9
Esa noche la señorita Stirling no soñó con granates, sino con diamantes negros.
«Virgen de siete años en venta por quinientas monedas.» Nadie había enseñado a la pequeña a leer, pero había oído repetir tantas veces aquellas palabras a los hombres que pasaban delante de ella en el mercado de esclavos de Antalya que casi reconocía cada uno de los caracteres escritos sobre el pesado cartel de madera que le colgaba del cuello.
Aquella mañana no se diferenciaba en nada de las demás. La niña permanecía arrodillada sobre la misma alfombra áspera, en la misma postura que su amo le había obligado a adoptar desde el primer día en que la llevó consigo al mercado, sujetando con sus pequeñas manos aquel ignominioso cartel con el que a duras penas era capaz de ocultar su desnudez y la cabeza inclinada sobre el pecho. «Nunca les mires a los ojos —le había ordenado—. No a menos que te lo pidan. Y si así lo haces, déjales claro que no has olvidado que eres un objeto.»
Veía pasar a su alrededor a cualquier hora del día las babuchas de los hombres que acudían al mercado, y que a menudo se quedaban de pie delante suyo, hablando de la pequeña esclava como si fuera demasiado tonta para entenderles. Babuchas de color rojo y marrón, pantalones bombachos de un blanco reluciente que hacían que el suelo cubierto de basura y excrementos pareciera aún más sucio. Su amo solía merodear cerca de ella, una mancha más oscura que el resto en los límites de su campo visual. Aunque no siempre lo tuviera delante, seguía sintiendo su respiración en la nuca. Cada una de las cicatrices de su espalda se ponía a latir cuando se acercaba con el látigo colgándole del cinturón.
—Quinientas monedas es un precio de locos —les oía decir a menudo a los demás tratantes que se detenían para charlar con él—. ¡Si no es más que una cría!
—Precisamente —solía ser su respuesta—. No os hacéis una idea de lo que debe costar dar con una esclava de siete años que siga siendo doncella en Antalya. Especialmente si se trata de una que ha visto tantas cosas como la mía. La estoy instruyendo a conciencia.
Otras veces un par de dedos asomaban por debajo de los mechones de pelo negro que le caían a la niña por la cara para sujetarle la barbilla. Cuando la obligaban a alzar la mirada tenía que hacer esfuerzos para no echarse a llorar por el resplandor del sol, con sus oscuros ojos posándose sobre cualquier cosa menos sobre quien la miraba.
—No está nada mal. Promete ser una belleza, pero deberías dejarla crecer un poco más si realmente quieres amasar una fortuna. Nadie te pagará ahora quinientas monedas.
Su amo fruncía el ceño mientras se alejaban, y después refunfuñaba durante horas, y cuando la llevaba de vuelta a casa con los demás esclavos se aseguraba de borrarle de la cabeza a golpe de látigo cualquier conversación que pudiera haber escuchado. La niña apenas sentía dolor cuando lo hacía (las cicatrices se superponían unas sobre otras y su espalda había empezado a adquirir la resistencia del cuero), pero el mensaje le quedaba bastante claro. No tener oídos para nadie. No tener ojos, no tener labios, no tener alma…
Hacía más de medio siglo que la esclavitud había sido abolida en Turquía, pero si alguien estaba interesado en comprar a una persona sabía que acabaría dando con lo que buscaba en un mercado como aquel. La mayoría habían nacido siendo esclavos, y sabían que probablemente lo serían hasta el momento de su muerte; no habría clemencia para el que se atreviera a tratar de escapar. Tampoco parecía que ninguno de los ricos europeos que se dejaba caer por Antalya estuviera demasiado interesado en contar a las autoridades de su país lo que sucedía en la orilla más alejada del Mediterráneo. El mundo prefería guardar un pulcro silencio al respecto, cruzándose de brazos mientras los hijos y los nietos de aquellos griegos que fueron secuestrados en Quíos por el ejército turco se contentaban con vivir de sus recuerdos. La