20

—¡Stirling! —vociferó Lionel, el primero en salir de su estupor, echando a correr hacia ella con los ojos desorbitados por lo que estaba viendo—. Por todos los demonios, ¿qué…?

La señorita Stirling había caído de bruces sobre la plataforma, sin dejar de gritar aterrorizada mientras aquellos brazos cubiertos de barro seguían tirando de sus piernas con una fuerza que parecía superar a la de cinco hombres fornidos. Dejó caer el reloj al suelo para agarrarse con una mano a una de las columnas que sostenían la techumbre, mientras los tres ingleses la sujetaban por los brazos y tiraban de ella en la dirección opuesta al borde de la plataforma. El resplandor del farol no bastaba para reconocer las facciones de la oscura silueta, aunque su complexión recordaba a la de un hombre de mediana edad.

La señorita Stirling solo se quedó paralizada unos segundos; después comenzó a dar patadas a diestro y siniestro mientras Lionel la rodeaba por la cintura para tratar de incorporarla. Cuando resultó evidente que ninguno de sus golpes conseguía debilitar al hombre que la arrastraba hasta el agua, deslizó una mano entre los pliegues del vestido para sacar su pistola de cachas de carey. Se retorció sobre sí misma para darse la vuelta.

—¡Señorita Stirling, no! —exclamó Alexander sin soltarla—. ¡Con esta luz no debe…!

El ruido del disparo acalló su voz. La bala se había hundido en el agua, un par de centímetros por encima de donde debería estar la cabeza de su atacante. Apretando los dientes, la señorita Stirling se aferró a Lionel con una mano mientras con la otra volvía a disparar una vez, dos veces, tres veces, logrando acertar por fin en uno de los brazos.

—¡Le dije que no hiciera eso! —volvió a exclamar el profesor mientras ayudaban a la joven a incorporarse un poco. Ella seguía con los ojos muy abiertos, jadeando mientras Lionel la apretaba fuertemente contra su pecho—. ¡Casi se dispara en su propio pie!

—Alexander, ¿quién era ese? —murmuró Oliver casi sin aliento. No podía dejar de mirar el astillado borde de la plataforma—. ¿Cómo ha sido capaz de oír lo que hemos…?

—¡Stirling, no! —oyeron gritar a Lionel cuando los brazos reaparecieron de nuevo.

Esta vez la señorita Stirling no tuvo tiempo para agarrarle. El tirón que le dieron a sus piernas fue tan repentino que consiguieron arrastrarla hasta el agua, que golpeaba ruidosamente los maderos sobre los que se levantaba el embarcadero. El río se volvió a cerrar sobre su cabeza ahogando sus alaridos. Lionel soltó una maldición mientras corría hacia allí y, para perplejidad de sus amigos, se sumergía también en el fangoso río.

El agua estaba mucho más fría de lo que había imaginado. Al abrir los ojos le costó reconocer lo que había a su alrededor, pero en la penumbra que el farol del embarcadero descomponía en cien fragmentos distintos de verde acabó localizándola. Su atacante la arrastraba hacia el centro del río, sin que los forcejeos de ella pudieran hacer nada para detenerlo.

Lionel braceó con todas sus fuerzas para alcanzarlos. Cuando reconoció su rostro en medio de las burbujas que escapaban de su boca, la señorita Stirling se revolvió aún más para tratar de soltarse. Sus manos se encontraron con las de Lionel, que tiró de ella para ayudarla a zafarse de una vez de aquel hombre que al darse cuenta de lo que estaba pasando afianzó aún más los brazos alrededor de su cintura. «Suéltala, maldito hijo de perra —le habría gustado gritarle— ¡o acabaré contigo si es que el río no lo ha hecho ya!»

En aquel momento estaba demasiado pendiente de la señorita Stirling para pensar con claridad en la identidad de su atacante. Sin dejar de pelearse con la corriente, Lionel apoyó un pie en uno de los brazos del desconocido hasta que sintió cómo algo se quebraba en su interior. Inmediatamente una de las manos se soltó de la cintura de la joven y la otra no tardó en hacer lo mismo; entonces Lionel la ayudó a nadar lo más rápidamente que pudieron hasta los maderos sobre los que se levantaba el embarcadero.

