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—Lo reconocería en cualquier parte: ya te dije que era miembro del servicio de la mansión que Su Alteza Real compró en Washington Square. —Theodora hablaba en un tono tan entrecortado que les costó entenderla—. Pero no me explico qué estaba haciendo esta noche en Vandeleur… ni por qué tuvo que acabar con lord Silverstone.
«Es evidente —se dijo Alexander para sí, aunque aquella repentina sospecha hizo que el corazón le latiera con fuerza—. Ahora comprendo lo que ocurre…»
—Dentro de un momento esto estará a rebosar de policías —comentó Veronica con aprensión—. Por lo menos tenemos la seguridad de que no nos considerarán sospechosos del asesinato de lord Silverstone: su esposa les jurará que no tuvimos nada que ver con esto.
—¿Pero qué explicación vamos a darles sobre nuestra presencia aquí, a estas horas de la noche? —quiso saber Oliver—. ¿Cómo vamos a contarles lo de Viola y el mascarón?
—Eso es lo de menos ahora mismo, Oliver. Me preocupan mucho más las represalias que pueda tomar el príncipe Dragomirásky contra nosotros cuando se entere de esto…
—¿Cuando me entere de qué, exactamente? —dijo de repente una voz a sus espaldas.
Aunque no fue más que un susurro, consiguió que todos se volvieran en el acto, y al hacerlo se quedaron sin palabras. Alguien ataviado completamente de blanco se acercaba al embarcadero, pero no era ninguno de los vecinos. Caminaba con la elegancia de un hombre cuya vida ha discurrido entre recepciones en palacios y salones de conciertos, aunque cuando se detuvo a un par de metros de distancia y la luz del farol recayó sobre su rostro, vieron que todavía era muy joven. El largo cabello que caía por su espalda era casi tan blanco como el de Viola, pero sus rasgos seguían siendo los de un adolescente. Theodora dejó escapar una exclamación ahogada.
—Mi señor… —Y entonces, ante la perplejidad de los ingleses, cayó de rodillas a sus pies para besar la mano que el muchacho le alargó—. Mi señor…, nunca habría pensado…
—Contén tu efusión, querida; este suelo está demasiado sucio para ti —sonrió él, y con la otra mano le acarició suavemente la cabeza… «como si fuera una mascota», pensó Lionel, que aún no había reaccionado. Después el príncipe la ayudó a ponerse en pie, y Theodora se quedó muy quieta con los ojos clavados en sus zapatos—. No negaré que es un encuentro inesperado también para mí, aunque hubiera preferido conocerles en unas circunstancias menos… incómodas —continuó diciendo el joven—. ¿Podrían explicarme qué problema han tenido con uno de mis hombres? ¿Quién le ha matado de un disparo?
—Mi señor… —volvió a susurrar Theodora, haciendo que los ojos grises del joven se posaran de nuevo en ella—. He sido yo quien ha acabado con Wilson, pero… no imaginaba que pudiera ser él. Apareció de repente en el embarcadero, atacando a lord Silverstone…
Al oír esto, la mirada del príncipe Konstantin se posó sobre el segundo cuerpo que se mecía boca abajo, entre los maderos que sostenían la plataforma. Habían flotado el uno junto al otro hasta quedar más cerca del charco de luz, y entonces todos repararon en un detalle que habían pasado por alto: una especie de máscara cubría la nariz y la boca de Wilson, y de ella salía un delgado tubo que descendía por su espalda. «Debe de ser alguna escafandra moderna —pensó Alexander, perplejo—. Por eso aguantaban tanto tiempo bajo el agua… y por eso se cubrían con barro, para que no viéramos sus caras.»
El príncipe Konstantin no se inmutó, ni siquiera cuando el profesor le dijo:
—Vuestro hombre se nos acercó cuando estábamos hablando con los Silverstone y arrastró al agua a la persona que tenía más cerca, pero podía haber hecho lo mismo con cualquiera de nosotros. En el fondo —añadió en un tono más quedo— es lo que han estado haciendo durante estos tres días. No eran los marineros del Perséfone los que salían del río para acabar con aquellos que los perturbaban. Eran hombres que trabajaban para vos.