bisabuela de la niña había sido una de tantas campesinas arrastradas a la fuerza lejos de su hogar, en la lejana primavera de 1822 en que los griegos se habían atrevido a soñar con su independencia. Se había quedado embarazada poco antes de los asedios, y tuvo que dar a luz a su hija entre dos casas de aquel mismo mercado al que la había conducido su nuevo amo, al que no pareció hacerle ninguna gracia encontrarla muerta y desangrada al lado de una recién nacida que estaba molestando a todos los demás mercaderes con sus berreos. La nueva criatura ocupó su puesto entre el resto de su mercancía, y lo mismo haría años más tarde su hija, por cuyas venas corría la sangre turca de algún desconocido que no quiso pagar el precio solicitado por el tratante de turno a cambio de inspeccionar los encantos que se escondían bajo sus harapos. Esta había sido la madre de la pequeña, la misma que murió apenas unos meses después de dar a luz. Desde entonces no había tenido a nadie, ni la habían tocado más manos que las de algunos de los hombres que la contemplaban mientras bailaba desnuda en casa de su amo, recostados sobre almohadones tan mullidos que parecían hundirse en ellos, con los labios entreabiertos para dejar escapar pequeñas vaharadas procedentes de sus shishas y los ojos entornados ante las promesas que se adivinaban en su cuerpecillo.
Sus pensamientos la habían conducido muy lejos del mercado aquel día. Un poco amodorrada por el calor del sol, que hacía que le doliera la cabeza, estaba a punto de quedarse dormida cuando una voz femenina la sacó de su ensimismamiento. No eran muy numerosas las mujeres que se dejaban caer por aquel lugar, pero su extrañeza fue aún mayor cuando la dueña de aquel arrullo de paloma se detuvo delante del puesto de su amo. Sabía que no le dejaban alzar la cabeza, así que se quedó mirando los zapatos de cuero blanco que acababan de aparecer ante ella y que debían de estar dándole un calor horrible a su propietaria. De nuevo le llegó su voz, hablando en un idioma que no había escuchado nunca. Y entonces un segundo par de zapatos apareció en su campo visual. Eran masculinos, tan relucientes bajo el resplandor del sol que la niña parpadeó. ¿La estarían mirando a ella?
—Cuatro en la derecha, y tres en la izquierda. Y el pelo y los ojos tan negros como la noche —dijo una voz masculina en un árabe casi perfecto—. Creo que aquí la tenemos.
La niña se quedó muy quieta. Despacio, casi contra su voluntad, sus pupilas abandonaron las huellas que los cientos de babuchas habían dejado sobre los caminos de arena del mercado. Ascendieron poco a poco para encontrarse con una pareja occidental que le sonreía, ella colgada del brazo de él, él hundiendo levemente en la arena la punta plateada de su bastón. Los dos eran más pálidos que ninguna persona que hubiera visto en su vida. La mujer no era demasiado guapa, pero tenía unos ojos del color del mar y llevaba puesto un precioso vestido blanco con mangas de encaje y un sombrero de paja adornado con una cinta a juego. Y el hombre… el hombre la dejó sin aliento. Alto, con el pelo tan rubio que podría pasar por albino, peinado hacia atrás con gomina y un bigote curvado sobre una amable sonrisa. No se había equivocado: le estaban sonriendo a ella.
La repentina presión de una mano en su nuca le hizo agachar la cabeza. El corazón le latió con fuerza al comprender que su amo acababa de sorprenderla siendo insolente.
—Discúlpeme, sire. Es una esclava todavía inexperta —lo escuchó disculparse con voz melosa—. Pónganse debajo de la lona, de ese modo les dará menos el sol…
Era evidente que para su amo también constituía toda una novedad entenderse en su propio idioma con uno de los caballeros europeos a los que tanto criticaba cuando los veía pasear por Antalya. Se quedó de pie al lado de la niña, agarrándola aún por la nuca y preguntándose seguramente por qué habría elegido su puesto entre todos los del mercado.
