II

Dos semanas antes del día señalado para la boda, Kasatski se hallaba en la casa de campo de su prometida, en Tsárskoe Seló. Era un caluroso día de mayo. Los dos enamorados se paseaban por el jardín y se sentaron en un banco de una avenida sombreada por los tilos. Meri llevaba un vestido blanco de muselina que daba especial realce a su belleza. Parecía la encarnación de la inocencia y del amor. Sentada en el banco, ya bajaba la cabeza, ya contemplaba al apuesto galán que le hablaba con extremada ternura y solicitud, temiendo ofender y mancillar con sus palabras y hasta con sus gestos la angelical pureza de su novia.

Kasatski pertenecía a aquellas personas de mediados de siglo, tan distintas de las de hoy, que admitían como bueno para sí el relajamiento de las relaciones sexuales sin que sintieran por ello el menor remordimiento, pero exigían de la esposa una pureza absoluta, celestial. Casta y celestialmente puras veían a las jóvenes de su ambiente y las divinizaban. Mucho había de falso y perjudicial en este punto de vista respecto a la vida disoluta de los hombres, pero en lo tocante a la mujer la idea entonces predominante —tan distinta de la que impera hoy entre los jóvenes, que ven en cada muchacha una hembra que busca a su pareja— resultaba a mi juicio altamente beneficiosa. Al verse tratadas como ángeles, se esforzaban en tratar de serlo en mayor o menor grado. Ese era el concepto que de la mujer tenía Kasatski, y con esos ojos contemplaba él a su novia. Nunca se había sentido tan enamorado como el día a que nos referimos, y no experimentaba hacia su novia el más leve apetito sensual. Al contrario, la contemplaba embelesado como algo inaccesible.

Se levantó del banco y se quedó de pie frente a su amada, erguido en su alta estatura, apoyando ambas manos en el sable.

— Sólo ahora he llegado a saber cuán inmensa es la felicidad que el hombre es capaz de sentir. ¡Y es a usted, es a ti — dijo sonriendo tímidamente — a quien se lo debo!

Se hallaba en aquella fase en que el «tú» no se ha hecho todavía familiar, y al mirarla con limpia mirada, de la cabeza a los pies, le resulta difícil tratar de «tú» a un ángel semejante.

— Me he conocido a mí mismo gracias… a ti, he advertido que soy mejor de lo que creía.

— Lo sé hace mucho. Por esto precisamente le quiero.

Un ruiseñor dejó oír trinos en unas ramas próximas; susurró el verde follaje acariciado por un soplo de brisa.

Kasatski tomó la mano de la joven y la besó. Las lágrimas se le asomaron a los ojos. La condesa comprendió que su amado le agradecía lo que ella acababa de decirle: que le quería.

El joven oficial dio unos pasos, silencioso; se acercó luego al banco y se sentó.

— Sabe usted, sabes… es igual. Cuando me fijé en ti no me movía un impulso desinteresado, quería ligarme con la alta sociedad; pero luego, cuando te conocí mejor… ¡Qué mezquino me ha parecido todo eso en comparación con lo que tú eres! ¿No te enojarás por lo que te digo?

La joven no respondió a la pregunta, se limitó a rozar con su mano la de él.

— Has dicho… — se sintió cohibido, le parecía excesivamente osado lo que tenía a flor de labio —. Has dicho que me quieres; perdóname, lo creo; pero ¿no hay algo, además de esto, que te inquieta y turba? ¿Qué es?

«Ahora o nunca — pensó ella —. De todos modos lo sabrá. Pero ahora ya no lo pierdo.

¡Sería horrible que me dejara!»

Contempló con ojos de enamorada su figura grande, noble y poderosa. Ahora lo quería más que a Nikolái, y a ningún precio lo cambiaría por éste, si no se tratara de un emperador.

— Escúcheme. No puedo ocultar la verdad. He de decírselo todo. ¿Pregunta usted qué me inquieta? Pues, el haber amado.

Ella puso la mano en la del joven con gesto suplicante.

El callaba.

— ¿Desea usted saber a quién? A él, al soberano.

— A él todos le queremos. He imagino que sería cuando usted estaba en el colegio.

— No, después. Fue una locura. Luego pasó. Pero he de decirle…

— Bueno, ¿y qué?

— Es que no fue solo un juego.

La condesa se cubrió la cara con sus manos.

— ¿Qué dice usted? ¿Qué le entregó a él?

Ella callaba.

Kasatski se levantó de un salto y, pálido como la muerte, temblorosos los pómulos, se quedó de pie ante ella. Recordó entonces que Nikolái Pávlovich, habiéndole encontrado en la avenida Nevski, le felicitó cariñosamente.

— ¡Dios mío, qué he hecho, Stepán!

— ¡No me toque, déjeme! ¡Oh, qué crueldad!

Kasatski le volvió la espalda y entró en la casa, allí encontró a la madre.

— ¿Qué ocurre, príncipe? Yo… — se calló al ver el rostro del joven, rojo de ira.

— Usted lo sabía y quería aprovecharse de mí para cubrirlos. ¡Si no fuera usted una mujer! — exclamó levantando su enorme puño; dio media vuelta y se fue corriendo.

Si el amante de su prometida hubiera sido un simple particular, lo habría muerto; pero se trataba del adorado zar.

Al día siguiente solicitó un permiso y pidió le relevaran de sus funciones. Pretextó una enfermedad, para no tener que visitar a nadie, se marchó a su aldea.

Pasó allí el verano, poniendo en orden sus asuntos. Cuando el estío tocó a su fin, Kasatski no regresó a Petersburgo, sino que se fue a un monasterio y se hizo monje.

Su madre le escribió desaconsejándole que diera un paso tan decisivo, pero él le contestó diciéndole que la llamada de Dios era superior a todas las demás consideraciones, y que él la sentía. Únicamente su hermana, tan orgullosa y ambiciosa como él, le comprendió.

Comprendió que su hermano se hacía monje para llegar a mayores alturas que quienes pretendían demostrarle que estaban más encumbrados que él. No se equivocaba. Haciéndose monje, Kasatski hacía patente su desprecio por cuanto parecía tan importante a los demás, y así lo había considerado él mismo mientras estuvo en el regimiento. Se situaba en una nueva cima tan elevada, que desde ella podía mirar de arriba abajo a las personas a quienes antes envidiaba. Pero no era éste el único sentimiento que lo movía, como se figuraba su hermana, Várienka. Existía en él otro sentimiento auténticamente religioso que ésta desconocía, sentimiento que, entretejido con el orgullo y con su afán de ser el primero en todo, movía a dar un paso de tanta trascendencia. El desengaño que acababa de sufrir con Meri (la prometida), a la cual había idealizado como ángel purísimo, y la ofensa sentida, resultaron tan profundos que se desesperó, ¿y adónde podía conducirle la desesperación? A Dios, a su fe infantil, que nunca había perdido.

Narrativa breve
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