Cuando sus cabezas asomaron por encima del agua, la luz los deslumbró tanto que Lionel pensó que se quedaría ciego. Alexander continuaba estando allí, pero de Oliver no había ni rastro; probablemente habría ido a pedir ayuda a los vecinos de Vandeleur.

—¡Santo Dios! ¿Estáis bien los dos? ¿Qué ha pasado ahí abajo? ¿Quién era ese…?

—Ayúdala a salir, Alexander —consiguió articular Lionel, sin dejar de toser—. Puede volver en cualquier momento, y si lo hace tenemos que estar lejos de aquí. Por favor…

El profesor no se hizo de rogar. Agarró a la señorita Stirling, que estaba lívida, y la puso de pie a su lado, pero cuando estaba a punto de hacer lo mismo con Lionel, la criatura del Mississippi volvió a la carga. Esta vez fue a él a quien atrapó, tirando tan bruscamente de uno de sus pies que se le rasparon las manos contra el borde astillado de la plataforma. Lionel se hundió de nuevo en el río, con la diferencia de que en esta ocasión no era una persona la que trataba de ahogarle sino dos, a juzgar por las manos que se cerraron alrededor de su garganta mientras otras lo sujetaban como habían hecho momentos antes con la señorita Stirling.

Trató de zafarse de la presión en torno al cuello, pero no lo consiguió, y lo mismo sucedió con sus piernas. Desesperado, asestó una patada a ciegas que impactó contra algo blando: había carne cubriendo aquellos huesos. El hombre que le sujetaba las piernas permaneció quieto durante unos segundos antes de impulsarse hacia Lionel para clavarle unas uñas afiladas como agujas en el costado. Pudo sentir cómo la sangre se confundía con el agua, y el dolor lo sacudió de tal manera que abrió la boca dejando escapar el poco aire que aún le quedaba. Y estaba empezando a pensar que realmente moriría de aquel modo, ahogado en el Mississippi, cuando sus atacantes se detuvieron.

Algo había caído al agua con un chapoteo, y descendía poco a poco hacia el lecho de barro en el que se encontraban. Algo redondo que la lejana claridad del farol rompía en mil destellos de plata, pese a la costra de suciedad que lo había cubierto durante años.

Inmediatamente las manos que apretaban la garganta de Lionel se retiraron hacia las sombras que se adueñaban del río. Lo mismo hicieron las que le acababan de arañar el costado, y cuando quiso darse cuenta se encontraba solo. Los dos hombres se habían esfumado como si de alguna manera supieran cómo disolverse en el agua. Y el reloj de Charles Édouard Delorme, según comprobó al nadar hacia lo alto, tampoco seguía allí.

Lo primero que oyó al sacar de nuevo la cabeza del agua fue un grito de la señorita Stirling, y después a Alexander diciéndole algo mientras tiraba de sus brazos para que pudiera alcanzar la plataforma. Lionel se quedó tumbado durante unos instantes, con el aire entrando y saliendo dolorosamente de sus pulmones y la difusa sensación de estar rodeado por muchas personas de repente. Supuso que Oliver acababa de regresar con algunos vecinos, porque también le llegó su voz y la de Garland, que parecía estar horrorizado. Entonces abrió los ojos, tendido sobre la espalda, y le sorprendió encontrar siete lunares temblorosos justo delante de su rostro. La señorita Stirling le rodeaba con los brazos para tratar de incorporarle. También ella estaba cubierta de barro y de algas.

—Por favor, dime que te encuentras bien —articuló en un tono que, pese a ser más quedo que las demás voces, oyó con mucha más claridad—. ¡Por un momento creí…!

—Estoy entero —contestó Lionel, aún jadeante—. Solo me han… magullado un poco.

Cuando consiguió sentarse, apoyándose en la joven, tuvo que morderse los labios para no gemir. Se sentía como si le hubieran dado la peor paliza de su vida. Alexander se agachó a su lado para agarrar su otro brazo, y entre los dos consiguieron ponerle en pie.