—Es una esclava griega, ¿verdad? —preguntó el caballero—. ¿De dónde la ha sacado?
—Su bisabuela era de Quíos, sire, por lo que me contaron. No de la capital, sino de una de las aldeas más cercanas, Kalimasia. Después de que los revolucionarios hicieran una masacre en Trípoli, nuestro ejército se encargó de que aprendieran la lección. Desde entonces no hemos tenido más problemas a la hora de abastecer los mercados como este.
La niña permanecía muy quieta mientras hablaban de ella. Con un dedo toqueteaba los pequeños lunares que salpicaban sus mejillas y que apenas se podían distinguir bajo la capa de mugre que recubría sus facciones, un gesto que solía hacer cuando se sentía nerviosa. Y en aquel momento lo estaba, realmente nerviosa. ¿Kalimasia? ¿Qué era eso?
—Entonces no es una griega de nacimiento. Tiene que tener sangre turca también.
—Supongo que es inevitable que se produzca algún tipo de mestizaje entre nuestros esclavos por mucho que tratemos de controlarlos. A veces son como animales incapaces de atender a nada más que sus instintos. Pero si lo que quiere es una pura sangre griega…
—Antes de seguir adelante tenemos que estar seguros, querido. Dame un momento.
Esta vez fue la dama la que habló, y de repente la niña se encontró con su rostro a escasos centímetros del suyo. Había agarrado delicadamente con su mano enguantada la de su marido para ponerse en cuclillas sobre la alfombra. No parecía preocuparle que tal vez el dobladillo de su vestido no recuperara nunca su blanco de antaño. La niña tragó saliva, procurando disimular su desnudez con el cartel que sostenía. Al lado de una mujer como aquella, cubierta de encajes y de joyas, se sentía como un cachorro sarnoso.
Ella respiró hondo, y durante unos segundos se quedó quieta, antes de sonreír con la misma dulzura con la que lo había hecho hacía un momento. Su dominio de la lengua árabe distaba mucho de ser como el de su esposo, pero no tuvo problemas para entender lo que decía.
—Es ella, amor mío. —Y agarró de nuevo su mano para incorporarse—. Estoy segura.
El corazón seguía latiéndole tan salvajemente que por un momento temió marearse.
Su amo también parecía confundido, aunque en su caso la satisfacción que sentía no le había privado de la voz. Se apresuró a agarrar a la pequeña por un brazo para que se pusiera en pie, y aunque los extranjeros le dijeron que no era necesario, se empeñó en mostrarles sus dientes para que comprobaran que no tenía ninguno cariado. Hubo un intercambio de monedas entre los dos hombres mientras la dama se inclinaba para coger la alfombra, la echaba sobre sus hombros para que nadie más pudiera verla desnuda y desataba la cuerda de la que colgaba el cartel antes de dejarlo caer al suelo. La niña no pudo reaccionar, como tampoco lo hizo cuando la condujeron de la mano en medio de la asombrada multitud hasta un coche de caballos que los esperaba en la entrada del mercado, un vehículo con asientos recubiertos por un terciopelo tan brillante que por un momento le dio pánico la idea de tener que sentarse en uno de ellos.
Pero a aquellos extranjeros no parecía preocuparles que pudiera mancharlo todo de arena, ni que tuviera los pies sucios y su pelo oliera muy mal. Una vez que el conductor hubo cerrado la puerta del coche se miraron entre ellos de una manera que la pequeña nunca había presenciado, y el hombre atrajo hacia sí a su mujer para depositar un cálido beso en su frente. Se dio cuenta de que estaban contentos con lo que acababa de ocurrir.
