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—La casa fue una de las primeras construidas en Polstead Road —explicó la anciana con orgullo—. Durante mucho tiempo perteneció a mi hijo mayor, el que combatió con el Quinto Regimiento de Fusileros de Northumberland en Maiwand, aunque apenas tuvo tiempo para dejarse caer por aquí. Podría decirse que el edificio está sin estrenar, pero prefiero que lo comprueben ustedes mismos. Acompáñenme al piso de arriba; seguro que les gustará.

Empezó a subir con grandes esfuerzos la escalera adosada a una de las paredes del recibidor, y los dos jóvenes la siguieron cogidos de la mano. Formaban una hermosa pareja, de eso no había duda; ella era pequeña, delicada y rubia como un hada, y él tenía el pelo castaño y curiosamente largo, recogido en una coleta. Pasaron delante de una vidriera por la que se derramaba la luz del sol, moteada y danzante por el movimiento de las ramas de los árboles que envolvían Polstead Road como una campana de cristal.

—Está todo como lo dejó mi Alfred cuando tuvo que marcharse a Afganistán. Fue una suerte que la herida de la pierna no le dejara inválido, pero como desde entonces no puede subir más de cuatro peldaños, ha tenido que trasladarse con mi nuera y mis nietos a la planta baja de la casa que tenemos el señor Murray y yo al otro lado de la calle. Nos hemos asegurado de que todo siga estando a punto, y vigilamos el agua corriente y el estado de las chimeneas cada año. Vengan por aquí, les enseñaré los cuartos…

La señora Murray atravesó el rellano del primer piso para abrir una de las puertas. Daba a una habitación pequeña pero tan luminosa como las demás, con muebles de palo de rosa que relucían al sol. Paseó a su alrededor una mirada entre satisfecha y nostálgica.

—Esta era nuestra antigua sala de estar. Se encuentra orientada al sur, por lo que siempre resulta cálida, incluso en las noches más frías del invierno. Además, cambiamos los muebles hace poco y apenas han sido usados. La verdad es que está como nueva…

—Es preciosa —susurró Ailish con los ojos brillantes—. Una habitación de ensueño.

Dio unos cuantos pasos por la sala, girando sobre sus talones mientras se quitaba con disimulo los guantes que llevaba puestos a pesar de estar en primavera. A Oliver, apoyado en el marco de la puerta, le costó contener una sonrisa cuando la vio rozar con los dedos el respaldo de uno de los divanes, y más tarde la chimenea adornada con figuras de porcelana. La expresión emocionada que había aparecido en su rostro le hizo comprender qué pensaba de la habitación, o mejor dicho, qué le parecían los recuerdos adheridos a los muebles como si se tratara de una segunda capa de barniz.

—¿Cuántos dormitorios hay exactamente en este piso? —siguió diciendo su esposa.

—Ese de la izquierda es el principal, y al otro lado de la sala de estar se encuentra el cuarto de juegos desde el cual se accede a los de los niños. —La señora Murray señaló con un índice regordete en aquella dirección—. En ellos hay espacio para tres camas, pero si en alguna ocasión necesitaran más podrían acondicionar una pequeña habitación que cuando vivíamos aquí solía ocupar la niñera. Lo digo más que nada —añadió locuazmente mientras hacía un gesto con la barbilla en dirección a Ailish— para que no se agobien en el momento en que empiecen a darle hermanitos. ¡Aún tienen muchos años por delante!

La joven se echó a reír. Al volverse hacia Oliver, el contraluz acentuó la pronunciada curva de su vientre e hizo que sus cabellos rubios brillaran como un halo a su alrededor.

—¿Qué piensas tú, mi amor? ¿Será un buen lugar en el que criar a nuestra prole?

—Será exactamente lo que hemos imaginado —contestó él—. No tengo ninguna pega que ponerle al edificio, y la zona me parece perfecta para vivir en paz. Además, no queda lejos del centro de Oxford; como mucho tardaremos quince minutos en llegar allí.

Ailish asintió. Se volvió hacia la propietaria cruzando las manos sobre su vientre.