—¿Qué significa eso? —exclamó Veronica con ojos desorbitados—. ¿Todo lo que nos ha pasado hasta ahora en Vandeleur había sido planeado mucho antes de traernos aquí?
—No —dijo Oliver en voz baja—. No puedo creerlo. Nadie podría ser tan retorcido…
Pero enseguida se dio cuenta de que sí. Konstantin Dragomirásky guardó silencio unos instantes antes de sonreír, sin reparar al parecer en la mirada perpleja de Theodora.
—Veo que lo que me habían contado de ustedes es cierto: son realmente agudos, teniendo en cuenta que son solo los reporteros de un periódico poco importante. Supongo que les debo una explicación, aunque no disponga de mucho tiempo. En unos minutos debo ponerme en camino hacia Nueva York para ocuparme de otros asuntos más productivos que este.
Al mirar a lo lejos, entre las cabañas de Vandeleur, Alexander reparó en que había un elegante coche de caballos de color blanco al lado de la verja del hotel. Dos hombres uniformados aguardaban junto a él. ¿Serían los mismos que los habían atacado en el embarcadero y al día siguiente en el salón de baile?
Después volvió a mirar al muchacho a los ojos, y recordó el extraño pensamiento que había acudido a su cabeza unas horas antes al observar el retrato de su antepasado…
—Efectivamente, nunca ha habido almas en pena en el Perséfone. Todo lo que se cuenta sobre sus apariciones nocturnas en el río es falso. Una leyenda en la que aun así necesitaba que creyeran si quería asegurarme de que esta investigación servía para algo.
—¿De modo que eso es lo que habéis estado haciendo? —soltó Lionel, luchando contra el impulso de abofetearle—. ¿Asustarnos para que nos tomáramos más en serio este asunto?
—Lo dice como si fuera algo reprobable por mi parte, señor Lennox. ¿Me negarán que la presión que han sentido estos días, temiendo convertirse en las siguientes víctimas del Perséfone, ha sido un excelente acicate a la hora de proseguir con sus indagaciones?
—¿Un excelente acicate? —gritó Veronica—. ¡Casi nos matáis del susto!
El príncipe Konstantin dejó escapar una queda risa.
—Entonces habéis tenido que ser también vos quien contrató esos vapores para que recuperaran del Mississippi los restos del barco —adivinó Alexander. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? ¿Quién más podría estar tan interesado en el Perséfone?—. Queríais que el miedo a lo que pudiera ocurrir nos hiciera avanzar más deprisa en nuestra investigación, averiguando así si merecía la pena adquirirlo por tratarse realmente de un barco maldito.
—Correcto, profesor Quills. Esa era mi mejor baza, aunque sospecho que para los vecinos de Vandeleur supuso una impresión aún mayor que los ataques de los marineros.
Alexander se acordó de repente de lo lívida que se había puesto Theodora cuando descubrió la tarde anterior que alguien se había apoderado del barco, acabando así con los planes que su patrón albergaba para él. Saltaba a la vista que aquello no se le habría pasado nunca por la cabeza; la expresión con que lo miraba seguía siendo de conmoción.
—Mi señor…, hace dos noches estuve a punto de morir por culpa de esos hombres…
—¿Realmente piensas que podría haber pasado algo así, querida? —sonrió el príncipe mientras agarraba la barbilla de la joven con los dedos. «Suéltala ahora mismo», estuvo a punto de gritar Lionel. «¡No te atrevas a ponerle las manos encima!»—. ¿Crees que por muy interesado que estuviera en representar esta farsa habría permitido que tú, mi bien más preciado, pudieras sufrir el menor daño? El hombre que te atacó en este lugar sabía lo que se esperaba de él. Nunca estuviste realmente en peligro, Dora.
Aquella explicación no pareció tranquilizarla. Alexander se dio cuenta de que seguía mirándole con estupor, como si estuviera viendo a su patrón bajo una nueva luz.
—¿Y qué hay del conde de Berwick y lady Hallward-Fraser? —preguntó en voz baja el profesor—. Ellos no tenían nada que ver con el asunto del que hemos estado ocupándonos.
