11
—De manera que la plantación Vandeleur fue borrada de la faz de la tierra justo a la vez que el Perséfone. Desde luego, la primavera de mil ochocientos sesenta y dos no fue propicia para la familia Westerley. Aunque puede que nos estemos precipitando al pensar que los dos sucesos estaban relacionados; tal vez no fuera más que una triste casualidad.
—Al principio pensé que podría serlo, pero ¿cuántas posibilidades había de que las dos cosas sucedieran la misma noche? Ni siquiera los periódicos parecían estar de acuerdo en eso. Cierto que no hicieron más que alusiones veladas al respecto, pero…
—¿Crees que los soldados del ejército de la Unión podrían estar detrás del incendio?
—Lo dudo mucho, Alexander. ¿Qué habrían ganado los norteños prendiendo fuego a una plantación de añil carente de cualquier importancia como objetivo militar?
—¿Vengarse del capitán Westerley por tratarse de los suyos, tal vez? ¿Ajustar cuentas con su familia por haber enviado a demasiados barcos de la Unión al fondo del océano?
Alexander dejó la pregunta flotando en el aire mientras se llevaba de nuevo la taza de té a los labios. Oliver lo había encontrado fumando su pipa en la cubierta principal y lo había acompañado a desayunar. De los demás aún no había ni rastro; Lionel seguía roncando en la cama, Veronica les había susurrado a través de la puerta de su camarote que la cena no le había sentado bien y la señorita Stirling seguía extrañamente desaparecida. Durante un rato permanecieron callados hasta que Oliver dijo:
—Tampoco debieron de encontrar los cuerpos. Me refiero a los de los marineros del Perséfone, no a los heridos que pudieran producirse en el incendio, si es que los hubo…
—Lo que se celebró entonces en la catedral de Saint Louis tuvo que ser un oficio fúnebre con ataúdes vacíos —comentó Alexander—. Una parafernalia política que al menos sirvió para honrar la memoria del capitán Westerley y de su tripulación, aunque estoy seguro de que aquello no consoló demasiado a sus viudas. La pobre señora Westerley tenía que estar destrozada; había perdido a su esposo y su plantación en una sola noche…
—No pudo tratarse de una casualidad —insistió Oliver—. Ayer el señor Stewart fue muy claro al hablar de los Vandeleur como de una dinastía corrupta. Si la mala fortuna los perseguía tanto como para hacerse extensiva a todos los que se relacionaban con ellos…
—¿Piensas que los Vandeleur estaban malditos y que por eso el capitán Westerley se hundió con su barco sin que nadie los atacara? —preguntó el profesor, casi sonriendo.
—Sé que suena muy estúpido —reconoció Oliver sonrojándose un poco—, pero no le encuentro otra explicación. Puede que merezca la pena dejarnos caer por las ruinas de la plantación cuando nos instalemos en Vandeleur. La prensa decía que casi toda la casa principal había sido presa de las llamas. Seguramente nadie se haya animado en estos años a adquirir ese solar…, pero no tenemos nada que perder.
—No, en eso tienes razón. Aunque será mejor que no le cuentes a Lionel tu teoría sobre Viola Vandeleur si no quieres que te tome el pelo durante lo que nos queda de viaje.
Se habían sentado en una de las mesas situadas al lado de los ventanales. Alguien tocaba el piano detrás de una de las plantas diseminadas por el local, cuyas largas hojas rozaban las baldosas blancas y negras del suelo. Tristesse de Chopin, pensó el profesor mientras clavaba los ojos en la superficie del océano que se extendía al otro lado del cristal. Era de un azul tan intenso que parecía teñido, pero de vez en cuando asomaban entre las olas unas formas grises que acompañaban al Oceanic durante un rato antes de desaparecer. Delfines, probablemente. Volvió a mirar a Oliver.
—No puedo dejar de pensar en lo que me has contado sobre el cargamento que se hundió en el río con el Perséfone. ¿Qué clase de suministros llevaban consigo de Francia?
