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—Ya lo has oído: a las cinco y cuarto delante del Magdalen College —dijo Veronica después de asegurarse de que los pasos de su tío se perdían escaleras abajo. Se volvió hacia la silueta desnuda que yacía perezosamente tumbada en su cama, entre moldes de yeso de diferentes partes del cuerpo, lienzos a medio pintar y caballetes a punto de descoyuntarse—. Haz el favor de no olvidarlo otra vez o me volverá a echar en cara que nunca me acuerde de darte sus recados. Aunque no entiendo por qué he de hacerlo yo.

Lionel Lennox soltó un gruñido. Dejó en el suelo el corazón de la manzana que se estaba comiendo y estiró ambos brazos por encima de la cabeza para desentumecerlos.

—Has vuelto a cambiar de postura —se lamentó la joven. Svengali alzó el vuelo para posarse con otro graznido en el alféizar de la ventana—. No sé cómo pudo parecerme una buena idea dibujarte a ti. A este paso mi pobre Endimión nunca pasará de ser un boceto.

—La próxima vez podrías pedírselo a uno de tus compañeros de la escuela de arte.

—La próxima vez puede que lo haga, y también otras cosas aparte de posar. Pero me temo que ninguno de ellos se las apañaría tan bien como tú para trepar por el enrejado del jardín.

Regresó junto a su caballete para examinar con aire crítico el estudio anatómico en el que llevaba trabajando cerca de una hora. No podía quejarse de cómo había quedado el perfil de Lionel, pero la proporción de los brazos no la convencía, y el ángulo de la cabeza tampoco era el que estaba buscando. Algo lógico, pensó con cierto fastidio, si su improvisado modelo no era capaz de estarse quieto ni un cuarto de hora, sobre todo teniendo cerca a una mujer que solo llevaba puesta la camisa que le había cogido prestada después de uno de sus acostumbrados escarceos entre las sábanas.

En el fondo Lionel tenía razón: le habría ido mejor pidiéndole el favor a alguno de los amigos pintores con los que Ailish y ella coincidían cada tarde en la Escuela de Arte Ruskin, pero la mañana no habría sido tan divertida. Cogió el lienzo para enseñárselo.

—¿Ves a qué me refiero? ¿Ves todas estas líneas paralelas? Son las que me has hecho trazar cada vez que te has movido. Así no hay quien haga un buen trabajo…

—Yo lo encuentro estupendo —contestó Lionel con una sonrisita—. Has sabido captar lo mejor de mí. ¡Espero que no se te ocurra estropearlo poniéndome una hoja de parra!

Veronica hizo el amago de darle una patada en las costillas. Lionel agarró su pie a tiempo para hacerle perder el equilibrio. La muchacha cayó a su lado en la cama, riendo.

—Eres un presumido, pero me temo que tendré que cambiarte la cara. El pelo y los ojos oscuros le sientan muy bien a un personaje mitológico, pero la barba de varios días…

—Eso me da lo mismo. Las mujeres que vean tu cuadro seguirán reconociéndome.

—Pero mi tío no —sonrió Veronica, dejando el lienzo en el suelo. Se volvió hacia su amigo apoyándose en un codo—. Y espero que no lo haga nunca. Sabes tan bien como yo que el día que descubra en qué consiste nuestra relación me encerrará bajo siete llaves.

—No entiendo a qué viene tanta mojigatería. Tú misma dices que Oliver y Ailish se pasan la mitad de las noches metiendo ruido y nunca he visto que les llame la atención.

—Oliver y Ailish están unidos por el sagrado lazo del matrimonio. —Veronica hizo la señal de la cruz ceremoniosamente—. Para alguien como mi tío eso es más que suficiente.

—Entiendo… Entonces, señorita Quills, lo más sensato es que nosotros también nos casemos para no seguir ofendiendo al Altísimo con actos tan impuros como el de hoy.

Había tratado de decirlo en tono serio, pero la expresión de pavor que se pintó de repente en el rostro de Veronica le arrancó una carcajada. La rodeó por la cintura para atraerla más hacia sí, deslizando una mano bajo la camisa que apenas cubría sus caderas.

—¡Solo era una broma! ¡Parece mentira que a estas alturas todavía no me conozcas!

—Claro que sí, pero hay cosas con las que no se puede bromear —replicó ella. Lionel volvió a reírse cuando se puso una mano teatralmente encima del corazón—. Casi me ha entrado taquicardia por tu culpa. Hablarle de matrimonio a alguien como yo es como…

—Como proponerle a Guy Fawkes ser miembro del Parlamento. Ya lo sé, y pienso exactamente lo mismo que tú. Habría que estar loco para echarse esa soga al cuello por propia voluntad. Aunque apuesto a que tu tío sigue esperando que cualquier día sientes la cabeza, aceptes a uno de tus pretendientes y te conviertas en una amante esposa por convivir cada día con ese perfecto modelo de felicidad conyugal que son los Saunders.

