16
Eran más de las cuatro de la tarde cuando uno de los vapores que remontaban el Mississippi los dejó en Nueva Orleans. El puerto no quedaba lejos de Saint Patrick, así que Alexander desplegó el manoseado mapa que les habían prestado los Garland, con la iglesia de los irlandeses rodeada por un círculo rojo, para guiar a sus amigos hacia allí.
—Me pregunto qué se traerá Veronica entre manos exactamente —comentó Oliver mientras abandonaban el muelle y se sumergían en la riada de personas que se dirigía a la bulliciosa Canal Street. El calor era aún más agobiante que en el río, y el cielo que se vislumbraba entre los letreros de las tiendas y los cables de los tranvías estaba cada vez más cubierto de nubarrones—. ¿Por qué pensáis que ha preferido quedarse en el pueblo?
—Creo que dijo algo sobre volver otra vez al hotel Vandeleur —contestó Alexander.
—Para lo que le servirá… Dudo que los botones de la entrada la dejen pasar sin ser una clienta, y menos aún ponerse a investigar. Además de que ahora mismo deben estar demasiado ocupados con los preparativos de la boda de mañana para hacerle caso.
—A mí me preocupa más lo que pueda estar haciendo la señorita Stirling —comentó Lionel con el ceño fruncido—. No me entra en la cabeza que quiera perderse lo de esta tarde.
Alexander se aseguró de que acababan de torcer por Poydras Street antes de decir:
—La señorita Stirling no ha olvidado que, según lo que acordamos en Caudwell’s Castle en su primera visita, nosotros nos ocupamos de la investigación mientras que ella se hace cargo de correr con todos los gastos. No tiene que estar respirándonos en la nuca noche y día; de hecho creo que lo consideraría una auténtica pérdida de tiempo.
—Pero tampoco se quedaría encerrada en su habitación por un dolor de cabeza. Tal vez parezca a veces una remilgada, pero no os hacéis una idea de cómo es en realidad…
—¿Y tú sí? —preguntó Alexander distraídamente—. ¿Tanto has llegado a conocerla?
—Más de lo que pensáis. Más de lo que cree conocerme ella a mí, desde luego. Me hierve la sangre al acordarme de lo que dijo mientras hablábamos con Hadley…
—Ah, ya… Algo sobre que eres un experto en ilegalidades, ¿no? —comentó Oliver.
—¿Cómo puede tener una cara tan dura? —dejó escapar Lionel—. Es lo más increíble que he escuchado nunca. Que precisamente ella, ¡ella!, se atreva a decir de mí que soy…
—Tienes razón; es un auténtico despropósito —le interrumpió Alexander sin dejar de mirar el mapa—. La señorita Stirling no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Suerte que tus amigos sabemos perfectamente que nunca serías capaz de hacer esas cosas de las que te acusa. No saquearías nunca una excavación de la que formas parte, por ejemplo…
—Eso son gajes del oficio, Alexander. Y aunque no fuera así, ella no tiene derecho a echarme nada en cara. ¡Una persona tan opuesta a mí no puede juzgarme!
—¿Tan opuesta a ti? —exclamó Oliver—. ¡Pero si estáis cortados por el mismo patrón!
—Twist, deja de decir tonterías. Somos tan distintos como la noche y el día —protestó Lionel—. Ella es una engreída, una manipuladora y una mentirosa, mientras que yo soy…
—Una versión masculina de Margaret Elizabeth Stirling —concluyó su amigo por él.
—Más impulsiva y menos sofisticada, pero la horma de su zapato. Más vale que te desengañes, Lionel: nunca encontrarás a una persona que se parezca más a ti, y a la que en consecuencia soportes menos. —Alexander se detuvo en medio de la calle y volvió a desplegar el mapa—. Y ahora, pasemos a otra cosa: Camp Street debería estar por aquí…
Haciendo caso omiso a los refunfuños de Lionel, giraron a la izquierda y siguieron avanzando por una calle que los condujo a la arbolada Lafayette Square, que en aquel momento estaba llena de personas que se reían y bailaban al son de una orquesta. Allí había un buzón en el que Oliver aprovechó para dejar las cartas que le había escrito a Ailish durante el viaje en tren. Casi enseguida dieron con lo que estaban buscando: la iglesia de Saint Patrick estaba a dos manzanas de distancia, con su altísima torre blanca apuntando hacia el cielo.