—Bueno —le dijo él después de hablar un momento con la dama en aquel idioma que no era capaz de comprender—, ¿cómo te sientes ahora mismo, querida? Espero que no te asuste quedarte a solas con nosotros dos. ¿No deseabas perder de vista a ese miserable?
La niña asintió con la cabeza, tan tímidamente que la dama no puedo contener un quedo «¡criaturita!» mientras enlazaba sus manos enguantadas. Al verla sentada delante de ella, en el asiento de enfrente, reparó en algo que antes había pasado por alto. El largo vestido cuyos pliegues casi cubrían por completo los zapatos de cuero blanco se curvaba de una manera muy característica en su cintura. Mientras tanto el coche de caballos se había puesto en movimiento y se alejaba del mercado, sumiéndolos en una Antalya bulliciosa que ni siquiera sabía que existiera.
—A partir de ahora te quedarás con nosotros —siguió diciendo el caballero. La niña hizo un esfuerzo por apartar sus ojos abiertos de par en par del mar que acababa de ver por primera vez, adivinándose tras las dunas de arena de la costa—. No permaneceremos más que unos días en nuestro hotel; pronto volveremos a Europa, y tú nos acompañarás.
—¿Y qué tendré que hacer para ustedes? —se atrevió a preguntar de repente. Ambos se la quedaron mirando con expresión de desconcierto—. Sé bailar, pero… pero no quiero hacerlo nunca más —añadió atropelladamente—. Y también sé coser con hilo y aguja. Y…
Su sorpresa fue mayúscula cuando el caballero se echó a reír de buena gana, y su esposa también, sacudiendo la cabeza con una gran sonrisa. ¿Había dicho algo gracioso?
—¡No te hemos comprado para que formes parte de nuestro servicio! ¡Santo Dios!
—¿No quieren que trabaje? —se asombró la niña—. Entonces… ¿qué tengo que hacer?
—Eso ya lo trataremos con calma —le indicó su nuevo amo, dando unos golpecitos joviales sobre la empuñadura de su bastón de plata—. Por ahora no tienes que preocuparte de nada más. Solamente de alimentarte como es debido, porque pareces desnutrida. Y de darte un baño en cuanto subamos a tu habitación. Me atrevo a decir que en esa pocilga de la que acabamos de sacarte debían de existir quinientas especies distintas de pulgas.
—Amor mío, te olvidas de lo más importante. ¿En qué estás pensando?
—Tienes toda la razón. Necesitamos saber cómo dirigirnos a ti. ¿Cuál es tu nombre?
—No tengo ninguno —murmuró la pequeña. Sintió que se ponía roja como la grana cuando su nuevo amo se la quedó mirando con sorpresa—. Nadie lo tenía en ese lugar.
Aquello no era cierto del todo. Su amo solía ponerles apodos a sus esclavos, pero ella era la única mujer con la que contaba por entonces. Para todos era simplemente «la niña». El carruaje se detuvo con una pequeña sacudida, pero su comprador no se movió para salir al exterior. Su esposa tampoco lo hizo; ambos la contemplaban con atención.
—Eres griega, y lo seguirás siendo mientras permanezcas con nosotros. No tienes por qué renunciar a tus raíces. Te llamaré Theodora —dijo él de repente—. «Regalo de Dios.»
Se inclinó más hacia ella para agarrar su barbilla por encima de la alfombra en la que estaba envuelta. Por primera vez en su corta vida se atrevió a devolverle la mirada a alguien que escrutaba su rostro, y nadie le dijo que estuviera siendo insolente. Se estremeció sin poderlo evitar cuando él deslizó un pulgar por los lunares que su antiguo amo siempre había considerado su mayor defecto. «Ya lo ha decidido —se dijo sintiendo una punzada en el estómago—. ¡Se ha dado cuenta de que no valgo lo que pagó por mí!»
—Tienes la cara cubierta de diamantes. Diamantes de color negro —le dijo sin dejar de acariciarle la mejilla—. Algún día alguien les pondrá un nombre y los adorará como lo más precioso que ha visto en su vida —sonrió—. Una mujer de diamante.
