24

—De modo que después de cuatro años de investigaciones, cuando creemos que lo hemos visto todo gracias al Dreaming Spires, la realidad vuelve a sorprendernos —dijo Oliver cuando abandonaron la cabaña de los Rice media hora más tarde para regresar al hotel para comer—. ¡Una bruja! ¡Una auténtica bruja de Luisiana! ¡Aún no puedo creerlo!

—Y más vale que no lo hagas, Oliver —contestó Veronica en tono escéptico—. Ya sé que con tu imaginación estarás deseando escribir sobre Muriel Vandeleur, pero lo que nos acaban de contar no tiene ni pies ni cabeza…

—Usted nos dijo anoche que había visto algunos retratos de las dos hermanas en el trastero del hotel, señorita Quills —dijo la señorita Stirling—. ¿Realmente se parecían tanto?

—No —contestó Veronica de inmediato, aunque después pareció pensárselo—. No del todo, al menos en cuanto a sus cuerpos. Quiero decir que las dos tenían el pelo negro, los ojos azules y la piel muy blanca, pero Viola era más alta y redondeada, con formas de mujer, mientras que Muriel resultaba mucho más niña. Era imposible que el capitán las confundiera por muy borracho que estuviese. Yo estoy con Lionel: me da la impresión de que lo único que quería hacer con esa historia era tratar de justificarse delante de Rice.

—Pero no tendría por qué, siendo su subalterno —argumentó la señorita Stirling con expresión pensativa—. Además, por lo que nos ha dicho, fue él quien sacó el tema.

Habían dejado a Thomas en compañía de su padre. Estaba tan agotado después de haberse sincerado con ellos que a todos les pareció prudente retirarse para que pudieran pasar un rato a solas. Alexander se volvió cuando se disponían a cruzar la verja del hotel, aunque lo único que se distinguía de la cabaña desde allí era el tejado.

—Ese hombre está demasiado asustado —dijo en voz baja—. Creo que hay algo más que no ha querido contarnos.

—Alexander, yo también estaría muerto de miedo en su lugar —contestó Lionel, y comenzó a enumerar los hechos—. De las tres personas que hemos investigado desde que pusimos un pie en Vandeleur, la primera murió ahogada en un naufragio, la segunda abrasada en un incendio y la tercera devorada por caimanes. No sé cómo lo veréis, pero no parecen unos finales muy idílicos. Empiezo a preguntarme qué será lo siguiente.

Cuando entraron en el hotel se dieron cuenta de que estaba casi desierto. La mayor parte de los clientes se habían marchado a Nueva Orleans para asistir a la boda, así que tuvieron el comedor para ellos solos. Por lo que les contaron los compañeros de Thomas, aquella estancia se solía reservar para los desayunos y una mucho mayor de la planta baja para las comidas y las cenas, pero como en esos momentos la estaban acondicionando para el banquete nupcial, no podían atenderles allí.

Al acabar de almorzar se dirigieron a la habitación de Oliver para seguir consultando los diarios de Viola, con la esperanza de encontrar alguna entrada que les permitiera comprender cómo había sido realmente su hermana pequeña. Durante más de cinco horas se dedicaron a escudriñar los cuadernos que se habían repartido entre ellos, pero lo único que sacaron en claro fue que Muriel Vandeleur era aún más inquietante de lo que habían imaginado. Las escasas menciones que Viola hacía de ella no dejaban constancia más que de anécdotas inconexas, aunque con eso bastaba para comprender que había algo retorcido en esa chica. Muriel, la que se paseaba siendo una niña por los campos de añil en plena noche, con las manos manchadas de tierra y una mirada feroz que amedrentaba a los esclavos que se acercaban para convencerla de que regresara a su cuarto. Muriel, la que se bañaba desnuda en el Mississippi con catorce años, a la vista de todos los trabajadores que vivían en Vandeleur, con un cuchillo en la mano que usaba para arrancar los ojos a los pobres peces que conseguía atrapar. Muriel, la que desaparecía durante tres días, sin dejar ni una nota ni dar una explicación a los criados, para ser encontrada por el superintendente en el fondo de una zanja, tumbada al lado de un perro muerto cuyo proceso de descomposición había estado observando hora tras hora con una atención digna de un forense. No era de extrañar que para una persona tan racional como Viola aquella criatura con su misma sangre resultara incomprensible.

