a un truco como ese. Si conocía desde el principio la dirección de Alexander, ¿por qué no le escribió directamente con su propio nombre?

—Al principio pensé hacerlo —admitió la joven encogiéndose de hombros—, pero se me ocurrió que mi interés por encontrarme con el profesor Quills podría no ser visto con buenos ojos por según qué personas. En cambio, si contactaba con él un desconocido…

—¿A qué se refiere con eso? —se asombró Alexander—. ¿Es que conoce a más gente en Oxford aparte de nosotros? ¿Por qué razón cree que querrían ponerme en su contra?

—Ah, eso me gustaría saber a mí también. Bien pensado, puede que lo mejor sea salir de dudas ahora mismo. —Y mientras hablaba la señorita Stirling se volvió hacia el silencioso Lionel con un resplandor irónico en los ojos—. ¿No creen que el señor Lennox tiene muy mala cara esta tarde? Espero que se trate de los efectos del calor que hace en esta condenada sauna, o de lo contrario pensaré que no le agrada nada volver a verme…

—Yo no podría haberlo dicho mejor —le espetó él—. Preferiría encontrarme esta noche una serpiente de cascabel entre mis sábanas antes que a usted en compañía de mis amigos.

Después de lo que le había dado a entender en el puerto de Dublín, después de haberse cerciorado de que Lionel la reconocía como su misterioso atacante del Valle de las Reinas, ¿cómo tenía la poca vergüenza de aparecer en Oxford para reírse en su cara?

—¡Lionel! —se escandalizó Alexander—. ¡Esa no es manera de hablarle a una dama!

—Lo sé perfectamente, pero ahora mismo no veo a ninguna por aquí.

La señorita Stirling seguía mirándole evaluadoramente. Era evidente que no le había contado la verdad a nadie todavía.

—Creo —dijo pasados unos instantes— que el señor Lennox, por muy bien que nos lleváramos durante nuestra estancia en tierras irlandesas, debió de sentirse algo dolido cuando me marché para regresar con mi patrón, el príncipe Dragomirásky. Quizá había olvidado que lo que me había conducido hasta allí era un motivo puramente profesional.

—¿Pero qué está diciendo? —Lionel se quedó perplejo—. ¿Por qué tendría yo que…?

—Debí haber imaginado que se trataría de eso —resopló Alexander, mirándole de un modo que le hizo indignarse aún más—. A estas alturas nos conocemos demasiado bien.

—No puedo creer lo que oigo —profirió el aludido—. ¿No os dais cuenta de que solo trata de embaucaros de nuevo? ¡Todo lo que esta mujer dice es una sarta de mentiras!

—Ah, la triste estampa de un hombre despechado —suspiró la señorita Stirling. Dio un paso adelante para colocar sus manos enguantadas sobre las de Lionel, sacudiendo la cabeza con compasión—. Supongo que debería estar acostumbrada a estas cosas, pero me siguen enterneciendo tanto como el primer día. Vamos, señor Lennox, no siga haciéndose mala sangre por mi culpa. Es hora de dejar atrás el pasado y de comportarnos como dos personas civilizadas. Al fin y al cabo compartimos intereses comunes, y hemos vivido alguna que otra emocionante aventura juntos… ¿no es suficientemente placentero eso?

Aunque hablaba con su habitual tono ronroneante, el sarcasmo de sus ojos era tan descarado que Lionel se soltó de un tirón. Era aún más sinvergüenza de lo que pensaba.

—Nada que tenga que ver con usted podría resultarme placentero —le aseguró—. Si lo que le contaba a Alexander en su primera carta es cierto, si realmente se ha presentado en Oxford con intención de proponernos algo, puede volver por donde ha venido ahora mismo para…

—Me parece, Lionel, que quien debe decidir eso soy yo —le recordó el profesor, y su amigo no tuvo más remedio que callarse—. Aunque la verdad es que empiezo a sentirme realmente intrigado —reconoció mientras se volvía hacia la joven—. En sus cartas decía tener entre manos un asunto «que resultaría a la larga tan provechoso para el Dreaming Spires como para mí». ¿Debo suponer que su patrón, con la pasión por lo sobrenatural que le distingue, ha descubierto algo que pueda ser de nuestro interés?

—Supongo que es una manera de decirlo —sonrió la señorita Stirling—. Aunque no me parece que este sea el sitio más adecuado para hablar de ello, teniendo en cuenta la complejidad del asunto. Será mejor dejar las explicaciones para otro momento.

Acababa de decir esto cuando uno de los guardias del Jardín Botánico abrió la puerta de la Casa de las Orquídeas para avisarles de que eran casi las seis y de que el recinto cerraría sus puertas en breve, por lo que tuvieron que dirigirse hacia la salida. Fuera corría una refrescante brisa que aspiraron con alivio mientras avanzaban hacia el estanque principal, en el que unos chiquillos acompañados por sus niñeras se esforzaban por hacer navegar unos barcos construidos con cajas de cerillas.

—Me gustaría que la señora Saunders estuviera presente, y no solamente porque me apetezca volver a verla —comentó la señorita Stirling, deteniéndose junto al agua—. Doy por hecho que sigue contando con su prodigioso talento para la psicoscopía, ¿no es así?

—En efecto —confirmó Oliver—. Tan intenso como antes, aunque por suerte en estos dos años ha aprendido a controlarlo mejor. Ya no tiene tantos problemas para percibir el aura que rodea a los objetos; ahora ha aprendido a escoger lo que quiere leer.

—Me alegra oír eso. Siempre me ha parecido una chiquilla encantadora, y lo mejor que podía pasarle era empezar de cero en otra ciudad, con alguien que velara por ella como usted lo está haciendo. ¿Creen que podríamos concertar una cita esta semana?

—Por supuesto —le respondió Alexander—. ¿Por qué no viene mañana por la tarde a tomar un té a Caudwell’s Castle y nos cuenta con calma de qué se trata?

—Será un placer, profesor. Iré a la misma hora que hoy, si le parece bien. Lo tomaré como una oportunidad de regresar a los viejos tiempos, de los que siempre suele decirse que son los mejores… —Y sin dejar de sonreír, sacó de entre los pliegues de su chal algo que debía de haber arrancado en el invernadero: una diminuta variedad de orquídea que seguramente costaría una fortuna—. Aunque les confesaré que tengo grandes esperanzas puestas en el futuro —añadió mientras se acercaba a Lionel para colocarle la orquídea en el ojal de la chaqueta—. Sobre todo cuando ese futuro se construye sobre la confianza mutua.

Y sin que su sonrisa flaqueara ante la mirada furiosa de él, se despidió de los tres amigos hasta el día siguiente y se alejó entre unas flores que no podían competir con ella por el título de la más tóxica.