Entonces la sacaron del coche de caballos y la hicieron entrar en el hotel, donde la subieron a la suite en la que ambos se alojaban. Casi enseguida aparecieron dos criadas turcas cargadas con jofainas de agua caliente con las que llenaron una gran bañera. También llevaban una pastilla de jabón y una bolsita con sales de baño que olían tan bien que la niña casi se mareó. Aún no podía creer nada de lo que le estaba pasando mientras una de las criadas le frotaba todo el cuerpo con una esponja, haciendo que el agua casi se tiñera de negro, y la otra le enjabonaba la cabeza sin dejar de canturrear para sí misma. La esposa de su nuevo amo, a la que ambas se refirieron como lady Almina, iba y venía mientras tanto por el lujoso cuarto de baño, haciéndole toda clase de preguntas sobre qué era lo que más le gustaba comer y de qué color quería que fueran los vestidos que pensaba comprarle. En un momento dado sacó una pequeña bola de color marrón de una cajita que tenía al lado de la bañera y se la dio a Theodora para que la mordiera. Chocolate, le dijo que era, aunque nunca había oído esa palabra. Cuando dio el primer mordisco y sintió que la crema que había dentro del bombón le inundaba la boca, y las criadas le enjuagaron el pelo con agua caliente y la sacaron de la bañera para envolverla en una toalla esponjosa y suave, pensó por primera vez que podría acostumbrarse a todo aquello. Que no seguiría cuestionándose el por qué de aquellos placeres mientras los pudiera tener al alcance de la mano por formar parte de la vida que acababa de comenzar al lado de aquella pareja.
Casi no se reconoció cuando se miró en un espejo de cuerpo entero con el vestido de tul plateado que le habían puesto. Lady Almina le ató un lazo de encaje del mismo color en el pelo, que ahora caía en ondas sobre sus hombros, brillante y perfumado, y sonrió.
—Una dama siempre estará preparada para plantar cara a lo que sea —le aseguró, rodeándola con los brazos para compartir el mismo reflejo— mientras lleve puesto algo de encaje.
Tal como le habían prometido, no pasaron demasiado tiempo en el hotel. Cuatro días más tarde sus nuevos amos la llevaron de la mano a un navío que los condujo a la tierra de aquellos antepasados griegos de los que nunca había oído hablar, y de ahí fueron en tren hasta Budapest, donde se instalaron en un palacio a orillas del Danubio que a Theodora le habría parecido sacado de un cuento de hadas si le hubieran contado alguno cuando era más pequeña. Las galerías inundadas por un sol que calentaba de una manera muy diferente al de Antalya parecían sucederse hasta el infinito, y las lunas de los espejos que recorrían las paredes casi rozaban con sus marcos los techos dorados y blancos cargados de molduras. Si abría los brazos y se ponía a dar vueltas apoyada en la punta de un pie, como la bailarina de una caja de música que encontró en el cuarto que habían preparado para ella como regalo de bienvenida, veía cien Theodoras haciendo lo mismo por encima de su cabeza. Theodoras con lazos en el pelo y encajes flotando en el aire que casi se atrevían a pensar que no les pasaría nada malo por bailar de nuevo, por empezar a vivir de nuevo.
El paso del tiempo le demostró que la dulzura que los dos extranjeros le habían manifestado en el mercado no era un espejismo. Lady Almina estaba encantada de tenerla en el palacio con su esposo y con ella, y disfrutaba con el entusiasmo que mostraba por todo como si también ella volviera a tener siete años. Aunque era una adulta, la más elegante que Theodora había visto en su vida. Lady Almina pasaba mucho tiempo sentada en sus habitaciones, arreglándose ante un tocador que para la niña era una especie de santuario. Siempre la dejaba sentarse a su lado para que viera lo que hacía, y se reía cuando Theodora abría sus frascos de perfume para olisquearlos y se embadurnaba la cara con su borla de polvos de arroz, diciéndole que solo una tonta escondería unos lunares que con el tiempo se acabarían convirtiendo en su mejor arma. También le enseñó algunos rudimentos de inglés, su lengua natal, y contrató a una institutriz de Szeged para que empezara a hacer lo mismo con el húngaro.
