25

Al llegar a la planta baja le sorprendió encontrarse con un ambiente que parecía más propio de una recepción en el palacio de Buckingham que de una fiesta en un hotel sureño. Por todas partes se veía a caballeros ataviados con esmoquin que llevaban del brazo a damas envueltas en seda y pedrería. La música de la orquesta que tocaba en la gran sala que había a mano derecha inundaba cada estancia, y se deslizaba hacia los jardines por los que se escabullían algunas parejas correteando entre los árboles llenos de farolillos. Oliver tenía demasiada prisa para prestar atención a lo que hacían los demás, pero cuando estaba a punto de alcanzar la puerta principal se le ocurrió volver la cabeza hacia el arco por el que se accedía al salón de baile… y entonces se detuvo en seco.

Tuvo que cerrar los ojos y volver a abrirlos para asegurarse de que su imaginación no le estaba jugando una mala pasada. Lionel estaba apoyado en el arco, jugueteando nerviosamente con unos gemelos que relucían sobre la tela negra de su esmoquin. Se había afeitado por primera vez desde que lo conocía, y entre eso y el pelo cuidadosamente repeinado parecía alguien muy distinto.

Cuando sus ojos se encontraron, su amigo se puso rojo.

—Una palabra a los Quills sobre esto, y te muelo a palos —murmuró cuando un incrédulo Oliver se le acercó despacio.

—No pienso decirles nada —le prometió él—. Además, estoy seguro de que nadie me creería. ¿Qué es eso que estoy oliendo? ¿Son unas gotas de la colonia de Alexander?

—He tenido que entrar a hurtadillas en su cuarto mientras él estaba en el tuyo —repuso Lionel de mal humor—. Ya sabes lo que suele decirse: quien algo quiere, algo le cuesta.

—Tampoco hace falta que te pongas a la defensiva conmigo. La verdad es que estás muy elegante ahora mismo, aunque en mi opinión te falta un poco de carmín. ¿Por qué no subes a la habitación de la señorita Stirling para pedirle que te deje ponerte el suyo?

—La idea es que su carmín acabe en mi boca esta noche, así que me da lo mismo que te empeñes en tomarme el pelo —declaró Lionel mientras Oliver se esforzaba por reprimir la risa—. Esta mañana le propuse llevarla a bailar, y no sabes lo que tuve que insistir para que me dijera que sí. ¡No pienso desaprovechar esta oportunidad!

—Adelante, Casanova. Haz lo que mejor sabes hacer, pero yo de ti me lo tomaría con calma. La señorita Stirling no es una mujer a la que se pueda engatusar fácilmente.

—Ni yo soy un hombre acostumbrado a apostar tanto —contestó Lionel—. Y ahora lárgate de aquí antes de que aparezca —continuó al reparar en su extrañeza— o echarás a perder mi estrategia. Mañana por la mañana veremos quién se ríe de quién.

Sacudiendo la cabeza, Oliver siguió su camino y salió a los jardines del hotel, que estaban aún más llenos que cuando se había asomado a la ventana. Pasó lo más discretamente que pudo junto a dos jóvenes que se arrullaban en un banco, dejó atrás a unos caballeros que fumaban a los pies de un sicomoro y se adentró en una de las avenidas que desembocaban en el estanque. Por suerte ninguno de los invitados había llegado tan lejos en sus paseos, y la única que seguía estando allí era lady Silverstone. Su mano cargada de amatistas continuaba hundida en el agua. Estaba tan abstraída que no reparó en que Oliver se le acercaba hasta que lo vio a su lado, reflejado en la superficie del estanque. Se volvió de inmediato hacia él.

—Espero no haberla asustado —dijo Oliver en voz baja—. Me asomé a la ventana de mi habitación, la vi aquí… y se me ocurrió que tal vez podríamos hablar un momento.

Lady Silverstone enrojeció bajo los polvos de arroz con los que había cubierto sus delgados pómulos, pero asintió con la cabeza.

—Me sorprende que no esté con lady Lillian ahora mismo. Tenía entendido que pocas cosas enorgullecen tanto a las madres como presenciar cómo se casan sus hijas…

—Cuando lo hacen por amor, supongo que así es —contestó lady Silverstone—. Pero precisamente es el cariño que siento por Lily lo que no me permite estar sentada a su lado, dándole los consejos que se supone que no puede recibir más que de mí. ¿Cómo voy a mirar a mi pequeña a los ojos sabiendo que acaba de cometer el peor error de su vida?

—Pero es lo que ustedes escogieron para ella. Al igual que hicieron antes con sus otras hijas, decidieron que tendría que casarse con un importante hombre de negocios…

—Lo decidió su padre, no yo —le corrigió la dama—. Como siempre sucede con todo.