—Demasiado perfecto —repuso Veronica, reclinando la cabeza con languidez sobre las almohadas—. Te aseguro que mis tés se endulzan solos cada vez que me acerco a ellos.

La mano de Lionel había seguido ascendiendo por la pronunciada pendiente de su cadera, arremangándole la camisa alrededor de la cintura. Cuando su piel quedó completamente expuesta, se incorporó para comenzar a recorrerla con los labios, dejando un rosario de pequeños besos que remató con un mordisco. Veronica sonrió con los ojos medio cerrados. Al otro lado de la ventana, las abejas zumbaban sobre las aguas del Isis salpicadas de flores por las que se deslizaban las barcazas que se dirigían a Folly Bridge.

—Me pregunto qué será eso tan importante que quiere contaros mi tío —comentó la joven pasados unos minutos—. Parecía bastante alterado… casi enfadado, por raro que resulte en una persona tan apacible como él. ¿Qué crees que puede haber descubierto?

—No tengo ni idea, pero dentro de unas horas nos enteraremos. —Lionel le dio una palmada en el trasero antes de incorporarse—. Debería regresar al Ashmolean antes de que se me haga tarde, y tú deberías salir de casa dentro de un rato con la excusa de ir a buscarme al museo. De lo contrario tu tío acabará sospechando que hay gato encerrado.

—¿Seguro que nadie te pondrá problemas por faltar al trabajo también esta tarde?

Lionel soltó una risotada, aunque cuando se acordó de que la señora Hawkins aún seguiría merodeando por el primer piso de Caudwell’s Castle se apresuró a bajar la voz.

—Cielo, me encanta tu sentido del humor. Yo soy ahora mismo la única persona en esa institución con el derecho a reprender al resto del personal por no acudir a trabajar.

—Tú y sir Arthur Evans —le recordó Veronica—. Me parece que a veces olvidas que te han nombrado ayudante del conservador del Ashmolean, no conservador en persona.

—Tú dame un par de años, cinco como mucho. A Evans cada vez le gusta menos el estilo de vida oxoniense; esta primavera no ha hecho más que hablarme de las ganas que tiene de dedicarse exclusivamente a sus excavaciones en Cnosos. No aguantará mucho más tiempo en un despacho. Cuando quieras darte cuenta, te encontrarás asistiendo a la inauguración del museo Ashmolean-Lennox, acuérdate de mis palabras.

—Tampoco creo que tú estés hecho para pasar el resto de tu vida en un despacho —le contestó Veronica, mirando cómo Lionel se sentaba en el borde de la cama y buscaba sus pantalones entre el caos que apenas permitía distinguir el suelo—. Te gustan demasiado la aventura, las emociones fuertes… Puede que sujetar las riendas de un museo como ese te haga sentir poderoso, pero ambos sabemos que no es lo que mejor se te da.

—Si te refieres a saquear tumbas, supongo que sí, sigue siendo mi especialidad. Gracias por el cumplido.

—Sería un cumplido si no supiera lo inconsciente que eres. Algún día cometerás un error del que no te sacarán tu talento para la improvisación ni tu labia con las mujeres.

—¿A qué viene eso? —se extrañó él—. ¿Qué tratas de…?

—Ya sabes a qué me refiero. Parece mentira que no aprendieras la lección hace dos años, cuando esos saqueadores del Valle de las Reinas estuvieron a punto de matarte de un disparo para hacerse con la reliquia que acababas de sacar a la luz. Pensé que eso te haría ser más sensato, pero me equivocaba. Sigues siendo tan temerario como siempre.

Un profundo silencio siguió a sus palabras. Veronica había imaginado que Lionel protestaría asegurándole que era capaz de cuidar de sí mismo, no que se quedaría completamente mudo al escucharla. De repente la corriente que se colaba por la ventana resultaba mucho más desapacible de lo que cabría esperar de un soplo de aire primaveral.

—¿He dicho alguna inconveniencia? —preguntó, sorprendida ante aquel cambio—. ¿O es que andas metido en un asunto aún más peligroso del que no te apetece hablarme?

—No te preocupes; no me he buscado problemas últimamente —murmuró Lionel sin volverse hacia ella—. No más de los que tenía desde lo del Valle de las Reinas, al menos.

Se puso en pie mientras se abrochaba el cinturón, tratando de hacer caso omiso a la mirada de inquietud que le seguía dirigiendo su amiga. Lionel fue caminando poco a poco hasta la ventana, y al encontrarse ante los cristales entreabiertos se detuvo con los ojos clavados en su propio reflejo. Fue inevitable: su mirada se acabó posando de manera instintiva sobre la cicatriz que adornaba uno de sus hombros, un tatuaje más claro que la piel que lo circundaba y que parecía latir con saña cada vez que pensaba en la responsable de aquella herida.