Cuando Alexander empujó la puerta y penetraron en su fresco interior se llevaron una sorpresa. El templo era mayor de lo que habían imaginado, y estaba inundado por la trémula claridad de los candelabros colocados en los altares. Olía a incienso y a las flores depositadas a los pies de las figuras de los santos, y alguien tocaba el órgano por encima de sus cabezas, haciendo que la música ascendiera por las columnas y se perdiera en los nervios góticos que cruzaban las bóvedas, delgados como los de las hojas de las plantas.
—Qué iglesia tan hermosa —susurró Oliver mientras avanzaban por la nave, entre los bancos en los que rezaban algunos fieles—. ¿Creéis que deberíamos hablar con el párroco?
—No será necesario —contestó Alexander en el mismo tono. Había clavado los ojos en el presbiterio—. No tendremos que ir demasiado lejos para poder dar con Jay Jackson.
Había un monaguillo detrás de la reja que separaba la nave de la iglesia del altar principal. Debía de haberse celebrado un funeral poco antes, porque las baldosas estaban cubiertas por los pétalos arrugados de unos crisantemos que el muchacho barría con una escoba. Iba vestido con una sotana roja con roquete de encaje, y a pesar del flequillo que le cubría uno de los ojos se percataron de que su expresión era realmente sombría.
Alexander y Oliver siguieron avanzando por la nave, mientras que Lionel se quedó algo rezagado. El chico no alzó la cabeza hasta que el profesor se detuvo junto a la reja.
—Perdona que te molestemos —dijo en voz baja—. Nos preguntábamos si serías Jay.
—Sí, señor —contestó él en el mismo tono, dejando de barrer—. ¿Quieren hablar con el párroco? Está ahora mismo en la sacristía, pero supongo que enseguida…
—No, no es a tu tío a quien queremos ver —siguió diciendo Alexander—. Nos gustaría charlar contigo un rato sobre algo que sucedió en Vandeleur hace unas semanas. Sobre la muerte de John Reeves, que tenemos entendido que era amigo tuyo, y lo que los dos sacasteis del Perséfone la tarde anterior. Parece que ahora tienes cosas que hacer, pero…
Los ojos claros de Jay se clavaron primero en Alexander, más tarde en Oliver y por último regresaron a Alexander. Dejó caer la escoba sin pronunciar palabra, y entonces, para sorpresa de los dos, saltó la reja del presbiterio para echar a correr como alma que lleva el diablo por la nave de la iglesia.
—¡Oye! —dejó escapar Alexander. Cuando pasó por su lado Oliver trató de agarrarle un brazo, pero el chico se soltó de un tirón y siguió corriendo—. ¡Muchacho, vuelve aquí!
—Hadley tenía razón: está aterrorizado por lo que les sucedió —se asombró Oliver.
Los feligreses de Saint Patrick alzaron la cabeza cuando el monaguillo pasó como una exhalación entre las dos hileras de bancos. Por suerte para ellos, no logró alcanzar la puerta de la iglesia. Cuando estaba a punto de hacerlo se dio de bruces con Lionel, que había visto lo que estaba sucediendo y se había acercado rápidamente para interceptarle.
—Vamos, ¿a qué vienen esas prisas? ¿Dónde vas a estar más seguro que en sagrado?
—¡Suélteme ahora mismo! —casi gritó Jay, luchando por zafarse de Lionel—. ¡Yo no tengo por qué hablar con ustedes de nada! ¡No sé quiénes son y tampoco quiero saberlo!
—Deja de revolverte: pareces una cría asustadiza —le echó en cara Lionel, sujetándole los brazos a la espalda con tanta facilidad como si tuviera cinco años—. Ahora haz el favor de tranquilizarte antes de contestar a unas cuantas preguntas. Ninguno de nosotros te va a criticar por haber saqueado un pecio hundido, o al menos yo no pienso hacerlo.
—¡Lo que le pasó a Johnny no fue culpa mía! ¡La idea de bucear hasta el barco se le ocurrió a él! ¡A mí me daba tanto miedo como a Hadley, aunque no quisiera admitirlo!
Mientras tanto Alexander y Oliver se les habían acercado, y también alguien que acababa de abandonar la sacristía, alarmado probablemente por aquel repentino alboroto.
—¿Se puede saber qué están haciendo? —Era el párroco de Saint Patrick, un hombre alto y robusto, de espeso cabello gris, que se apresuraba por la nave haciendo ondear su sotana—. ¡Dejen en paz a mi sobrino si no quieren que avise a la policía!