Pero aquellas menciones no se quedaban en las extravagancias propias de una niña siniestra. También estaba lo relativo a la muerte de Georges y Marie-Claire Vandeleur. Oliver se quedó desconcertado al darse cuenta de que quizá su fallecimiento, pese a deberse a la epidemia de fiebre amarilla que había asolado Nueva Orleans, no había sido un accidente, al menos no para Viola.

—Esta madrugada he pasado demasiado deprisa por esta parte de los diarios —reconoció a eso de las cinco y media—, pero no entiendo cómo no me he fijado en este párrafo…

—¿Qué estuvo mirando Muriel esa vez? ¿La putrefacción de un gato? —preguntó Lionel.

—No, es peor, mucho peor. Viola no se atrevió a ponerlo por escrito, pero lo que se deduce de sus insinuaciones es que Muriel planeó una venganza contra sus padres por haberla castigado después de arrojar un tintero a la cara de su institutriz. Al parecer hizo creer a las cocineras que quería congraciarse con ellos preparándoles una tarta de frutas.

—¿Y qué hay de malo en eso? —volvió a preguntar Lionel—. ¿Le quedó tan espantosa que Viola lo tomó como un intento de asesinato? Porque si fuera así, Ailish nos debe de haber querido matar una docena de veces. Su tarta de ruibarbo podría contener arsénico.

—Pero no fresas robadas de los restos del último almuerzo que había compartido un matrimonio de Vandeleur antes de caer víctimas de la fiebre —contestó Oliver a media voz, demasiado aturdido para ofenderse por el comentario de Lionel—. Georges y Marie-Claire se comieron la tarta… y menos de una semana después estaban muertos.

—¿Quieres decir que Muriel lo hizo a propósito? —Alexander parecía perplejo—. Si se contagiaron por culpa de esas fresas, ¿por qué no les pasó lo mismo a Viola y a ella?

—Puede que no las comieran. Ni siquiera la propia Viola parecía muy segura de lo que decía, pero estaba asustada, Alexander, temía a su propia hermana. Y no tenía a nadie a quien poder contárselo; Philippe solo se ocupaba de sus conquistas y sus cartas, y los esclavos no podían hacer nada contra la hija pequeña de sus antiguos amos.

—Precisamente acabo de encontrar algo sobre Philippe que les va a resultar igual de inquietante —dijo la señorita Stirling, cambiando de postura en su butaca—. Durante sus últimos años no debió de llevarse demasiado bien con Viola, pero su relación con Muriel era aún peor. Viola contaba el tres de febrero de mil ochocientos cincuenta y seis que los dos se habían pasado toda la tarde discutiendo y que casi la habían vuelto loca con los insultos que se dirigieron…

—¿Y después de ese episodio Philippe murió como sus padres? —preguntó Veronica.

—Dos semanas después, sí. De esa enfermedad que los médicos no fueron capaces de identificar, pero que lo consumió en cuestión de un par de días como si, en palabras de Viola, «alguien hubiera encendido un fuego dentro de su pecho». ¿No creen que son demasiadas casualidades? —preguntó la joven, alzando la vista hacia los demás—. ¡Las tres personas que se enfrentaron a Muriel acabaron sucumbiendo de una manera espantosa!

—No sé qué pensar —admitió el profesor, limpiando sus gafas como hacía siempre que estaba nervioso—. Nunca he oído hablar de algo como eso… de alguien capaz de convertir las energías negativas en auténtico daño físico.

Quizá, bien mirado, el capitán Westerley no estuviera tan equivocado al jurar que Muriel se había servido de sus trucos para atraerle hasta su cama, pensó Alexander. Al lado de lo que estaban averiguando, aquello parecía tan sencillo como un juego de niños.