—Mi querida Dora me ha hablado mucho de los experimentos que ha desarrollado en estos últimos años, profesor Quills —continuó el príncipe sin perder la calma—. Todos los artilugios que ha diseñado para experimentar con las nuevas ciencias… Supongo que para realizar sus investigaciones seguirá el camino habitual en los científicos modernos, un modus operandi que, como bien sabe, implica a menudo el uso de cobayas en los experimentos. Si los resultados son tan espectaculares como al parecer han sido, y los beneficios obtenidos merecen la pena… ¿piensa decirme que para los científicos como usted resultarían reprobables esos daños colaterales?
—¿Daños colaterales? —exclamó Veronica—. ¿Es que os habéis vuelto loco? ¡Estamos hablando de vidas humanas, no de ratones con los que se prueban los efectos de una nueva medicina!
—Me imagino que vuestros hombres también están tras la muerte de Reeves —añadió Oliver con evidente incredulidad—. ¿Por qué tuvieron que matar a ese pobre muchacho?
—Supuse que sería el primer chispazo que prendería la hoguera. Dora no sabía nada de lo que estaba pasando realmente en Vandeleur, así que no piensen que ha pecado de embustera con ustedes. Simplemente les contó lo que yo le conté a ella…, que un muchacho de este pueblo murió por haberse acercado demasiado a los restos hundidos del barco. A esas alturas conocía su manera de trabajar lo bastante bien para saber que acudirían a la llamada del misterio.
Levantó la cabeza hacia el barco, que continuaba meciéndose en el río. El blanco de su traje lo hacía resaltar sobre aquella masa oscura como una aparición angelical.
—Una lástima —dijo por fin, chasqueando la lengua— que todos estos esfuerzos no hayan servido para nada. Reconozco que tenía muchas esperanzas puestas en este navío, pero como sucede demasiado a menudo, todo se ha quedado en pura palabrería. No hay nada extraño en el Perséfone…, nada que lo diferencie de cualquier otro barco hundido.
—Pero sí hay algo extraño en vos —dijo Alexander de repente, haciendo que todos se volvieran hacia él—. Desde que estuvimos en Irlanda me he preguntado qué podía impulsar a una persona tan joven a recorrer el mundo en pos de objetos malditos y casas encantadas… y esta tarde, en el hotel, he dado con la respuesta.
—¿Y cuál es la explicación que se le ha ocurrido? —preguntó el joven suavemente.
Aunque su rostro seguía sin mostrar la menor emoción, el profesor reparó en su sorpresa. Theodora, por su parte, observaba a Alexander con aprensión.
—Que lleváis mucho tiempo haciéndolo —contestó con calma—, muchos más años de los que se supone que tenéis, Konstantin Dragomirásky… ¿o debería llamaros László?
—Profesor Quills… —dijo Theodora palideciendo.
—¿O quizá Adorján Dragomirásky, el antepasado que supuestamente murió en mil quinientos treinta y del que pintaron un retrato que vuestra mano derecha recuperó hace poco para vos? «Nada logra marchitar vuestra apostura.» Eso os decía ella en su carta. —Alexander se volvió hacia Theodora como si quisiera pedirle disculpas—. No era nuestra intención espiar su correspondencia, pero ahora me alegro de que lo hiciéramos. De otra manera no habría comprendido qué existe realmente detrás de la pasión por lo sobrenatural de su patrón.
—¿Pero qué estás diciendo, tío? —exclamó Veronica, mirando a Alexander como si temiese que se hubiera dado un golpe en la cabeza—. Lo que insinúas parece la trama de uno de los relatos de Oliver. Las reencarnaciones no existen, si es a lo que te refieres…
—Cada vez estoy más convencido de que son ustedes unos visionarios —declaró el príncipe Konstantin, y Veronica se quedó callada en el acto. Para sorpresa de todos, la expresión de desconcierto de su rostro había dado paso a la complacencia—. Reconozco —siguió diciendo— que esto no me lo esperaba, pero tal vez era inevitable que acabara sucediendo. Quienes están en contacto todo el tiempo con temas que escapan a la comprensión humana tienen la mente lo suficientemente abierta para aceptar ciertos hechos. Con excepciones, por supuesto, como la señorita Quills, que probablemente sea la criatura más escéptica que he conocido nunca.