Todas las personas que había en la iglesia estaban mirándoles. Lionel soltó de mala gana a Jay, que se había quedado tan quieto de repente como una marioneta sin cuerdas.
—Le ruego que nos perdone, padre Jackson —se disculpó Alexander. El cura pareció sorprendido de que un perfecto desconocido supiera su nombre—. No teníamos ni idea de que las preguntas que nos disponíamos a hacerle a su sobrino pudieran alterarle tanto…
—¿Quiénes son ustedes? —inquirió el sacerdote—. ¿Y de qué se supone que le conocen?
—Somos periodistas, y nos hemos trasladado a Vandeleur para hacernos cargo de una investigación. Estamos intentando averiguar qué le pasó a un amigo suyo hace poco.
—¿Al pobre John Reeves? ¿Otra vez con ese asunto? El chico ya le contó en su momento a la policía todo lo que sabía, y acordaron no volver a molestarnos mientras se encontrara bajo mi techo. —Sin dejar de hablar el padre Jackson atrajo al muchacho hacia sí; a su lado parecía esmirriado como un pajarillo—. ¿No se dan cuenta de que aún está traumatizado por lo que ocurrió? ¿Realmente serían capaces de hacerle revivir aquella experiencia de nuevo con tal de conseguir material con el que redactar una de esas crónicas morbosas?
—Padre Jackson, le aseguro que se está equivocando con nosotros. El periódico para el que trabajamos no es una publicación sensacionalista. —«¿Cuántas veces hemos tenido que repetir esto?», se preguntó Alexander con cierta resignación—. Nos ocupamos de los sucesos paranormales y del modo en que las nuevas ciencias se encargan de estudiarlos.
A juzgar por cómo temblaron las cejas del sacerdote, no se habría escandalizado más si Alexander hubiera pronunciado la palabra «brujería» en su parroquia. Jay, por el contrario, movía los ojos sin cesar de uno a otro.
—Lo último que nos interesa es asustar aún más a su sobrino —añadió Oliver, que empezaba a sentir lástima por el chico—. Es evidente que usted está tratando de echarle una mano, y eso nadie podría hacerlo mejor que un familiar…, pero seguramente le haría sentirse más tranquilo compartir sus preocupaciones con personas que las comprendan.
—Muy amable por su parte, pero Jay no necesita más ayuda. Tiene a su tío para que cuide de su salud y a Dios para que cuide de su alma, y con eso es más que suficiente…
—¿De verdad se dedican a… a estudiar lo paranormal? —preguntó Jay tan de repente que los cogió por sorpresa—. ¿Son de esas personas capaces de hablar con las almas en pena?
—No de la manera en que pueden hacerlo los médiums —le explicó Alexander—, pero estamos familiarizados con asuntos como el del Perséfone y su tripulación. Nos hemos ocupado de casos parecidos y sabemos cómo conviene actuar en momentos como este.
—Entonces… ¿ustedes no piensan que lo que le ocurrió a Johnny fue por mi culpa?
Solo cuando le quitaron aquella idea de la cabeza el chico pareció respirar, y fue como si la sangre circulara de nuevo por sus venas. Pero su tío seguía sin estar tranquilo.
—Miren, no sé nada de esas nuevas ciencias de las que hablan, pero me parece que la casa de Dios no es el mejor lugar para tratar esos asuntos. ¡No pueden presentarse en mi iglesia con sus historias de fantasmas y pretender que me las crea, sobre todo cuando se dedican a distraer a mis feligreses de sus oraciones! ¡Esto es un auténtico escándalo!
—Vamos, como si no desearan que hubiera un poco de diversión para variar —sonrió Lionel mientras unas ancianas envueltas en toquillas cuchicheaban mirando hacia ellos.
El padre Jackson dejó escapar un resoplido. Les lanzó a las mujeres una mirada que las hizo regresar de inmediato a sus misales mientras su sobrino decía en voz muy baja:
—Tío, a lo mejor no es tan mala idea que… que hable con ellos de lo que ocurrió…
—¡No irás a decirme que te apetece contar otra vez la misma historia! —se asombró el cura mirando al muchacho—. ¡Pensaba que estabas deseando pasar página de una vez!
—Claro que lo estoy —reconoció Jay—. Pero hasta ahora no había hablado con nadie que estuviera dispuesto a creerme. Todo el mundo, los policías, hasta tú… todos creéis que la muerte de Johnny me afectó tanto que me hizo imaginarme cosas imposibles. Si lo que están diciendo es verdad, sería un alivio poder estar seguro por fin de que no me va a pasar… lo mismo que le pasó a mi amigo.