Mientras permanecían en la habitación, el cielo se había oscurecido poco a poco y los criados del hotel habían empezado a encender los farolillos colgados de las ramas de los árboles. No tardaron en oír las risas y los parloteos de los invitados a los que el vapor había llevado de vuelta a Vandeleur. Parecía que al final lady Lillian no se había atrevido a escapar; oyeron a su padre decirle algo a Archer y después a este anunciar que el banquete los estaba esperando en el comedor de la planta baja. Media hora más tarde la señorita Stirling se marchó a su cuarto, argumentando que tenía que ocuparse de ciertos asuntos, y Lionel la siguió unos minutos después. Aunque los dos se fueron por separado, la mirada que cruzaron dejaba claro que no tardarían en verse de nuevo, pero los otros tres estaban demasiado ocupados con los diarios para prestarles atención.

—Bueno, lo único que puedo decir a estas alturas es que me alegro muchísimo de no haber conocido a Muriel —comentó Oliver pasado un rato—. Tanto si era una bruja como si no, convivir con ella debió de ser un auténtico suplicio para la pobre Viola.

—Esperad un momento —dijo Veronica de repente con los ojos clavados en su libro. Miró después a Oliver—. ¿Has leído lo que ocurrió con su amiga Pansy de la Tour el veinte de junio de mil ochocientos sesenta y uno, unas semanas antes de que el capitán se casara con Muriel?

—Si te refieres a la última visita que le hizo a Viola para despedirse de ella, antes de fugarse a México con ese periodista, Phil Dodger, sí que lo he hecho —contestó él—. Pero como no me pareció que tuviera mucho que ver con lo nuestro, no le presté demasiada atención. Me imagino que para Viola supuso un duro golpe tener que separarse de ella.

—No me refiero a la fuga en sí misma, sino a lo que le pasó a Pansy esa tarde en la plantación. Según la narración de Viola, había estado reunida con el superintendente y los capataces y tardó un poco en ir a saludar a su amiga. Pero cuando por fin entró en casa se encontró con que había un gran alboroto dentro de la biblioteca. Escuchad…

Los ruidos se oían desde el vestíbulo, así que eché a correr hacia el primer piso de inmediato. Al darme cuenta de lo que estaba pasando me quedé de piedra: Pansy tenía agarrada a Muriel por una de las mangas del vestido y trataba de quitarle algo que mi hermana defendía con uñas y dientes, apretándolo contra su pecho como si le fuera la vida en ello. En una de las mejillas de Pansy se distinguía un profundo surco rojo.

«¿Qué está pasando aquí? —grité mientras trataba de interponerme entre ambas—. ¿Os habéis vuelto locas? ¿A qué viene este escándalo?»

«Tu hermana está completamente trastornada, Viola —dejó escapar Pansy, temblando de los pies a la cabeza—. ¡Es una demente que os enviará a todos al cementerio como no la encerréis de una vez! ¡Hace un momento, cuando estaba distraída, ha intentado acabar conmigo!»

Al escuchar esto sentí cómo se me paraba el corazón. Me hubiera encantado poder decirle a Pansy que se lo estaba imaginando todo y que Muriel no sería capaz de hacer algo así…, pero a estas alturas…

«No lo he intentado —respondió mi hermana con una sorprendente calma—. Si lo hubiese hecho no seguirías ahí de pie cacareando como una gallina clueca, y tu querido periodista se pasaría la noche entera esperándote con su coche entre la espesura. Podrías haberle invitado a tomar algo con nosotras; así nuestra reunión sería más entretenida.»

«Muriel, ¿de qué estás hablando? —pregunté mientras Pansy, a mi lado, se quedaba sin aliento—. ¿Cómo sabes que Phil Dodger está…?»

«Ya entiendo por qué no has querido presentarnos. Por mucho que te haga retorcerte en su cama cada domingo, a la hora a la que según lo que les cuentas a tus padres estás en misa en la ciudad, en el fondo te avergüenzas de que no pueda darte lo mismo que Eugène Merleau.»