—El Carrolton Sun hablaba sobre todo de armas de fuego destinadas al ejército del Sur, aunque también de mercancías que por culpa del bloqueo de los barcos de la Unión no podían conseguirse tan fácilmente como antes. Artículos de toda clase, desde prendas femeninas hasta tabaco, café, té… Un contrabando en toda regla, para entendernos.
—Tal vez fuera eso lo que atrajo a ese muchacho, Reeves, al fondo del río —comentó Alexander con aire pensativo—. Un tesoro hundido lo bastante apetecible para tentar a un adolescente, sobre todo si se trataba de uno que no nadaba en la abundancia. Podemos encargarnos también de hablar con los vecinos de Reeves para tratar de descubrir lo que se traía entre manos.
—Me parece estupendo —contestó Oliver, sacando un sobre de uno de los bolsillos de su chaleco—. Pero aún nos queda mucho camino hasta Vandeleur, y tenemos tiempo de sobra para ocuparnos de otras cosas. ¿Sabes dónde podría dejar esta carta para Ailish?
—Hay una oficina de posta en esta misma cubierta —dijo Alexander. Empujó hacia delante su taza y se puso en pie—. Te acompañaré hasta allí; anoche lord Silverstone me dijo que el Oceanic cuenta con un servicio de telégrafos y aún no he podido ver ninguno.
Pero cuando se disponían a alcanzar la puerta del café oyeron un «¡Profesor Quills!» que les hizo detenerse. Una voz femenina llamaba a Alexander desde el otro lado de la sala. Tuvieron que regresar sobre sus pasos y rodear una de las exuberantes plantas para descubrir quién era.
—¡Lady Lillian! —dijo el profesor, sorprendido al encontrarla sentada en la banqueta del piano—. ¡Así que es usted quien nos ha estado deleitando durante todo el desayuno!
«Ahora entiendo por qué la pieza era Tristesse», pensó Alexander. Los ojos de la joven seguían mostrando la misma timidez que en la cena de la noche anterior, pero su sonrisa era más abierta al no estar sus padres delante. El cabello cobrizo le caía a lo largo de la espalda, recogido en un ramillete de tirabuzones con un prendedor de plata.
—Temía que los camareros me dijeran que Chopin es demasiado serio para un barco de recreo, pero por suerte hay pocos clientes, y casi todos están demasiado entretenidos hablando entre ellos. —Miró a Oliver y su sonrisa se ensanchó—. Buenos días, señor Saunders. ¡Me alegro de volver a verle tan pronto! ¿Está recorriendo el Oceanic en busca de inspiración?
—No exactamente, milady. Más bien estoy buscando la manera de hacerle llegar esto a mi inspiración. —Oliver le enseñó el sobre que sujetaba en la mano—. Anoche le escribí una carta a mi esposa y me dirigía a la oficina de posta.
Los ojos de lady Lillian brillaron al mirar el sobre.
—Supongo que la señora Saunders es la Ailish de Tu nombre después de la lluvia…
—Y la protagonista de todos los relatos que he escrito últimamente. Me temo que soy muy poco original con mis personajes.
—Por el mismo motivo, todos los que son huérfanos son Oliver —apostilló Alexander—. Creo que es lo más entretenido de ser amigo de un escritor: poder reconocer cada una de sus obsesiones en sus historias.
—A mí me encantaría tener amigos escritores —reconoció lady Lillian—. En mi casa no son muy aficionados al arte que digamos, en ninguna de sus facetas. Yo soy la única a la que le gusta la música, pero cuando cumplí quince años mi padre se negó a seguir contratando a más profesores de piano, así que desde entonces practico a escondidas…
—Eso no me parece bien —contestó Oliver seriamente—. Siempre he pensado que lo peor que se le puede hacer a un hijo es tratar de moldear su personalidad a nuestro antojo.
—Ya lo sé, señor Saunders. Pero es un tema de conversación agotado, créame. No hay nada que pueda hacer para convencer a mi padre; tiene pánico a que me convierta en una romántica. A veces pienso que teme que me fugue con un músico callejero.