—Estoy convencido de que no —le tranquilizó Alexander, poniéndole una mano en el hombro a Jay—. Pero tu tío está en lo cierto al decir que este no es el mejor lugar para mantener una conversación así. ¿Dónde podríamos sentarnos para hablar con calma?
—Supongo que no tendré más remedio que dejarles pasar a la sacristía —rezongó el sacerdote—, aunque me siga pareciendo completamente inapropiado. Vengan por aquí…
Se dio la vuelta para regresar por donde había venido, y Jay le siguió acompañado por los ingleses. El padre Jackson empujó una puerta situada a la derecha del presbiterio y después de guiarles por un estrecho corredor los condujo a una pequeña habitación que daba a la trasera de la iglesia. El sacerdote, sin perder su expresión de profundo disgusto, les sirvió unas tazas de té irlandés de mala gana antes de marcharse para continuar con sus obligaciones, diciendo a Jay a media voz que le llamara si sucedía cualquier imprevisto.
—Siento mucho haber querido escaparme antes —murmuró el muchacho cuando se quedaron a solas, después de unos segundos de incómodo silencio. Se había hundido en una de las sillas y apenas se atrevía a mirarles a la cara—. Al escucharles tuve miedo de que me llevaran otra vez a la comisaría. No quiero volver a pisar nunca más ese lugar.
—No tienes que pedirnos perdón por nada —sonrió Alexander, echando una buena cantidad de azúcar en la taza del chico—. Ha sido culpa nuestra por habernos dirigido a ti con tan poca mano izquierda. Pero, como te hemos dicho antes, no hemos acudido a vuestra iglesia para aumentar tus preocupaciones. Esta mañana hemos estado hablando en Vandeleur con un conocido tuyo, un hombre llamado Hadley que también era amigo de Reeves, y que al parecer estuvo presente la tarde en que os acercasteis al Perséfone.
—¿Hadley sigue estando en el pueblo? —se asombró el chico—. Pensaba que se habría ido a vivir a otro lugar, como hice yo. Puede que sea más valiente de lo que imaginaba.
—O puede que no tenga tanta suerte como tú —comentó Oliver—. Estoy seguro de que daría lo que fuera a cambio de contar también con un pariente dispuesto a cuidar de él.
Jay pareció aún más avergonzado, pero se conformó con sorber su té mientras los demás aguardaban pacientemente a que empezara a contarles su historia. Coincidía con lo que les había dicho Hadley: les explicó lo que los tres se dedicaban a hacer para ganarse la vida durante los meses que siguieron a su escapada de la parroquia, sacando cosas del Mississippi con ayuda de la canoa que Jay había encontrado abandonada en la ribera. También les habló de cómo habían buceado John Reeves y él hasta el Perséfone la tarde anterior a su muerte, y del aspecto que presentaba el cadáver de madera cubierto de algas en que se había convertido aquel barco. Pero cuando tuvo que relatarles cómo dieron con su cuerpo a la mañana siguiente su voz se volvió tan débil que apenas se oía.
—Hadley y yo habíamos acordado reunirnos en el embarcadero de Vandeleur para ir juntos a casa de Johnny. La cabaña está muy cerca de allí, así que no tardamos ni cinco minutos…, pero cuando llegamos lo encontramos echado en la cama, con los ojos muy abiertos y clavados en el techo, y frío como un témpano. Hadley se fue corriendo al pueblo para pedir ayuda, y a mí me tocó quedarme con Johnny hasta que regresaron. Ya sé que ustedes estarán acostumbrados a los muertos —añadió Jay alzando la vista hacia los tres amigos—, pero yo… yo nunca había visto a ninguno antes. Y aún me acuerdo de todos los detalles cuando me meto en la cama por la noche: el agua que había por todas partes y el barro que manchaba la ropa de Johnny… y la cara que se le había quedado…
—¿Había agua en la cabaña? —se extrañó Lionel—. Ahora entiendo por qué Hadley cree que el Mississippi acabó con Reeves por haberle arrebatado algo que le pertenecía.
—Yo no creo que fuera cosa del río —susurró el chico—, sino de los marineros del Perséfone. Esos charcos de barro… debieron de llevarlo con ellos cuando salieron del agua.