—Creo que los dos nos hemos enamorado de Polstead Road, señora Murray. Pero si no le importa nos gustaría acabar de ver la casa antes de darle una respuesta definitiva…

—¡Por supuesto que sí! —corroboró la anciana—. ¡Tómense todo el tiempo que quieran para hacerlo! No se apuren por mí; no tengo nada más de lo que ocuparme esta mañana.

Ailish guardó los guantes en una de las mangas de su vestido violeta de popelín y se dirigió hacia la habitación de la izquierda, que la señora Murray acababa de señalar como el dormitorio principal. Ella aprovechó para acercarse a Oliver y susurrarle:

—Su esposa es una criatura encantadora, señor Saunders. Una auténtica preciosidad.

—Sí que lo es —sonrió él sin poder disimular una pizca de orgullo—. Es lo mejor que me ha sucedido en la vida, se lo aseguro. Me encanta verla tan emocionada.

—¿Y cuándo esperan que se produzca el feliz acontecimiento? ¿Falta mucho aún?

—Casi dos meses. Nos enteramos horas antes de la última cena de Nochebuena, así que se imaginará cómo fue aquella celebración para nosotros. Una velada para recordar.

Realmente no lo decía por decir; seguía recordando cada uno de los momentos compartidos con su esposa y sus amigos aquella Nochebuena. Recordaba cómo la cocinera había soltado un grito de alegría y cómo la señora Hawkins había estado a punto de dejar caer el pavo con compota de manzana y cómo había habido brindis por el pequeño Saunders que estaba por venir y cómo Veronica, a eso de las doce, había hecho que Ailish se tumbara en un diván para colocar su anillo de casada encima de su vientre, atado al extremo de una serpentina. Todos se mostraron de acuerdo en que se movía en círculos, así que no había ninguna duda: sería una niña. Esto hizo que la felicidad de Oliver alcanzara cotas tan altas que se acabó subiendo al respaldo del diván con Lionel para cantar a pleno pulmón God Rest Ye Merry Gentlemen, hasta que unos vecinos se presentaron en Caudwell’s Castle protestando porque el barullo les impedía concentrarse en sus oraciones. Y la noche había acabado como todas las de su nueva vida, con Ailish acurrucada contra su pecho y los dedos de Oliver enredándose en sus cabellos desordenados por el amor…

Tuvo que hacer un esfuerzo por abandonar esas ensoñaciones cuando se dio cuenta de que la señora Murray seguía mirándole de hito en hito con una expresión muy peculiar.

—Le pido perdón si lo que voy a decir le parece una inconveniencia, pero me estaba preguntando… ¿no será usted ese Saunders, el autor de Tu nombre después de la lluvia?

De repente comprendió por qué se había entusiasmado tanto al abrirles la puerta.

—Pues… pues sí, soy yo. No imaginaba que pudiera haber leído usted mi novela…

—¡Tres veces! ¡Oh, le habría reconocido en cualquier parte, pero al mismo tiempo no podía creer que realmente fuera usted! ¡Oliver Saunders comprando nuestra casa!

Él casi llegó a sonrojarse. Después de casi un año seguía sin saber cómo reaccionar en momentos así, de modo que se limitó a sonreír a la señora Murray y a escuchar cómo su querido Alfred se había convertido en ferviente admirador suyo y su único nieto varón, un lector empedernido de catorce años, también adoraba su novela.

—Y a mi nieta Emily le pasa lo mismo, pero en su caso, claro, es distinto, porque primero lo conoció a usted a través del Oxford Times y cuando comenzó con Tu nombre después de la lluvia ya sabía lo joven que era y cuál era su aspecto, y perdone que sea tan sincera, pero la verdad es que es muy apuesto, mucho más en persona. ¡No me extraña que Emily haya llenado una caja con todas sus fotografías aparecidas en la prensa! ¡Ya verá cuando le cuente que ha venido a visitarme, no va a querer moverse de aquí!

Oliver sintió pánico de repente. ¿Dónde estaba Ailish cuando más la necesitaba?

—Esa historia de la banshee es lo más escalofriante que he leído nunca, sobre todo teniendo en cuenta lo que contaba usted en el prólogo, lo de que realmente existía una criatura como esa en el pueblo irlandés en el que conoció a su esposa. ¿Eso quiere decir que todo lo que cuenta en su novela pasó en la realidad? ¿Sucedió igual que en el libro?

