XII

El dueño de la casa volvió y se sentó, sonriendo, frente a Nikita. Ambos guardaron silencio.

Aquél se preguntaba de qué podría vanagloriarse aún delante del pobre Nikita, que procuraba aparentar no ser tan desgraciado como se le creía. Pero a uno y a otro les costaba trabajo hallar nuevo tema de conversación.

«¡Si al menos bebiera! –se decía el dueño–. Este hombre es triste como un entierro. Habrá que hacerle beber para que se ponga alegre».

–¿Te vas a quedar aquí mucho tiempo? le preguntó a su hués ped.

–Un mes quizá.

–¿Te parece que cenemos…?

Y, dirigiéndose a su criado, preguntó:

–Fritz, ¿está servida la cena?

Se encaminaron al comedor, donde habían servido la mesa con los manjares más delicados y los vinos más exquisitos.

Bebieron. Luego comieron. Volvieron a beber. Volvieron a comer y la conversación se hizo más animada.

Nikita Serpukovsky se animó y habló con el aplomo de tiempos pasados.

Hablaron de mujeres, bohemias, bailarinas y francesas.

–Di, ¿dejaste a la Mathieu? –le preguntó su huésped.

–No fui yo quien la dejé, sino ella la que me dejó a mi. ¡Cuando pienso en el dinero que he gastado en mi vida, me estremezco! Hoy me considero dichoso poseyendo mil rublos, y en otro tiempo… Me alegraría perder de vista Moscú y todos mis antiguos amigos… Me resulta muy penoso vivir entre ellos.

El dueño de la casa se fastidiaba escuchando a Nikita. Hubiera preferido hablar de sí mismo o vanagloriarse de sus riquezas.

Nikita, por su parte, sentía la necesidad de hablar de él, de su pasado.

El dueño de la casa le sirvió más bebida y esperó a que acabase para hablarle de su yeguada, de sus caballos, de su María, que no lo amaba por su dinero, sino por él mismo.

–Quisiera decirte que me gustaría… empezó a decir, pero Nikita le interrumpió, y siguió diciendo:

–Hubo un tiempo en que yo sabía vivir bien y gastarme el dinero. Hablas de caballos, pues bien, dime: ¿cuál es tu caballo más veloz?

Su huésped, feliz por tener la palabra, empezó a contar una larga historia sobre su yeguada. Nikita no le dejo concluir.

–Sí, sí –dijo–; no es por distracción, no es por gusto por lo que tenéis caballos, sino por vanidad. Ya lo sabemos; pero en mí era distinto. Te decía esta mañana que tuve un caballo pío parecido a ese caballo viejo que monta el guardián de tu ganadería. ¡Qué caballo, cielo santo!

No puedes recordarlo, porque fue en el año 42. Llegué a Moscú. Fui a casa de un chalán y vi allí un caballo pío; me agradaron sus formas… ¿El precio? Mil rublos. Lo compré. No he tenido ni volveré a tener nunca un caballo como aquél… Tú eras entonces demasiado pequeño para juzgar su mérito, pero oirías hablar de él. Todo Moscú lo admiraba.

–Sí. Oí hablar de él, efectivamente; pero quería decirte que en mi…

–¡Ah! ¿Conque oíste hablar de él? Lo compré sin conocer su raza. Hasta mucho tiempo después no supe que era hijo de Liubeski I. Lo habían vendido a causa de su pelo, que no fue del agrado de su dueño… ¡Ah! ¡Aquél era un gran tiempo! ¡Oh! ¡Mi juventud, mi juventud!

Ya estaba casi completamente ebrio.

–Tenía yo entonces veinticinco años y ochenta mil rublos de renta, los dientes blancos y ni una sola cana en la cabeza… ¡Todo me salía bien en aquel tiempo!

–Pero entonces no había caballos que trotasen tanto como los de hoy –le interrumpió el dueño de la casa–. Como sabes, mis caballos…

–¡Tus caballos…! Pero ¿acaso tienen comparación… ? Me acuerdo como si hubiera sido hoy… Iba con mi caballo pío a las carreras… En aquel momento no tenía mis caballos en Moscú… No me gustaban los trotones; siempre he preferido los caballos de raza. El pío era mi caballo favorito. Tenía en aquella época un buen cochero. También acabó mal… Pues, como te decía, llegué a las carreras…

— «Serpukovsky –me decían–, ¿dónde están tus trotones?