—¿Estás diciendo que piensas que lo mataron unos espíritus? —preguntó Alexander tras un momento de vacilación—. Si se trataba de ellos, ¿cómo pudieron haberse llevado de la cabaña las cosas que sacó Reeves del barco?
—Yo también me he hecho esa pregunta —reconoció el chico—. Se supone que los fantasmas no tienen corporeidad como para agarrar cosas, ¿no?
—¿Qué ocurre, temes que puedan forzar tu ventana por la noche? —sonrió Lionel.
—No —se apresuró a decir Jay, aunque su voz no resultó muy convincente—. Pero no quiero arriesgarme a que me pase lo mismo que a Johnny por haberme acercado más de lo debido al barco. Él tuvo la mala suerte de estar cerca del río aquella noche; yo por lo menos he podido regresar a Nueva Orleans, y por mucho que me paguen no volveré a poner un pie en el Mississippi. Y en cuanto sea lo bastante mayor me marcharé de aquí para poner tierra por medio de una vez por todas. —Jay dejó su taza encima del plato con una mano tan insegura que la hizo tintinear. Después miró de nuevo a Alexander—. Mi tío dice que lo que tengo que hacer es pedir a Dios que me perdone. ¿Ustedes creen que lo que hice ese día… lo de saquear los restos de un barco hundido hace tiempo… puede ser realmente un pecado mortal? ¿Creen que Johnny y yo nos ganamos un pasaje al infierno y que los marineros del Perséfone quieren arrastrarnos con ellos como castigo?
—Me parece que no —se rio Lionel, y Jay pareció un poco más tranquilo—. ¡Si robar a los muertos fuera pecado mortal yo estaría desde hace tiempo en el infierno!
Oliver también sonrió a regañadientes, pero Alexander continuó mirando al chico.
—Me da la sensación —dijo al fin— de que ese miedo tuyo no tiene tanto que ver con lo que le pasó a Reeves como con lo que temes que aún pueda pasarte a ti. ¿Hay algo que no le contaras a Hadley, o a la policía? ¿O incluso a tu tío bajo secreto de confesión?
Supo de inmediato que había dado en el clavo; Jay se puso tan pálido como antes.
—Creo que no entiendo a qué se refiere. Ya les he contado todo lo que sé sobre el…
—Te lo diré de otra manera: ¿has hecho algo, por insignificante que parezca, que la tripulación del Perséfone pueda considerar una provocación, como lo fue lo de Reeves?
Cuando Jay tragó saliva hizo tanto ruido que todos lo oyeron. De repente volvía a parecer pequeño y asustado, tan encogido en su asiento como si estuviera en un juzgado.
—Tienen que entenderme. Yo nunca he querido seguir los pasos de mi tío. Es un buen hombre, pero no quiero estar en un seminario, ni tener que decir misa cada día…
—¿Quién querría? —repuso Lionel—. Pero no cambies de tema. Vamos, suéltalo.
—Yo… necesitaba dinero. Y aún sigo necesitándolo, si quiero que mi vida no sea la que él ha elegido para mí. —Jay se quedó callado unos instantes antes de seguir diciendo en voz baja—: Encontré algo más entre los restos del Perséfone. Algo que no era parte de la vajilla, ni una lata de té abollada. Johnny no lo vio; siempre he sido el que nadaba mejor de los dos, y logré bucear hasta una parte del pecio a la que él no se acercó por no poder pasar tanto tiempo sin respirar. Al principio pensé en contárselo a Hadley y a él…
—Pero te diste cuenta de que nunca te sería más sencillo conseguir una buena cantidad de dinero —adivinó Lionel—. Me imagino que así hemos empezado todos.
—¿Y de qué se trataba? —preguntó Oliver con interés—. ¿Era un objeto valioso?
En vez de responder, Jay se levantó la sotana de monaguillo para sacar algo que guardaba en uno de los bolsillos del pantalón. Se lo alargó dubitativamente a Alexander.
—Lo he llevado encima desde entonces. Cuando encontramos muerto a Johnny me dio miedo que me pasara lo mismo por haberme quedado con algo que pertenecía al Perséfone. Decidí devolverlo al Mississippi, pero temía que se perdiera y que las almas en pena de los marineros no consiguieran dar con él. Y no quiero enfurecerlos aún más.
Alexander tardó un momento en reconocer el objeto que Jay dejó en su palma. Al darle la vuelta comprendió que se trataba de un reloj de bolsillo. Estaba tan sucio que apenas se distinguía la esfera de cristal, y las algas adheridas durante todos aquellos años habían cubierto con una capa viscosa los intricados dibujos de la tapa. Soltó un silbido.