Trató de apartar de su mente los recuerdos que le asaltaron de repente: el calor de unos labios pintados de rojo rozándole por última vez, cerca de la boca; el perfume a sándalo que exhalaban unos cabellos en los que en algún momento había deseado perderse; la luz de unos ojos que se habían reído de él entre los pliegues de un pañuelo siroquero, entre las plumas de un sombrero negro. Que el saqueador que casi había acabado con su vida hubiera resultado ser la mujer más sensual que había conocido nunca aún seguía pareciéndole una cruel broma del destino. Tanto como el hecho de que ella hubiera guardado silencio durante todo el tiempo que pasó en Irlanda con sus amigos y con él, escuchándole contar su hazaña del Valle de las Reinas con una sonrisa que a Lionel por entonces le había parecido de admiración.

Ni siquiera el hecho de ser considerado un héroe por haber plantado cara a los ladrones que la acompañaban en Egipto le hacía sentirse mejor consigo mismo. Ni tampoco que sir Arthur Evans, impresionado por la valentía con la que había defendido la excavación que en realidad Lionel estaba saqueando a espaldas del director, le hubiera nombrado su mano derecha en el Ashmolean. Una parte de él temía que reapareciera en cualquier momento, dispuesta a marcarle de nuevo sin dejar de enarbolar aquella sonrisa tan peligrosa como su pistola.

—Será mejor que me marche antes de que tu tío suba de nuevo —se oyó decir a sí mismo pasado un rato—. Tienes razón; últimamente paso más tiempo del debido fuera del Ashmolean. Y si esta tarde voy a estar con Oliver y con él no debería dejar que Evans…

—Espera un momento. —Veronica también se levantó de la cama, y se acercó a él para rodearle con los brazos de una manera que a Lionel le pareció más propia de una hermana que de una amiga con derecho a roce. Alzó sus grandes ojos de color avellana hacia él—. Supongo que a estas alturas no hará falta que te lo recuerde, pero ya sabes que si alguna vez necesitas hablar de algo…, bueno, puedes contar conmigo para lo que sea.

—¿La señorita Quills se está volviendo sentimental? Esto sí que es un suceso digno de aparecer en el Dreaming Spires —contestó Lionel con una sonrisa torcida—. Al final va a ser verdad que se te está pegando algo de los Saunders. En el fondo eres una romántica.

Veronica sacudió la cabeza con burlona resignación y le ayudó a recuperar el resto de la ropa desperdigada por el ático. Se quitó la camisa que le había prestado para abrirle la puerta a Alexander, le abrochó los botones del chaleco y después de que Lionel se calzara las botas se quedó mirando cómo trepaba hábilmente al alféizar de la ventana, atento a que no pasara nadie cerca de Caudwell’s Castle en aquel momento.

—Ten cuidado con lo que haces, y presta atención a todo lo que te cuente mi tío en la reunión de esta tarde —le recordó en voz baja—. Me muero de ganas de saber qué ocurre.

—Mañana mismo te lo contaré delante de una pinta de cerveza si vienes a buscarme al museo.

Lionel se agarró con las dos manos al alféizar mientras comprobaba que sus pies estaban firmemente afianzados en la parte superior del enrejado cubierto de rosas que trepaba por el muro norte de la casa hasta la ventana de Veronica. Antes de empezar a bajar estiró el cuello para que la joven apretara una vez más sus labios contra los de él.

—Hasta la próxima, Julieta. Puedes hacer lo que quieras con el conde Paris en mi ausencia, y también con Mercucio, y hasta con tu primo Tebaldo; no me pondré celoso.

—Idiota —susurró Veronica sonriendo—. Lárgate antes de que te dé un empujón.

No obstante, no se apartó de la ventana hasta que Lionel hubo superado el mirador de la sala en la que suponía que estaría su tío, dejándose caer sin hacer ruido en el césped recién cortado. Entonces Veronica se dio cuenta de que se había dejado su sombrero de ala ancha en el ático, y corrió para quitárselo de la cabeza a un maniquí articulado de tamaño natural que había al lado del caballete en el que había estado dibujando. Lo soltó con cuidado por entre las cortinas, y Lionel lo cazó al vuelo, se lo encasquetó y después de dedicarle una reverencia versallesca se alejó de la casa para dirigirse hacia Folly Bridge.

Svengali esperó a que se hubiera marchado para descender de las chimeneas en las que se había construido su propio reino. Veronica le alargó un brazo para que se posara en él, acariciando pensativa las plumas que le hacían cosquillas en el pecho desnudo.

—¿Tú también crees que lo que le da más miedo son sus propios sentimientos?