21
Tal como habían acordado, Alexander y Veronica esperaron a que los clientes del hotel y los miembros del servicio se retiraran a sus habitaciones para subir en silencio a la buhardilla. No tardaron en estar de regreso en el cuarto de Lionel, donde Oliver y él los estaban esperando después de cambiarse de ropa. Llevaban con ellos algo que Veronica pensó que podría serles de utilidad: la colección de cuadernos con tapas de cuero chamuscado en los que se había fijado aquella tarde, abandonados en el arcón que contenía las pocas cosas de la casa que habían quedado intactas después de ser arrasada por el incendio. Posiblemente se tratara de documentos privados que su dueño no había guardado en la biblioteca, sino en algún lugar más alejado del fuego. A Oliver se le encendieron los ojos cuando se los pusieron en las manos, y se los llevó a su habitación sin molestarse en tomar nada de la bandeja de fiambres y la ensalada que les había subido otro camarero. La señorita Stirling no hizo acto de presencia; en opinión de Veronica, lo más probable era que se pasara horas metida en la bañera hasta asegurarse de que se había quitado de encima todo el barro que había llevado consigo del Mississippi.
Si había sido así, la bañera debía de ser lo más terapéutico del mundo, porque a la mañana siguiente la señorita Stirling reapareció en toda su gloria. Los demás se habían reunido en el comedor del primer piso que solía destinarse a los desayunos, una amplia estancia construida en el mismo lugar en que se encontraba la antigua biblioteca. Tres de las paredes habían sido decoradas con pinturas campestres y la cuarta daba acceso al porche que recorría la fachada, en el que también había mesas y butacas de mimbre blanco y carritos con toda clase de ahumados, repostería y fruta. Lionel estaba a punto de llevarse a la boca una uva cuando escuchó el repiqueteo de sus tacones, y al volver la cabeza hacia la puerta la vio entrar con una sonrisa que hizo que le doliera el corazón.
—Vaya, me alegra verte tan animada esta mañana —comentó después de que la joven saludara a los demás y tomara asiento a su lado—. La verdad es que me tenías preocupado.
—Hace falta mucho más que el ataque de un marinero ahogado para conseguir minar mi ánimo —contestó ella, rechazando la tetera que le alargó Alexander y cogiendo en su lugar una jarrita de chocolate caliente—. Aunque, si me lo vuelvo a encontrar, no pararé hasta rematarlo. Ese vestido negro de la Casa de Worth era uno de mis favoritos.
Lionel no pudo evitar reírse. Ella dejó la jarrita sobre la mesa y se volvió hacia él.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó en voz más baja—. Me imagino que te dolerá, ¿no?
—Muchísimo —le aseguró Lionel—. Estoy pasando por una agonía espantosa. El dolor de mi costado se está convirtiendo en ardor, pero lo más curioso es que ha empezado a extenderse por todo mi cuerpo. Concretamente desde el momento en que has aparecido.
La señorita Stirling se detuvo cuando estaba a punto de dar el primer sorbo. Sus ojos negros relucieron divertidos tras las espirales de humo que desprendía el chocolate.
—¿En serio, Lennox? ¿No sería mejor que hicieras caso a lo que te aconsejé anoche y hablaras con algún médico para que te dijera cuál es el remedio que más te conviene?
—Ya lo he hecho, y su diagnóstico fue muy claro: este ardor solo se me pasará volviendo a un panteón del cementerio de Lafayette para acabar lo que dejé a medias allí.
La señorita Stirling se atragantó con el chocolate, y estaba tosiendo y riéndose a la vez cuando Oliver entró en el comedor. A nadie le llamó la atención que tuviera unas profundas ojeras aquella mañana, aunque todos notaron su satisfacción.
—Bueno, ha sido todo un acierto que te acordaras de esos cuadernos, Veronica. No te haces una idea de hasta qué punto vamos a avanzar en la investigación gracias a ellos.
—Deduzco que has pasado la noche en vela leyéndolos —dijo Alexander, y le tendió la tetera que había rechazado la señorita Stirling. Oliver se llenó una taza con la precipitación de un beduino que acaba de encontrar un oasis—. ¿Tan interesantes te han resultado? Cuando les echamos un vistazo anoche no me pareció que contuvieran más que anotaciones relacionadas con la administración de la plantación.
—Había un par de libros de cuentas entre esos volúmenes —asintió Oliver—, pero son los menos interesantes; no he encontrado en ellos nada que pudiera sernos de utilidad.
—¿Y de qué trataban los demás? —preguntó Veronica desde el otro lado de la mesa.
—Eran diarios —dijo el joven, y todos se quedaron mirándole con sorpresa—. Cuatro diarios que Viola Vandeleur comenzó a escribir en mil ochocientos cuarenta y nueve, cuando acababa de cumplir doce años. Ni en mis mejores sueños habría podido imaginar semejante golpe de suerte.
Antes de que los demás reaccionaran, Oliver puso sobre la mesa el cartapacio en el que había estado tomando notas de madrugada. Alexander se alegró de que se le hubiera ocurrido hacerlo, pues no habría sido discreto ponerse a consultar delante de los camareros lo que habían escamoteado del trastero.
