5

Lionel no recordaba haber pasado una noche tan mala en años. Por mucho que lo intentó no consiguió pegar ojo, y cada vez que trataba de pensar en otras cosas, dando vueltas una y otra vez sobre el jergón de lana demasiado mullida, volvía a acordarse de la manera en que aquella condenada mujer había surgido de la espesura de la Casa de las Orquídeas como un demonio creado con la única intención de hacerle sufrir. No podía traerles nada bueno su presencia en Oxford, pensó mientras aporreaba la almohada para ablandarla; era una señal de que se les venía encima algo tan pavoroso que a ratos se preguntó si no sería más sensato marcharse de la ciudad hasta que ella hiciera lo mismo.

Pero no podía dejar a Alexander y a Oliver solos. No si su némesis estaba dispuesta a usar sus artes oscuras para ponerlos de su parte y conseguir de sus amigos lo que fuera que quisiera conseguir. Lionel sabía que no estaba en su naturaleza detenerse ante una negativa, por muy convencida que estuviera la persona que se atrevía a plantarle cara, ni tampoco ser compasiva.

Al día siguiente, después de pasar casi toda la mañana dando vueltas por su habitación como un león enjaulado, abrió el cajón de su mesilla y, tras dudar un instante, sacó de él la misma pistola que se había llevado a Egipto dos años antes. No había servido de gran cosa en aquella ocasión, pero ahora conocía mucho mejor a su enemiga y sabía qué podía esperar de ella. Decidido a no dejarse sorprender de nuevo con la guardia baja, la escondió dentro de la chaqueta, se puso el sombrero de ala ancha y se encaminó hacia el hogar de los Quills para tomar el té con la misma expresión con la que un gladiador saldría a la arena.

Para su frustración, ninguno de los habitantes de Caudwell’s Castle parecía estar preocupado por lo que pudiera depararles la tarde. Encontró a Oliver y a Ailish sentados tranquilamente en la sala de estar; Oliver se apoyaba en un brazo del sillón en el que su esposa examinaba con atención unos curiosos rectángulos de papel de distintos colores.

—No estoy segura —decía ella, dándoselos uno a uno para que los mirara—. Si las cortinas y el dosel de la cama van a ser azules no creo que quede bien ninguno de estos diseños. Deberíamos echar otro vistazo al catálogo de Morris and Co. mañana por la tarde.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Lionel, dejando chaqueta y sombrero en manos de la señora Hawkins después de que el ama de llaves le acompañara a la sala.

—Ailish ha estado recopilando algunas muestras de papel pintado para las paredes de nuestro dormitorio —le explicó su amigo—. Hay unas cuantas muy interesantes, pero no acabamos de encontrar exactamente lo que queremos. Habrá que seguir buscando…

—O también puedes diseñarlo tú misma —comentó Veronica mientras entraba en la habitación. Iba desatándose el delantal manchado de pintura que se había anudado encima de una blusa blanca y una falda azul de cintura alta, y llevaba el pelo recogido precariamente con un pincel—. ¿No se supone que estás formándote para ser artista? ¿Por qué tienes que conformarte con lo que hacen los demás en vez de usar tus creaciones?

Cuando acabó con el delantal lo dejó caer encima de uno de los divanes. La señora Hawkins la miró con horror, apresurándose a recogerlo antes de que ensuciara el tapizado.

—Yo no tengo tanta inventiva como tú —contestó Ailish, regresando de nuevo a la primera muestra—. Aunque, bien pensado, el autor de este diseño tampoco la tenía. Esto no es más que un plagio de una de las composiciones de juventud del propio señor Morris.

—Vaya, sí que estás familiarizada con el mundo del papel pintado —comentó Lionel.

—No lo estoy. —Ailish levantó una mano para que viera que no llevaba puestos sus guantes—. Las personas suelen sentirse culpables cuando roban a los demás, por mucho que intenten engañarse a sí mismas. Y esa culpabilidad acaba rodeando sus propias creaciones como un aura.