—Bueno… —Oliver esbozó una sonrisa, confiando en que no se notara demasiado su incomodidad—. Ya sabe lo que suele decirse de los escritores: uno nunca puede tomarse en serio sus declaraciones. Preferiría guardarme la verdad para mí.

—Ah, ya lo entiendo. —La señora Murray le guiñó un ojo—. Son como los magos que nunca aceptan revelar sus trucos. Hace usted muy bien, aunque confío en no tener que esperar demasiado para leer otra historia suya. ¿Tiene algo entre manos ahora mismo?

—Algo hay… unas cuantas ideas, pero aún no he podido… ¿le importaría que me reuniera con mi mujer y dejáramos esta conversación para más adelante? —Oliver dio un paso en la dirección en que había desaparecido Ailish—. Me parece que le haría ilusión que acabáramos de recorrer juntos la casa. Está tan emocionada con la idea de comprarla…

—¡Claro que sí! Por Dios, perdóneme, si es que soy una cotorra. Vaya, vaya con ella, y no tengan prisa en darme una respuesta. Con estas decisiones no hay que precipitarse.

La buena mujer regresó al piso de abajo haciendo ondear la cinta que le colgaba del bonete. Oliver esperó a que desapareciera para entrar en el dormitorio, donde encontró a Ailish subida encima de una enorme cama que ocupaba casi por completo uno de los lados de la habitación. Había dejado los zapatos junto al tocador para recorrer con las manos los postes que sostenían el baldaquino, adornado con unas cortinas de color crema. Se le escapó una sonrisa al darse cuenta de que, por mucho que hubieran cambiado las cosas en los dos últimos años, seguía siendo la misma criatura de cuento de hadas que había abandonado la Isla Esmeralda para convertirse en su esposa.

Todavía se le aceleraba la respiración al recordar cómo habían subido la escalera de la pequeña posada de Dores en la que pasaron la luna de miel. Todas las inquietudes que los habían acompañado en el tren hacia las Tierras Altas se desvanecieron como la espuma cuando por fin cerraron la puerta de la habitación y se arrojaron el uno en brazos del otro, avanzando a tientas hasta caer en la cama que convertirían en su santuario durante los siguientes días. Antes de emprender el viaje, Lionel le había estado tomando el pelo dándole toda clase de consejos que, tal como Oliver había sospechado, demostraban que en el fondo no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Lionel sabía tanto de lo que podía llegar a pasar más allá de la piel entre un hombre y una mujer como alguien que no ha cuidado más que de un cactus de las flores tropicales más esplendorosas del Amazonas.

La verdad era que no vieron gran cosa de las Tierras Altas, y cuando Alexander les preguntó a su regreso a Oxford qué les habían parecido aquellos paisajes tan bellos, no supieron muy bien qué decir. El paisaje que Oliver se había dedicado a recorrer día tras día durante su estancia en el norte no tenía nada que ver con las montañas en las que su amigo le había recomendado fijarse «por si alguna vez se te presenta la oportunidad de describirlas en un relato». En cualquier caso, no tardaron en comprender que aquella nueva vida que acababan de empezar juntos prometía estar plagada de maravillas, y la primera apareció unos cuantos meses más tarde encarnada en un amigo al que Alexander había invitado a cenar con la esperanza de que sucediera lo que efectivamente sucedió.

Se trataba de un antiguo compañero de estudios del Magdalen College que se había convertido recientemente en responsable de una pequeña editorial. Había quedado fascinado por el relato de la banshee que Oliver había escrito para el periódico Dreaming Spires, y el profesor pensó que por una vez merecía la pena quebrantar el anonimato de sus colaboradores si gracias a eso podía aprovechar una buena oportunidad. Ocho meses más tarde aparecía en las librerías Tu nombre después de la lluvia, la novela en la que se relataban sus aventuras en Irlanda, que, para orgullo de sus amigos y de Ailish y perplejidad de Oliver, causaron sensación entre los lectores.