—La verdad es que la Viola real es muy distinta de la que tenía en mente después de oír lo que el segundo de a bordo del Oceanic nos contó sobre ella. Creo que era una mujer muy fuerte, muy segura de sí misma, pero al mismo tiempo más sensible de lo que podían apreciar las personas que no la conocían a fondo. Siempre tuvo muy claro lo que se esperaba de ella, y convirtió el éxito de la plantación en su absoluta prioridad.
—Si ese periódico que consultaste aseguraba que Viola fue la responsable de sacar a flote el negocio familiar, me imagino que sería una mujer de armas tomar —dijo Lionel.
—O sus antepasados unos administradores pésimos —comentó la señorita Stirling.
—Creo que las dos cosas —contestó Oliver—. Viola no solía quejarse de su familia, pero cuando se refería a ella, en especial a sus padres, siempre empleaba un tono curioso, una mezcla de resentimiento y resignación. Me parece que tenía demasiado asumido que era una rara avis rodeada de gente extravagante.
Mientras hablaba sacó de su cartapacio un fajo de papeles manuscritos que colocó sobre el mantel de hilo blanco, apartando la taza de té que había apurado casi de un sorbo.
—Lo que he deducido de sus padres, Georges y Marie-Claire Vandeleur, es que no les hicieron nunca mucho caso, ni a Viola ni a sus hermanos. Los dos eran primos, hijos a su vez de primos segundos y terceros, y se casaron siendo muy jóvenes. La felicidad debió de durarles muy poco; pronto Georges acabó buscando la suya en otros brazos, en muchos otros brazos, como recordaba Viola a menudo con amargura, mientras que su madre se dedicó a la cómoda vida de la bella sureña, relegando a sus hijos al cuidado de las ayas negras. Nadie se preocupaba lo más mínimo por la plantación, ni trataba de estar al tanto de lo que ocurría con los esclavos y los trabajadores libres que vivían en el pueblo. El superintendente cometía toda clase de desmanes, los capataces hacían la vista gorda y de esta manera el negocio cada vez iba peor. Cuando contraían deudas, en lugar de invertir en añil para recoger una buena cosecha al año siguiente, Georges Vandeleur prefería mutilar sus propias tierras para ceder parcelas a sus vecinos a un precio irrisorio. Era muy manera sencilla de conseguir dinero a corto plazo, pero que en realidad delataba una carencia absoluta de visión de futuro por parte de su propietario.
»Tuvo que ser Viola quien, siendo todavía muy joven, se ganara la confianza del superintendente para pedirle que le enseñara a manejar la plantación. Muchas veces se quejaba en su diario de las continuas trabas que le ponía por ser una mujer, pero el caso es que consiguió aprender cómo funcionaba Vandeleur en menos tiempo del que necesitó su hermano Philippe para aprender las reglas del bourré con el que se entretenía por las noches en el pueblo. Conocía los nombres de los esclavos, sabía qué papel desempeñaba cada uno en el negocio y tenía un instinto especial para adelantarse a las fluctuaciones que el menor acontecimiento político produciría en el mercado del añil. Resumiendo, durante los últimos años de la vida de sus padres, y también de su hermano, la que movía los hilos invisibles de la plantación era Viola, mientras los demás se regodeaban en su creciente prosperidad sin preguntarse cuáles serían las causas.
—De manera que Philippe Vandeleur era un inútil al que le importaba un comino lo que pudiera pasarle a la propiedad —comentó Lionel—. Murieron con poco tiempo de diferencia sus padres y él, ¿verdad? ¿Viola dijo algo sobre lo que les ocurrió?
—Hizo una única entrada en septiembre de mil ochocientos cincuenta y tres explicando que sus padres habían fallecido en el transcurso de unos días. No me he detenido mucho en esa parte por ser muy anterior a lo que nos interesa, pues Viola solo tenía dieciséis años por entonces, pero parece ser que aquel año hubo una epidemia de fiebre amarilla en Nueva Orleans que se llevó por delante a miles de personas. En el caso de Philippe, que murió tres años más tarde, Viola no aclaraba cuál había sido el motivo, aunque me parece haber deducido que ni siquiera los propios médicos lo sabían. Desde luego, ella no pareció echarle de menos, porque desde que lo enterraron en el cementerio de Lafayette no volvió a escribir su nombre en el diario. Debió de producirse algún enfrentamiento bastante serio entre ellos poco antes de la muerte de Philippe, pero no he podido averiguar cuál fue la razón.
—Seguramente tampoco tenga mucha importancia para nuestro caso —comentó la señorita Stirling, arrellanándose más en su butaca de mimbre y cogiendo una pasta de la bandeja que le ofreció Lionel—. ¿Y qué hay de Muriel? ¿Con ella Viola se llevaba mejor?
—Parece que no se llevaban, a secas. Muriel Vandeleur debió de ser una muchacha muy extraña. Su hermana mayor apenas hablaba de ella, aunque la diferencia de edad no parecía ser la causa de ese distanciamiento; no la acompañaba en ninguna de las visitas a las demás plantaciones, era huraña con los vecinos y descortés con los esclavos, y siempre solía estar sola. Con el fallecimiento de Philippe, el único nexo que aún pudiera haber entre las hermanas se rompió sin que ninguna hiciera nada por remediarlo. Eran como dos desconocidas obligadas a compartir la misma casa, con la misma sangre pero corazones orientados en direcciones opuestas.
