6
Casi era noche cerrada cuando dieron por zanjada la velada en Caudwell’s Castle y la señorita Stirling, satisfecha con el resultado de la entrevista, se despidió de ellos para enviar un telegrama a su patrón desde el hotel Randolph informándole de que finalmente el profesor Quills había aceptado hacerse cargo de la investigación. Alexander, a pesar de su reticencia inicial, había acabado reconociendo que probablemente merecería la pena, y Veronica también lo había hecho, aunque a regañadientes. Oliver no lo tenía tan claro.
—Nueva Orleans está demasiado lejos —protestó cuando los Quills le preguntaron si pensaba acompañarles—. ¡No se puede planificar un viaje como este en cuestión de días!
—Eres un exagerado. Ni que fuera una vuelta al mundo como la de Phileas Fogg…
—La propia señorita Stirling nos ha dicho que son seis días en barco hasta Nueva York y otros tres en tren hasta Nueva Orleans —insistió Oliver, sacudiendo la cabeza—. Me parece estupendo que os embarquéis en esta aventura; tú has acabado de corregir por fin los exámenes del curso, y si Veronica puede prescindir de esa exposición de la Royal Academy, no hay nada más que decir. Pero yo no puedo dejar sola a Ailish en su estado.
—Aún faltan dos meses para que dé a luz —le tranquilizó ella—. ¡No puedes tardar tanto en hacer lo que se espera de ti en Nueva Orleans! Y de cualquier modo, si las cosas se alargaran demasiado, siempre podrías regresar a casa antes que los demás…
Oliver seguía debatiéndose en la duda. Ailish se levantó del diván para rodear la cintura de su esposo con los brazos mientras le decía en voz baja:
—Puede que no se trate solamente de un artículo para el Dreaming Spires. Puede que con el paso del tiempo se convierta en algo más. Un barco hundido durante la guerra de Secesión, tripulado por las almas en pena de quince soldados que todavía no han logrado alcanzar la paz… ¿No crees que es un argumento evocador para una novela?
—Me parece muy de tu estilo —coincidió el profesor—. Tu próximo éxito tras publicar Tu nombre después de la lluvia. ¿Tú qué dices, Lionel?
Pero hacía tiempo que Lionel se había marchado de la casa, tan sigilosamente que Veronica fue la única que se dio cuenta. Esperó agazapado tras la verja del jardín a que la señorita Stirling se alejara a pie por Saint Aldate’s y después echó a caminar detrás de ella, procurando escoger las zonas más sombrías de la calle para que no reparara en él si se le ocurría darse la vuelta. Pero la joven no lo hizo en ningún momento; debía de sentirse demasiado pagada de sí misma después de lo sucedido en Caudwell’s Castle para sospechar que alguien pudiera estar siguiéndola. Dejó atrás la Torre de Carfax, subió por Cornmarket Street, donde se detuvo unos minutos ante el escaparate de una perfumería, y después continuó hasta el hotel Randolph.
La sorpresa de Lionel fue mayúscula cuando se dio cuenta de que no pensaba entrar en el edificio. Pasó de largo ante las ventanas apuntadas por las que se alcanzaba a distinguir una constelación de arañas encendidas y continuó caminando por la avenida al mismo ritmo que antes. Lionel, que acababa de detenerse, confundido, se apresuró a seguirla. ¿Qué demonios se traía entre manos? ¿No había dicho que no podía quedarse a cenar porque tenía que poner un telegrama desde allí?
Incapaz de adivinar qué se le podía haber perdido al norte de la ciudad, en una zona mucho menos populosa, sin restaurantes ni tiendas interesantes, avanzó con el mayor sigilo tras ella durante otro cuarto de hora. En todo aquel tiempo apenas se cruzaron con más transeúntes, y eso le hizo comprender que nunca se le presentaría una oportunidad más propicia para acorralarla. Manteniendo siempre la misma distancia, deslizó una mano dentro de su chaqueta para rozar la pistola con los dedos… aunque no tardó en llevarse una sorpresa aún mayor cuando descubrió qué era lo que quería visitar.
Se trataba del pequeño cementerio de la parroquia de Saint Giles, un triángulo de hierba salpicada de cipreses y de lápidas detrás del cual se extendía el área residencial que Oliver y Ailish habían visitado el día anterior, y más allá de esas casas, la campiña de Oxfordshire. La señorita Stirling se deslizó como una sombra por detrás de la iglesia normanda, desapareciendo como lo habría hecho cualquiera de los fantasmas a los que los vecinos de la zona aseguraban haber visto vagar de vez en cuando por el camposanto.