No tuvieron que esperar demasiado a su invitada. Unos minutos más tarde les llegó el sonido de dos aldabonazos en la puerta, el eco de los pasos de la señora Hawkins en el recibidor y la voz de Alexander, que acababa de bajar la escalera, dando la bienvenida a su casa a la señorita Stirling. Cuando la condujo a la sala de estar, Lionel sintió una punzada de amargura en el estómago. Una vez más, parecía un figurín de moda: llevaba un elegante conjunto de dos piezas a rayas negras y grises cerrado en torno al cuello con un camafeo, y un sombrero aún más aparatoso que el del día anterior que dejó en manos de la señora Hawkins. Iba parloteando alegremente con Alexander sobre lo encantadora que le había parecido aquella zona de Oxford, pero cuando Ailish se levantó para saludarla dejó escapar un gritito. Se acercó para darle un fuerte abrazo.

—¡Mi querida señora Saunders! ¡Qué ganas tenía de volver a verla! ¡La encuentro realmente radiante! Supongo que eso quiere decir que el señor Saunders se porta bien con usted… —Las dos se besaron en las mejillas, y al separarse la señorita Stirling reparó en el abultado vientre de Ailish—. ¡Vaya, ya veo que estupendamente! ¡Me alegro mucho!

—La verdad es que hasta ahora no tengo quejas —sonrió Ailish—. Pero habrá que esperar a que nazca el bebé para decirlo. Tenemos la corazonada de que será una niña, y su padre está tan ilusionado que empiezo a pensar que sentiré celos de ella.

Mientras las dos mujeres hablaban, Veronica se volvió hacia Lionel con una ceja elocuentemente enarcada. Su amigo sonrió a regañadientes; se había imaginado lo que pensaría de la recién llegada, y también lo que ella le parecería a la señorita Stirling. Cuando Alexander hizo las presentaciones, y su sobrina se levantó de mala gana del diván para estrechar su mano, los oscuros ojos de la señorita Stirling se demoraron sobre su desastrado peinado, aunque prefirió no comentar nada.

La señora Hawkins regresó enseguida con un servicio completo de té, y los seis tomaron asiento alrededor de la pequeña mesita que había ante la chimenea. Durante un buen rato hablaron de esto y de aquello, escuchando lo que la señorita Stirling tenía que contarles de sus últimos viajes por Escocia, hasta que Alexander dejó su taza sobre la mesita y comentó:

—Bien, supongo que no soy el único que está deseando saber en qué consiste esa historia tan interesante que quiere contarnos. ¿Su patrón también está al tanto de ella?

—Por supuesto —contestó la joven cruzando las piernas—. Tal como sucedió hace dos años, fue él quien quiso que me pusiera de nuevo en contacto con ustedes. Pero lo que esta vez nos ocupa no tiene que ver con el folclore irlandés, sino con algo muy diferente… y mucho más exótico.

—¿Un suceso paranormal que ha ocurrido lejos de aquí? —se interesó Oliver, y ella asintió con la cabeza—. ¿Es algo de lo que hayamos hablado antes en el Dreaming Spires?

—Me parece poco probable, señor Saunders. De hecho, no creo que exista ningún otro periódico que se haya interesado por este asunto en nuestros días, a pesar de que en su momento apareciera mencionado en la prensa. Por supuesto, eso fue antes…, cuando la historia aún no había adquirido el carácter sobrecogedor que posee en la actualidad.

—Señorita Stirling, nos tiene usted en ascuas. ¿Dónde se ha producido ese suceso?