—¿Cómo no voy a serlo si lo que estoy oyendo es un disparate? —dijo Veronica de malos modos—. Ya no se trata solo de que seáis un ser completamente amoral, sino de que vuestra locura os lleva a consideraros superior a los demás, como un semidiós…
—Podría dar una docena de respuestas a lo que acaba de decir, pero supongo que equivaldría a arrojar monedas a un pozo…, y en cualquier caso no se trata de un tema del que convenga hablar con ligereza. Una nueva vida después de una nueva muerte… —El príncipe permaneció en silencio unos instantes antes de añadir, en un tono de voz más bajo que el que había empleado hasta entonces—: Es un precio más elevado de lo que puedan imaginar ustedes. Algo que supone tanto un don como una condena.
—¿Tú lo has sabido durante todo este tiempo? —preguntó Lionel de repente, dando un paso hacia Theodora. Ella se había vuelto hacia el Perséfone como si no fuera capaz de continuar mirándoles a los ojos—. Claro que lo sabías —siguió diciendo Lionel—. ¡Y aun así le has jurado lealtad eterna a un miserable que lo único que quiere es usarte como un peón en su diabólica partida de ajedrez!
—Lionel, haz el favor de callarte —le soltó Theodora, más como una advertencia que como un reproche—. Ya te he dicho antes que no sabes nada sobre lo que nosotros…
—Por eso la necesitáis. —Lionel se volvió hacia el príncipe, que había recuperado su sonrisa poco a poco—. Tiene que cumplir con su parte del acuerdo… ¡daros un heredero varón a cambio de lo que habéis hecho por ella! ¡Sois igual que el antiguo amo que la puso en venta como un simple vientre!
—Si fuera así, señor Lennox, tampoco me diferenciaría demasiado de usted —se rio entre dientes el príncipe—. Dudo que sea la inteligencia o la conversación de las mujeres lo que más le atrae de ellas. Es una pena que su talento para la seducción no le sirviera de nada esta vez, por mucho tiempo que pasara con mi Dora.
Lionel habría dado lo que fuera por gritarle a la cara a aquel cretino lo que había ocurrido la noche anterior, pero la mirada de ella le hizo contenerse. «No digas nada —le advertía en silencio—. Por favor, no digas nada…»
—En fin —suspiró el príncipe, dando una palmada—, me temo que no me queda más tiempo para continuar con nuestra conversación. Como les he dicho, esta misma noche partiré hacia Nueva York para volver lo antes posible a Budapest. Hay cosas de las que debo ocuparme en la ciudad, al igual que Dora. —Y entonces se acercó a la joven y le pasó cariñosamente un brazo por los hombros—. Despídete de ellos, querida. No hace falta que te preocupes por tus cosas; escribiré al hotel para que nos las envíen por barco.
—No —susurró Lionel. Se apresuró tras ellos cuando el príncipe le hizo un gesto a una paralizada Theodora para que se dirigiera hacia el coche de caballos—. No, no os la llevaréis de esta manera. ¡No permitiré que la sigáis manejando como a una marioneta!
—¿Le parece que estoy secuestrando a mi prometida, señor Lennox? ¿Le he puesto cadenas y grilletes para que no sea capaz de escoger por sí misma lo que quiere hacer?
—Sabéis que no los necesitáis con ella. Habéis doblegado completamente su voluntad, pero no pienso consentir que lo hagáis… ¡no dejaré que la apartéis de mi lado así como así!
—Lionel, por favor —susurró Theodora de nuevo—. Ya te lo he dicho: no puedo…
—¡Y yo te he dicho que no voy a quedarme de brazos cruzados mientras vuelven a convertirte en una esclava! —estalló Lionel. Se le había puesto un nudo en la garganta al darse cuenta de que quizá no volvería a verla nunca más—. Mírame —le dijo en voz baja, y se detuvo ante ella para agarrarla por los hombros—. Mírame a la cara, Theodora, y dime que esto es lo que deseas. Si me dices que te marchas por tu propia voluntad…
No acabó la frase, aunque no era necesario. Pudo sentir cómo los hombros de la joven temblaban bajo sus dedos, y también los esfuerzos que estaba haciendo para tratar de mantener la calma. Cuando al fin habló, su voz volvía a ser la de la señorita Stirling.