»De hecho, la conclusión a la que he llegado es que la única familia que Viola se atrevía a considerar suya era la formada por sus esclavos. Habían estado con ella en sus peores momentos, la habían acogido en sus barracas como una más y la habían hecho reír con sus cuentos y sus ritos africanos. Casi todo el tiempo que no dedicaba a estudiar los libros de cuentas, a leer en la biblioteca o a rezar en la capilla construida en los jardines de la plantación, lo pasaba en sus casas, donde nunca le faltaba un plato ni una cara sonriente que preguntara cómo le iba al día a la señora. Por ejemplo… —De repente Oliver se detuvo, y pareció azorado; Alexander le animó a seguir con un gesto y el joven continuó en voz más baja—: Por ejemplo, en una de las entradas de su diario Viola explicaba cómo una de las esclavas más respetadas, una tal May Queen que aún era bastante joven, fue quien estuvo a su lado cuando…, bien, cuando a los catorce años se convirtió en una mujer. Marie-Claire Vandeleur había pasado la noche divirtiéndose con sus amigas en el desfile del Mardi Gras, y cuando regresó a casa cargada de collares de cuentas estaba demasiado achispada para preocuparse por el tema. “Nunca la perdonaré”, escribió Viola en su diario al día siguiente. “No lo haré aunque viva mil años.” Por desgracia para las dos, poco más tarde se produjo la epidemia y Marie-Claire se marchó de este mundo a la vez que su esposo, sin darse cuenta seguramente de hasta qué punto había herido los sentimientos de una hija a la que nunca conoció de verdad.
—Todo esto resulta muy interesante —dijo Lionel de repente—, pero no nos sirve de mucho en el asunto del Perséfone. Viola tenía que haber hablado también del capitán…
—O de la guerra —coincidió con él la señorita Stirling—. Si se desvivía tanto por el negocio familiar, no debía de estar muy tranquila con la posibilidad de que se entablaran conflictos con el ejército norteño. Eso echaría por tierra todo lo que había construido en los últimos años, por muy unida que estuviera a los mismos esclavos a los que explotaba.
—Sí que hablaba de la guerra, aunque el avance de las tropas de la Unión no parecía preocuparle tanto como lo que pudiera pasarle a la propiedad si los yanquis se apoderaban de ella y la convertían en un cuartel improvisado, como sucedía cada día en la mayor parte de los estados del Sur. Creo que estaba tan angustiada por lo que les pudiera pasar a sus esclavos que de buena gana los habría dejado marchar antes de que Lincoln aboliera la esclavitud si así hubiera estado segura de que no sufrirían daño alguno.
La señorita Stirling dejó escapar un resoplido de incredulidad. Era evidente que no se creía nada de aquella semblanza que Oliver les estaba trazando de una esclavista.
—Al igual que las demás damas de Luisiana, también Viola colaboró cuanto pudo con la causa sureña —siguió diciendo Oliver—, y lo hizo con tanto fervor como si tuviera un hermano o un esposo combatiendo en el frente. Dejó constancia en su diario de las pequeñas cosas en las que participaba: «Hoy he asistido a un baile destinado a recaudar fondos con los que poder costear más armas de fuego», «he participado en una subasta en beneficio de nuestros soldados con los gemelos y los alfileres de corbata de papá», «he entregado dos docenas de calcetines que Pansy y yo estuvimos tejiendo estas semanas…».
—¿Quién era Pansy? —quiso saber Veronica—. ¿Otra de las esclavas de la plantación?
—No, era una amiga de Viola, la única con la que de verdad contaba. Había nacido en la propiedad de los De la Tour, que estaba bastante cerca de aquí, de manera que de pequeñas se veían a menudo en cumpleaños y barbacoas y cosas por el estilo. Y por lo que he leído esta noche —Oliver cuadró meticulosamente las hojas sobre la mesa— es probable que Viola no hubiera conocido nunca al capitán Westerley de no ser por Pansy.
—Ah, esto empieza a ponerse interesante. ¿De modo que fue ella quien los presentó?
—No exactamente. Se conocieron la noche del nueve de mayo de mil ochocientos sesenta y uno, un mes después de que comenzara la guerra. Pansy se había empeñado en que su amiga la acompañara a la Ópera Francesa para asistir a una representación de Le pardon de Ploërmel, y a Viola no le quedó más remedio que aceptar aunque por lo que decía tenía muchas cosas de las que ocuparse en Vandeleur esos días. Como veréis, no es que empezaran con buen pie…
Oliver se aclaró la garganta antes de leerles una de las entradas que había copiado:
La señora Merleau no suele admitir un no por respuesta, y como Pansy tiene un miedo atroz a su futura suegra, no se atrevió a decirle que me gustan las óperas de Meyerbeer tanto como el sonido de la carcoma en los muebles de la sala de estar al caer la noche. Eugène Merleau no pudo estar con nosotras; al parecer ha experimentado en estas semanas una nueva recaída en la enfermedad que le ha impedido alistarse para plantar cara a los yanquis. Parece que es aún más soporífero de lo que pensaba, pero supongo que la fortuna del pobre Eugène no le acabará resultando tan aburrida a Pansy cuando por fin se casen, aunque en mi opinión debería mostrarse mucho más discreta en su comportamiento.