—Es normal que quieran protegerla tratándose de la más pequeña —dijo Alexander, más conciliador—. Creo recordar que su padre nos dijo anoche que tiene dos hermanas…
—Phyllis y Evelyn —confirmó lady Lillian—. Pero son bastante mayores que yo. Las dos están casadas desde hace tiempo, así que no puede decirse que tenga en ellas unas aliadas. La verdad es que muchas veces pienso que a mí nadie me esperaba. Fui para mis padres un accidente, algo con lo que no contaban. A lo mejor por eso me siento a menudo tan… perdida. —La joven deslizó los dedos de la mano derecha por el teclado—. Hace poco una de mis antiguas institutrices me contó que entre Evelyn y yo hubo un tercer hermano —siguió en voz más baja—. Un varón que nació muerto, por desgracia; era demasiado pequeño y débil. Me dijo que ese fue el peor momento en la vida de mi madre, aunque ella nunca me haya hablado de él: la tarde en que tuvo que decir adiós a la cajita blanca que enterraron en nuestra capilla familiar. Desde entonces no volvió a ser la misma, y su relación con mi padre… tampoco. Estoy segura de que ambos confiaban en que con mi nacimiento las cosas cambiaran entre ellos. Pero, como pueden ver, tuvieron otra hija, así que me imagino que la extinción de nuestra dinastía será culpa mía.
Había tratado de darle un tono ligero a su voz, pero no pudo engañar a Alexander ni a Oliver. Ahora comprendían por qué lady Silverstone parecía tan abatida. Y también lady Lillian, aunque en su caso, pensó el profesor, debía de haber un motivo más personal.
—Por eso no se atreve a llevarle la contraria a su padre en nada —adivinó sin dejar de mirar a la joven—. Porque se siente responsable de su dolor, aunque no sea culpa suya.
—Realmente no es tanto sacrificio, profesor Quills. Nunca sería una pianista tan…
—No hablo del piano, sino de su compromiso. No suelo meterme en asuntos que no me conciernen, pero solo un novio completamente ciego sería incapaz de darse cuenta de que se dirige usted al altar atada de pies y manos.
Un rubor se extendió por el rostro de lady Lillian.
—Siento haberles dado esa impresión anoche. Es cierto que no estoy muy entusiasmada con… la vida que me espera a partir de ahora en Estados Unidos. Pero eso no quiere decir que no esté de acuerdo con la decisión que han tomado mis padres.
—Usted misma lo ha dicho: sus padres —comentó Oliver. Acercó una de las sillas de mimbre blanco para sentarse a su lado—. ¿Qué hay de su propia opinión al respecto?
—Mi opinión… —empezó a decir la muchacha. Unas damas que estaban desayunando cerca de la mesa de Alexander y Oliver se levantaron en aquel momento y se dirigieron hacia la puerta del café, y lady Lillian aguardó a que desaparecieran con un revuelo de plumas, dejándolos completamente solos—. Mi opinión no tiene importancia mientras esa decisión sea la correcta. Sé lo que se espera de mí y no puedo defraudar las esperanzas de mis padres, no después de haber supuesto una decepción para ellos desde el momento en que vine al mundo. —Ahora su voz era casi mecánica, como si fuera un gramófono que repitiera una y otra vez la misma melodía—. Además de que tampoco puede decirse que me vaya a casar con un desconocido. Mi prometido y yo nos entendemos bastante bien, aunque no tengamos… demasiadas cosas en común. Pero se trata de un caballero muy apreciado por nuestros amigos comunes, y parece gozar de una excelente posición.
—Desde luego, su padre no escatimó elogios hacia él durante la cena —reconoció el profesor—. Vive en Nueva Orleans, ¿no es así? ¿A qué negocios se dedica exactamente?
—Es el heredero de un famoso empresario de Boston que amasó una fortuna con su cadena hotelera. Tal vez les suene su nombre, Reginald Archer júnior, Rex Archer para los que lo conocemos más íntimamente. Todo el mundo lo considera un soltero de oro.
—¿Cómo ha dicho? —exclamó Alexander. Lady Lillian alzó la vista, sorprendida, y después miró a Oliver, que se había puesto pálido—. Su prometido es… ¿un Archer?