—Siento que te hicieras ilusiones durante los días que hemos pasado juntos, pero me temo que esto es una despedida. Ya me has hecho perder demasiado tiempo, Lionel.
—No puedes engañarme, por mucho que lo intentes. Los dos sabemos lo que nos está ocurriendo. Te necesito tanto como tú me necesitas a mí…
—Por Dios santo, ¿otra vez estás con eso? ¿Cómo podré hacer que entres en razón?
Theodora soltó una risita que hizo sonreír al príncipe. No obstante, la mirada que la seguía uniendo a Lionel estaba cargada de dolor. Él dejó de agarrar sus hombros poco a poco al comprender que, por mucho que lo intentara, no podría retenerla.
Había tomado una decisión. No sabía si para salvarse a sí misma o para salvarle a él, pero para el caso daba igual. Sus caminos se separarían a partir de ahí.
—Si te vas con él —logró decir mientras Theodora echaba a andar de nuevo hacia el coche de caballos—, no vuelvas a buscarme nunca más, porque ya no podré confiar en ti.
Theodora continuó avanzando en silencio, sin responder a aquella amenaza, sin volverse para mirarle. Sus andares eran tan inseguros como los de una sonámbula.
—¡Si me vas a dejar, espero que sea para siempre! —vociferó Lionel—. ¿Me estás oyendo, Theodora? ¡No querré volver a verte nunca más! ¡Ya no serás nada para mí!
—Lionel, deja que se vaya —oyó susurrar a Veronica a sus espaldas antes de ponerle una mano en el hombro—. Te advertí que esa mujer no tiene corazón. No merece la pena.
El fuego abrasador que había estallado en su pecho hacía evaporarse el poco sentido común que aún le quedaba. Dos años antes, cuando se alejaba del puerto de Dublín, había temido no volver a verla nunca más. Ahora Lionel lamentaba que no hubiese sido así: se habría ahorrado el mayor dolor de su vida.
Como el Perséfone, también ellos habían tratado de luchar contra la fuerza del viento empeñado en separarlos. Y como el Perséfone, también ellos habían fracasado.
—Supongo que no queda nada más que añadir —comentó el príncipe Konstantin, y agachó la cabeza ante los cuatro ingleses. Alexander y Oliver se habían acercado también a Lionel, aunque a ninguno se le ocurría qué decirle—. Créanme que lamento tanto como ustedes no haber podido alcanzar el entendimiento que esperaba, pero quizá con el paso del tiempo se nos conceda otra oportunidad. La sucursal de Nueva York que les ofrecí…
—Podéis quedaros con ella, al igual que con vuestra protegida —declaró Alexander, agarrando a Lionel para que no se abalanzara sobre él—. No necesitaremos nada de vos.
—Orgullosos hasta el final, como auténticos hijos de la Gran Bretaña. En fin —dijo el príncipe, alejándose sin prisas del embarcadero—, espero que por lo menos la historia del Perséfone les sirva para algo, por prosaica que haya resultado ser. Y no se preocupe por nuestra Dora, señor Lennox; si le sirve de consuelo, le prometo que la cuidaré bien.
Un momento después subió al coche, donde Theodora le estaba esperando, e hizo un gesto a sus hombres para que se instalaran en el pescante con el conductor. Las ruedas del carruaje chirriaron sobre la gravilla cuando comenzó a moverse hacia la carretera paralela al Mississippi que unía el pueblo con la capital.
Solo cuando el vehículo se dio la vuelta, Lionel comprendió que la había perdido para siempre. Lo último que distinguió de ella fue un movimiento tras los cristales, el de algo parecido a una mano apretándose contra unos ojos húmedos, pero se dijo que lo más probable era que lo hubiera imaginado. Veronica estaba en lo cierto: esa mujer no tenía corazón.