—Estoy bien, de verdad —siguió diciendo para que le dejaran en paz—. Los he visto marcharse al mismo tiempo, así que el peligro ha pasado…, al menos por esta noche.

—Señor Lennox, ¿quiénes eran esos hombres? —preguntó Christopher Garland. A su lado estaba Hadley, pálido como un muerto, lo que no era de extrañar; Lionel supuso que aquello debía de parecerle una segunda versión de lo ocurrido a John Reeves—. ¿De dónde han salido esas personas? El señor Saunders nos ha dicho que estaban tranquilamente charlando en el embarcadero cuando aparecieron de la nada para llevarse a la señorita…

—Querían matarme —logró decir la señorita Stirling con dificultad—. No ha sido un intento de secuestro. Querían arrastrarme con ellos al fondo del río… con el Perséfone

—Santa María, Madre de Dios —murmuró Hadley mientras hacía la señal de la cruz.

Un murmullo recorrió a la confusa multitud que permanecía de pie. Algunos vecinos habían acudido con faroles, que se balanceaban inundándolo todo de naranja. Christian, al lado de su padre, contemplaba con ojos como platos el borde de la plataforma convertida por un momento en una entrada al infierno.

—Hay que volver a avisar a la policía —oyeron decir a un anciano—. Si esos criminales se han instalado en nuestro pueblo no podremos descansar en lo que nos queda de vida.

—Por lo pronto convendría organizar una batida —comentó Garland, tomando las riendas de la situación—. Deberíamos recorrer la ribera en grupos de tres o de cuatro para asegurarnos de que no han acampado cerca de Vandeleur. Y también arreglar cuanto antes este desaguisado —señaló con la cabeza las astillas arrancadas— antes de que esos aristócratas se presenten aquí mañana por la tarde para embarcarse rumbo a la catedral.

—Al diablo con los aristócratas —murmuró una mujer—. Más me preocupa lo que nos pueda pasar a nosotros. ¡Estos pobres muchachos han estado a punto de morir ahogados! ¡Fijaos en cómo tiene la camisa él, ha podido sucederle algo terrible…!

Alexander y Oliver no se habían fijado hasta entonces en ese detalle, pero cuando se lo oyeron decir a la vecina no pudieron contener una exclamación. Una mancha roja había aparecido en el chaleco de Lionel, y se extendía poco a poco por su costado. La señorita Stirling se cubrió la boca con una mano.

—Ya os he dicho que no es nada —protestó Lionel cuando tanto Garland como sus amigos insistieron en examinarle—. Lo único que han hecho ha sido clavarme las uñas cuando trataba de soltarme, pero no es más que un rasguño. No necesito ningún médico.

—Deja las bravuconadas para otro momento —dijo Alexander mientras se pasaba por los hombros uno de los brazos de Lionel para llevárselo del embarcadero. La multitud se apartó a su paso como un solo hombre—. Vamos a comprobar ahora mismo que no has sufrido daños graves, y después pensaremos con calma en lo que tenemos que hacer.

—No creo que debamos quedarnos más tiempo en su casa, señor Garland —susurró Oliver—. Ya ha visto lo que ha pasado por nuestra culpa, aunque en ningún momento fuera nuestra intención causarles problemas. Si esos desconocidos regresan…

—Si lo hacen, nos encontrarán preparados para plantarles cara —exclamó el anciano que había hablado antes, y los demás mostraron su conformidad.

—Aun así, Oliver tiene razón: sería demasiado arriesgado para ustedes —coincidió el profesor. Garland los escuchaba con atención—. Ya hemos abusado demasiado de su paciencia. Será mejor que nos repleguemos para no causar más trastornos al vecindario. Por supuesto, tendremos que continuar con nuestra investigación, pero…

—¿Qué ha ocurrido? —oyeron decir de repente a una voz conocida—. Lionel, ¿qué…?

Veronica se acercaba por el camino que conducía a la fonda, pero al observar lo que estaba pasando y al ver cómo su tío y Oliver sujetaban a Lionel, se quedó completamente quieta. Enseguida echó a correr hacia su amigo, apartando a la señorita Stirling a un lado sin miramientos. También ella dejó escapar un pequeño grito al fijarse en la sangre.