«Esta es la mía», pensó Lionel, y aceleró el paso para dejar atrás el pequeño muro cubierto de hiedra que rodeaba el recinto funerario. La oscuridad era más densa a cada minuto, por lo que cuando dobló la esquina de la iglesia le costó reconocer lo que tenía ante sí…, pero, desde luego, no había ni rastro de ella. El estrecho sendero salpicado de lápidas que mediaba entre la parroquia y el edificio más cercano estaba desierto.
Extrañado, Lionel se adentró poco a poco en el sendero, mirando con precaución a su alrededor. No entendía cómo le había dado tiempo a salir por el extremo opuesto en los segundos que le había llevado alcanzarla, pero no tardó demasiado en averiguarlo. De repente notó algo duro contra su espalda. Algo demasiado parecido al cañón de una pistola.
—¿Volvemos a las andadas, mi querido enemigo? —la oyó susurrar—. ¿Es que aún no ha aprendido la lección que le enseñé en Egipto?
Antes de que pudiera reaccionar, unos brazos extrañamente fuertes para pertenecer a una mujer lo empujaron contra la pared de la iglesia. Lionel se encontró de pronto con la cara apoyada en los sillares mientras la joven se apretaba contra él para inmovilizarle.
Le había hecho caer en su propia trampa. ¡La muy canalla lo había vuelto a lograr!
—¿Cómo demonios… cómo demonios se ha dado cuenta de que estaba siguiéndola?
—¡Hombres! Siempre pensando que somos incapaces de pasar de largo delante de un escaparate. La perfumería de Cornmarket Street tiene unos espejos magníficos y no me costó nada reconocerle a mis espaldas, aunque estaba convencida de que me seguiría desde que me marché de la casa de los Quills. Es usted realmente incorregible, Lennox.
Al percatarse de que volvía a forcejear se apretó aún más contra su espalda. Las rosas negras que adornaban su sombrero le acariciaron la nuca, y el familiar perfume a sándalo de su cabello lo embriagó de nuevo.
Curiosamente, no fue una sensación tan desagradable como cabría esperar en un momento como ese. Ni tampoco el cosquilleo que le produjo su aliento contra el cuello.
—Supongo que esa pistola —siguió diciendo Lionel, tratando de controlar la ira que subía por su garganta— es la misma con la que me disparó en el Valle de las Reinas.
—También es la que le salvó la vida en un cementerio irlandés. Por cierto, se llama Carmilla, y como ya se habrá imaginado, somos inseparables. ¿Todavía sigue teniendo ganas de jugar conmigo?
—No tantas como antes, y no de la misma manera.
Ella se rio entre dientes, tan cerca de Lionel que estaba seguro de que sus labios pintados de rojo le habían manchado la piel. Cuando por fin dejó de apretarse contra su cuerpo sintió que el aire regresaba poco a poco a sus pulmones, aunque seguía notando el frío mordisco de Carmilla en su espalda mientras se daba la vuelta para mirarla. La señorita Stirling sonreía con genuina diversión, como si todo aquello no fuera más que una broma encantadora; como si no siguiera empuñando una pistola.
—Bien mirado, estaba deseando que llegara este momento. Creo que si no hubiera tomado usted la iniciativa habría sido yo quien le siguiera esta noche.
—No podría haberlo tenido más fácil; ya he visto que las ventanas del Randolph dan directamente al museo Ashmolean —replicó Lionel de mala manera—. Me imagino que se lo habrá pasado en grande espiando mis idas y venidas desde su habitación.
—No se crea tan importante, señor Lennox. Estos días he tenido más cosas de las que ocuparme, aunque reconozco que me ha llamado la atención lo liberal que es con su horario de trabajo. ¿Marcharse a las diez de la mañana y no regresar hasta casi la hora del almuerzo? ¿Qué cree que diría su jefe, el señor Evans, si se enterara de esto?
Lionel le lanzó una mirada tan asesina que ella se rio de nuevo.
—Vamos, parece mentira que no me conozca. Soy tan inocente como…
—Como una serpiente de cascabel, ya se lo dije ayer. ¿Qué diantres quiere de mí?
—Lo mismo que usted de mí. Que hablemos, que aclaremos las cosas. Sabe tan bien como yo que no llegaremos a ninguna parte en nuestra investigación si seguimos desconfiando el uno del otro. —Mientras hablaba se guardó la pistola de cachas de carey y se acercó a la puerta trasera de la iglesia—. Pero un cementerio no es el escenario más adecuado para una conversación así, y además empieza a hacer frío. Será mejor que entremos.
