XIII
Después de tomar el té, Ana Fiodorovna invitó a los huéspedes a pasar a la sala; y volvió a ocupar su sitio.
—¿Quiere retirarse a descansar, conde? — preguntó—. ¿Cómo podría, entonces, entretener a mis queridos invitados? –prosiguió tras de una respuesta negativa—. ¿Juega a las cartas?
Hermano, ¿por qué no organizas una partidita…?
—Pero si tú también juegas. Juguemos una partidita todos juntos –replicó el antiguo oficial de caballería—. ¿Quiere, conde? ¿Y usted?
Los oficiales accedieron. Liza trajo un paquete de cartas de su habitación. Solía utilizarlas para averiguar si se le pasarían pronto un flemón a su madre, si regresaría aquel mismo día su tío de la ciudad, si iría a visitarla una vecina, etcétera. Aunque llevaba dos meses en uso, esta baraja estaba más limpia que la de Ana Fiodorovna.
—Tal vez no les interese jugar con poco dinero. Ana Fiodorovna y yo solemos poner medio copeck… Sea como sea, es ella la que nos gana siempre a todos.
—Como ustedes gusten; por nuestra parte, encantados –contestó Turbin.
—Entonces, pongamos un copeck en honor a nuestros queridos huéspedes. A ver si me ganan a mí, que soy una vieja –exclamó Ana Fiodoroovna, arrellanándose cómodamente en el sillón.
«A lo mejor les ganaré un rublo», pensó. Según envejecía, iba aficionándose al juego.
—¿Quieren que les enseñe unos juegos petersburgueses? — prosiguió Turbin—. Son muy entretenidos.
A todos les gustaron mucho aquellos juegos. El antiguo oficial de caballería incluso aseguró que los conocía, pero que se le habían olvidado. Ana Fiodorovna no lograba entenderlos. Cada vez afirmaba que la próxima vez jugaría bien y suscitaba grandes risas cuando, en medio del juego, volvía a equivocarse. Entonces se turbaba ligeramente y decía que aún no se había acostumbrado a esos nuevos juegos. No obstante, se tenían en cuenta sus faltas y se apuntaban sus pérdidas, tanto más cuanto que el conde, que estaba acostumbrado a jugar por todo lo alto, lo hacía con toda serenidad y sin comprender lo que significaban los golpecitos que le daba su compañero por debajo de la mesa, ni los errores que éste cometía.
Liza trajo jalea, mermelada de tres clases y manzanas de Oporto, conservadas por un método especial. Luego, se colocó tras de la silla de su madre y observó a los jugadores. De cuando en cuando, miraba a los oficiales y, sobre todo, las blancas manos de finas uñas rosadas del conde, que echaban las cartas y recogían las ganancias con gran seguridad y elegancia.
Una de las veces, Ana Fiodorovna ganó por casualidad, pero no tardó en volver a perder y esto la inquietó.
—No importa, mamaíta; aún puedes recuperarte –dijo Liza, sonriendo. Quería a toda costa sacar a su madre de esa situación ridícula.
—¡Si al menos me ayudases! –exclamó Ana Fiodorovna, mirando a su hija con expresión de susto—. No sé cómo…
—Tampoco yo sé jugar a esto –replicó Liza, mientras echaba mentalmente la cuenta de las pérdidas de su madre—. ¡Estás perdiendo mucho! No podrás comprarle el vestido a Pimochka si sigues así –añadió en broma.
—Es verdad, así es fácil perder hasta diez rublos de plata –dijo Polozov a Liza, deseando trabar conversación con ella.
—Pero ¿no jugamos con asignados, acaso? — preguntó Ana Fiodorovna, volviéndose hacia todos.
—Ignoro cómo se cuentan los asignados –replicó Turbin—. Mejor dicho, ignoro lo que son los asignados.
—Ahora ya nadie juega con asignados –intervino el tío, que jugaba a golpe seguro y estaba ganando.
Ana Fiodorovna mandó que sirvieran un refresco. Después de beber dos copas, se puso muy colorada; y, desde ese momento, pareció que ya nada le importaba. Ni siquiera se preocupó de arreglar un mechón de cabellos grises que le asomaba por debajo de la cofia. Sin duda, se figuraba haber perdido millones y hallarse en una situación sin salida. El corneta daba, cada vez más a menudo, golpecitos a Turbin, que apuntaba las pérdidas de la vieja.
Cuando acabaron, Ana Fiodorovna se esforzó en aumentar las pérdidas de los demás y en fingir que se equivocaba en los cálculos, pero al fin se vio obligada a reconocer que había perdido una cantidad enorme.
—Resultarán nueve rublos, ¿verdad? –preguntó repetidas veces sin entender el alcance de lo que había perdido hasta el momento en que su hermano le explicó que eran treinta y dos rublos en asignados y que debía pagarlos sin remedio.
Sin contar lo que había ganado, el conde se levantó y, acercándose a la ventana junto a la cual Liza sacaba de un tarro setas saladas para la zakuska, empezó a hablar con ella del tiempo, con toda naturalidad, cosas que no había logrado en toda la velada.
Mientras tanto, el corneta estaba en una situación violenta. Ana Fiodorovna se mostró seriamente enfadada en cuanto se hubo separado de ella Liza, que había sostenido su buena disposición de ánimo.