—Veronica, no me voy a morir por esto —le aseguró Lionel con paciencia—. Es una picadura de mosquito en comparación con otras cosas por las que he tenido que pasar.

—Tú siempre tan engreído, incluso cuando te acaban de herir. Haz el favor de cerrar el pico y dejar que los demás nos ocupemos de ti. ¡La última vez que me aseguraste que no había sido nada te tuvieron que sacar una bala del hombro! ¡Estate quieto de una vez!

Lionel se dejó hacer, aunque reparó en que la señorita Stirling palidecía aún más.

—Creo que lo más sensato será irnos a pasar la noche al hotel —continuó diciendo Veronica—. Echaremos de menos su casa, señor Garland, pero la seguridad de ese lugar es absoluta. Y si vamos a meter en problemas a alguien más, prefiero que sea a un ricachón antes que a ustedes.

—Supongo que no nos quedará más remedio que hacerlo —comentó Oliver mientras se ponían en camino—. A fin de cuentas… es el edificio de Vandeleur más alejado del río.

Alexander pensó que sería complicado que los dejaran entrar en un hotel de lujo con el desastrado aspecto que presentaban Lionel y la señorita Stirling, pero no parecía el mejor momento para protestar. Garland y unos cuantos vecinos más los acompañaron hasta la verja y después se quedaron mirando tras los barrotes cómo hacían solos el resto del camino. Cuando por fin alcanzaron la recepción y Veronica le explicó al asombrado empleado lo que acababa de ocurrir (unos ladronzuelos sin escrúpulos habían atacado a sus amigos al descender del vapor de Nueva Orleans) lograron conmoverle lo bastante para acceder a registrarles. Les dio las llaves de cinco habitaciones del segundo piso y ordenó a unos botones acercarse a casa de los Garland para recoger lo que necesitaran.

Subieron rápidamente a pie hasta la habitación de Lionel, cuyos ventanales daban sobre el frontón de la entrada. Pese a lo ansiosos que estaban todos por examinar su herida, no pudieron evitar quedarse con la boca abierta. El cuarto era casi tan grande como la sala principal de la fonda, con una cama adoselada de madera oscura a juego con los muebles sureños diseminados sobre las alfombras. Un gran frutero descansaba sobre una mesa, junto a una botella de champán y una caja de bombones de bienvenida.

—Vaya, por lo que veo ha sido buena idea mencionar a los Silverstone al hablar con el recepcionista —comentó Alexander, impresionado—. Debe de haber pensado que somos unos invitados más de la boda de su hija y por eso ha querido tratarnos a cuerpo de rey.

—Más bien se acuerda de haberme visto pasar con Archer hace unas horas —repuso Veronica empujando a Lionel hasta la cama— y no querrá ganarse una reprimenda suya.

—¿Cómo has dicho? —se asombró Oliver—. ¿Has conocido a Reginald Archer júnior?

—Sí, he tenido ese dudoso honor, pero ahora no hay tiempo de explicarlo. No me voy a quedar tranquila hasta saber si Lionel está en peligro de marcharse al otro barrio.

Sin prestar atención a sus protestas, le obligó a recostarse sobre los almohadones y a desabrocharse el chaleco y la camisa ensangrentada. Cuando su pecho quedó por fin al descubierto, comprobaron con alivio que Lionel tenía razón: no era más que un rasguño, por muy aparatoso que pudiera parecer. Las uñas del misterioso atacante habían trazado unos amplios surcos en su costado sin conseguir atravesar más que las primeras capas de piel. Veronica limpió la sangre con una toalla del cuarto de baño mientras Alexander llamaba a un camarero para pedirle que les llevara algo con lo que desinfectar la herida.

La señorita Stirling se quedó en pie en medio de la habitación, sin apartar los ojos de Lionel. Les había asegurado que se encontraba bien, aunque su aspecto era digno de lástima: se le había deshecho el recogido y su vestido había quedado reducido a jirones.

—¿Qué creéis que ha sido… eso? —Fue Oliver el primero que se atrevió a formular la pregunta que rondaba por las cabezas de todos—. ¿Quiénes os han atacado de repente?