Dos ancianas envueltas en sedas y chales rodearon en ese momento el estanque y saludaron a lady Silverstone, que les dedicó una débil sonrisa. Cuando desaparecieron detrás de los rosales, Oliver se sentó a su lado después de asegurarse de que la única que podría espiar su conversación sería la sirena de piedra de la que surgía un chorro de agua.

—Me imagino —siguió diciendo lady Silverstone— que yo podría hacerle a usted la misma pregunta. ¿Qué le ha hecho abandonar su habitación para bajar a hablar conmigo?

—Eso lo sabe demasiado bien. Tenemos una conversación pendiente desde anoche.

—No podría olvidarlo, señor Saunders, pero si quiere que le diga la verdad, me sorprende que aún no haya ido a hablar con mi marido. Lo más sensato habría sido explicarle lo trastornada que estoy y cuánto necesito que me internen en un asilo.

—¿Por quién me ha tomado? ¿Realmente piensa que sería capaz de traicionar así su confianza? No me conoce, lady Silverstone. Un caballero nunca haría algo semejante.

Ella había sacado la mano del agua y la había apoyado sobre el pretil, y tras dudar unos segundos Oliver deslizó la suya sobre el mármol para rozar la de lady Silverstone. Nunca podría olvidarse de cómo le miró cuando sus dedos entraron en contacto.

—He tratado de distraerme con nuestra investigación —susurró él—, pero no he sido capaz de dejar de pensar ni siquiera durante un minuto en lo que me dijo ayer…, lo de ese ataúd vacío que enterraron en la capilla de los Silverstone. —Ella guardó silencio, aunque sus ojos se nublaron de nuevo—. Habló de la desaparición de su hijo, pero no me explicó por qué se lo arrebataron tratándose de su único varón. ¿Cómo aceptó su marido que…?

—Ah —murmuró lady Silverstone—. Precisamente fue eso lo que hizo que Frederick tomara semejante decisión. El hecho de que fuera un varón…, pero no el que él deseaba.

—Ya entiendo —dijo Oliver a media voz—. Cuando me aseguró ayer que creía que yo era ese hijo, me dijo algo que al principio no comprendí: «Es idéntico a su padre». Pensé que no tenía sentido porque, sinceramente, no creo que haya dos hombres más distintos que lord Silverstone y yo. —Lady Silverstone se tapó la cara con la mano que tenía libre, avergonzada—. ¿Significa eso que su marido no era el padre de ese bebé?

Ella dejó escapar un gemido. Oliver se apresuró a susurrar:

—No tiene por qué responderme, milady; soy consciente de que para usted es muy penoso hablar de estos asuntos, pero tiene que entender que no puedo aceptar lo que me dice sin tener toda la información. No pienso juzgarla, se lo aseguro. Simplemente…

—Se llamaba Anthony —susurró ella de repente, y Oliver se quedó callado—. Anthony Parks. Era uno de mis mejores amigos cuando era pequeña y vivía con mis padres y mi hermana menor en nuestra propiedad de Northumberland. Era el hijo del mayordomo de la familia; se crio en las habitaciones del servicio y cada vez que teníamos oportunidad nos escapábamos corriendo más allá de los límites de la propiedad, por mucho que mi hermana Cassandra protestara cuando la dejábamos atrás. Por entonces no comprendía qué había de malo en lo que hacíamos; solo éramos unos niños a los que les encantaba pasarse las horas muertas juntos, escondidos en las copas de los árboles, comiendo fruta que cogíamos de las cocinas e inventando historias distintas cada día. Anthony tenía una imaginación increíble —dijo lady Silverstone con una triste sonrisa, clavando los ojos en la sirena que se peinaba con los dedos—. Conseguía que hasta el rincón más prosaico de nuestra mansión pareciera sacado de un cuento de hadas, que cada uno de mis días se convirtiera en una emocionante aventura en cuanto me cogía de la mano. Nada cambió cuando crecimos lo bastante para darnos cuenta de que lo que nos unía era más poderoso que la amistad. Por desgracia, a mis padres les faltó tiempo para tomar cartas en el asunto cuando Cassandra, después de una de nuestras riñas, les contó que nos había visto besarnos detrás de uno de los manzanos.

—Me imagino que harían todo lo posible por separarles —dijo Oliver en voz baja—. Si su familia era de raigambre, no podían permitir que se relacionara tanto con un plebeyo.

—Le obligaron a marcharse de la casa. Hablaron con los padres de Anthony para que le enviaran a la de sus tíos, argumentando que sería lo mejor para los dos. Cuando unas semanas más tarde descubrí qué había realmente detrás de su repentina desaparición, me prometí a mí misma no volver a dirigirles la palabra en lo que me quedaba de vida.