Esta noche sus coqueteos han sido tan vergonzosos que no me explico cómo la señora Merleau no se ha dado cuenta de nada, por muy pendiente que haya estado de la representación. Cuatro palcos a la derecha del nuestro se encontraba Phil Dodger, ese reportero inglés que colabora con el Daily Crescent y que se come con los ojos a Pansy cada vez que nos cruzamos con él en la ciudad. Cuando vio que nuestra carabina nos dejaba solas en el entreacto, le faltó tiempo para venir a saludarnos con sus amigos. Quise morirme de vergüenza cuando Pansy se puso a decirles lo mucho que se alegraba de poder pasar la velada rodeada por unos caballeros tan atractivos, después de haber estado tejiendo calcetines hasta que los dedos casi se nos cayeron a pedazos.
Pero lo más interesante de la noche vino después. Mientras Dodger se sentaba al lado de Pansy para hacerle la corte y sus amigos se acomodaban a su alrededor, uno que no había tenido oportunidad de presentarme se quedó mirando cómo me abanicaba con una sonrisa que no me gustó en absoluto. Cuando le pregunté qué le parecía tan divertido, me contestó que en su opinión había maneras mucho más efectivas de echar una mano a los soldados de Luisiana que tejiéndoles calcetines. No era probable que ninguno muriera de un resfriado por no ponérselos por la noche, me aseguró.
«Debería predicar entonces con el ejemplo, señor —le contesté de malos modos—. Si tanto simpatiza con la causa tendría que estar en estos momentos en el campamento de nuestros aliados como haría un hombre joven y fuerte, en lugar de quedarse en casa con los ancianos, los tullidos y los cobardes, y los extranjeros como el señor Dodger.»
Al oír esto su sonrisa se acentuó aún más. Debo reconocer que su rostro era muy agradable, y que tenía unos ojos castaños muy expresivos que podrían haber pasado por hermosos de no haberme mirado de aquella forma tan… ¿me atreveré a escribirlo? ¿Lasciva?
«Ya veo lo que quiere darme a entender. Si la naturaleza la hubiera dotado de algo más, habría sido la primera en vestir el uniforme gris.»
«Si no me deja en paz ahora mismo, me encargaré de que la gente del teatro lo ponga en la calle en menos de un minuto. ¿Por qué está tan deseoso de hablar conmigo si lo que estoy haciendo por el Sur le parece ridículo? Todos los demás palcos están llenos de señoritas en edad casadera que se reirían como unas tontas con sus ocurrencias.»
«Precisamente por eso decidí acompañar a Dodger hasta aquí. Porque nada más ponerle los ojos encima me di cuenta de que no podía ser como las demás. Me llamó la atención que, a diferencia de la mayor parte de las mujeres que me han presentado, aún siga soltera, mientras que las vecinas de su edad deben de ir por el segundo o el tercer hijo.»
Cuando oí este nuevo insulto no pude resistirlo más: me puse inmediatamente en pie y, sin importarme lo que pudieran pensar los cientos de personas que teníamos alrededor, lo aparté de mí con un empujón que casi le hizo caer de espaldas desde el palco. Dodger y sus amigos se quedaron callados, y a Pansy se le abrió la boca de par en par, pero cuando el desconocido se echó a reír con ganas todos acabaron haciendo lo mismo. Hasta los caballeros de los palcos cercanos sonreían, y sus mujeres susurraban tras los abanicos.
«Aquí tienen la prueba de que no me equivocaba en lo que he estado toda la tarde tratando de hacerles entender —exclamó el muy insolente—. Las damas del Sur pueden hacer mucho más por la causa que quedarse encerradas en sus casas cosiendo día tras día. ¡Una docena de estas en nuestro ejército y a los yanquis les faltará tiempo para retirarse con el rabo entre las piernas!»
«Siempre puedes llevarte a la señorita Vandeleur contigo, Westerley —le dijo Phil Dodger sin dejar de reírse—. Aunque puede que en lugar de burlar el bloqueo de los norteños acabéis hundiendo a toda la flota…»
Cuando oí esto me temblaron las piernas. Que yo supiera, no había más que un hombre en Luisiana que hubiera conseguido burlar el bloqueo de los barcos de la Unión alrededor de nuestra costa, pero no era posible que el corsario del que todos hablaban, el valiente héroe que aparecía en los periódicos después de cada una de sus proezas…
«¡Capitán Westerley! —oí exclamar de repente a la señora Merleau, que acababa de regresar al palco—. ¡Qué honor tenerlo de nuevo con nosotros! ¡Ah, veo que ya conoce a nuestra querida Viola Vandeleur!»
«Ha sido un encuentro muy breve, aunque bastante intenso. Tanto que en estos momentos no sé si hincar la rodilla en tierra para pedir su mano o compadecer al incauto al que algún día le sea concedida.»
Hubo más risas en el palco, pero yo estaba demasiado furiosa para escuchar nada más. Recogí mi chal y mi bolso y me marché con tanta rabia que casi tiré al suelo a la señora Merleau, que no parecía darse cuenta de nada de lo que sucedía. Durante todo el viaje de regreso a casa no dejé de preguntarme cómo puede llevar a cabo actos tan heroicos un hombre que después se comporta como un grosero y un miserable. Realmente espero no encontrarme más con él o puede que en la próxima ocasión no me conforme con darle un buen empujón.