—Sean quienes sean, no hay duda de que tienen fuerza —reconoció Lionel. Veronica se había sentado en la cama a su lado sin soltar todavía la toalla—. Mucha más de la que pensé en un primer momento. Tendrías que haber visto cómo me apretaban la garganta.

—No podían ser personas de carne y hueso —les dijo Alexander—. Si lo eran, ¿cómo sabían lo que estuvimos haciendo en la iglesia de Saint Patrick? ¿Cómo se enteraron de que teníamos en nuestro poder un reloj que había pertenecido a uno de los marineros?

—¡El reloj! —se acordó Oliver—. La última vez que lo vi lo tenía usted en la mano, señorita Stirling, pero con todo lo que pasó después le perdí la pista. ¿Dónde está ahora?

—Lo dejé caer al suelo cuando me agarraron por primera vez —murmuró ella—. Siento haber sido tan descuidada…, pero no pude reaccionar a tiempo. Después, cuando el señor Lennox estaba a punto de ahogarse, al profesor Quills se le ocurrió arrojarlo al río. En cuanto alcanzó el agua, esas criaturas dejaron marchar a Lennox y desaparecieron con él.

—No me lo puedo creer —dijo Oliver mirando a Alexander—. ¿De manera que lo que nos contaron Hadley y Jay Jackson es cierto? ¿El Mississippi ataca a cualquiera que se atreva a saquear el Perséfone para recuperar lo que le ha sido robado?

—Técnicamente nosotros no lo hemos saqueado —matizó Lionel sin moverse aún de la cama—. Ya sabéis lo que suele decirse: quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón.

—Nosotros no hemos robado nada —ratificó el profesor—. Le compramos ese reloj a Jay Jackson con mi dinero. Es cierto que el chico se apoderó de algo que pertenecía a la tripulación, pero consiguió salvar el pellejo marchándose de aquí, a diferencia de John Reeves. Y en cualquier caso, Oliver, no es el río el que está atacando a la gente. Son las criaturas que lo habitan…, aunque todavía no sepamos si están vivas o muertas.

—Ya hablamos de esto en la sacristía, y creo que llegamos a la conclusión de que ningún ectoplasma posee suficiente corporeidad para realizar ataques físicos —dijo el joven—. En especial ataques capaces de hacer sangrar a alguien, o de asfixiarle casi…

—Entonces, ¿de qué estamos hablando? —preguntó Veronica mirando a su tío—. ¿Lo que hay en el río son fantasmas? ¿Cadáveres reanimados? ¿Monstruos de los pantanos?

—No lo sé —reconoció el profesor—. La verdad es que todo esto suena algo ridículo.

—Me alegro de que lo admitas, porque me estaba empezando a sentir como una atea en medio de una comunidad de creyentes. En comparación con lo que habéis estado haciendo en Nueva Orleans, mis investigaciones han resultado bastante prosaicas, pero puede que os interese saber unas cuantas cosas que he descubierto sobre los Vandeleur.

Veronica se levantó de la cama para entreabrir los cristales, dejando que la brisa acariciara las lágrimas de cristal de la araña suspendida sobre sus cabezas. Les habló de cómo había convencido a Archer de que la acompañara al trastero, de su extraordinario contenido y de la colección de retratos que había encontrado detrás de un diván. Como había imaginado, la noticia de que Viola Vandeleur había tenido dos hermanos llamados Philippe y Muriel dejó pasmados a su tío y a Oliver. Lionel y la señorita Stirling, por su parte, confirmaron lo que estaba diciendo: eran los mismos nombres que habían leído en las losas del panteón. Cuando acabaron de hablar, Alexander guardó silencio un instante.

—Me temo que esto puede suponer una vuelta de tuerca al asunto. ¿Significa que hemos estado equivocados todo el tiempo? La mujer que aparecía en aquella fotografía junto al capitán, la que sirvió de modelo al mascarón… ¿se llamaba Muriel Vandeleur?

