17
No abandonaron la iglesia de Saint Patrick hasta una hora más tarde, y cuando lo hicieron Alexander llevaba el reloj de Charles Édouard Delorme a buen recaudo en uno de sus bolsillos. Había convencido a Jay de que se lo diera por si acababa resultando útil de cara a la investigación, lo que no fue demasiado complicado: el muchacho estaba deseando librarse de una vez de él. A cambio el profesor le entregó un billete de diez dólares con el que también compró la promesa de que Jay no volvería a marcharse de la casa de su tío hasta que fuera lo bastante adulto para decidir por sí mismo lo que quería hacer en la vida. Él se comprometió a cumplir con su parte del trato y después los acompañó a la calle, con los ojos haciéndole chiribitas y la primera sonrisa auténtica que le habían visto esbozar.
Una vez fuera de la iglesia, Alexander, Lionel y Oliver echaron a andar sin prisas por Camp Street hablando de lo que habían escuchado en la sacristía.
—Casi hemos tenido que sacarle la verdad con sacacorchos —comentó Lionel—, pero me alegro de que el pájaro haya acabado cantando. Debía de estar pasándolo muy mal.
—Ahora las cosas serán más sencillas en casa de los Jackson —asintió Oliver con los ojos clavados en el cielo encapotado, que empezaba a adquirir un preocupante color morado—. En cuanto a nosotros, supongo que no nos queda nada más que hacer aquí. Será mejor que volvamos a Vandeleur para preguntar a los vecinos si han oído hablar de alguien apellidado Delorme que aún viva por esa zona.
—¿Y de qué serviría eso? —preguntó Lionel—. Todo el mundo asegura que la tripulación del Perséfone se hundió con el barco. ¿Qué te hace pensar que pudiera haber habido supervivientes y que precisamente Delorme se contara entre ellos?
—No me refiero a Charles Édouard Delorme, sino a sus descendientes. No tendría nada de particular que siguieran viviendo en Vandeleur como antes de su desaparición.
—En el supuesto de que Charles Édouard Delorme fuera de Vandeleur —le advirtió Lionel—. Pero es mucho suponer, Twist. Que el capitán Westerley viviera en la plantación de su esposa no quiere decir que todos sus hombres hicieran lo mismo. Además, Chris Garland nos explicó anoche que las cabañas de Vandeleur pertenecen a los descendientes de los antiguos trabajadores de la plantación. ¿Qué te hace pensar que el capitán decidiera reclutar a esos marineros entre sus vecinos en vez de…?
Lionel dejó la frase en el aire. En aquel momento estaban atravesando de nuevo Lafayette Square, donde ya no había parejas bailando entre los parterres y los músicos se apresuraban a recoger sus partituras antes de que empezara a llover. Sus ojos se habían posado sobre una dama con una sombrilla de encaje a juego con su vestido de seda negra, que acababa de dejar atrás la solitaria estatua que presidía la plaza.
—Conque le dolía la cabeza, ¿no? ¿Cómo puede ser tan embustera?
—Vaya, esto sí que es una sorpresa —reconoció Alexander. Los tres se detuvieron para seguir con los ojos a la señorita Stirling cuando abandonó la plaza por el extremo opuesto para enfilar Saint Charles Avenue—. Supongo que tendría sus buenos motivos para querer venir sola a la ciudad, pero… no deja de ser bastante sospechoso.
—Para volver a mentirnos, querrás decir —repuso Lionel—. Aunque no sé por qué me sigue extrañando esto. ¿Cuántas veces nos ha demostrado que no es de fiar?
Mientras hablaban la señorita Stirling se perdió en medio de la marea de personas que se apresuraban por la avenida. Lionel se ajustó el sombrero de ala ancha y anunció:
—Voy a enterarme de lo que se trae entre manos. Os veré más tarde en Vandeleur.
—Lionel, déjala en paz —le dijo Alexander en tono de advertencia—. Sabes que no le hará ninguna gracia descubrir que la has estado siguiendo, y esta investigación ya es lo bastante complicada de por sí. No quiero tener que soportar más peleas entre vosotros.
—Como si fuera la primera vez que me convierto en su sombra. No te preocupes por lo que pueda pasar; sé cómo controlarla. Esta vez no me dejaré engañar por sus mentiras.
La expresión con la que Alexander y Oliver lo vieron alejarse dejaba claro lo que ambos pensaban de su bravata, pero ninguno de los dos se molestó en añadir nada. Lionel se apartó de sus amigos y se sumergió en la riada humana de Saint Charles Avenue, una Babel en la que uno podía oír hablar en inglés, francés y alemán a la vez. El borde del vestido negro de la joven aparecía y desaparecía cada pocos segundos entre las piernas de los viandantes, pero Lionel consiguió apañárselas para no perderla de vista.
