14
Por muy inquietante que fuera todo lo que les había contado Christopher Garland, aquella noche estaban tan agotados que cuando se metieron en la cama no tardaron en dormirse. Después de haber pernoctado de mala manera durante tres días en los vagones del tren de la ruta Crescent, poder disfrutar de unas horas de sueño en una cama de verdad fue un auténtico regalo para todos. Cuando se despertaron a la mañana siguiente el sol llevaba un rato recorriendo el cielo y los vecinos de Vandeleur se habían echado a la calle para no perderse nada de lo que estaba sucediendo en el hotel. El chico de los Garland y sus amigos se habían encaramado a la verja, y desde allí miraban el despliegue de maletas y de criados que los invitados a la boda de lady Lillian y Reginald Archer júnior traían consigo. Había un trasiego continuo de coches procedentes de las demás plantaciones de Luisiana con las que el novio mantenía alguna relación, y los vapores que bajaban desde Nueva Orleans no hacían más que dejar en el embarcadero del pueblo a una remesa tras otra de asistentes. Semejante acontecimiento era único en la historia de Vandeleur, por lo que les costó bastante atraer la atención de los vecinos durante un rato para entrevistarles acerca del Perséfone.
Fue una sorpresa que estuvieran dispuestos a echarles una mano, pero aún lo fue más la extraordinaria capacidad que parecían tener para adornar sus testimonios.
—Una silueta negra, eso es, del tamaño de un barco mercante, no de guerra… Mis hermanos participaron en la contienda y se acordaban bien del Perséfone, y vaya si era un navío hermoso, como no había otro en Luisiana. Yo nunca he conseguido verlo después de que el río se lo tragara, pero sé que ellos lo hicieron en más de una ocasión…
—Aparece rodeado por la niebla como un fantasma, en las noches en las que no hay más que estrellas en el cielo. ¿Saben que también había luna nueva cuando se hundió?
—Una forma un poco fosforescente, reluciendo como un farol sobre el agua. Si se dedican a las nuevas ciencias tienen que haber participado en alguna de esas sesiones en las que los muertos se aparecen con ese resplandor… Ectoplasmas, creo que se llaman.
—Mi cuñado y yo quisimos acercarnos una vez con su canoa, pero nos acabó dando tanto miedo que al final no lo hicimos. Claro que no saben cómo me alegro de que nos echáramos atrás en el último momento después de lo que le ha pasado al pobre Reeves…
—¿Cómo es posible que esta gente sepa tanto acerca de las apariciones del Perséfone pero luego no nos pueda contar nada interesante sobre cómo era su tripulación cuando aún vivía? —rezongó Lionel mientras se tomaban un descanso.
—Tal vez no quede en Vandeleur nadie que conociera en su momento al capitán Westerley —contestó Veronica—. Cuarenta años son más que suficientes para que todos los testigos del naufragio estén tan muertos como esos marineros.
Faltaba poco para el mediodía cuando regresaron a la fonda de los Garland para reunirse con el amigo de John Reeves del que les había hablado su anfitrión. La anciana señora Garland, que estaba charlando en la puerta con dos vecinas, les dijo que podían disponer de la sala de estar de la familia que había en el mismo piso en el que estaban sus cuartos, de modo que atravesaron el atestado comedor para subir la escalera. Cuando llegaron a la habitación se sorprendieron al encontrar a la señorita Stirling sentada con Sue Garland al lado de una mesa camilla, vigiladas por el retrato de un caballero con poderosos mostachos y uniforme del ejército del Sur que debía de ser su difunto suegro.
—Ah, aquí están sus amigos. ¡Empezábamos a pensar que se habían perdido por ahí!
—La señora Garland me estaba mostrando algo que creo que les interesará —les dijo la señorita Stirling mientras los demás se quitaban las chaquetas y se acercaban a la mesa. Puso un libro sobre la tela de ganchillo que la cubría para que lo vieran—. Hemos estado hablando del Perséfone y de las historias que circulan por Vandeleur acerca de ese barco, y casualmente se acordó de que tienen en casa una guía de viaje que habla de él.
—No es más que una pequeña historia local del pueblo —se disculpó la mujer—. Mi marido y yo nos la sabemos de memoria ya; pueden quedarse con ella si les resulta útil.
—Vaya, no tenía ni idea de que la leyenda del Perséfone fuera lo bastante conocida para aparecer en guías de viaje —se asombró Alexander—. ¿De dónde la han sacado?
—Ya estaba en esta casa cuando la compramos —dijo Sue Garland—. Supongo que el anterior propietario de la fonda debía de estar interesado en las tradiciones de Vandeleur.