Lionel no tuvo más remedio que seguirla, aunque sin relajar el ceño. El interior de Saint Giles estaba sumergido en la penumbra; dos ancianas rezaban junto a una de las vidrieras que daban al otro lado del cementerio mientras el párroco apagaba una a una las velas que ardían en el altar. La señorita Stirling se sentó sin hacer ruido en uno de los últimos bancos, y Lionel, tras dudar un momento, acabó haciendo lo mismo.
Durante un rato permanecieron en silencio, hasta que la joven dijo en voz baja:
—¿Realmente no va a preguntarme por qué hice lo que hice? ¿Me va a jurar odio eterno sin querer saber siquiera por qué me interpuse en su camino en Egipto?
—¿Qué más necesito saber? A estas alturas reconozco demasiado bien la marca de su patrón. Aunque no imaginaba que le interesaran tanto las tumbas de la XVIII dinastía.
—A mi patrón le interesa cualquier cosa relacionada con lo sobrenatural —le recordó la joven—. Y estará de acuerdo conmigo en que lo que había detrás de una de las paredes de la sepultura de la princesa Meresamenti merecía un puesto de honor en su colección.
—Un espejo que según las antiguas leyendas le había otorgado la belleza con la que volvió locos a todos los hombres del imperio —concluyó Lionel por ella—. Supongo que tiene razón, ¡pero el interés que pueda sentir alguien como él por esa clase de reliquias no le da derecho a servirse de unos vulgares sicarios para tratar de apoderarse de ellas!
La señorita Stirling tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa. Las ancianas que estaban rezando se levantaron de sus reclinatorios y se encaminaron hacia la puerta, con lo que no quedó nadie más que ellos en los bancos de la iglesia.
—De todas las cosas que me han dicho los hombres a lo largo de mi vida, esta es la más original de todas. Vulgar sicario, suena realmente adorable… ¡y tan propio de usted!
—¿Cómo debería llamar a alguien que aparece envuelto en un pañuelo y acompañado por los fellah egipcios que se supone que trabajaban para nosotros? Debo admitir que en un principio pensé que sería uno de esos saqueadores que desde hace siglos habitan en las colinas de Kurna. Reconozco que es realmente buena haciendo su trabajo, ¡pero no puede pretender que después de eso le alargue la mano en son de paz!
—Como si yo fuera la única persona con intenciones poco nobles que había esa noche en el Valle de las Reinas —sonrió ella. Tuvo que bajar el tono de voz cuando el párroco les dirigió una mirada de advertencia desde el altar—. Los dos sabemos que fue el espejo de Meresamenti lo que le condujo en plena noche a la excavación. Nuestro problema se debió a un conflicto de intereses, sencillamente…, y por eso me gustaría que le quedara claro que no fue algo personal por mi parte. No tengo nada en su contra, señor Lennox.
—Vaya, es todo un alivio saberlo. Aunque mi hombro izquierdo no piensa lo mismo.
—Nada aparte del hecho de que estuviera a punto de matarme de un disparo cuando le arrebaté el espejo, y para evitarlo tuviera que adelantarme a usted. No es algo de lo que me sienta especialmente orgullosa, se lo aseguro. Pero no me dejó más opciones.
Lionel hubo de reconocer ante sí mismo que decía la verdad: él fue el primero en enarbolar un arma aquella noche. No obstante, había más cosas por aclarar…
—¿Y qué me dice de lo que ocurrió en Irlanda? Tampoco tenía nada personal contra Archer, y aun así no se detuvo hasta conseguir apoderarse de lo que acababa de adquirir.
—¿Archer? —se burló la señorita Stirling—. ¿Ahora resulta que le caía bien ese tipo?
—Sabe perfectamente que no lo soportaba, y mis amigos tampoco. Pero con lo que he descubierto de usted no me cabe duda de que tuvo algo que ver en… —El párroco dejó escapar un «shhhhh» admonitorio y los dos volvieron a guardar silencio durante un rato. Después Lionel susurró—: ¿Lo que hizo en Irlanda también fue idea de su patrón?
—No exactamente, aunque los resultados fueron los que él tenía en mente, así que ¿qué importa haber tenido que recurrir al engaño para alcanzarlos? Usted mismo acaba de admitir que soy realmente buena en lo mío…, aunque aún no imagina cuánto.
—Pero algún día fracasará. Tarde o temprano, habrá algo que no pueda conseguir, y entonces no le servirán sus engaños ni su talento para la seducción. Acuérdese de lo que le digo.