Esta vez la persecución resultó bastante más corta. Al cabo de unos diez minutos la señorita Stirling se detuvo, consultó algo que llevaba apuntado en un trozo de papel y entró en un edificio situado a la derecha de la avenida. Lionel tuvo que alejarse un poco para distinguir el nombre del establecimiento: Western Union Telegraph. Aquello le dejó tan perplejo que estuvo a punto de ser arrollado por uno de los tranvías que descendían por Saint Charles Avenue. Se apresuró a regresar a la acera, preguntándose qué podía ser tan urgente para que la señorita Stirling prefiriera decirlo por cable antes que por correo tradicional. Lionel se hacía una idea de a quién estaría dirigido aquel mensaje, y eso le hizo fruncir el ceño mientras se apoyaba en una de las columnas del soportal más cercano, aguardando a la joven. Puede que Alexander tuviera razón y lo mejor fuera poner las cartas sobre la mesa para averiguar de una vez qué estaba tramando.
Cinco minutos más tarde la señorita Stirling regresó a la calle. Se disponía a abrir su sombrilla cuando reparó en Lionel, y la sorpresa casi hizo que se le cayera al suelo.
—No me puedo creer que sea usted tan desvergonzado. ¿Qué está haciendo aquí?
—Me parece que esa pregunta debería hacérsela yo —replicó Lionel con las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Si la señora Garland le ha dado algo para combatir el dolor de cabeza, debe de ser la mejor medicina del mundo. ¿No dijo que quería acostarse?
—Cambié de idea —contestó la señorita Stirling con vaguedad—. Tengo derecho a hacerlo, ¿no cree? Y en cualquier caso, ¿qué se le ha perdido a usted en esta calle?
—También tengo derecho a recorrerla cuantas veces quiera en mis investigaciones.
—No si tienen que ver conmigo. Ha vuelto a seguirme, señor Lennox, y ya sabe qué opinión me merece eso. ¿O es que necesita que mi Carmilla y yo se la recordemos?
Echó a andar rápidamente por la avenida, y Lionel se apartó del soportal para no quedarse atrás. Mientras la esperaba, el cielo se había oscurecido aún más y las primeras gotas comenzaban a mojar los adoquines.
—¿A quién le ha puesto ese telegrama tan importante? ¿A su príncipe Konstantin?
—En realidad era un mensaje para los miembros de mi harén masculino particular. Les decía que como probablemente el asunto del Perséfone se alargue más tiempo del que esperaba, lo mejor será que se trasladen también a Vandeleur. Soy una amante tan posesiva que no puedo pasarme sin ellos más de dos semanas… ¿Usted qué cree? —dijo la joven de mal humor—. Por supuesto que era un telegrama para Su Alteza Real, aunque no sé por qué tengo que darle explicaciones. Lo que quiera decirle no le incumbe.
—Así que sigue postrada a los pies de ese niñato con delirios de grandeza. —Lionel sacudió la cabeza con incredulidad—. Esperaba que en estos dos años hubiera madurado usted lo suficiente para darse cuenta de que no es más que un crío, pero ya veo que me equivocaba. Está tan cegada por sus riquezas que es incapaz de pensar en nada más.
—Y me lo dice el hombre que pierde el norte en cuanto se cruzan unos pechos en su camino —comentó la señorita Stirling sin mirarle—. Para su información, los diecinueve años de Su Alteza Real no son más que una cifra carente de sentido; en cuanto le oyera hablar, comprendería lo maduro que es. Mi relación con él es más estrecha que la de ningún otro miembro de su corte y lo conozco bien. Sé cómo es… —La señorita Stirling pareció dudar un instante antes de añadir—: y cómo puede llegar a ser.
—Que pertenezca a la dinastía de los Dragomirásky no quiere decir que se parezca a sus antepasados —señaló Lionel. Había reparado en aquel cambio en su expresión, un repentino nubarrón que no tenía nada que envidiar a los del cielo—. Los hijos no tienen por qué ser una copia de sus padres, especialmente los que nunca pudieron conocerlos en persona. Ya sé que para usted el príncipe László era poco menos que un ídolo, pero…
—¿Qué quiere decir con eso? —La joven se detuvo en el acto—. ¿Qué está insinuando?
—Me lo dejó claro usted misma la primera vez que me habló de su antiguo patrón y de cómo murió antes de que naciera el príncipe Konstantin. Tengo muy buena memoria para lo que me interesa. Y la cara con la que me está mirando ahora mismo —la señaló con la barbilla— confirma mi teoría. Empieza a ser como un libro abierto para mí.