—¿Y no se le ocurrió escaparse con él? Si estaban tan enamorados, es probable que…

—¿Cómo podría haberlo hecho? No tenía dinero propio, y sin contactos no habría pasado del pueblo más cercano. Además nadie me quiso decir dónde vivían los tíos de Anthony exactamente. No tenía ninguna dirección a la que escribirle. No me dejó nada.

»Poco a poco, la pena de haberle perdido se acabó convirtiendo en una especie de silencio que me envolvía día y noche. Una indiferencia hacia todo lo que me rodeaba que ni siquiera desapareció en el momento en que acepté casarme con lord Silverstone, casi siete años más tarde. Estaba convencida de que nunca volvería a ver a mi amigo, a mi alma gemela, mi semejante, así que ¿qué más daba que aquel marido que mis padres me eligieron no significara nada para mí si tampoco me atraían mis demás pretendientes?

»Por desgracia, el destino quiso darnos otra oportunidad. Ahora comprendo que habría sido mejor no reencontrarnos nunca; por lo menos me habría ahorrado los peores sufrimientos por los que he pasado, y mi existencia actual también sería muy diferente. Una noche, en la propiedad de los Silverstone en Oxfordshire, cuando estaba a punto de salir del dormitorio de Phyllis y Evelyn después de asegurarme de que estaban dormidas, oí el ruido de unas piedrecitas contra el cristal de la ventana, y al asomarme me encontré con que Anthony estaba allí, medio escondido en los arbustos.

—¿Consiguió dar con usted? —se sorprendió Oliver—. ¿Después de todos esos años?

—Yo tampoco podía creer lo que estaba viendo. Pensé que me había dormido en la cama de mis niñas y aquello solo era un sueño. «Arabella, he venido para rescatarte del dragón», me susurró mirando hacia lo alto. Era lo mismo que me decía de niños, cuando venía a buscarme para escaparnos de la propiedad de mis padres. Recuerdo que me eché a llorar sin poderlo remediar mientras corría por la escalera para arrojarme en sus brazos.

Había lágrimas en sus ojos, y por un instante Oliver creyó verla de joven, parecida a lady Lillian, con el pelo cobrizo suelto, descalza y en camisón.

—No quiero aburrirle con la historia de mi desafortunado romance —siguió diciendo ella—. El mundo está harto de Bovarys y Kareninas, y no me siento tan orgullosa de lo que hice para pretender que mi historia sea diferente de las suyas, que podía aspirar a un final feliz. Durante casi un año Anthony y yo continuamos viéndonos en secreto; había alquilado una pequeña habitación en el pueblo más cercano, aunque apenas tenía con qué vivir. Me contó que había tenido distintos oficios desde que se marchó de nuestra antigua casa, pero que lo que realmente le emocionaba era la poesía… Supongo que no podría haber hecho otra cosa, siendo siempre tan romántico, tan imaginativo. Figúrese: era un poeta. La clase de persona que mi esposo consideraba la escoria de la sociedad.

»Al parecer había sido mi hermana Cassandra quien le dio mi dirección cuando se encontraron por casualidad en Londres una semana antes. Por entonces ella estaba muy enferma de tuberculosis; sabía que no le quedaba mucho de vida y según Anthony quería reconciliarse con su conciencia porque se daba cuenta de que había sido culpa suya que nos tuviésemos que separar. Yo pienso más bien que lo hizo para herirme porque imaginaba lo que acabaría pasando. Siempre sospeché que fueron los celos los que la llevaron a traicionarnos; Anthony nunca le prestó la menor atención y Cassandra no podía soportar que la ignorara alguien en quien había puesto sus miras.

—¿Qué es lo que salió mal? ¿Lord Silverstone se enteró de lo que estaba haciendo?

—No —murmuró ella, sacudiendo la cabeza—. O por lo menos… no al principio. Aún no sé qué hice yo para que Anthony decidiera desaparecer de la noche a la mañana, tal como había vuelto a entrar en mi vida. Una tarde, aprovechando que mi esposo se había reunido con unos cuantos amigos en la biblioteca de la mansión, me acerqué a su casa para contarle que… que había descubierto que me encontraba en estado. Anthony había tratado de convencerme a menudo de que me escapara con él, de que empezáramos una nueva vida juntos en algún país muy lejano, ¿pero cómo podría abandonar a Phyllis y a Evelyn siendo tan pequeñas? Necesitaba contarle la verdad antes de tomar una decisión, la definitiva, pero nunca pude hacerlo. Anthony no estaba.