—En efecto, profesor Quills —contestó la muchacha, cada vez más extrañada—. Pero no entiendo a qué viene su sorpresa. ¿Es que conocen a Rex de algo?
—No —se apresuró a mentir Oliver con un hilo de voz.
—Puede que les resulte familiar por haber leído su nombre en la prensa. Creo que en los últimos meses se ha hablado mucho del último triunfo de su cadena, un hotel que ha hecho construir cerca de Nueva Orleans en el terreno que antes ocupaba una de esas plantaciones destruidas durante la guerra. Lo inauguraron hace poco más de medio año.
Alexander no podía dar crédito a lo que escuchaba. De todas las personas con las que podrían tener algo que ver, los Archer eran a los que menos le apetecía tratar después de lo que había ocurrido dos años antes en Irlanda. Oliver parecía tan desencajado como él, aunque en su caso tenía motivos de peso para no querer acercarse más a aquel clan.
No obstante, había otra cuestión que preocupaba al profesor en aquel momento…
—¿Por casualidad esa plantación a la que se refiere no estará situada en Vandeleur?
—Me parece que sí. Me imagino que será la misma de la que nos habló anoche el señor Stewart. Lo único que sé de ella es que se encuentra al sur de la ciudad, siguiendo el curso del Mississippi, y que Rex está tan orgulloso de las reformas que insistió en que celebráramos allí la boda la semana que viene. Supongo que le parecerá una inmejorable ocasión de demostrar a mis padres el poderío de los Archer. Pero no entiendo por qué están tan sorprendidos. ¿De verdad que no habían oído hablar antes de ese lugar?
—¿Por qué cree que deberíamos haberlo hecho? —quiso saber Oliver, aún perplejo.
—Bueno, porque si su equipo está investigando la historia del bergantín del que hablaron anoche, no les quedará más remedio que alojarse en Vandeleur, y el hotel de Rex es el único que hay en ese lugar. Nueva Orleans está demasiado lejos para…
No había acabado de hablar cuando la puerta del café se abrió dando paso a lady Silverstone. Iba casi corriendo, balanceando unos largos pendientes de rubíes a ambos lados de su delgado rostro, muy parecido al de su hija. Dejó escapar un suspiro al verla.
—Lily, por fin doy contigo. Te he estado buscando por todas partes —dijo mientras se acercaba al piano. Detrás de ella entraron Lionel y Veronica, aunque al reparar en su presencia prefirieron esperar en la puerta—. Tu padre está muy impaciente; creo que te quería presentar a unas cuantas personas durante el desayuno al que no has asistido…
—Me apetecía practicar un poco, y en mi camarote no había ningún piano —contestó lady Lillian a media voz—. Pero no te preocupes; no me ha visto ninguno de sus amigos.
—Mejor —murmuró lady Silverstone—. Ya tenemos bastantes preocupaciones. Será mejor que no le hagamos esperar o de lo contrario me dirá de nuevo que fue culpa mía no haber contratado a una dama de compañía para ti. —Se volvió hacia los dos ingleses y les dedicó una fugaz inclinación de cabeza—. Profesor Quills, señor Saunders…, les ruego que disculpen mi falta de cortesía. Estoy segura de que podrán seguir hablando más tarde.
Alexander no estaba tan convencido como ella. Los ojos de lady Silverstone, del color de las avellanas, mostraban una prevención rayana en el miedo, pero en los de su hija no había más que desolación. «Adiós», les dijo en voz baja mientras se levantaba de la banqueta del piano y se acercaba a su madre, que le rodeó los hombros con un brazo.
—Vaya, parece que los ánimos están bastante caldeados por culpa de la boda —dijo Lionel cuando las dos Silverstone abandonaron el café. Se aproximó a Oliver con las cejas enarcadas—. ¿Se puede saber qué le has hecho a lady Lillian para perturbarla tanto?