—Vaya, no me extraña que supusiera una tentación para ti. Es una pieza magnífica.
—¿Es de plata? —preguntó Oliver a Lionel cuando este lo cogió en su propia mano.
—Me parece que sí, aunque está demasiado sucio para saberlo —dijo su amigo. Lo levantó para que le diera la luz—. Alexander, ¿podrías dejarme tu pañuelo?
El profesor lo sacó de su chaleco. Tuvo que observar con resignación cómo Lionel lo dejaba inservible a base de frotar el reloj para tratar de arrancar la costra que lo cubría.
—Efectivamente, es de plata, y de la buena. He visto algunas piezas parecidas en las subastas de Londres y todas eran anteriores a la guerra civil. Tiene que proceder del Perséfone a la fuerza. —Entonces Lionel miró a Jay—. ¿Has tratado de abrirlo alguna vez?
—No —murmuró el chico, a quien la mera idea parecía espantarle—. Después de lo que le pasó a Johnny casi no me atrevo a tocarlo, aunque lo lleve encima todo el tiempo.
—Entonces no te vendrá mal que te echemos una mano. ¿Tienes por ahí una navaja?
Jay asintió con la cabeza. Salió de la sacristía para buscarla y Alexander y Oliver se acercaron más a Lionel para seguir observando el reloj mientras lo limpiaba. El barro le estaba ensuciando cada vez más los dedos, pero continuó con la tarea hasta que el cristal quedó despejado, dejando entrever las agujas detenidas hacía cuarenta y tres años.
—Muchas veces estos relojes de bolsillo se mandaban grabar por dentro para servir como recuerdo de una ocasión especial —siguió explicando Lionel—. Ya sabéis, «para tal persona de parte de sus compañeros de tal regimiento», «con motivo de la jubilación de uno de los miembros de tal hospital»… Tal vez nos ayude a avanzar en la investigación.
—Supongo que no perdemos nada por echar un vistazo —comentó Oliver—. Aunque sigo sin tener claro lo que pretendes. ¿Para qué nos va a servir una simple dedicatoria?
—Con un poco de suerte, para conocer el nombre de uno de los asesinos de Reeves.
Se oyeron pasos en el corredor y Jay regresó con un cuchillo. Se lo dio a Lionel y después se quedó mirando con los ojos muy abiertos cómo deslizaba la punta por debajo de la tapa grabada con hojas de vid. Hizo palanca hasta que al fin consiguió que se abriera.
—Hecho —anunció devolviéndole el cuchillo—. Fijaos en esto: el agua no consiguió colarse debajo de la tapa. El interior está tan seco como si acabara de salir de la relojería.
Alexander volvió a coger el reloj y comprobó que, efectivamente, no estaba mojado por dentro. Pero lo que más le llamó la atención fue la inscripción que escondía.
Pour
Charles Édouard Delorme
avec amour de son père Jacques
1 juillet 1860
Y después, en una caligrafía más curvilínea que se adaptaba a la forma de la esfera:
Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe?
Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!
—Baudelaire —murmuró Oliver cuando le tocó el turno de examinarlo—. Son los dos últimos versos del poema «Le voyage», de Les fleurs du mal de Baudelaire. Muy adecuados para alguien que se disponía a hacerse a la mar…
—Y al que le acabó pasando lo que rezaba el poema —corroboró Alexander—. «Caer al fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa? ¡Al fondo de lo desconocido con tal de encontrar lo nuevo!» Quién sabe en cuál de los dos lugares se encuentra.
—Siendo miembro de la tripulación del Perséfone, lo más probable es que se haya quedado entre ambos —comentó Lionel—. Charles Édouard Delorme. ¿Quién podría ser?
—Ni idea —reconoció Oliver—. Pero una cosa está clara: era un marinero francés. Me imagino que su padre, Jacques Delorme, mandaría grabar este reloj para él la primera vez que se embarcó.
Mientras hablaban, Alexander le dio la vuelta al reloj. Las agujas que Lionel había dejado a la vista marcaban las diez y media, y Oliver le había dicho que, según todos los artículos aparecidos en la prensa de la época, el Perséfone se había hundido en el río la noche del 10 de abril de 1862. ¿Sería aquella la hora exacta en la que Mississippi se los tragó a todos, al barco y a sus marineros, sin devolver nada de ellos?