—Tal vez tenga razón. Pero —añadió ella, curvando los labios en una de esas sonrisas con las que había aparecido en los sueños de Lionel durante los últimos dos años— aún no ha llegado ese momento. Y algo me dice que tampoco llegará cuando estemos en Vandeleur.
—¡Shhhh! —volvió a chistarles el párroco, que ya casi había apagado todas las velas.
—Está muy segura de que conseguirá arrastrar a mis amigos a Vandeleur. Puede que sean más crédulos que yo, pero no son estúpidos. Nunca se dejarían involucrar en su juego sucio; tienen demasiado arraigados sus principios morales. Y le recuerdo que con una palabra mía, un simple comentario sobre lo que hizo en Egipto y en Irlanda…
La señorita Stirling dejó escapar una suave risa. Apoyó un brazo sobre el respaldo del banco mientras se volvía hacia Lionel, tamborileando con los dedos sobre la madera.
—¿Le parece que conocer la verdad le hace tener algún poder sobre mí? ¿Sabiendo que tengo su futuro en la palma de la mano y que puedo hacerlo añicos si se me antoja?
—¿Va a servirse otra vez de Carmilla para igualarme los dos hombros? —le soltó él.
—No necesito una pistola para hacerlo, señor Lennox. Por desgracia para usted, sir Arthur Evans tiene unos principios morales tan inquebrantables como el profesor Quills y el señor Saunders. Están hechos de una pasta muy distinta a la nuestra. ¿Cuánto cree que duraría en su puesto de ayudante del conservador de Ashmolean si alguien le diera a conocer lo que ocurrió en el Valle de las Reinas? No la versión de la Pall Mall Gazette en la que aparece poco menos que como un héroe nacional, sino la auténtica en la que fue contratado por el propio mecenas de la excavación para saquearla por petición suya…
Lionel había oído muchas veces la expresión «helársele la sangre en las venas», pero no había sabido lo que se sentía hasta entonces. Durante unos instantes fue incapaz de reaccionar, y su perplejidad no hizo más que acrecentar la sonrisa de la señorita Stirling.
—Los dos estamos de acuerdo en que sería una lástima, ¿verdad? Pues entonces no me haga tener que empuñar un arma que realmente no me apetece nada usar contra usted.
—Maldita zorra manipuladora —no pudo contenerse Lionel—. ¡Como se atreva a…!
—¡En nombre de Dios, ya es suficiente! —exclamó el párroco de repente, haciendo que los dos se volvieran hacia él. Lo vieron avanzar con cara de pocos amigos y el apagavelas en una mano por entre las dos hileras de bancos—. ¡Esto es un auténtico escándalo! ¡Blasfemando en la casa del Señor, sin ningún respeto por sus feligreses ni…!
La mirada de advertencia que ambos le lanzaron lo acalló en el acto. Sin molestarse en responder, Lionel agarró a la joven por un codo para que se pusiera en pie y salieron con parsimonia al recinto funerario, en el que no se veía a nadie rezando entre las sepulturas. Mientras hablaban la noche había encerrado a la ciudad en su puño y lo único que iluminaba el cementerio eran las estrellas. La señorita Stirling se detuvo en los escalones de la iglesia, recolocando las rosas negras de su sombrero mientras decía:
—Y ahora que lo hemos aclarado todo, supongo que no tiene sentido perder más el tiempo con rencillas del pasado. Le aconsejo que ponga sus asuntos en orden mañana mismo para no tener ningún problema en el Ashmolean. Ya le he dicho lo mucho que me disgustaría que perdiera ese trabajo del que está tan orgulloso por un paso en falso.
—Parece que hablar con usted es como hacerlo con una pared. La única persona con derecho a decidir acerca de mi trabajo soy yo mismo. ¿Qué le hace suponer que…?
—Partiremos de Liverpool muy pronto, así que más vale que deje sus cosas resueltas enseguida. A propósito, espero que no se maree en los barcos porque eso resultaría de lo más embarazoso en un transatlántico…
—No voy a ir con usted —le advirtió Lionel. Ella se volvió sin añadir nada más y se dirigió hacia el pequeño muro que rodeaba el cementerio—. No voy a ir con usted ni a la vuelta de la esquina, ¿me oye? —siguió diciendo en voz más alta—. Por suerte para mi cordura, hace tiempo que ha dejado de tener cualquier clase de poder sobre mí.
—Si está tan seguro de eso, ¿por qué le da tanto miedo tenerme cerca de usted?
Y sonriendo por encima del hombro, la señorita Stirling abandonó el recinto funerario dejando a Lionel de pie en un mar de sepulturas, maldiciendo el día en que se cruzó por primera vez con aquella mujer.