—No hay manera de saberlo —contestó Lionel, incorporándose un poco sobre los almohadones—. Con las pistas que tenemos ahora mismo, solo podemos hacer conjeturas. ¿Qué decían exactamente los periódicos que consultaste en el Oceanic, Twist? ¿Recuerdas si aparecía su nombre?

—Creo que no —contestó Oliver, aunque no parecía muy convencido—. El último día que pasamos a bordo regresé a la biblioteca para copiar esas noticias, así que podría ir a por mi cartapacio para asegurarme…, pero me parece que lo primero que encontré sobre la señora Westerley en el Evening Delta era que antes se la conocía como Vandeleur. Y en el artículo en el que hablaban de cómo había ardido la plantación, la misma noche en que se hundió el Perséfone, decían que durante mucho tiempo estuvo desaprovechada y que consiguió remontar de nuevo gracias a Viola, la heredera del anterior propietario…

—Pero eso no quiere decir que las dos mujeres de las que hablaban fuesen la misma —le recordó Veronica—. Hemos sido nosotros quienes siempre lo hemos dado por hecho.

—Y si se parecían tanto, el asunto se complica aún más. ¿Crees que eran gemelas? —preguntó Alexander.

—No, tío, Viola era mayor. Unos cuatro o cinco años, según los retratos. En el que aparecían con Philippe Vandeleur era una mujer adulta de unos veinte, más o menos como yo, mientras que Muriel seguía siendo casi una adolescente. Y eran idénticas, sí, pero porque en ese momento posaban vestidas de una manera muy parecida…

—Y del tal Philippe no sabemos nada —comentó Lionel—. Nadie nos ha hablado de él.

—Debió de morir antes, si es cierto lo que decía el Evening Delta de que Viola se convirtió en la heredera de la familia. De lo contrario, aún en el supuesto de que fuera más joven, le habrían correspondido todos los bienes de los Vandeleur por ser un varón.

—Esta tarde pude fijarme en las fechas registradas en el panteón —susurró la señorita Stirling, tan de improviso que los cogió por sorpresa—. Sus padres murieron en mil ochocientos cincuenta y tres, y Philippe tres años más tarde, en mil ochocientos cincuenta y seis… y Muriel un año antes que su hermana, en mil ochocientos sesenta y uno.

—Eso despeja las dudas —contestó el profesor—. Si Muriel murió un año antes del naufragio y el incendio de la plantación, la que se casó con el capitán tuvo que ser Viola.

—¿Y quién ha dicho que la mujer del capitán no muriera antes de que lo hiciera él?

—Archer —dijo Veronica de repente—. Cuando entramos en el trastero me contó que habían encontrado a Viola Vandeleur carbonizada en la antigua biblioteca, abrazada a su vientre como si tratara de proteger a su hijo. Claro que —añadió en un tono de voz más displicente—, teniendo en cuenta lo poco que le importan a ese hombre las cosas que no tengan que ver con sus negocios o con sus apetitos, yo no me fiaría de su testimonio.

—La fotografía que les enseñé en Caudwell’s Castle del capitán Westerley y de su esposa estaba fechada en mil ochocientos sesenta y uno —recordó la señorita Stirling, cruzándose de brazos—. Por supuesto, cabe la posibilidad de que, si era Muriel, falleciera a los pocos meses, de ahí la fecha de su sepultura. En ese caso la Viola que murió en el incendio un año más tarde solo tendría relación con el capitán por ser su cuñada, la hermana de su difunta esposa.

—Pero entonces, ¿de quién era el hijo que Viola estaba esperando? —quiso saber Oliver.

Tuvieron que callarse cuando la puerta se volvió a abrir y el camarero regresó con una palangana y un pequeño botiquín. Veronica se puso manos a la obra, sentándose de nuevo junto a la cabecera de Lionel para comenzar a limpiar la herida de su costado con agua y jabón antes de empapar un algodón en yodo.

—Supongo que ahora que estamos aquí —siguió diciendo Alexander después de que se marchara el camarero— tendremos más posibilidades de descubrir qué pasó realmente entre William Westerley y los Vandeleur. Lástima que Archer haya guardado todos esos recuerdos de la familia bajo llave. Nos vendría muy bien hacer otra visita a ese trastero.