Ella esbozó una sonrisa por encima del borde de su taza de té antes de contestar:

—En Nueva Orleans. O más bien, en Vandeleur. No creo que hayan oído hablar nunca de ese lugar; es tan pequeño que no aparece mencionado en las guías de viaje, y la mayoría de los mapas de Luisiana lo pasan por alto. Suponemos que no debe de ser más que una aldea, uno de esos asentamientos a orillas del Mississippi creados en la época de las colonias francesas. Pero como todos ustedes saben, que un vecindario sea pequeño no le impide convertirse en escenario de sucesos sobrenaturales dignos de ser estudiados por las nuevas ciencias. —La señorita Stirling miró a Ailish, que asintió con la cabeza—. Por lo que tenemos entendido, lo que ocurre en Vandeleur ahora mismo no ha llamado aún la atención de ningún rotativo. Ha sido pura casualidad que lo descubriéramos, aunque cuando investigamos un poco más comprendimos que, de darse a conocer la noticia fuera de Estados Unidos, supondría un filón para cualquier publicación especializada en lo sobrenatural. Por supuesto, nos acordamos inmediatamente de ustedes; sabemos cómo trabajan y nos pareció que quizá podríamos alcanzar un acuerdo beneficioso para todos.

—Ya entiendo —dijo Alexander tras unos segundos en los que lo único que se oyó en la habitación fue el sonido de las cucharillas removiendo el té—. Su patrón pretende adquirir algo que hay en Vandeleur, algo relacionado con ese suceso sobrenatural al que se refiere. Quiere que nosotros nos quedemos con la exclusiva a cambio de investigarlo.

—Y de decirnos qué hay de cierto en los rumores que han empezado a circular por la zona —confirmó la señorita Stirling—. De ser verídicos, saldríamos ganando todos: ustedes podrían publicar un artículo sobre este tema, y mi patrón tendría la seguridad de que merece la pena hacerse con el objeto en cuestión para su colección.

—Hasta ahora no ha hecho más que hablar en adivinanzas —intervino Lionel tan de improviso que todos le miraron, sorprendidos—. Pero ¿en qué consiste exactamente ese objeto que tanto parece interesarles? ¿Es una reliquia sobre la que pesa una maldición?

—Es un barco, señor Lennox. Un bergantín de mediados del siglo diecinueve que ha estado sumergido desde entonces en las aguas del Mississippi sin que nadie supiera el motivo.

Alexander se había llevado una mano al bolsillo en el que guardaba la pipa, pero cuando oyó esto se quedó muy quieto. Lo mismo les sucedió a Oliver y a Ailish, y hasta Veronica alzó las cejas, apretando los brazos contra el pecho. Divertida por el efecto producido por sus palabras, la señorita Stirling rebuscó en un bolso que había llevado consigo hasta dar con una pequeña carpeta de cuero. De ella sacó una fotografía que parecía bastante antigua a juzgar por lo desmenuzadas que estaban sus esquinas.

—La encontramos hace unas semanas en los archivos de un museo naval situado en la costa sur de Noruega. A mi patrón le llamó la atención el diseño del barco; es mucho más esbelto de lo que era habitual entre las goletas de la época, pero cuando el personal del museo nos contó su historia, aunque apenas se conozcan datos sobre lo que le sucedió, ambos quedamos completamente subyugados. Se llamaba Perséfone.

—Como la diosa del inframundo —dijo Ailish en voz baja—. La doncella a la que según la mitología griega secuestró el dios Hades para convertirla en su esposa.

La joven fue a sentarse al lado de Alexander, que había cogido la fotografía de manos de la señorita Stirling. Los dos se quedaron mirando el afilado perfil de un velero amarrado en lo que seguramente sería el puerto fluvial de Nueva Orleans. Contaba con dos altos mástiles de los que colgaban a distinta altura dos docenas de velas cuadradas, y un mascarón de proa con la forma de una figura femenina que se inclinaba sobre el agua como si quisiera calmar su sed. Había una fecha escrita en una de las esquinas: 1861.