—Hay dos páginas dedicadas al capitán Westerley —añadió la señorita Stirling—. Pero no cuentan nada que no sepamos, y a los Vandeleur no se los menciona. Creo que lo más interesante es esta fotografía con un detalle del Perséfone. Vengan a echarle un vistazo.
—Sue, te necesito en la cocina. —La madre de Christopher Garland había subido la escalera detrás de los ingleses y acababa de asomar la cabeza en la sala—. No sé dónde se ha metido Christian, pero nunca está cerca cuando me vendría bien otro par de manos.
—Ese muchacho está hecho un Huckleberry Finn —resopló Sue Garland—. No veo el momento de que se acabe el verano y regrese a la escuela para que lo metan en cintura.
Se despidió de ellos y se marchó detrás de su suegra, entornando la puerta. Lionel se acercó a la mesa para observar la fotografía de la que les hablaba la señorita Stirling.
—Es el mascarón de proa del barco, ¿no? —preguntó—. ¿Qué sujeta entre las manos?
—Una granada —dijo Oliver sentándose en la silla que había ocupado Sue Garland.
—¿Y qué tiene que ver esa fruta con Luisiana si se cultiva en el Mediterráneo?
—Con Luisiana nada, pero con el mito de Perséfone, mucho. Según la mitología griega Perséfone fue secuestrada por su tío Hades, el dios del inframundo, que surgió con su carro de una grieta abierta en la tierra para llevarse a la muchacha consigo y convertirla en su reina —explicó Oliver—. Deméter, la madre de Perséfone, se quedó tan desconsolada que prohibió a la tierra seguir dando frutos hasta que su hija le fuera devuelta, y finalmente los demás dioses tuvieron que intervenir para que los hombres no murieran de hambre. Hades acabó accediendo a que Perséfone volviera a su mundo, pero con una condición…
—Que no hubiera probado nunca la comida del mundo de los muertos —concluyó Alexander por él; Oliver asintió—. Pero Perséfone ya lo había hecho. Había comido seis semillas de una granada con la que la tentó su esposo. Y por eso tuvo que cumplir con su parte del trato y pasar seis meses a su lado en el inframundo y otros seis con su madre.
—Y por eso durante el invierno la tierra se muere y con la llegada de la primavera renace de nuevo —añadió la señorita Stirling—. Pero no me refería a la granada. ¿No hay nada más que les llame la atención? ¿Nada relacionado con el aspecto de este mascarón?
Oliver no supo qué decir. La imagen se parecía mucho a la que había encontrado en uno de los periódicos del Oceanic, aunque había sido tomada más cerca de la proa del bergantín, tanto que la escultura de la diosa Perséfone parecía mirarles desde lo alto, colocada en una postura casi horizontal debajo del bauprés. Los largos cabellos echados hacia atrás, como si avanzara contra el viento, estaban pintados de un color oscuro que no podía reconocerse en la fotografía, y decorados con una corona de hojas de hiedra. Los ojos eran grandes, graves… y claros…
—Viola Vandeleur —murmuró Alexander de repente. Los demás le miraron—. Tuvo que haber servido como modelo para esta escultura. Esta es la cara de Viola Vandeleur.
—Es idéntica a la mujer que aparecía al lado del capitán Westerley en la fotografía que les mostré en Caudwell’s Castle —asintió la señorita Stirling—. Fue lo primero que me vino a la cabeza cuando la señora Garland me enseñó esta otra imagen. La misma cara redondeada, la misma barbilla puntiaguda… Hasta la forma de los párpados es parecida.
—Me imagino que sería algo normal entre los marineros —comentó Veronica—. Una forma de que las esposas de los capitanes pudieran acompañarles durante las travesías.
—Bueno, sabemos que esta lo hizo —añadió Lionel—. Lo acompañó al fondo del río.
Antes de que pudieran decir nada más oyeron ruido de pasos en la escalera y las voces de dos personas que se acercaban. Poco después la puerta de la sala de estar se abrió para dar paso a un sonriente Christopher Garland y a otro hombre que iba con él.
—¡Buenos días, señores! O tal vez debería decir buenas tardes. Mi madre y Sue me acaban de decir que los han dejado aquí arriba entretenidos con uno de nuestros libros.
—Su esposa ha sido muy amable con nosotros, señor Garland —dijo Alexander—. De hecho, puede que nos haya puesto sobre una pista importante sin sospecharlo siquiera.