Por toda respuesta, Veronica carraspeó de un modo muy expresivo. Su tío la miró.

—¿Se te ha ocurrido alguna manera de convencerle de que nos deje subir también?

—No exactamente. Es solo que —metió la mano en uno de los bolsillos de su falda azul— no importa demasiado que haya cerrado con llave. Soy una mujer muy previsora.

Cuando les enseñó la que había guardado en el bolsillo, todos se quedaron perplejos.

—No me lo puedo creer —se maravilló Oliver—. ¿Conseguiste que te la diera Archer?

—Claro que no. La saqué del manojo de llaves que le dieron en recepción, después de que nos fuéramos del trastero. Me imaginé que podría sernos muy útil, y por lo que veo no me equivocaba. Esta noche puedo regresar cuando todo el mundo se haya metido en la cama; según me dijo el propio Archer, no hay ninguna habitación en la buhardilla.

—No me parece mala idea —admitió su tío—, pero esta vez te acompañaré. No quiero que te metas en más líos por nuestra culpa, Veronica. Lo que has hecho puede volverse en tu contra si Archer lo descubre. Y en ese caso nos echarían de una patada a los cinco.

—Por favor, no sobrevalores a ese tipo —resopló la joven—. Además, mañana tendrá cosas más graves de las que ocuparse, como convencer a un sacerdote y a los Silverstone de que realmente siente algo por lady Lillian cuando les coloquen los grilletes a los dos.

—Sigo sin entender cómo lo has hecho. —Oliver se acercó a Veronica para recoger la llave de su mano—. Si dices que estaba dentro de un llavero, ¿cómo la sacaste de ahí?

—Bueno, Archer se lo había guardado en el bolsillo del pantalón después de cerrar.

—¿Cómo que en el pantalón? ¿Es que ahora resulta que estás hecha una carterista?

—Oliver, en serio, sabes que te adoro, pero a veces eres más inocente que un chiquillo. ¿De verdad que no se te ocurre cómo conseguí acceder a su pantalón?

Lionel dejó escapar una risotada, hundido aún en los almohadones. Oliver se puso tan rojo cuando comprendió lo que quería decir Veronica que ella chasqueó la lengua.

—Creía que habrías espabilado un poco a juzgar por el ruido que metéis Ailish y tú cada noche debajo de mi ático, pero veo que necesitas unos años más de matrimonio…

—No me puedo creer que te hayas atrevido a hacer algo así —profirió Alexander con los ojos clavados en su sobrina—. ¿Te has entregado a ese hombre a cambio de una llave?

—Eso suena realmente anticuado, tío —repuso Veronica—. Pero no, no lo he hecho, si es que te preocupa tanto. Lady Lillian me parece demasiado buena persona para participar en un engaño semejante. Además —añadió con desenvoltura—, hay muchas cosas que una puede hacerle a un hombre sin pantalones para distraerle durante unos minutos…

—Creo que no quiero saber más —murmuró Alexander, pasándose una mano por la frente con cansancio—. Si sigues contándome más cosas acabaré abofeteando a ese tipo.

—Descuida, a mí tampoco me apetece recordarlo.

En algún recodo del pasillo, un reloj desgranó diez campanadas. Veronica guardó en el botiquín el yodo y las tijeras con las que había cortado una tira de gasa y le dijo a Lionel que no se la quitara de la herida durante un rato. Alexander se dirigió hacia la puerta.

—En fin… supongo que lo mejor será que descansemos un poco. Avisaré a otro de los camareros para que nos traiga algo de cenar antes de que nos vayamos a la cama.

—Y yo iré a cambiarme de ropa —añadió Oliver—. Aún sigo calado hasta los huesos.

Su rostro había vuelto a mostrar la misma preocupación que lo había embargado después de hablar con lady Silverstone, ahora que la tensión producida por el extraño encuentro en el embarcadero se había atenuado. Salió del cuarto sin decir nada más y Alexander hizo lo mismo. La señorita Stirling se disponía a seguirles cuando pareció dudar un instante. Se volvió hacia la cama de la que Veronica se estaba levantando en ese momento, y a Lionel le sorprendió, al volver la cabeza hacia ella, que una persona tan segura de sí misma pudiera mostrar un aspecto tan vulnerable.