En cuanto al caballero que la había comprado, pasaba mucho tiempo a solas en su despacho, sumido en reflexiones que hacían que su rostro se oscureciera como si unas nubes cubrieran de repente el sol, aunque siempre tenía una sonrisa para la niña cuando asomaba la cabeza tímidamente en la habitación. La hacía acomodarse a sus pies en un cojín de terciopelo y le hablaba durante horas de las cosas extravagantes que había visto a lo largo de su vida: un palacio veneciano cuyos propietarios siempre acababan muriendo de las maneras más siniestras, un diamante azul arrancado del ojo de un ídolo hindú poseedor de una maldición perpetuada durante siglos, una biblioteca irlandesa en la que el alma en pena del arzobispo fundador arrojaba cada noche al suelo los libros de las estanterías…
—Todas esas historias, esas leyendas en las que casi todo el mundo se niega a creer en la actualidad —le explicaba acariciándole la cabeza—, son más reales que muchas de las cosas de las que nos rodeamos cada día. El mundo es un lugar extraño, querida, pero son esa extrañeza y esa oscuridad las que hacen que merezca la pena seguir viviendo en él.
—Lady Almina dice que ha visto fantasmas alguna vez —contestó Theodora en voz baja—. Y que por las noches sueña cosas que casi siempre acaban pasando en la realidad.
—Es completamente cierto —sonrió su nuevo amo—. Así fue como dimos contigo. La visitaste en sueños, aunque no pudieras saberlo mientras lo hacías. Te conoció en una de sus visiones y supo de inmediato que algún día nos serías de gran ayuda, pero aún es pronto para hablar de ese tema. Ahora solo tienes que preocuparte de seguir siendo feliz.
Y Theodora habría sido feliz de no ser por algo que sucedió tres meses después de su traslado a Budapest. Lo más doloroso que le había ocurrido en la vida, tanto que en comparación con lo que sintió en aquel momento el ardor de las heridas que su antiguo amo de Antalya le había causado con su látigo no parecía más que un pequeño escozor.
Quiso morirse cuando su protector cayó enfermo sin que ningún médico pudiera darle a lady Almina una explicación sobre lo que le estaba sucediendo para consumirse como una vela dejada a la intemperie. Saber que a cada día que pasaba estaba más cerca de la muerte de la que le había hablado tantas veces, sin que ninguno de los adelantos casi mágicos con los que contaban en aquella ciudad consiguiera salvarle, hizo que el delicado mundo de cristal que le habían puesto entre las manos amenazara con romperse en mil pedazos. Theodora no tenía más que siete años por entonces, pero creía estar tan enamorada de su nuevo amo como su esposa, como una mujer hecha y derecha podría estarlo de un hombre. Era demasiado pequeña para comprender que existen diferentes clases de amor, y que lo que estaba sintiendo se parecía más a lo que podría manifestarle al padre que no había tenido, o al Dios en el que le estaban enseñando a creer, que a un hombre cuya edad cuadruplicaba la de ella. Pero en aquel momento aún no comprendía ninguna de estas cosas; solo podía pensar en que lo que más amaba en el mundo estaba a punto de desaparecer sin que pudiera mover un dedo para detener su final. ¿Por qué le habían hecho pensar que era hermosa una vida en la que sucedían cosas como esa?
Se negó a apartarse de su cama durante las semanas que duró su enfermedad y la servidumbre del palacio se acabó resignando a tenerla allí todo el tiempo, acodada sobre el borde del lecho con los ojos anegados en lágrimas. No podía creer que aquel hombre cada día más demacrado fuera el mismo que había cruzado un mar para salvarle la vida.