—A diferencia de lo que era habitual en Luisiana en aquella época, este barco no funcionaba a vapor —siguió explicando la señorita Stirling—. Seguía siendo un velero que debía toda su rapidez a la fuerza del viento, aunque eso no le hacía estar en desventaja con respecto a los que ya empleaban la propulsión mecánica. En cierto modo era una reliquia de tiempos mejores, los anteriores a la década de los sesenta en que tuvo lugar el mayor conflicto bélico que se ha producido en Estados Unidos. Un conflicto al que el Perséfone no fue capaz de sobrevivir; según lo que nos contaron en el museo, el Mississippi se lo tragó en mil ochocientos sesenta y dos, apenas un año después de que se tomara esta fotografía.

—¿Y hubo víctimas? —preguntó Oliver—. ¿Qué pasó con la tripulación?

La señorita Stirling sacó una segunda fotografía de su carpeta por toda respuesta y se la tendió para que la examinara. En esta ocasión se trataba de un retrato convencional de una pareja, un hombre y una mujer que permanecían de pie ante el Perséfone; sobre la cabeza de la dama se podían leer las últimas letras del nombre del navío. Él era alto y atractivo, de unos treinta años, con el abundante cabello partido por una raya y peinado hacia la derecha, y un asomo de barba de color claro. Ella era algo más joven, con el pelo tan oscuro como la señorita Stirling y unos ojos que en la fotografía daban la impresión de ser azules o grises. El hombre tenía un brazo colocado alrededor de los hombros de la mujer, mientras que ella se apretaba las manos con una fuerza que casi hacía que se le marcaran los tendones en las muñecas.

A Oliver le llamó la atención que ninguno de los dos sonriera. No era habitual que una pareja apareciera posando con naturalidad en los retratos que se solían hacer antes, pero aun así había algo en la expresión de los dos que le desconcertó. Era casi como si estuvieran mirando por encima del hombro de Oliver, como si estuvieran atentos a algo que amenazaba con caer sobre ellos como una sombra en el momento menos pensado.

—Este hombre era William Westerley, el capitán del Perséfone —explicó la señorita Stirling mientras volvía a coger la taza que había dejado encima de la mesita—. Apenas se sabe nada sobre él; únicamente que participó en la guerra de Secesión que enfrentó a los estados confederados del Sur, el bando al que pertenecía, y los unionistas del Norte.

—La guerra en la que fue destruido el Perséfone —dijo Alexander. Dejó la primera fotografía en manos de Ailish; Veronica también se levantó para mirarla—. ¿Fue víctima de la contienda, entonces? ¿El capitán se hundió con su barco en el Mississippi?

—Se hundió, sí…, aunque aún no sabemos por qué.

—Si se trataba de un soldado no había muchas probabilidades de que pudiera salir con vida del conflicto —comentó Oliver—. Al fin y al cabo fueron los estados del Norte los que acabaron ganando la guerra. Las consecuencias fueron devastadoras para los del Sur.

—Y no solamente en lo que atañía al ejército —confirmó Alexander, pensativo—. Yo nací al año siguiente de que el conflicto tocara a su fin, y recuerdo que durante mucho tiempo los periódicos ingleses siguieron hablando de lo que había ocurrido al otro lado del Atlántico. Muchos barcos corrieron la misma suerte que el Perséfone, aunque por lo general se hundían en el golfo de México, no en el río. —Entonces el profesor miró a la señorita Stirling—. Todo esto resulta muy interesante, pero no acabo de entender qué hay de sobrenatural en lo que nos está contando. Por muy dramática que sea la historia del capitán Westerley y su tripulación, no me parece que tenga relación con lo que nosotros…

—No la tendría si la historia del Perséfone hubiera acabado en el momento en que quedó sepultado en el lecho del Mississippi sin que nadie, en los más de cuarenta años que han pasado desde entonces, haya sido capaz de sacarlo a flote —contestó ella—. Pero desde entonces han circulado muchos rumores en la zona acerca de una silueta oscura que en las noches sin luna se desliza sobre las aguas del río, desapareciendo en cuanto se le acerca una embarcación como lo haría un fantasma. Mucha gente piensa que los barcos también tienen alma; si eso fuera cierto, se explicaría por qué no ha podido descansar desde entonces, ni él ni los quince hombres a los que arrastró a la oscuridad.