Curiosamente, los halagos que a cualquier otra persona se le podrían haber subido a la cabeza no tuvieron el menor efecto en él. Había cosas mucho más apremiantes que reclamaban su atención por entonces, y entre ellas estaba el hecho de que por fin podía convertirse en la clase de esposo que le habría gustado ser para Ailish. Oliver había pasado siete años encerrado en un cuarto diminuto del Balliol College, trabajando en la redacción de un Diccionario de Proverbios Latinos que había llegado a odiar con toda su alma porque lo apartaba de lo que siempre había querido hacer: ganarse la vida con su imaginación. Ahora el momento había llegado, y también la oportunidad de dejar la casa en la que los Quills los habían acogido para construir por fin su propio nido.

Mientras observaba cómo Ailish recorría con las manos desnudas la estructura de la cama de matrimonio de la casa de Polstead Road se preguntó, no por primera vez, qué había hecho de bueno para que la vida le recompensara de tal manera. Era más de lo que podía ambicionar un niño huérfano que nunca había conocido a sus padres; mucho más de lo que él mismo se había atrevido a soñar incluso en sus momentos más optimistas.

—Limpia —proclamó Ailish cuando Oliver entornó silenciosamente la puerta para que la señora Murray no pudiera oír lo que decían—. Completamente limpia, y plagada de vibraciones positivas. Los Murray deben de ser una buena familia; todo es luminoso aquí.

—¿Así que realmente te has enamorado de esta casa? —preguntó Oliver, sonriendo.

—Ha sido amor a primera vista; te lo dije nada más empujar la puerta del jardín. Y lo mejor es que creo que a esta casa también le caemos bien. Ha visto muchas cosas en los últimos años, pero muy pocas han sido tristes, y ninguna traumática. Es como la señora Murray: una anciana sonriente que huele a miel, pan recién hecho y ropa limpia.

Se acercó a otro de los postes de la cama, caminando sobre el colchón, y desató la cortina para extenderla entre las manos. Los rayos de sol que se colaban por entre los visillos de la ventana arrancaron unos destellos mórbidos a los adornos del estampado.

—Me gustaría que el dosel y las cortinas fueran azules, como los que tenía en mi antigua casa…, pero supongo que ya habrá tiempo de cambiar esas cosas. Veronica podría pintarnos unos paisajes irlandeses para las paredes, y cada mañana llenaremos de flores los jarrones que pondremos sobre esa cómoda… Y justo aquí —alargó una mano hacia el centro del dosel— colgaré muérdago como en la última Nochebuena, ¿te acuerdas de eso?

—¿Cómo no iba a acordarme? Es increíble lo rápido que pasan los meses; parece que fue ayer cuando me diste la noticia.

—Cuando queramos darnos cuenta tendremos a la niña con nosotros. Y en cuestión de un segundo echará a correr por el jardín, se empezará a recoger el pelo, se enamorará…

—No mientras yo pueda impedirlo. ¡Hay demasiados Lionels sueltos por el mundo!

Ailish se echó a reír. Volvió a atar la cortina y bajó con cuidado del colchón.

—Te he oído charlar con la señora Murray. ¿Habéis estado hablando de la niña?

—Al principio sí…, pero después —Oliver bajó aún más la voz— se puso a contarme que toda su familia ha devorado mi novela y que tiene una nieta loca que ha recortado fotografías mías de los periódicos y las ha metido en una caja. Me parece estupendo que te hayas enamorado de esta casa, pero si eso implica tenerla merodeando por el jardín…

Tal como sabía que sucedería, Ailish se echó a reír de nuevo. Rodeó con la mano uno de los postes para girar a su alrededor, dejándose caer con dramatismo sobre la cama.

—Y esto es lo que me espera a partir de ahora, señoras y señores. Toda mi vida he estado soñando con convertirme en pintora, escritora, compositora… y al final acabaré pasando a la historia como la esposa de un escritor de éxito, no como una artista por derecho propio.

—Me da lo mismo que acabemos pasando a la historia o no —le aseguró Oliver en un tono de voz mucho más serio—. Lo único que me importa es que seas feliz.