—No llores por mí, mujer de diamante —fue lo último que le susurró, sonriendo con esfuerzo sobre los almohadones—. Volverás a verme mucho antes de lo que te imaginas.
Ni lady Almina derramó tantas lágrimas como ella cuando su mano se quedó fría entre las de la niña y acudieron la institutriz y dos doncellas para sacarla en volandas de allí. Esa noche no pudo dejar de llorar, y durante el funeral celebrado en la capilla del palacio, al que parecía haber asistido medio Budapest, los ojos le ardían tanto que ni siquiera era capaz de distinguir el ataúd colocado a los pies del altar. Tuvo que ser la institutriz quien la acompañara porque lady Almina se había puesto de parto apenas unas horas antes. Según lo que oyó susurrar a las doncellas, su pena era tan grande que había precipitado la recta final del embarazo y los médicos que la atendían empezaban a temer seriamente por su vida y la de su bebé.
Aquella fue la primera ocasión en la que se vistió de negro. Pero desde entonces lo siguió haciendo cada día, aunque no fuera más que una prenda suelta, aunque nadie se parara a pensar si estaba de luto por alguien. Y cada vez que lo hacía recordaba todo lo que había sentido durante ese funeral en el que el Dies Irae de Mozart se le clavó en el pecho como un puñal del que nunca se liberaría. No después de haber perdido a su único dios.
Cuando Theodora regresó a sus habitaciones, los criados le contaron que el recién nacido era un varón, pero ni siquiera pudo alegrarse de que tanto él como su madre se encontraran sanos y salvos. El palacio parecía extrañamente oscuro desde que su amo se había marchado, casi tanto como la cripta situada debajo de la capilla en la que habían depositado su ataúd. Durante toda aquella semana la niña se estuvo escapando de su dormitorio en cuanto sonaban las campanadas de la medianoche para sentarse a los pies de la tumba, igual que había hecho con el sillón de su despacho mientras le hablaba de las maravillas que había visto a lo largo de su vida. Era angustioso pensar que nunca se levantaría de allí para decirle con su cariñosa voz que se fuera a la cama, que era muy tarde para que una niña como ella vagara descalza y en camisón por un cementerio real.
Allí la encontró lady Almina la sexta noche, sentada en una esquina de la enorme losa de mármol blanco. La trémula luz de dos cirios siempre encendidos a ambos lados de la tumba hacía relucir las letras que la pequeña acariciaba con los dedos. László Dragomirásky.
—Me imaginé que estarías aquí al encontrar vacía tu cama —la oyó decir en voz muy baja. Se acercó despacio a la tumba, cruzando los brazos sobre su delgado batín como si quisiera calentarse con ellos—. A mí también me cuesta dejarle solo en un lugar como este.
Theodora se sorprendió al darse cuenta de lo desmejorada que estaba. No la había visto más que una vez desde la muerte de su esposo, cuando la hizo acudir a su cuarto para mostrarle al bebé que pronto bautizarían como Konstantin. Su piel había adquirido un tono ceniciento y sus ojos azules parecían mucho más pequeños debido a las ojeras.
Le hizo un gesto para que se reuniera con ella. La pequeña obedeció, bajando de la losa mientras trataba de secarse las lágrimas que le corrían por las mejillas.
—Dora —dijo arrodillándose ante la niña—. Dorita. —Le acarició la cara con una mano tan fría que podría pertenecer a un cadáver—. Hemos sido buenas amigas tú y yo, ¿verdad?
«Sí —pensó la niña para sí—, sí que lo hemos sido. Aunque hubiera dado lo que fuera por poder quedarme con lo que tú tenías, sin importarme lo mucho que le quisieras.»
—Dora, me estoy muriendo. Me queda poco de vida. Meses, como mucho un año.