«Muriel, ¡cállate! —exclamé poniéndome tan roja como Pansy. Era demasiado incluso tratándose de ella—. ¿Cómo te atreves a hablar así a mis amistades? Voy a acabar pensando que Pansy está en lo cierto: ¡deberíamos encerrarte en un manicomio para que nos dejes en paz!»

«Creo que ni siquiera así lo lograríais. Mira lo que me ha hecho…»

Tratando de ahogar las lágrimas, Pansy apartó uno de sus oscuros tirabuzones para enseñarme el cuero cabelludo, y cuando lo hizo me di cuenta de que, efectivamente, había una zona desnuda y enrojecida.

«Me ha arrancado un mechón de pelo cuando estaba esperándote en el diván. ¡Se me acercó por detrás como una serpiente y de repente me dio un tirón tan fuerte que casi me caí al suelo! ¡Y entonces sacó esa cosa espantosa que tiene en las manos y se puso a murmurar y…!»

Enseguida comprendí a qué se refería Pansy, y me pareció que el suelo se movía debajo de mis pies. Había visto más veces artilugios como ese, por supuesto; los negros tienen una fe ciega en sus rituales paganos y el vudú está demasiado arraigado entre los que proceden de Haití, pero siempre he estado alerta para que todas esas creencias se queden al otro lado de la puerta de nuestra casa. No me explico de dónde pudo sacar Muriel un muñeco vudú que representara a Pansy.

«Le ha hecho un vestido rosa, Viola, un vestido idéntico al que dejé en tu casa después de que se me manchara en tu cumpleaños. ¡Estoy segura de que la tela es la misma! ¡Y ahora ha tratado de ponerle mi pelo para poder echarme después una de esas horribles maldiciones!»

«Pero no me ha dado tiempo a acabarlo —respondió mi hermana con la misma tranquilidad con la que podría habernos explicado qué estaba bordando en su bastidor—. Además aquí no tengo alfileres ni…»

Antes de que pudiera acabar de hablar me acerqué para arrebatarle el muñeco, pero Muriel pareció leerme el pensamiento porque de un salto retrocedió hasta la chimenea, apretándolo más entre las manos.

«Esto es demasiado —le advertí sacudiendo la cabeza—. He tratado de tener paciencia contigo, pero no puedo seguir tolerando ni un día más estas locuras. ¡Eres como un animal salvaje!»

«Un animal salvaje —repitió mi hermana a media voz—. Puede que estés en lo cierto, pero te recuerdo que la mordedura de un animal resulta más peligrosa cuanto más rabioso está. Ten más cuidado con lo que haces si no quieres comprobarlo. Estás jugando con fuego…»

Entonces alargó una mano para dejar caer aquella cosa dentro de la chimenea encendida, sin pestañear ante el alarido que soltó Pansy.

«Mete las manos ahí dentro para recuperarlo, si tanto te preocupa lo que pueda pasarle a tu amiga —me espetó antes de marcharse de la habitación—. Deberías tratar de acostumbrarte al calor de las llamas.»

—Después de esto Pansy se quedó tan horrorizada que Viola tuvo que pedirle a una de sus criadas que le llevara una tila —siguió diciendo Veronica—. El resto de la entrada la dedicaba a explicar cómo había tratado de convencerla de que se quedara en Luisiana y se casara con Eugène Merleau, como habían acordado hacía años, pero Pansy no quiso escucharla. Le aseguró que estaba realmente enamorada de Dodger y que tenían muchos planes para cuando se instalaran en México, así que lo más probable es que nunca más se volvieran a ver. Del asunto del muñeco vudú de su hermana no dijo nada más, pero estoy convencida de que Viola se había quedado tan sobrecogida como la propia Pansy.