—Es violento el haberle ganado a usted –dijo Polozov, por decir algo.
—Yo no sé jugar a estos juegos tan raros. Dígame: ¿cuánto resulta en asignados?
—Treinta y dos rublos, treinta y dos cincuenta –repitió el antiguo oficial de caballería, que tenía deseos de bromear porque él también había ganado—. Venga ese dinero, hermana…
Venga ese dinero…
—Te lo daré; pero no me volverás a coger en otra. ¡No podré recuperar esa cantidad en toda mi vida!
Ana Fiodorovna se fue a su habitación con sus andares balanceantes y volvió de allí con nueve rublos. Pero, gracias a la insistencia de su hermano, acabó pagando lo que debía.
La habitación en la que habían puesto la mesa para cenar estaba iluminada por dos velas.
Las llamas vacilaban impulsadas por la cálida brisa de la noche de mayo. También entraba claridad por la ventana que daba al jardín, aunque era muy distinta. La luna casi llena iba perdiendo su matiz dorado y, al remontarse por encima de la copas de los tilos, iluminaba vivamente las tenues nubecillas. Croaban las ranas en el estanque, que se veía a través del follaje de la alameda, iluminando por un lado por los rayos de la luna. En un arbusto de lilas, al pie de la ventana, revoloteaban unos pajarillos.
—¡Qué tiempo tan hermoso! –exclamó el conde, al acercarse a Liza; y se sentó en el alféizar de la ventana—. Me figuro que paseará mucho…
—Por las mañanas, a eso de las siete, suelo recorrer toda la finca, y aprovecho para dar un paseo con Pimochka, la niña que ha recogido mamá –contestó Liza, sin la menor turbación.
—¡Es muy agradable vivir en la aldea! — comentó Turbin; y, poniéndose el monóculo, miró al jardín y después a Liza—. ¿No suele pasear en las noches de luna?
—No; hace tres años solía dar un paseo con mi tío, porque padecía de una enfermedad extraña. Con luna llena no podía dormir. Esta es su habitación; como da al jardín, la luz le entra directamente.
—Es raro –observó Turbin—. Creí que esta habitación era la de usted.
—Solamente por esta noche, porque ustedes ocupan la mía.
—¿Es posible?… ¡Oh Dios mío!… ¡No me perdonaré en la vida haberle causado esta molestia! –exclamó el joven, quitándose el monóculo—. Si hubiera sabido que iba a importunarla…
—¡No es ninguna molestia! Al contrario, me alegra mucho estar aquí. La habitación del tío es tan simpática y alegre, con su ventana bajita… Podré quedarme sentada en ella hasta que me entre sueño o bajar al jardín para dar un paseo de noche.
«Qué muchacha tan agradable», pensó Turbin, que se había vuelto a poner el monóculo para mirarla. Luego, como si quisiera cambiar de postura, hizo todo lo posible por tocar el pie de Liza con el suyo. «Con cuánta picardía me ha dado a entender que puedo verla en el jardín junto a la ventana», pensó; y le pareció tan fácil conquistarla, que Liza perdió ante sus ojos la mayor parte de su encanto.
—¡Qué felicidad tan grande pasar una noche así en el jardín con el ser amado! –dijo, fijando los ojos con expresión pensativa en las oscuras alamedas.
Liza se turbó un poco al oír estas palabras y también por el repetido roce del pie de Turbin, que pretendía ser casual. Dijo lo primero que se le ocurrió, con tal de ocultar su turbación.
—Sí; es agradable pasear en las noches de luna.
Pero, sintiéndose molesta, tapó el tarro de las setas y se dispuso a retirarse cuando se acercó el corneta, y la muchacha sintió deseos de saber algo de él.
—¡Qué noche tan hermosa! –exclamó Polozov.
«No hacen más que hablar del tiempo», pensó Liza.
—¡Qué vista tan maravillosa! Pero me figuro que a usted debe de aburrirle ya –añadió, porque tenía tendencia a decir cosas ligeramente desagradables a las personas que le gustaban mucho.
—¿Por qué lo cree? La comida y los trajes iguales aburren; pero no un hermoso jardín si a uno le gusta pasear, sobre todo en las noches de luna. Desde esta habitación, se ve el estanque. Hoy podré contemplarlo.
—Parece que no hay ruiseñores –dijo Turbin, descontento porque Polozov le había impedido enterarse de las condiciones formales de la cita.
—Siempre los ha habido; pero el año pasado los cazadores cogieron uno y, desde entonces, no se los oye cantar. La semana pasada empezaron a cantar de nuevo; luego, los asustaron los cascabeles de un coche… Hace tres años, mi tío y yo solíamos escucharlos, sentados en alguna alameda, durante horas enteras.
—¿Qué les está contando esta charlatana? –preguntó el antiguo oficial de caballería, acercándose— ¿Quieren pasar a cenar?
Después de la cena –durante la cual el conde logró disipar un poco el mal humor de la dueña de la casa, gracias a su buen apetito y las alabanzas que dispensó a los platos— los oficiales se despidieron para retirarse a su habitación. Turbin estrechó la mano del antiguo oficial de caballería, la de Ana Fiodorovna –que no besó, con gran extrañeza suya— e incluso la de Liza, a la que miró a los ojos con una simpática sonrisa imperceptible.
«Es muy apuesto, pero está demasiado pendiente de su persona», pensó la muchacha.