La niña la miró sin comprender. ¿Qué estaba pasándole a lady Almina?
—Eso no puede ser verdad. Los criados me dijeron que se ha recuperado del parto…
—Lo he sabido desde el primer momento. —Ahora la dama sonreía, aunque la suya era la sonrisa más triste que Theodora había visto en su vida—. Nunca trataron de engañarme. Era consciente de lo que tal vez me ocurriría. Y no me arrepiento en absoluto.
—Pero Konstantin la necesita. Es… ¡no es más que un bebé! ¡Tiene que cuidar de él!
—Me temo que no es algo que dependa de mí. Y no te imaginas cuánto siento dejar a Konstantin sin una madre, pero no hay nada más que pueda hacer por él. En cambio tú sí puedes, Dora. —Y ante la estupefacción de la niña le cogió la cara con las manos para observar largamente sus ojos negros. Dejó escapar un profundo suspiro antes de proseguir en voz más baja—: Ha llegado la hora de contarte lo que László me ordenó que callara hasta estar en la antesala de mi muerte. La auténtica razón de que diéramos contigo en Antalya después de que aparecieras en mis sueños con tus ojos inundados de dolor y tus diamantes negros en la cara. Lo que esta dinastía confía en que puedas realizar algún día… a cambio de haberte salvado la vida.
Entonces las dos se sentaron a los pies de la sepultura para hablar en voz baja hasta que el sol se elevó sobre las cúpulas del palacio húngaro y el rumor de las voces de los criados, muy por encima de sus cabezas, les recordó que el mundo seguía girando. Pero tal como lady Almina le había asegurado aquella noche, no por mucho tiempo, por lo menos no para ella. Cuatro meses después de que colocaran el ataúd del príncipe László en la cripta, una solemne comitiva recorrió el mismo camino con otro más pequeño que Theodora había cubierto con flores blancas recién recogidas en los jardines. Mientras entraba con su institutriz en la capilla para asistir al oficio fúnebre, se acordó de que lady Almina le había dicho que en Inglaterra había un nombre femenino, Margaret, relacionado con aquella flor. «No es un mal nombre —pensó la niña—. Suena aristocrático. Margaret.»
Después de dejar a lady Almina al lado de su esposo, se dirigió al dormitorio que había sido de su ama, despidió a la niñera sentada al lado de la cuna y se quedó mirando cómo el pequeño Konstantin movía con esfuerzo las manos y los pies, tan pequeños que parecían a punto de hacerse pedazos en cuanto algo los rozara. Rezó en silencio pidiendo una única cosa: que con el paso del tiempo se convirtiera en lo que había sido su padre. Que pudiera recuperarle a través del hijo al que tenía que consagrar su vida entera. Mientras acercaba un dedo para que Konstantin lo rodeara con los suyos, y el bebé la miraba fijamente con sus ojos grises, extrañamente sabios, pensó que no le importaría esperar cuanto hiciera falta. Los Dragomirásky le habían dado una nueva vida y no había nada que Theodora no estuviera dispuesta a hacer por aquella dinastía, ni por el pequeño heredero que le habían confiado. Ni siquiera matar, si era necesario. O morir.
Al fin y al cabo, ahora los dos eran príncipes. Un príncipe sin padres y una princesa encadenada, sin reino, sin trono y sin corona, pero príncipes de pleno derecho. No había nada que el mundo pudiera negarles. Ni que ellos no se atrevieran a reclamar algún día.
La luna que dejaba caer su luz sobre el Atlántico era la misma que se había puesto sobre la sepultura de su protector veinte años antes. El mercado de esclavos de Antalya, las casas en las que bailaba desnuda, las sonrisas de las criadas que la habían bañado por primera vez, todo regresó a ella aquella noche. Y acurrucada en la cama de su camarote de primera clase, con las manos temblorosas cubriéndole la cara y el cabello desordenado sobre la almohada más cómoda del océano, Theodora sollozaba.