—¿Y no le dio ninguna explicación sobre su partida? —se extrañó Oliver—. ¿No le dejó una nota a nadie, ni dio instrucciones para que le dijeran por qué se había marchado?

—¿Qué más explicaciones necesitaba, señor Saunders? Ya le he dicho que Anthony quería que me fuera con él, y que yo no hacía más que darle largas y pedirle más tiempo para pensarlo. Supongo que se cansaría de esperar, sobre todo sabiendo tan bien como yo que mi esposo nunca renunciaría a mí. Pero esta vez el destino no quiso volver a unirnos.

A aquellas alturas lady Silverstone era incapaz de contener el llanto. Oliver aferró su mano con más fuerza, aunque no se le ocurría qué decir para tratar de aliviar su pena.

—Durante los meses siguientes —logró articular la dama a duras penas— me esforcé por disimular mi embarazo, pero no se puede engañar a un marido, sobre todo cuando se presenta en tu alcoba a medianoche después de estar casi medio año sin hacerlo. En una de esas visitas Frederick descubrió lo que trataba de ocultarle… No quiera saber cuáles fueron las consecuencias de mi engaño; prefiero guardarme esos recuerdos para mí, por ser demasiado vergonzosos, y decirle simplemente que meses después, cuando mi hijo nació por fin, ni siquiera me dejaron mirarle a la cara. Me lo arrancaron en cuanto la comadrona le limpió la sangre y lo envolvió en una manta y me dejaron sollozando en la cama, viendo cómo se lo llevaban para ponerlo en brazos del cochero de la familia. Mi esposo le había encargado que se lo llevara lejos de allí, que lo abandonara en medio de un camino, que lo entregara en un orfanato, lo que quisiera menos traerlo de vuelta. Ese hombre —dijo lady Silverstone mirando de nuevo a Oliver— se llamaba James Saunders.

»Nunca pude hablar con él para preguntarle qué había hecho con mi pequeño. El parto me había dejado tan débil que tardé casi un mes en poder levantarme, y cuando lo hice me enteré de que mi esposo le había buscado una nueva colocación en casa de unos amigos, aunque evidentemente no quiso decirme quiénes eran. Hasta entonces no había dejado mi cama más que para asistir a la pantomima de entierro que celebramos en la capilla de los Silverstone, con la que Frederick pretendía acallar cualquier posible habladuría sobre mi embarazo.

—Ha dicho que su cochero se apellidaba Saunders —murmuró Oliver. A pesar de que seguía estando sentado, el mundo parecía dar vueltas a su alrededor—. Cuando crecí lo bastante para interesarme por mi pasado… y les pregunté al señor y a la señora Johnson, los directores del orfanato de Reading en el que me crie, de dónde venía… me contaron que no sabían quién era el caballero que me dejó en sus brazos. Solamente que cuando la señora Johnson le preguntó si tenía algún apellido, se me quedó mirando con tristeza antes de contestarle que Saunders. Y después desapareció…

Para que su confusión fuera aún mayor, Oliver recordó de repente algo que Ailish le había contado al poco de conocerla, después de confesarle que era capaz de acceder a los recuerdos de las personas tocándolas con las manos desnudas. Cuando agarró por primera vez los dedos de Oliver sin sus guantes vio imágenes de su pasado, entre las cuales distinguió a su verdadera madre, llorando mientras trataba de retenerle junto a ella. En aquel momento Oliver estaba demasiado intoxicado por el amor para pensar en el tema, pues en el fondo no cambiaba lo que siempre había sabido: que era un bastardo, una criatura que no debería haber nacido, una mala hierba. Pero nunca se le habría pasado por la cabeza que dos años más tarde se encontraría con alguien capaz de completar su historia. Más aturdido a cada momento, levantó la cabeza para mirar a lady Silverstone. Se le había puesto un nudo en la garganta que no le permitía articular palabra, aunque no hizo falta que lo hiciera. Ella dijo en voz baja:

—Mi pequeño nació el doce de enero de mil ochocientos ochenta, a la una y media de la tarde. No sé si en los orfanatos se les suele dar a los niños esa clase de información, pero si fuera así…

Oliver tragó saliva. Su voz apenas pasó de un susurro cuando por fin pudo decir:

—Los Johnson me contaron que mi cumpleaños era el doce de enero. Que era la fecha en la que el desconocido montado en un coche de caballos me había dejado en su casa.

Lady Silverstone se tapó la boca con las manos. Las lágrimas le corrían por la cara mientras Oliver seguía mirándola en silencio, cada vez más mareado, hasta que la mujer no pudo contenerse más. Le echó los brazos al cuello para llorar sobre su hombro, apretándole contra sí como si quisiera completar el hueco que había dejado al serle arrebatado.