—¿Yo? —se extrañó Oliver—. Nada en absoluto. Solamente hemos estado hablando…
—¿No te has dado cuenta de cómo te ha mirado su madre cuando te ha encontrado sentado tan cerca de ella? ¿No has visto su expresión? Se ha puesto blanca como la leche.
—Yo también me he fijado en eso —coincidió Veronica ante la creciente sorpresa de Oliver y Alexander—. Pasó lo mismo anoche en la cena, aunque los dos estabais tan ocupados hablando de cementerios y almas en pena que no os percatasteis de nada. Me imagino que no se sentirá muy tranquila sabiendo que su hija tiene cerca a uno de sus ídolos, sobre todo cuando se trata de un hombre joven con el que tiene muchas cosas en común y la pobre chica está atrapada en un compromiso que la hace muy desgraciada.
Oliver se había quedado demasiado perplejo para contestar. Alexander se disponía a tranquilizarle cuando distinguió a través de uno de los ventanales a la señorita Stirling atravesando la cubierta con expresión sombría. El profesor se apresuró hacia la puerta.
—¡Señorita Stirling! —la llamó desde la entrada del café. La joven se dio la vuelta, y al reconocerle regresó sobre sus pasos—. Me alegro de haber podido dar con usted. Estaba a punto de salir a buscarla para que nos explique un par de cosas a mis amigos y a mí.
—¿A estas horas? Es usted despiadado —repuso ella. Entró en el café seguida por el profesor, que volvió a cerrar la puerta a sus espaldas, y miró a su alrededor—. ¿Es que no hay camareros aquí? Necesito tomarme una taza de algo caliente. Chocolate, a poder ser.
—Tiene usted un aspecto horrible esta mañana —le dijo Veronica con malicia—. ¿Ha sido cosa de las ostras a la rusa? Lo digo porque me he pasado la noche en el retrete y…
—Gracias por esa información tan absolutamente necesaria, señorita Quills —replicó la señorita Stirling—. Pero no, no han sido las ostras. Es simplemente que… no he podido descansar en condiciones. He tenido unos sueños bastante perturbadores. —Y respiró hondo, mirando a Alexander con su habitual aplomo—. ¿De qué quería hablarme?
—Hace un momento lady Lillian ha estado charlando con nosotros, y gracias a ella nos hemos enterado de algo bastante desconcertante —contestó el profesor en un tono tan cortante que la señorita Stirling se sorprendió—. Algo relacionado con el hotel en el que supuestamente usted pretende que nos alojemos durante nuestra estancia en Luisiana.
Un brillo de inteligencia iluminó de repente los ojos de la joven. Alexander comprendió que se había percatado de lo que ocurría por mucho que tratara de disimular.
—Ah, claro… ¿se refiere al hotel Vandeleur? ¿Qué problema tiene con él, profesor?
—¿Realmente no se da cuenta? —protestó Alexander—. ¿No se ha parado a pensar en que ninguno de nosotros querría poner voluntariamente un pie en casa de un Archer? ¿O es que va a tener el cinismo de decirnos que ni siquiera sabía quién era su propietario?
—Un momento —dijo Veronica de repente. Miró a sus amigos y su tío con los ojos muy abiertos—. Ese Archer… ¿tiene relación con aquel hombre al que conocisteis en Irlanda?
—Es su hijo —contestó Oliver en voz baja—. El heredero de su fortuna y su imperio.
—¿Qué? —dejó escapar Lionel. Su reacción fue exactamente la que Alexander había imaginado: casi echaba chispas por los ojos—. ¿Es que no hay otro hotel en Nueva Orleans?
—En Nueva Orleans, sí —contestó la señorita Stirling con calma—. Pero Vandeleur no está demasiado cerca de la ciudad; me he informado al respecto y he descubierto que el único modo de llegar al pueblo es subir a uno de esos vapores que descienden por el Mississippi cada hora. Como comprenderán, no creo que tenga sentido hacer cada día ese trayecto; es mucho más práctico alojarnos en el hotel. Les garantizo que esto no nos causará complicaciones. Lo que ocurrió en Irlanda con Archer sénior es un caso cerrado.