—¿Seguro que estarás bien? —le preguntó a media voz. Esta vez él no fue el único que la miró con sorpresa; Veronica también lo hizo—. ¿No deberíamos avisar a un médico?

—No ha sido más que un arañazo —contestó el joven, confundido—. Nada por lo que haya que preocuparse. Probablemente mañana ni siguiera tenga que recurrir a las gasas.

—Pero no sabemos con qué te han herido. Ni siquiera hemos visto si esos… esos hombres empuñaban alguna clase de arma. Cuando me agarraron me pareció que tenían las manos desnudas, pero… ¿qué uñas son tan afiladas para hacer arañazos así?

Veronica cruzó con Lionel una mirada incrédula antes de retirarse discretamente hacia la puerta de la habitación, donde se apoyó para contemplar los cuadros del pasillo.

—En serio, Stirling, no ha sido más que un susto —volvió a decir Lionel cuando los dejó solos—. Tengo muchas cosas que echarte en cara esta noche, pero haberme puesto en peligro por ayudarte no es una de ellas. ¿Crees que podría dejar que te ahogaran en el Mississippi antes de ajustar todas las cuentas que seguimos teniendo pendientes tú y yo?

Ella no pudo reprimir una sonrisa, aunque enseguida volvió a ponerse seria. Dio unos pasos hacia la cama pero se detuvo al pisar algo pequeño y duro. El chaleco y la camisa que Veronica le había quitado a Lionel seguían tirados en la alfombra, y de uno de los bolsillos se había escapado un diminuto objeto metálico que la señorita Stirling se agachó para recoger. Cuando comprendió que se trataba de una bala se quedó de piedra.

—Esta bala… es del mismo calibre que Carmilla… —Y entonces lo miró a los ojos sin poder creérselo—. ¿La has llevado contigo desde lo que ocurrió en el Valle de las Reinas?

Lionel abrió la boca para darle una respuesta ingeniosa, pero la mente se le había quedado en blanco. Los dedos de la señorita Stirling se curvaron lentamente en torno a la bala.

—Lo siento —le dijo con voz entrecortada—. De verdad. Todo. Lo siento mucho todo.

Cogió la mano de Lionel y dejó la bala en su palma antes de cerrarle los dedos. Y entonces se dio la vuelta y se marchó en silencio de la habitación, arrastrando los restos de su vestido sobre la alfombra del corredor. Cuando se hubo marchado, Veronica volvió a entrar con el ceño fruncido. Se sentó de nuevo en la cama, al lado del perplejo Lionel.

—¿Y a lady Lunares qué mosca le ha picado? ¿Desde cuándo tiene tan buen talante?

Lionel no contestó. Hizo desaparecer la bala entre las sábanas antes de que su amiga la viera; aún no le había contado a nadie que la señorita Stirling había tenido algo que ver con la herida de su hombro y aquel no parecía un buen momento para hacerlo.

Por desgracia, Veronica le conocía demasiado bien. Sacudió la cabeza con pesar.

—Ya veo. Al final ha acabado sucediendo. Tenía esperanzas de que aún faltara un poco más, pero no contaba con sus encantos, ni con tu fascinación por las misiones imposibles.

—¿De qué demonios hablas? —preguntó Lionel, aunque se hacía una idea.

—Lo sabes de sobra. Puedes negarlo delante de mi tío y Oliver, si quieres; puedes negarlo ante ti mismo si eso te hace sentir mejor. —Veronica se agachó para mirarle a la cara—. Pero a mí no trates de hacerme creer que no te has enamorado de ella.

Por segunda vez en un minuto, Lionel abrió la boca para negarlo…, pero no pudo hacerlo. Tuvo que guardar silencio mientras Veronica, suspirando con resignación, le besaba en la frente antes de marcharse también del dormitorio. Al quedarse solo supo lo que tenía que haberle dicho a la señorita Stirling cuando le dio la bala, lo que más le dolía por ser la verdad: «Era lo único que me quedaba de ti».