—Ah, les dije que vale su peso en oro. Ya me he enterado de que sus investigaciones marchan sobre ruedas; al venir hacia aquí me he encontrado por lo menos con media docena de vecinos empeñados en contarme cómo han ido sus entrevistas. Creo que están muy emocionados por poder colaborar con ustedes. —Entonces pasó un brazo sobre los hombros a su acompañante, que se había quedado un poco rezagado—. Pero será mejor hablar de eso más tarde. Aquí tienen al hombre que prometí presentarles anoche; es uno de nuestros incondicionales casi desde que abrimos la fonda. Hadley, te presento a los redactores del Dreaming Spires. Puedes fiarte de ellos; te aseguro que son buena gente.
—Encantado —murmuró Hadley con los ojos clavados en sus remendados zapatos.
Era un hombre de edad aproximada a la de Christopher Garland, tan grande como un armario y con una hirsuta barba negra que le daba un aspecto un tanto salvaje, una impresión que desmentía su evidente timidez. Solo después de mucho insistir Garland consiguió que tomara asiento, y Alexander condujo la conversación con mucha mano izquierda hacia la amistad de Hadley con el difunto John Reeves, que casi podría haber sido su hijo a juzgar por las edades de ambos. Sin atreverse a alzar demasiado la voz, el hombre les contó que conocía a Reeves desde que era un chiquillo, antes de que muriera su madre y unos años más tarde su padre, que se había dedicado a la pesca como el propio Hadley. Fue precisamente él quien ayudó al chico a construirse su pequeña cabaña a orillas del Mississippi cuando los acreedores de su padre arrasaron con las pocas cosas que le había dejado, incluida la casa heredada de un abuelo que había trabajado como herrero para la familia Vandeleur en los tiempos de la antigua plantación. Reeves era un buen muchacho, les aseguró, y listo como el aire, así que no puso muchos reparos cuando su amigo empezó a darle consejos sobre los trabajitos que podría realizar para salir adelante.
—¿Trabajitos? —inquirió Lionel—. Eso huele a ilegalidad a una legua, señor Hadley.
—Por una vez en la vida, creo que estoy de acuerdo con el señor Lennox —comentó la señorita Stirling—. Si existe alguien que entienda de esa clase de cosas sin duda es él.
Lionel se inclinó hacia delante para lanzarle una mirada corrosiva. Alexander puso una mano en su hombro para que se echara hacia atrás mientras Hadley seguía diciendo:
—Nunca hicimos nada delictivo, señores, se lo aseguro. Nadie quería meterse en problemas y además… —El hombre se puso aún más rojo mientras murmuraba—: Una vez tuve que pasar una semana en la comisaría de policía por algo que hice, y cuando salí a la calle me prometí que no volvería a suceder. Cierto que a veces se me va la mano con la cerveza y eso es algo de lo que no me siento orgulloso, pero soy un hombre honrado…
—Hadley, vas a hacer que estos caballeros piensen que eras un asesino despiadado o algo por el estilo —dijo Garland, y añadió mirando a los ingleses—: Lo único que ocurrió fue que lo pillaron saqueando de noche el huerto de uno de nuestros vecinos. Todos en Vandeleur sabíamos que estaba pasando por un mal momento; no nos habría importado hacer la vista gorda, pero el muy idiota de Richardson se empeñó en avisar a la policía.
—Bueno, Johnny Reeves y yo nos dedicábamos a pescar delante de su cabaña —continuó Hadley, un poco más tranquilo— y como pasábamos tanto tiempo en el Mississippi aprendimos a sacar el máximo partido al río y a aprovechar todo cuanto nos trajera la corriente. Con la crecida de junio aquella zona se llenaba de troncos que arrastrábamos hasta la orilla y que poníamos a secar para venderlos como leña en los pueblos de los alrededores. Muchas veces venía con nosotros otro chico de Vandeleur, un muchacho de la misma edad que el hijo de Garland llamado Jay Jackson; también estaba solo en el mundo porque se había escapado de la casa en la que vivía con su tío en Nueva Orleans. Por lo que nos dijo era cura y quería que siguiera sus pasos, pero a Jay no le gustaba ni un pelo la iglesia. Así que nos acostumbramos a pasar juntos casi todo el día, recogiendo madera y encontrando de vez en cuando cosas de más valor que el Mississippi arrastraba consigo. —Hadley guardó silencio unos segundos, mirándose las grandes manos que apretaba incómodo en su regazo—. Una vez nos llamó la atención algo que brillaba entre el barro y cuando Johnny y Jay se pusieron a escarbar sacaron un pendiente de oro con una perla del tamaño de un garbanzo. Nos fuimos a Nueva Orleans para tratar de venderlo, y conseguimos que nos dieran a cambio una buena cantidad en una tienda del Barrio Francés que Jay conocía de cuando vivía con su tío en la ciudad. Pero eso hizo que los chicos se volvieran cada vez más atrevidos…
—Y cuando la recogida de madera dejó de parecerles un negocio rentable —adivinó Alexander— se acordaron de las historias que circulaban por Vandeleur acerca del barco que se había hundido a pocos metros del pueblo. Y del cargamento que llevaba consigo.