—Me cae bien el capitán Westerley —exclamó Lionel mientras Veronica se partía de risa con lo que acababan de escuchar—. Él sí que sabía lo que les hacía falta a las pobres y recatadas señoritas sureñas. Menos mal que el paso del tiempo le acabó dando la razón…
—Aún no sabemos con quién se casó realmente —le recordó Alexander. Se volvió hacia Oliver para indicarle que siguiera, y el joven regresó a su montón de anotaciones.
—La siguiente mención al capitán la he encontrado casi una semana más tarde. En los días que siguieron al encuentro en la Ópera Francesa la señorita Vandeleur estuvo muy ocupada en la plantación. Una de las esclavas que se ocupaban de la limpieza de la casa se había puesto de parto y parece ser que hubo algunas complicaciones. Hizo venir a un médico de Nueva Orleans para que examinara al pequeño, que sufría una afección cutánea transitoria, y se pasó casi todo el tiempo en la barraca de la familia hasta estar segura de que se encontraba fuera de peligro. La tarde del catorce de mayo pasó lo siguiente…
Mientras le explicaba a Sally cómo tenía que lavarle con la esponja que le había dado, y las horas a las que el médico me había dicho que teníamos que suministrarle la medicina, May Queen apareció en la puerta de la barraca con la pequeña Alma pegada a las faldas. Me dijo que un caballero acababa de llegar a la plantación y que me estaba esperando en la puerta de casa. Cuando los criados le preguntaron si prefería hacerlo dentro, se echó a reír y les contestó que no creía que a la dueña le hiciera mucha gracia eso, y que si quería saber de quién se trataba le dijeran que había venido «su amigo de la ópera».
Evidentemente, yo no me reí; tuve que devolverle el bebé a Sally antes de que se me cayera de tanto como me temblaban las manos de rabia y después me marché de la barraca en dirección a la casa. Iba dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes, pero cuando me di cuenta de que estaba charlando con Muriel me quedé quieta. Ella iba más desaliñada de lo normal, ¡creo que hasta iba descalza de nuevo!, y al ver que me acercaba a ellos torció el gesto mientras se escabullía sacudiendo su desordenada melena.
Esto, por supuesto, le dio a Westerley otra arma con la que herirme.
«Su hermana es una criatura extraña, señorita Vandeleur. Cuando ha venido a hablar conmigo y se ha enterado de que soy marino, se ha puesto a hacerme toda clase de preguntas sobre los métodos de tortura empleados por la Inquisición europea. Tiene una mirada que casi da miedo, como si pudiera doblegar la voluntad de quien la escucha con un parpadeo.»
«Debería pedirle que me enseñara ese truco. Me vendría muy bien para echar de mi casa a los indeseables que vengan a importunarme.»
Tal como imaginaba, él se echó a reír de nuevo.
«Ya veo que no es de las que olvidan una ofensa, ¿eh? Bueno, me imagino que entonces ha sido una buena idea acercarme a presentar mis respetos a su familia. Mañana me embarcaré en otro viaje hacia el Viejo Mundo en busca de suministros para nuestro ejército, y antes de marcharme he pasado por las plantaciones de los De la Tour y los Merleau para despedirme de ellos. Es lo que haría un caballero, ¿no?»
«Un caballero no se atrevería a molestarme después de las cosas que me dijo. Ni siquiera si hubiese venido para pedirme perdón por…»
«No tengo por qué pedirle perdón. Fue culpa suya no entender el cumplido que le dirigí. Cuando le dije que me extrañaba que aún no se hubiera casado a su edad, no lo hice con ánimo de hacerla sentir como una solterona, sino que quise dar a entender que los hombres de Luisiana deben de ser más estúpidos de lo que imaginaba. En Georgia nadie se quedaría de brazos cruzados mientras nuestra mayor belleza sigue estando disponible. Creo que nos mataríamos unos a otros por usted.»
Me avergüenza reconocer que me puse roja como una adolescente. ¿Yo, una belleza? De ninguna manera, y así se lo hice ver; Pansy de la Tour ha sido siempre la beldad de este condado y la opinión de los vecinos, por desgracia para ella y su modestia, es unánime en ese sentido. Pero el capitán Westerley me contestó que como Pansy hay cientos de chicas; todas ruidosas y atolondradas, aunque pocas tan coquetas como ella.
«Aquel día no debió de haber una sola persona en la ópera que no se diera cuenta de cómo provocaba a Phil Dodger con cada cosa que le decía. Hasta su futura suegra estaba avergonzada, y eso que no me ha parecido demasiado aguda a la hora de percibir estas cosas. Si yo fuera la señora Merleau, arrastraría a mi hijo de la mano hasta el altar para asegurarme de que no se le escapaba esa muchacha. Por lo que me han contado, llevan nada menos que seis años prometidos.»
«Desde los diecisiete, así que Pansy también entraría conmigo en la categoría de vejestorios —contesté de mal humor—. Pero no ha sido culpa suya no haberse casado aún con Eugène Merleau. El chico siempre ha sido de naturaleza enfermiza; cuando era muy niño tuvo escarlatina y nunca pudo recuperarse por completo. Por eso no está en el frente con los demás, y créame que se siente muy frustrado por ello…»
«Un brote de escarlatina no convierte a un muchacho en una tierna flor de invernadero como él. La señorita De la Tour no sabe dónde se ha metido si es que aún cree que puede cumplir con sus expectativas.»