—Puede que lo sea para usted —replicó Oliver—, pero le aseguro que yo aún no me he olvidado de los problemas a los que mi esposa tuvo que enfrentarse por culpa de ese tipo.
La señorita Stirling se limitó a recolocar las sartas de perlas negras que caían sobre su pecho, rozando el fajín de seda que ceñía su vestido gris. No parecía nada preocupada.
—Me parece que están sacando las cosas de quicio. Archer júnior no tiene por qué enterarse de que nosotros estuvimos involucrados en aquel asunto. Les repito que su hotel, por lo que tengo entendido, es la mejor base de operaciones con la que podríamos contar en los próximos días. Está a apenas unos metros del punto exacto en que se hundió el Perséfone. ¿No se dan cuenta de que eso es lo más adecuado?
—Lo más lujoso, querrá decir —contestó Veronica de malos modos—. ¡Que a fin de cuentas debe de ser lo único que le importa a alguien como usted!
La señorita Stirling alzó los ojos con aire extenuado. Alexander comprendió que no serviría de nada seguir discutiendo, al menos por el momento; pronto aquella parte del Oceanic se llenaría de pasajeros deseosos de tomar un aperitivo y no estaba dispuesto a dar un espectáculo. Les hizo un gesto con la cabeza a los demás para que salieran a la cubierta con él, y Oliver y Veronica le siguieron con cara de pocos amigos. La señorita Stirling se disponía a hacer lo mismo cuando Lionel la agarró rápidamente por un brazo.
—Señor Lennox, ¿qué está haciendo? —exclamó—. ¡Suélteme ahora mismo!
—Lo tenía planeado desde el principio —fue la respuesta de él. Le dio un tirón para que se le acercara más, y la señorita Stirling le fulminó con la mirada sin dejar de revolverse—. Primero nos oculta lo de ese muchacho, John Reeves, ¡y ahora esto!
—Quíteme las manos de encima. ¡Yo no tengo por qué darle explicaciones de nada!
—Es una inconsciente. ¿No se da cuenta de lo que se le puede venir encima? ¿No ve que si ese Archer se entera de lo que pasó realmente con su padre en Irlanda…?
—Creí que habíamos zanjado este tema en Oxford —siseó la señorita Stirling. Lionel siguió sin soltarla, pese a sus forcejeos—. Usted conoce tan bien como yo los resultados de aquella investigación, y sabe que no existe ninguna prueba contra mí. Puede que mi comportamiento en Irlanda no fuera del todo inocente, pero mi expediente está limpio…
—Su vanidad acabará con usted —contestó Lionel a media voz—. Y le aseguro que se lo ha ganado a pulso, ¡pero a nosotros no tiene por qué involucrarnos en sus tejemanejes!
Para su asombro la señorita Stirling se echó a reír, sacudiendo su hermosa cabeza.
—¡Tejemanejes! ¡Me habla de tejemanejes el rey de los farsantes! ¡El hombre que dejó que toda Gran Bretaña lo adorara como a un héroe cuando no es más que un ladrón de tumbas! ¡No sé cómo se atreve a echarme nada en cara alguien que…!
Antes de que pudiera seguir hablando Lionel decidió acallarla. Le dio otro tirón para atraerla más hacia sí y se arrojó contra su boca con tanta rabia que ella ni siquiera fue capaz de gritar. Su voz quedó ahogada por los labios de Lionel, que la hizo retroceder hasta que la señorita Stirling cayó con una estruendosa disonancia sobre las teclas del piano que lady Lillian había estado tocando. Completamente paralizada por la sorpresa, no pudo reaccionar hasta pasados unos instantes, cuando se revolvió furiosa entre sus brazos para quitárselo de encima. Pero Lionel no pensaba dejar que volviera a salirse con la suya. Siguió besándola mientras se apretaba más contra ella para tratar de inmovilizarla contra el instrumento. Cuando por fin se apartó unos centímetros se dio cuenta, con increíble satisfacción, de que estaba roja como la grana.
—Creo que han sido los mejores diez segundos de mi vida —comentó él, sonriendo ante su turbación—. Aunque más por haberla dejado reducida al silencio que por lo otro.