En lugar de contestarle, la señorita Stirling comenzó a caminar de nuevo, esta vez tan rápidamente que estuvo a punto de llevarse por delante a un vendedor de periódicos.
—¿Y cuál es esa teoría, si se puede saber? —preguntó tras unos instantes de silencio.
—Estuvo enamorada del príncipe László cuando era una niña, y se empeña en tratar de recuperarle a través del hijo al que sirve ahora mismo. Pero la realeza no se mezcla con la plebe, eso debería saberlo mejor que nadie; y aunque así fuera, dudo mucho que el príncipe Konstantin tenga demasiadas cosas en común con su antepasado. Pierde el tiempo si se empeña en seguir anteponiendo la lealtad a la felicidad. A su propia felicidad.
—Qué sabrá usted de los Dragomirásky, y qué sabrá usted de mí —contestó ella en un susurro mientras cerraba la sombrilla; las gotas de lluvia eran cada vez más gruesas y no tenía sentido tratar de detenerlas con encaje—. Debería agradecerle que se preocupara por mi bienestar, pero no creo que pueda darme lecciones de lealtad alguien capaz de…
—Cállese un momento —susurró Lionel de repente, alzando un brazo para detenerla.
Al igual que le había sucedido antes con la señorita Stirling, se acababa de fijar en una persona que les miraba atentamente desde la otra acera, una silueta inmóvil en medio de la muchedumbre. Su túnica roja ya no estaba manchada de barro, pero seguía teniendo el aspecto de alguien que perteneciera a otra dimensión. La señorita Stirling miró a Lionel con el ceño fruncido.
—¿Se puede saber qué le pasa ahora? —Y después miró en la misma dirección que él, aunque no pareció ver nada desconcertante al otro lado de la avenida—. ¿Para qué me manda callar si lo único que hace después es quedarse quieto como un pasmarote?
—Esa niña de ahí enfrente —dijo Lionel en voz baja—. La vi anoche en Vandeleur. Estaba espiándonos detrás de uno de los robles del hotel. Sé que era ella.
—¿La que va vestida con unos harapos rojos? No es más que una pequeña mulata, una mendiga seguramente. Las hay a montones en Nueva Orleans. ¿Por qué le llama la…?
Antes de que pudiera decir nada más, la niña echó a correr entre los viandantes, y a Lionel le faltó tiempo para hacer lo mismo, agarrando de la mano a la señorita Stirling.
—¡Señor Lennox! —gritó ella mientras le daba un tirón para cruzar la carretera. Un tranvía se acercaba procedente de Lafayette Square, y Lionel se apresuró a hacerla subir junto a él a la acera de enfrente—. Pero ¿qué diantres está haciendo? ¿Se ha vuelto loco?
—Esa niña —logró decir él entrecortadamente— nos está siguiendo por alguna razón.
—Y usted ha hecho lo mismo conmigo hace un rato, y por lo que dijo tenía todo el derecho del mundo a hacerlo, ¿no? —La señorita Stirling aferró con fuerza su sombrilla cuando chocaron con cuatro caballeros que casi les hicieron perder el equilibrio antes de continuar corriendo—. Esto es absurdo, por Dios —siguió rezongando—. Seguramente no sea más que una pequeña carterista a quien le ha llamado la atención la manera en que vamos vestidos.
—¿Realmente piensa que a una carterista le merecería la pena remontar el río desde Vandeleur para tratar de vaciarnos los bolsillos? No, hay algo más detrás de esto. Tiene que haberla enviado alguien para averiguar qué hacemos. Y voy a descubrir quién es.
Las piernas de la niña eran mucho más cortas que las de ellos dos, pero al ser tan pequeña podía colarse entre las personas que recorrían la avenida como si se tratara de una criatura hecha de humo. Lionel y la señorita Stirling la siguieron por Saint Charles Avenue lo más rápidamente que pudieron, en medio de una tormenta que no hacía más que empeorar, sacudiendo las ramas de los árboles y las enseñas de las tiendas, y que cada pocos segundos inundaba el cielo de luz con relámpagos. De vez en cuando la niña giraba la cabeza hacia ellos y Lionel, sin dejar de correr, volvía a sorprenderse de que alguien con la piel tan oscura pudiera tener el pelo tan rubio y los ojos tan azules.
—Es como si fuera un fantasma —murmuró mientras rodeaban tras ella una plaza circular cubierta de hierba, con la escultura de un general confederado colocada en lo alto de una columna—. Aunque me… me consuela que también la pueda ver usted.
—Si fuera un fantasma no sería corpórea —casi jadeó la señorita Stirling, que seguía cogida de la mano de Lionel—. ¿No se ha fijado en que está sujetando un ramo de flores?