«Es usted un hombre horrible —exclamé, haciéndole reír una vez más—. ¡No puede presentarse en mi casa para reconciliarse conmigo y ponerse a insultar a mi amiga! ¡Tendría que ordenar ahora mismo a mis criados que le echaran de la propiedad!»
«Prefiero que sea usted quien lo haga, señorita Vandeleur. Además de que, si no me acompaña hasta la verja, nunca podrá estar segura de que realmente me he marchado. ¿Cree que podría dormir tranquila a partir de ahora sabiendo que tal vez estoy merodeando por los terrenos de la plantación, trepando hasta su alcoba en mitad de la noche para ganarme a pulso mi deshonor?»
De nuevo me ruborizo al escribir que aquello me provocó un raro escalofrío de repente. Le acompañé por el camino de los robles hasta la verja, donde nos quedamos hablando durante un rato. Me explicó que su barco estaba amarrado en el puerto fluvial de Nueva Orleans, que lo había bautizado hacía cuatro años como Calipso y que no volvería a tierra hasta dentro de un mes. Sería tiempo más que suficiente para que yo decidiera enterrar de una vez el hacha de guerra, me aseguró, y para que a su regreso comenzáramos de cero con nuestra relación.
«Aún no estoy segura de que quiera hacerlo. Me acostumbré siendo muy niña a la franqueza y eso ha sido lo que me ha hecho ganarme el favor de mis esclavos, pero en su caso la franqueza está separada de la grosería por una línea muy delgada, capitán Westerley. —Entonces me vino una idea a la cabeza, y añadí sin pensarlo—: Tráigame algo cuando vuelva. Algo que me demuestre que no se está riendo de mí.»
«¿La cabeza de Lincoln será suficiente para la sanguinaria Viola Vandeleur? ¿O prefiere lo que me pediría cualquier otra mujer: unos vestidos parisinos, unas joyas venecianas, unos perfumes exóticos…?»
«No podría ponerme vestidos ni joyas elegantes para trabajar en la plantación, y el perfume que más me gusta es el de las plantas de añil floreciendo con más fuerza cada año. No, quiero algo distinto. Usted me dijo en la ópera que yo le parecía diferente a las demás, así que lo lógico es que me traiga algo diferente. Algo que no haya visto nunca.»
Durante unos segundos se me quedó mirando con tanta intensidad que casi temí que me prendiera fuego. Pero entonces oí ruido de pasos en el camino y al volverme hacia la casa observé que se nos acercaba el superintendente, seguramente para preguntar qué había pasado con el bebé de Sally y los honorarios del médico. No me quedó más remedio que despedirme del capitán Westerley con un apretón de manos que le cogió por sorpresa cuando se disponía a besar la mía, pero que le hizo sonreír aún más, de esa manera que consigue que se le ilumine la cara.
Qué estúpida me estoy volviendo. Un mes es mucho tiempo para un hombre, y ni siquiera la supuesta beldad de Luisiana sería capaz de mantener vivo el interés de alguien como Westerley durante más que unos cuantos días. Pero, de todas formas, ¿qué más me da a mí eso?
—¡La fría y perfecta Viola Vandeleur se nos está enamorando! —exclamó Veronica.
—Haced el favor de no tomaros esto como un folletín —le echó en cara su tío ante las carcajadas de Oliver y de Lionel y la sonrisa de la señorita Stirling—. Os recuerdo que esta historia no tiene final feliz, como tampoco la tuvo la del pobre John Reeves. Ni la suya, señorita Stirling, si ayer Lionel hubiera tardado un poco más en sacarla del agua.
—No necesito que me lo recuerde, profesor —contestó la joven, mirando a Lionel de reojo antes de ponerse seria de nuevo—. Es solo que nunca pensé que se nos presentaría la oportunidad de conocer a uno de nuestros objetos de estudio de manera tan profunda.
—Yo quiero saber si el capitán Westerley conoció a Viola… aún más profundamente que nosotros —añadió Lionel—. ¿Qué más has encontrado en su diario acerca de él, Twist?
—Durante las semanas que siguieron a este encuentro, nada en absoluto —explicó Oliver pasando las páginas que había sobre la mesa—. Probablemente tenía demasiado de lo que ocuparse, o no quería caer en la tentación de ponerse a fantasear sobre él. Pero tres semanas más tarde sucedió un imprevisto. El Calipso del capitán Westerley regresó a Nueva Orleans antes de tiempo… o más bien lo hizo lo poco que quedaba de él. Antes de empezar a remontar el Mississippi el barco se vio inmerso en un fuego cruzado y los cañones de la Unión lo destrozaron casi por completo. Westerley perdió a unos cuantos hombres durante la refriega, y él mismo fue herido en la cabeza, aunque no de gravedad.
—Vaya, parece que no tenía demasiada suerte cuando se hacía a la mar —comentó Veronica arqueando una ceja—. Me imagino que Viola lo pasaría muy mal al enterarse…
—Peor que mal. Se fue a Nueva Orleans inmediatamente después de que la señora Merleau le diera la noticia mientras tomaba el té en la plantación. El siete de junio por la noche escribió cómo había corrido hasta la pequeña casa del Barrio Francés en la que su vecina le había dicho que se alojaba el capitán. Cuando estaba a punto de subir se encontró con ese tal Phil Dodger, el periodista inglés del Daily Crescent con el que coqueteaba Pansy, que se disponía a visitar también a Westerley. Había escrito esa misma mañana una crónica de lo que le había pasado al Calipso y le aseguró que el capitán se estaba recuperando.