—¿Está diciendo que el Perséfone es un barco fantasma? —exclamó Ailish, cruzando con Oliver una mirada fascinada—. ¿Aún se le sigue viendo navegar por el Mississippi?

Lionel dejó escapar un resoplido de incredulidad. La señorita Stirling, haciéndole caso omiso, cogió una chocolatina de menta de una bandeja antes de decir con calma:

—Eso es lo que dicen los rumores…, las habladurías en las que muy pocas personas están dispuestas a creer pero que en muchas ocasiones encierran una verdad.

—Esto no tiene sentido —rezongó Veronica de repente—. ¡Parece una de las historias góticas que tanto le gusta escribir a Oliver! Es cierto que hemos investigado toda clase de sucesos sobrenaturales, pero una leyenda tan rocambolesca como esa no se sostiene…

—Su peinado tampoco, por lo que puedo ver. ¿Era un pincel lo que tenía en el pelo?

Veronica se llevó inmediatamente una mano a la cabeza. Había estado tan atenta a lo que decían que ni siquiera se había dado cuenta de cómo sus incontrolables rizos se soltaban de su precaria sujeción. La señorita Stirling, sacudiendo la cabeza con genuina incredulidad, decidió pasar por alto la mirada asesina que le lanzó.

—Evidentemente, ustedes tienen la libertad de elegir si acompañarme o no a Nueva Orleans para descubrir qué hay detrás de todo esto —comentó dirigiéndose a Alexander—. Su Alteza Real tiene que ocuparse esta primavera de algunos asuntos bastante importantes que le retendrán en Europa, así que ha delegado en mí toda la responsabilidad. Lo he preparado todo para que no tengan que preocuparse por ningún trámite: los pasajes hasta Estados Unidos, el alojamiento en Vandeleur… Lo único que me queda por saber es si aceptarán nuestra oferta.

Alexander tardó unos segundos en responder. Se había quedado mirando la otra fotografía en la que el capitán Westerley y la mujer que le acompañaba, probablemente la señora Westerley, aparecían posando con una tensión insólita. Al darle la vuelta encontró la fecha de 1862 en el reverso, al lado del sello del museo de Oslo del que procedían las fotografías.

¿Se imaginaría alguno de los dos lo que acabaría sucediéndole al barco que tenían a sus espaldas? ¿Sospecharían que poco después, probablemente en cuestión de unos meses, Nueva Orleans caería en manos del ejército unionista y el Perséfone desaparecería para siempre en las fangosas aguas del Mississippi?

—Reconozco que lo que nos ha contado resulta interesante, pero si no tenemos más indicios de que la historia es cierta… ponernos rumbo a Nueva Orleans me parece algo que queda fuera de toda lógica —contestó el profesor—. No estamos hablando de cruzar un mar para arribar a las costas irlandesas, como hace dos años; estamos hablando de un océano. Si lo único que puede ofrecernos es una historia de fantasmas, como las que publicamos cada semana en nuestro periódico, no le veo sentido a marcharnos tan lejos para poder dar con ella…

—También obtendrían ayuda para crear en Nueva York una segunda sucursal del Dreaming Spires. Oh, ¿me había olvidado de mencionarlo? —La señorita Stirling paseó la mirada por los perplejos rostros de los demás—. ¡Qué memoria la mía! Su Alteza Real me encargó que les hiciera saber que, de salir todo según lo planeado, no solo se podrían quedar con la exclusiva de esta noticia sino también ampliar su mercado en Estados Unidos. Está convencido de que les resultará una oferta tentadora, sobre todo teniendo en cuenta que, como siempre, no piensa reparar en gastos. Cielo santo, profesor, estas chocolatinas son una auténtica delicia. —Y se inclinó para coger otra, cerrando los ojos después de morderla como si quisiera apurar aún más el placer—. ¡Creo que el chocolate es una de las pocas cosas de este mundo capaces de hacerme perder los papeles!