Lionel había distinguido algo de color morado que la niña apretaba contra su pecho como si temiera que se lo pudieran quitar, aunque no había reconocido qué era. Tras un par de minutos de persecución (ella les sacaba una distancia cada vez mayor, pero Lionel no estaba dispuesto a dejar que se les escapara) se dieron cuenta de que acababan de entrar en un barrio muy diferente. La pequeña mulata los había conducido a una avenida casi desierta flanqueada por mansiones neoclásicas envueltas en unos jardines densos y fragantes que servían de escudo contra la lluvia. Entre los mirtos y las enredaderas se distinguían grandes frontones griegos, con sus capiteles rodeados por una maraña de capullos que casi hacían temer que las casas pudieran venirse abajo, presas de la vegetación que las devoraba desde mucho antes de la guerra civil. Las pocas personas que recorrían aquella avenida, parapetadas debajo de sus paraguas, vestían de manera mucho más elegante, y se quedaban mirándoles con asombro mientras pasaban de largo.
Aún siguieron corriendo durante unos minutos más hasta que, al doblar la esquina de una de las mansiones, se encontraron con que no había nadie ante ellos. La pequeña se había desvanecido en medio de la lluvia como si realmente nunca hubiera estado allí.
—No me lo puedo creer —rugió Lionel, deteniéndose en el acto—. Después de… haber recorrido media Nueva Orleans tras ella… ¡no podemos haberla perdido en un segundo!
La señorita Stirling no pudo contestarle; se había apoyado en los barrotes de la verja más cercana y se llevaba una mano al pecho mientras trataba de recuperar el aliento.
—No se habrá colado por aquí, ¿verdad? —Lionel se acercó a ella para inspeccionar los barrotes—. No, es imposible; no hay un hueco lo bastante grande para que pase.
—Si es de Nueva Orleans tiene que conocer mil y un rincones donde esconderse hasta que nos hayamos marchado —repuso la señorita Stirling con las mejillas encendidas—. Esto es lo más absurdo que he hecho en mucho tiempo, y todo por su culpa.
—No irá a decirme ahora que me guarda rencor por una pequeña carrera. —Lionel la miró de reojo con una sonrisa torcida—. La verdad es que no le sienta mal ese rubor, ni tampoco quedarse sin aliento. Me hace imaginarla jadeando por motivos muy distintos.
La señorita Stirling le asestó un sombrillazo que a duras penas pudo esquivar. No obstante, estaba casi tan desconcertada como Lionel, y no dejaba de mirar a su alrededor.
—Si nos encontráramos en una calle secundaria pensaría que alguien la ha hecho pasar a una de estas casas a través de una puerta de servicio —comentó—. Pero lo que hay en esta avenida son entradas principales. Es imposible que se haya metido en un jardín.
—¿Y si uno de esos coches de caballos la ha recogido nada más doblar la esquina?
—No había ninguno por aquí, señor Lennox. Lo habríamos oído alejarse, si hubiera estado tan cerca. Y en un área residencial como esta no hay callejones ni escondrijos…
Acababa de decirlo cuando reparó en algo que había en medio de la calzada, y le agarró de nuevo la mano a Lionel para que dejara de mirar entre los barrotes de la verja.
—Fíjese en eso —le dijo en voz muy baja—. Hansel nos ha dejado una miguita de pan.
Lionel comprendió en el acto a qué se refería. Se acercó muy despacio a la calzada y se agachó para recoger el pétalo de una violeta. La niña había dejado caer en su precipitación algunas flores sueltas que se habían escapado del ramo.
Al alzar la cabeza se fijó en que unos metros más allá había otro pétalo, y un poco más lejos una flor entera, aplastada por un pequeño pie descalzo antes de desaparecer.
—Ha debido pasar por aquí hace un momento. Cruzó la calzada como acabamos de hacer nosotros… y siguió corriendo por la otra acera hasta encontrar un escondite. —Lionel reparó entonces en que una manzana más allá había otra verja que, a diferencia de las que habían dejado atrás, no estaba cerrada con llave. La puerta metálica se mecía adelante y atrás sobre unos goznes chirriantes, sacudida por los envites de la tormenta—. Tiene que estar en esa mansión. Aunque no entiendo cómo han podido dejar la entrada tan desprotegida.
—Eso no es una mansión —murmuró la señorita Stirling—. Es… algo muy diferente.
Solo cuando se acercaron a los barrotes Lionel comprendió a qué se refería. Al otro lado de la verja también había árboles, y frontones de mármol, pero las construcciones que podían distinguirse bajo la lluvia no pertenecían al mundo de los vivos. La pequeña mulata había hallado cobijo en otra ciudad dentro de su ciudad. Una ciudad de muertos.