—Vudú —murmuró Alexander. Miró a Oliver, que estaba aturdido—. Lo que nos faltaba por oír. Esto excede por completo nuestras competencias. No tengo ni idea de en qué consisten esos rituales de los que hablaba Viola, pero de algo sí estoy seguro: Muriel no pudo haberlos aprendido por sí sola. Alguien tuvo que enseñarle lo que sabía.

—Tío, ni siquiera sabemos si esos rituales realmente funcionaban —repuso Veronica sacudiendo la cabeza—. Yo también puedo arrancarte un mechón de pelo, ponérselo a un muñeco de trapo y clavarle alfileres para ver qué pasa. ¿Quién dice que eso surtiría algún efecto?

—Puede que tengas razón —reconoció el profesor—. Quizá no fuera más que una de las travesuras de Muriel, una bravata con la que quería asustar a su hermana y a Pansy.

—«Deberías tratar de acostumbrarte al calor de las llamas» —citó Oliver en voz baja, y los Quills lo miraron—. ¿Y si todo lo que hacía Muriel obedecía realmente a una razón?

—Ya salió el autor de novelas góticas —suspiró Veronica—. ¿En qué estás pensando?

—En que puede que supiera de algún modo que su hermana moriría en un incendio en la plantación. Y en que tal vez lo que Muriel quería desde el principio era acabar con una familia que nunca la aceptó. Consiguió enterrar a sus padres, a Philippe, a Viola…

—A Viola no —le recordó Alexander—. Los caimanes se encargaron antes de Muriel.

Cada vez hacía más calor, así que Oliver fue a abrir uno de los ventanales para que la brisa que peinaba los jardines entrara en la habitación, pese a arrastrar consigo aquel desagradable olor a agua estancada. Aunque era noche cerrada la oscuridad del pantano seguía siendo visible a lo lejos, como una cenefa que rematara el tapiz conformado por los jardines por los que habían paseado aquella mañana. Alexander y Veronica seguían hablando a sus espaldas, pero Oliver no podía apartar los ojos del horizonte. Allí habían acabado los días de Muriel, entre las fauces de los animales que la atacaron durante uno de sus misteriosos paseos nocturnos por la propiedad. Pero ¿qué la llevó de nuevo a Vandeleur después de casarse con el capitán y marcharse a vivir con él en su casa de Nueva Orleans? ¿Por qué quiso dirigirse al pantano?

No tenía sentido que siguieran haciéndose tantas preguntas por el momento. Oliver dio unos golpecitos con los dedos en la repisa, y estaba a punto de retirarse hacia el interior cuando de repente reparó en algo que le llamó la atención. El banquete nupcial debía de haber tocado a su fin y los invitados que no estaban bailando se dedicaban a pasear por los jardines. Al final de una de las avenidas, sentada al borde del estanque, distinguió a lady Silverstone, rozando el agua con los dedos.

—Por supuesto, cabe la posibilidad de que los vecinos de Vandeleur sepan algo sobre las antiguas tradiciones vudú —seguía diciendo Alexander—. Recuerdo que Garland dijo algo al poco de conocernos sobre un tipo cargado de amuletos que se presentó en su fonda una vez. Si algunas de esas creencias aún siguen dando que hablar en Luisiana…

—¿Qué haces, Oliver? —preguntó Veronica al ver que su amigo se apartaba sin decir nada del ventanal y se dirigía hacia la puerta de la habitación—. ¿Adónde vas?

—Acabo de recordar que tengo un asunto pendiente…, algo de lo que debería haberme encargado mucho antes. Seguid investigando sin mí; probablemente tarde en regresar.

—¿Estás seguro de que todo va bien? —se sorprendió el profesor—. ¿Necesitas que…?

Pero antes de que acabara de hablar, Oliver había abandonado la habitación y estaba bajando la escalera que conducía al vestíbulo. Sabía que no era el momento más adecuado para resolver aquella cuestión, pero si no aclaraba de una vez por todas el extraño malentendido en el que se había visto envuelto, no podría estar en paz consigo mismo, y menos aún encargarse de desentrañar los misterios de los demás.