Aún seguía teniéndola aprisionada entre sus brazos, con las manos apoyadas sobre las teclas del piano y su nariz tan cerca de la de la señorita Stirling que casi podía aspirar su aliento. Ella apretó los dientes antes de sacudirle una bofetada con todas sus fuerzas.
—Me lo veía venir —repuso Lionel. Se llevó una mano a la cara, aunque siguió sin apartarse—. No sabe cuántas veces me han hecho esto. Tendrá que ser más original para…
Antes de que le diera tiempo a acabar, el cañón de una pistola se apretó contra su garganta acallando sus bravatas. La señorita Stirling había sacado a Carmilla de su fajín.
—Vaya… —logró decir Lionel sin poder agachar la cabeza; el arma se le clavaba tan fuertemente en la nuez que le hacía daño—. Reconozco que… esto sí es totalmente nuevo.
—Es el único idioma que entiende un miserable como usted —le espetó la señorita Stirling. Había estrechado tanto los ojos que parecían dos rendijas negras, y su pecho subía y bajaba ansioso; Lionel podía sentirlo contra su chaleco—. Parece que no ha aprendido nada en los últimos dos años, señor Lennox. Empiezo a pensar que realmente quiere que le meta un tiro entre las cejas para acabar con nuestros problemas.
—Creo que preferiría que fuera en el otro hombro. Siento debilidad por la simetría.
—¿Por qué no se lo cuenta a mi Carmilla? Ella también está deseando que le dé un besito en la boca.
—¡Qué se le va a hacer! Soy un hombre muy ocupado, pero nunca me han echado en cara que dejara a una dama desatendida. —Lionel tragó saliva cuando la joven apretó aún más el arma contra su garganta—. Ahora sea buena chica y baje eso de una vez. En cualquier momento entrará algún cliente en el café y no tengo la menor idea de cómo podríamos explicar algo así. Y este tampoco es el uso que se le debería dar a un piano.
La señorita Stirling le dio un empujón para que se apartara de ella. Lionel no tuvo más remedio que hacerlo, aunque aún seguía sintiendo en los labios el sabor del triunfo mezclado con el del beso que le acababa de robar, caliente y perverso a la vez.
—Sabe que no conseguirá nada con esta clase de artimañas —le advirtió ella, que parecía haber leído en su rostro como en un libro abierto—. Tampoco lo harán sus amigos pese a lo mucho que les haya molestado que les ocultara tanta información. Tenía que hacerlo si quería que este plan saliera adelante. —Se guardó la pistola dentro del fajín—. Y a estas alturas me conoce lo bastante para adivinar que no me detendré ante nadie.
—Haga lo que se le antoje; nosotros también haremos lo mismo a partir de ahora —contestó él, encogiéndose de hombres—. Tal vez estemos juntos en esta investigación, pero eso no quiere decir que tengamos que apoyarla en cada una de las decisiones que toma.
—Francamente, señor Lennox, me trae sin cuidado lo que hagan mientras nuestra experiencia en Luisiana acabe sirviendo de algo. Es lo único que me interesa de ustedes.
Se dio la vuelta para dirigirse hacia la puerta acristalada con la barbilla alzada, pero Lionel no pensaba dejar que se marchara así como así. Aún tenía que dejarle algo claro.
—Puede hacer lo que desee con nosotros —le dijo con la mayor tranquilidad—. Puede manipularnos, puede engañarnos, puede tratar de comprarnos, puede hacer eso y más…
La señorita Stirling se volvió de nuevo hacia él con el ceño fruncido. Lionel se tomó su tiempo para acercarse a ella, sin dejar de mirarla a los ojos, hasta que agarró las sartas de perlas negras que caían sobre su pecho. La joven dejó escapar un pequeño grito cuando les dio un tirón para atraerla más hacia sí, tanto que sus bocas casi volvieron a juntarse.
—Pero la he besado, Stirling —concluyó Lionel en susurros—. Y ese es un tesoro que nadie podrá arrebatarme. Ni siquiera usted.