Oliver revolvió durante un momento las páginas hasta dar con la que estaba buscando:
Un niño negro de unos diez años nos acompañó escaleras arriba, hasta la habitación en la que el capitán estaba descansando. No tenía muy buena cara, pero cuando me vio entrar se le dibujó una sonrisa que hizo que casi me echara a llorar allí mismo, conmovida ante la imagen de su cabeza envuelta en una venda que otro esclavo un poco mayor le estaba cambiando en ese momento. Creo que no se dio cuenta de que Dodger estaba con nosotros hasta que se puso a hablar de cómo se había preocupado la gente cuando la noticia del bombardeo del Calipso llegó hasta la ciudad, y de las explicaciones que tuvieron que dar su jefe y él a todos los que se acercaron a la redacción del periódico para enterarse de si seguía con vida. Pareció tardar una eternidad en irse, pero finalmente recordó que tenía unos cuantos papeles importantes sobre la mesa de su despacho de los que tenía que ocuparse antes de que cerraran la edición del día siguiente.
Cuando al fin nos dejó solos nos quedamos mirándonos de un modo que hacía que las palabras carecieran de sentido. Después él me dijo:
«He cumplido mi promesa, beldad de Luisiana». Supe de inmediato a qué se refería, y traté de ayudarle cuando se incorporó para agitar una campanilla que tenía en la mesilla, pero no me lo permitió. «Ya no podrá decir de mí que soy un hombre sin honor. Le he traído algo que sé que no ha visto nunca, como tampoco ninguno de sus vecinos.»
«Capitán, eso no tiene importancia ahora. Me basta con… con que usted haya regresado sano y salvo. Cuando la señora Merleau me dijo lo que le había pasado, no sabe lo culpable que me sentí, ni cómo…»
Me quedé callada cuando otro esclavo, en esta ocasión una negra que apenas me llegaba por la cintura, acudió a su llamada llevando en brazos un frutero tan grande que casi no podía con él. Cuando lo dejó sobre la mesilla y se fue, no pude evitar mirarle con desconcierto.
«Espero que lo que voy a decirle no le parezca grosero, pero no me esperaba que alguien como usted, que nunca ha poseído una plantación, tenga tantos esclavos en su casa. Sobre todo siendo tan pequeña como esta.»
«Se equivoca —me contestó con una sonrisa—. No son mis esclavos.»
«¿Cómo que no lo son? El niño que nos abrió la puerta antes, el que le estaba curando cuando entramos… ¿qué relación tienen con usted?»
«Yo no soy un esclavista, señorita Vandeleur. He viajado mucho, y he visto que más allá de nuestras costas existe otro mundo donde las diferencias entre amos y esclavos por suerte han desaparecido. Estos muchachos son mis criados, a los que pago con el dinero que recibo del gobierno confederado a cambio de burlar a la Unión. Los tres se pueden marchar de aquí cuando quieran, eso lo saben de sobra, pero sé que nunca lo harán. Me deben tanto a mí como yo les debo a ellos.»
Esto me desconcertó tanto que se vio en la obligación de explicarse.
«Hace dos años me encontré en el puerto con Boy, el niño que se encarga de abrir mi puerta. Estaba escondido entre unos barriles, con la ropa hecha harapos y temblando de frío y de miedo. Me lo llevé a casa y solo con mucha paciencia conseguí que me contara la verdad: su madre había muerto y su amo se había puesto en contacto con el dueño de otra plantación que quería adquirirlo para su propiedad. El niño se había escabullido en plena noche de allí, y sabe tan bien como yo lo que les sucede a los esclavos fugados. Comprendí que lo estaban buscando y que solo sería cuestión de tiempo que dieran con él, así que le invité a quedarse en mi casa a cambio de un dólar al mes con la condición de que jurara que lo había comprado si alguien le hacía preguntas.»
«Eso fue muy noble por su parte —tuve que admitir, más asombrada de lo que me gustaría reconocer—. ¿Los demás también son fugados?»
«Sí, Jimmy se escapó primero para evitar que le dieran una tunda, y cuando empezó a trabajar para mí regresó a su antigua plantación a recoger a Lizzie, su hermana. Creo que están contentos aquí, aunque la mayor parte del tiempo la casa esté cerrada en mi ausencia y no se atrevan a salir demasiado. En fin —suspiró mientras rebuscaba en el frutero—, ahora que he arruinado por completo mi reputación delante de usted demostrando que en el fondo soy un sensiblero, supongo que tendré que darle lo que me encargó. Es algo efímero, por desgracia.»
Fue una auténtica suerte que no me estuviera mirando a la cara en ese momento. Estoy segura de que todos mis pensamientos acababan de aparecer escritos sobre mi rostro, pero tuve que conformarme con respirar hondo para mantenerme serena mientras el capitán sacaba de debajo de las manzanas un extraño objeto que puso en mi mano. Al darle vueltas comprendí que era una fruta que conocía, aunque no la había visto nunca en persona. Westerley había cumplido su promesa.
«¿Es una granada?» —me maravillé—. «¿Dónde la ha conseguido?»