—Ven aquí —susurró su amiga, rodeándole con los brazos como habría hecho con un hermano pequeño—. Estoy segura de que en el fondo es lo mejor que ha podido pasarte…
—Por una vez en la vida, me temo que tengo que darle la razón a Veronica —asintió Alexander con tristeza—. Los dos pertenecéis a mundos muy distintos, Lionel. No habría salido bien, ni siquiera si consiguierais dejar atrás esas diferencias. Su patrón no lo habría permitido.
Oliver fue el único que no dijo nada. Se limitó a seguir mirando a Lionel con una compasión que nunca pensó que acabaría sintiendo por él, aunque un movimiento a su derecha atrajo de repente su atención. Se llevó una sorpresa al reconocer a Viola en la cubierta del Perséfone. «Seguramente la hemos asustado con todos estos gritos», pensó mientras la veía acercarse despacio a la proa. Se había levantado una suave brisa que hacía tremolar su camisón tanto como la llama de la lámpara que había en su mano.
El amanecer se acercaba a Vandeleur, y las luces que teñían el cielo de púrpura le permitieron darse cuenta de que se había detenido delante del mascarón. Alzó más la lámpara, como si quisiera observar de cerca aquel rostro que probablemente le resultaba tan familiar como angustioso. El rostro de su peor enemiga.
Y entonces hizo algo que a Oliver le encogió el estómago.
—Alexander —llamó en voz baja. La lámpara que Viola había inclinado sobre la cabeza del mascarón derramaba su aceite encima de la escultura, y el olor casi llegaba hasta el embarcadero—. ¡Alexander! —repitió, esta vez casi gritando—. ¡Viola va a…!
Antes de que acabara de hablar, la anciana dejó caer la lámpara. El fuego prendió de inmediato sobre la madera, envolviendo la escultura de Perséfone en una columna de llamas que iluminó de naranja el rostro de Viola. Había retrocedido unos pasos cuando el mascarón comenzó a arder, mirándolo como si no pudiera creer lo que había hecho.
—¡Santo Dios! —exclamó el profesor. Veronica dejó de abrazar a Lionel y los dos se volvieron a la vez hacia el barco—. ¡Baje ahora mismo de ahí, Viola! ¡Es demasiado…!
Entonces oyeron un alarido espantoso en la cubierta del Perséfone, aunque no podía proceder de Viola, que seguía observando sin separar los labios cómo las lenguas de fuego se enroscaban alrededor del mascarón. Mientras aquel grito de mujer desgarraba la noche, las llamas se extendieron por la cubierta, treparon por los mástiles medio desvencijados y se propagaron por el velamen. En un segundo el barco se convirtió en una bola de fuego, como si toda la estructura estuviera cubierta de aceite.
«Pero no es posible —pensó Alexander, horrorizado—. El Perséfone ha estado más de cuarenta años bajo el agua. ¡No hay madera que pueda prender con tanta humedad!»
—¡Tío, tenemos que subir ahora mismo a por Viola! —trató de hacerse oír Veronica por encima del rugido que se había desatado—. ¡Se abrasará si no la sacamos del barco!
—¿Qué es eso? —dejó escapar Oliver—. ¿Veis lo mismo que yo?
No habría hecho falta que dijera nada. Todos se habían dado cuenta a la vez, y la perplejidad los dejó clavados en el suelo cuando se disponían a correr hacia la pasarela. Porque en el centro de la cubierta, entre las llamas que se revolvían como culebras, habían creído reconocer más de una docena de siluetas.
Muchos años más tarde, cuando recordaran aquel momento, asegurarían que no habían sido más que imaginaciones suyas. Que el hombre alto que le alargaba una mano a Viola en medio de la pira funeraria solo estaba hecho de sombras, y que los que estaban a sus espaldas tampoco eran más reales que ninguna de las figuras que el humo dibujaba contra el cielo del amanecer. Pero se acordarían como si aún la estuvieran viendo de la sonrisa que apareció en los labios de la anciana, y de cómo les había dado la espalda, sin oír al parecer sus gritos, para adentrarse poco a poco en las llamas, que se cerraron a su alrededor como los brazos de un amante que la hubiera estado esperando durante demasiado tiempo. Por fin Perséfone regresaba al infierno. Volvía a su hogar.