—Yo no quería acercarme al Perséfone por nada del mundo —les aseguró Hadley—. Conocía la mala fama que tiene en esta zona y las cosas que se cuentan sobre una maldición que ha impedido a su tripulación descansar en paz. Johnny y Jay se burlaron de mí, claro; me dijeron que parecía un crío asustadizo y que a ellos no les daba miedo nada de lo que pudieran hacerles esos marineros. «Están más muertos que esto», recuerdo que me dijo Johnny dando una patada a uno de nuestros troncos. Así que no me quedó más remedio que quedarme en la orilla viendo cómo se dirigían en la canoa de Jay hacia el centro del río, donde se lanzaron al agua con sus pantalones de pescar y un cuchillo en la mano y empezaron a bucear hacia el lugar donde según los ancianos se había hundido el barco.
»Tuvieron que hacerlo de día para distinguir algo bajo el agua, aunque primero se aseguraron de que no hubiera vecinos cerca. Tardaron como media hora en regresar a la orilla, y cuando lo hicieron llevaban consigo unas cuantas cosas que habían sacado de entre los maderos podridos y las cuerdas. Por lo que me contaron, el Perséfone estaba hecho una pena: se había quedado encallado en el lecho del río, con la popa hundida en el barro y la proa apuntando hacia lo alto, y por ahí entraron los chicos, a través de una trampilla que había quedado abierta. La verdad es que parecían más emocionados que asustados.
—¿Y qué habían encontrado dentro del barco? —preguntó Veronica con curiosidad.
—Nada tan valioso como un pendiente, me temo. Un par de latas de té abolladas, una botella de ginebra… unos platos llenos de arañazos con un escudo que no habíamos visto nunca, con un ancla sobre dos cañones cruzados y una guirnalda rodeándolo todo…
—Era el escudo de la marina de los estados confederados —comentó la señorita Stirling—. Lo vi impreso en los documentos que nos enseñaron en el museo de Oslo en el que mi patrón y yo escuchamos la historia del Perséfone.
—Me imagino que esta vez no tendrían tanta suerte vendiéndolo todo —dijo Oliver.
—No sé cuánto nos habrían dado, señor. Nunca llegamos a hacerlo. —Ahora la voz de Hadley era mucho más débil, casi un susurro—. La cabaña de Johnny era la que estaba más cerca del río, así que acordamos guardar las cosas en ella para llevarlas a la mañana siguiente al Barrio Francés. Pero cuando Jay y yo llegamos… Johnny estaba… estaba…
Hadley calló, hundiendo la cara entre las manos. Christopher Garland le dio unas palmaditas tranquilizadoras en la espalda mientras el hombre se esforzaba por serenarse.
—Estaba muerto —concluyó Lionel, tan bruscamente que Oliver chasqueó la lengua.
—Muerto, sí, señor, y sin ninguna herida, ni nada que hiciera pensar que se hubiera producido una pelea en la cabaña. La policía también dijo que no tenía sentido, pero el caso es que ya estaba frío cuando Jay y yo lo tocamos. Y las cosas habían desaparecido.
—¿Cómo dice? —se extrañó Alexander—. ¿Alguien se las había llevado de la cabaña?
—Sí, señor. Tuvo que suceder durante la noche, a la vez que la muerte de Johnny.
—Pero no entiendo por qué piensan que la tripulación del Perséfone estaba detrás de ambas cosas —contestó Lionel, frunciendo un poco el ceño—. Seguramente fuera obra de algún ladronzuelo que merodeaba por la zona. Se enteraría de que habían encontrado un botín en el fondo del río y querría quitárselo a Reeves antes de que pudiera venderlo.
—¿Y crees que merecería la pena acabar con un muchacho de quince años para hacerse con unas latas de té y unos platos medio rotos? —preguntó Veronica, escéptica.
—No fue ningún ladronzuelo —siguió diciendo Hadley en susurros, y todos volvieron a prestarle atención—. Fue cosa de ese condenado barco. De los hombres que se hundieron con él. El río fue el que acabó con Johnny y hará lo mismo con cualquier persona que se acerque demasiado a los restos del Perséfone.