«Cuando regresaba de Francia hice una breve escala con el pobre Calipso en la costa de Andalucía. No sé por qué me llamó la atención cuando la vi en el mostrador de una frutería; supongo que me recordó a usted, con la piel tan incandescente, tan dura y fuerte por fuera y tan repleta de maravillas por dentro. Tan distinta a todas las demás.»
«Es la fruta de Perséfone —le dije en voz baja, y cuando me miró con extrañeza añadí—: Los griegos creían que Perséfone, la esposa del dios del inframundo, había comido seis semillas de granada y por eso no podría marcharse nunca del infierno. Cuando alguien prueba la comida de los muertos no puede regresar nunca más con los vivos.»
«Entonces no sé si es buena idea que la pruebe —sonrió él—. Quizá sea más sensato que entierre las semillas en Vandeleur para que con el tiempo le permitan cultivar sus propias granadas. Serán mucho más frescas que esta, desde luego, que ha tenido que cruzar un océano…»
«Creo que lo haré —le contesté—, pero primero nos la comeremos usted y yo. Si nos vamos al infierno por esto, que sea estando juntos.»
Esto lo dejó tan sorprendido que ni siquiera reaccionó cuando me levanté para coger un par de platos y un cuchillo. Me senté de nuevo a su lado y partí con cuidado la granada, dejando que sus entrañas quedaran a la vista, más dulces que nada que hubiera probado antes.
Cuando le alargué su plato siguió mirándome a los ojos, y eso me hizo ser más consciente de las sensaciones que me embargaban en ese momento, desde el tacto pegajoso de la sangre de la granada en mis dedos hasta el calor del sol de junio sobre mi hombro derecho.
«Al menos yo he escapado del infierno —me dijo al fin, en voz muy queda—, y sé que ha sido por una razón. Porque usted me esperaba.»
Me sentía tan abrumada que no fui capaz de responderle, aunque realmente no hacía falta. Nunca el silencio me pareció más elocuente que en ese momento, en esa pequeña habitación del Barrio Francés que no tardó en llenarse de amigos del capitán y de soldados que se hallaban de permiso en Nueva Orleans y que querían saber cómo se encontraba. Tuve que marcharme a una hora prudente para no dar lugar a habladurías, pero durante todo el camino en carruaje hasta la plantación mi corazón siguió estando con él, partido en dos como esa granada…
Esta vez nadie se atrevió a reírse. Uno de los camareros más jóvenes se acercó para retirarles las tazas vacías, y los cinco se quedaron callados hasta que se hubo marchado.
—¿Y de dónde salió el Perséfone exactamente? —preguntó Alexander al cabo—. ¿Fue el segundo barco que compró el capitán después de que el Calipso fuera bombardeado?
—Eso parece —confirmó Oliver—. Mientras se recuperaba, Westerley se puso manos a la obra para conseguir otra nave con la que seguir burlando el bloqueo, y la señorita Vandeleur le ayudó en todo cuanto pudo. Pero los únicos datos que he encontrado sobre el Perséfone son que procedía de un astillero confederado de Nashville y que por aquel entonces aún no tenía mascarón de proa. La propia Viola lo comentaba en una de sus entradas después de contar que el capitán había decidido bautizarlo con un nombre que era muy especial para los dos. Estaba convencido de que le traería suerte en sus viajes.
—Debían de estar juntos por entonces —comentó el profesor, sacando brillo a sus gafas con un pañuelo—. Lo extraño es que en ese diario no aparezca ningún detalle sobre su matrimonio, teniendo en cuenta lo enamorada que estaba Viola de él…
—Aún no habéis escuchado toda la historia —advirtió Oliver en tono sombrío—. Las últimas entradas del diario fueron escritas el uno y el dos de julio de mil ochocientos sesenta y uno. Parece ser que en Vandeleur se celebró una fiesta en honor al capitán. Viola se había dado cuenta de que durante mucho tiempo la propiedad había permanecido cerrada casi completamente al público y creía que debía organizar algún evento como hacían sus vecinos. Debió de ser un éxito porque esa noche, cuando todo el mundo se había retirado a sus habitaciones, Viola escribió que la plantación nunca había resplandecido tanto y que se sentía como si un mundo nuevo estuviera a punto de sustituir al que había conocido siempre. Además estaba muy emocionada porque, justo antes de sentarse a su escritorio, cuando estaba asomada a su ventana, vio al capitán Westerley de pie en el porche, fumando durante un rato bajo las estrellas hasta que sacó algo de su bolsillo para mirarlo con atención. Pudo distinguirlo pese a la penumbra: era un anillo, un anillo que después volvió a guardarse antes de regresar al interior de la casa. —Oliver suspiró y luego añadió—: Después de esto Viola no escribió más que una frase al día siguiente, la mañana del dos de julio.
—¿Cómo que no escribió nada más? —se sorprendió la señorita Stirling—. ¿Qué pudo llevarla a abandonar su diario precisamente cuando empezaba la mejor etapa de su vida?
—Supongo que el hecho de que… nunca empezó. Viola no se casó con el capitán.
La señorita Stirling arrugó el entrecejo. Por toda respuesta, Oliver dejó encima de la mesa la última hoja con anotaciones para señalarles con el dedo la frase final copiada del diario de Viola. «Sábado, 2 de julio de 1861. Todo ha terminado.»