Ailish alzó la cabeza para mirarle. Una sonrisa inundó de luz sus ojos plateados.

—Siempre lo soy —le susurró—. Contigo a mi lado todo el tiempo… ¿cómo no serlo?

Dio unas palmaditas sobre la colcha para que se tumbara a su lado, y Oliver no se hizo de rogar. Durante un rato se quedaron mirando el dosel que había sobre sus cabezas con las manos enlazadas, oyendo cómo la señora Murray abría la puerta de la casa y salía al jardín para hablar con una vecina que pasaba en aquel momento por la calle. Era una zona mucho más tranquila que la de Caudwell’s Castle; casi podría decirse que los únicos ruidos, aparte del parloteo de las dos ancianas, eran los de los pájaros que habían construido su hogar en las ramas de los árboles que acariciaban los cristales de la casa.

—Así que, señora Saunders, esta es la cama en la que le haré el amor a partir de ahora…

—Eso parece, señor Saunders. Aunque encuentro muy improcedente que me hable de ese modo. Casi me ha hecho ruborizarme como si volviera a ser una ingenua colegiala.

—Aún no ha llegado el momento de que te ruborices. Cuando por fin tengamos las llaves en nuestro poder, y hayamos reformado esta casa a nuestro gusto, y estemos los dos solos aquí… —Se volvió hacia ella, y Ailish también lo hizo, dirigiéndole la clase de mirada traviesa que siempre le hacía perder los papeles—. Entonces nos encargaremos de inaugurar nuestro hogar en condiciones —siguió susurrando—. Con un acto memorable.

—Me temo que ese acto tendrá que esperar —contestó Ailish divertida, agarrando una mano de Oliver para colocarla sobre su abultado vientre—. Por mucho que te empeñes en decir que sigo siendo hermosa incluso embarazada… parezco una ballena.

—Menuda tontería. Nunca te había brillado tanto el pelo, ni la piel. Estás preciosa.

—Pero no deberíamos molestar tanto a la niña. Creo que ha llegado el momento de tomarnos las cosas con más calma. No quedan más que dos meses para que nazca… y a fin de cuentas tenemos toda la vida para estar juntos. Seguro que merecerá la pena esperar.

Oliver refunfuñó, pero no pudo dejar de darle la razón. Como si se hubiera dado cuenta de lo que estaban diciendo, algo se movió de repente debajo de sus dedos. Algo demasiado parecido a un diminuto pie que se estiraba en la oscuridad, tensando la tela violeta que cubría el vientre de Ailish. Oliver se incorporó de inmediato sobre la cama.

—¿Lo has notado? ¿Has sentido cómo se movía? ¡Casi he podido agarrarle el pie!

—Claro que lo he hecho —rio Ailish—. Se pasa las mañanas así, y solo se calma cuando me siento a pintar en la escuela de arte con Veronica. Creo que quiere ser acuarelista.

Pero Oliver no la estaba escuchando. Cada vez más maravillado, siguió mirando cómo aquella pequeña protuberancia se volvía a hacer visible, se encogía sobre sí misma y finalmente desaparecía entre los pliegues del vestido. Entonces volvió a posar sus ojos en los de Ailish, sacudiendo la cabeza como si aún no fuera capaz de procesar lo que ocurría.

—¿Cómo puedes decir que esto no es hermoso? —le preguntó en voz baja, y movió la mano de arriba abajo para señalarla, de los pies a la cabeza—. Toda tú, tal como estás ahora mismo…

En lugar de responderle, Ailish le agarró por los hombros para atraerle más hacia sí. Oliver se colocó sobre ella, apoyándose en los codos, y no se hizo de rogar: juntó su boca con la de Ailish en aquel contacto que en los últimos dos años se había convertido en algo tan familiar para él como el latido de su propio corazón.

Pero era la primera vez que sentía que aquel círculo mágico de protección se había ampliado, que ahora había tres personas dentro en vez de dos. Cuando Ailish se apartó pasados unos segundos se dio cuenta de que se le habían humedecido los ojos.

—Y ahora, señor Saunders, vuelva abajo con la señora Murray y dígale que sí. Dígale que queremos esta casa y que queremos también la vida que nos espera en ella.