Un profundo silencio siguió a sus últimas palabras. La luz que se filtraba por entre los visillos de la ventana era ahora más tenue, y apenas acertaba a iluminar los rasgos del padre de Christopher Garland, que seguía presidiendo la conversación desde su retrato.
—¡Es lo más absurdo que he oído en toda mi vida! —acabó diciendo la señorita Stirling—. ¡No puedo creer que un hombre hecho y derecho como usted preste atención a semejante superchería! Esto no ha sido obra de un barco fantasma, sino de un ladrón…
—Les repito que las cosas del Perséfone habían desaparecido —contestó Hadley, tan acobardado en presencia de la joven que ni siquiera se atrevía a mirarla a la cara—, pero las de Johnny seguían estando en la cabaña. Y nadie había tocado tampoco sus ahorros.
—Entonces es que ese muchacho quiso hacer negocios por su cuenta, sin contar con ustedes dos. Se puso en contacto con otra persona que se prestó a echarle una mano en la transacción pero que lo acabó eliminando para no tener que compartir los beneficios con nadie más. Seguramente todos esos objetos estén circulando ahora mismo por las tiendas de antigüedades de Nueva Orleans, si es que han conseguido interesar a alguien.
—No —dijo Hadley de inmediato—. Johnny nunca haría algo así. No nos traicionaría.
—¿Y qué fue del otro chico, Jay Jackson? —quiso saber Alexander—. Me imagino que a él no le pasaría nada, ¿no? ¿Sigue viviendo en Vandeleur como antes de este asunto?
—No, señor, Jay se asustó tanto con lo sucedido que se marchó a Nueva Orleans después de que la policía nos tomara declaración. Hace casi un mes que no sé nada de él.
—Antes dijo que su tío es sacerdote. ¿Sabe cuál es la parroquia que tiene a su cargo?
—Jay nunca me lo contó, pero me imagino que sería la de Saint Patrick, la que está en Camp Street. Sus padres eran irlandeses, así que supongo que su tío también lo sería.
No parecía haber mucho más que pudieran sonsacarle a Hadley, así que le dieron las gracias por haberles contado lo que sabía y Christopher Garland se lo llevó al piso de abajo de la fonda para que Sue le preparara un buen asado. Cuando se fueron, los cuatro ingleses se miraron; Alexander y Oliver se habían quedado pensativos, pero Veronica y Lionel no parecían nada impresionados. Para la señorita Stirling aquello seguía siendo una tomadura de pelo, así que cogió de nuevo el libro de los Garland con la fotografía del mascarón de proa del Perséfone para prestarle más atención, reclinada en su asiento.
—Bueno, no podemos decir que todos los testimonios de los vecinos de Vandeleur hayan resultado inútiles —comentó Oliver—. Pobre Hadley; está totalmente aterrorizado.
—No es para menos tratándose de alguien que ha crecido en Luisiana —reconoció Veronica a regañadientes—. ¿Recordáis lo que nos dijo Garland anoche sobre la fe ciega en el vudú que tiene la gente de esta región? ¿Cómo no van a creer en el poder del río?
—Pero tú tampoco piensas que lo que nos ha dicho sea verdad —le contestó Oliver.
—Claro que no, pero es su verdad, y seguramente también lo sea para los vecinos a los que la policía interrogó acerca de la muerte de Reeves. Por aquí circulan demasiadas historias de fantasmas. ¿Qué otra explicación podrían darle a lo que le pasó?
—Ninguna que tenga sentido, tratándose de unos lugareños —replicó la voz de la señorita Stirling desde detrás de su libro—. Pero el hecho es que un inocente murió, un asesino escapó de la justicia y como la policía de Nueva Orleans preste atención a los rumores de Vandeleur no tendrá más remedio que detener al Mississippi por este crimen.
—En cualquier caso, no creo que nos corresponda a nosotros hacernos cargo de esa investigación —comentó Alexander, quitándose las gafas para limpiarlas—. Se supone que hemos cruzado el océano para averiguar qué le pasó al Perséfone hace casi medio siglo…
—¿Y si las dos investigaciones están relacionadas? —dejó caer Oliver—. ¿Y si Hadley tiene razón y la tripulación de ese barco está condenada y arrastró a Reeves a la muerte?
—Si eso es cierto, lo descubriremos muy pronto. —Alexander se puso de nuevo las gafas y apartó su silla para levantarse—. Es hora de que bajemos también nosotros a comer algo. Y cuando lo hayamos hecho pediremos a los Garland que nos señalen en un mapa dónde está la iglesia de Saint Patrick antes de embarcarnos hacia Nueva Orleans.