— «No los tengo; no tengo más que mi caballo pío. Apuesto a que os deja a todos atrás.

— «¡Imposible!

— «¿Apuestas mil rublos…?

«Aceptaron. El pío llegó a la meta cinco minutos antes que los demás, y gané la apuesta…

Pero eso no es todo: yo he hecho, con mis caballos de raza, cien verstas en tres horas. Todo Moscú lo sabe».

Y Nikita se puso a hablar con tanto entusiasmo, que le fue imposible al dueño de la casa meter baza. Lo miraba con desesperación, y no hacía más que llenar su copa.

Iba a amanecer y Nikita seguía hablando con animación de sus pasadas proezas: su huésped seguía escuchándole desesperado.

Por fin, se decidió a levantarse.

–Vayámonos a dormir –dijo Serpukovsky.

Y se levantó tambaleándose, y con paso vacilante se dirigió a las habitaciones que se le habían preparado.

El dueño de la casa comentaba con su mujer:

–No. ¡No hay quien pueda tolerar a Nikita! Está borracho, y ha hablado sin cesar ni detenerse un momento.

Y luego se permite hacerme la corte.

–Temo que me pida dinero.

Serpukovsky, por su parte, se arrojó en la cama vestido.

«Creo que he bebido bien –se dijo; pero, ¿qué importa eso? Su vino es bueno, pero él es un cochino. Se ve en él enseguida al advenedizo. En cuanto a mi… también soy un cochino».

Y se echó a reír.

En otro tiempo era yo el que pagaba y ahora me pagan a mí… Sí, la Winkler me mantiene… Le tomo dinero. Esto en él estaría bien… ¡Si pudiera desnudarme! ¡Si pudiera quitarme las botas…!»

–¡Eh! ¡Muchacho! –gritó; pero el criado se había ido a acostar hacia ya tiempo.

Se sentó. Se quitó el uniforme, el chaleco interior, los pantalones. Se quitó hasta una bota, pero le fue imposible quitarse la otra.

Se echó de nuevo en la cama y empezó a roncar con todas sus fuerzas, saturando la habitación con las emanaciones del vino y del tabaco.

Aquella noche no pudo entregarse Kolstomier a sus recuerdos. Vaska le echó una manta sobre el lomo, montó en él y salió a galope.

Lo dejó hasta la madrugada en la puerta de la taberna, en compañía del caballo de un aldeano.

Los dos caballos se lamieron mutuamente con cariño.

A la mañana siguiente, cuando Kolstomier volvió a la cuadra, se rascó con encarnizamiento.

–Esto me molesta –se dijo.

Pasaron cinco días. Llamaron al veterinario.

–Tiene sarna –dijo–. Vendedlo a los gitanos.

–¿Para qué? Vale más matarlo, y hoy antes que mañana.

El día se anunciaba hermoso.

Salió la yeguada y únicamente se quedó en casa Kolstomier.

Un hombre raro, pobremente vestido con una túnica llena de remiendos, se acercó a él.

Era el curtidor de pieles. Cogió al caballo por la brida y se lo llevó. Kolstomier le siguió con docilidad, arrastrando sus patas llenas de ampollas, heridas y pústulas. Al rebasar la puerta cochera, intentó dirigirse al abrevadero, pero el curtidor le tiró de la brida, diciendo:

–Es inútil.

El curtidor y Vaska se dirigieron a un sitio solitario a espaldas del corral del ganado. El curtidor le entregó las bridas a Vaska. Se quitó la túnica y sacó un cuchillo y una piedra de afilar. El caballo quiso morder el bocado como hacía de costumbre, pero Vaska no se lo permitió.

El ruido monótono que hacía el curtidor aguzando el cuchillo y sacándole filo adormeció al caballo, que permaneció inmóvil con el belfo inferior caído y los dientes al descubierto.

De pronto sintió que le rodeaban el pescuezo y que le levantaban la cabeza… Abrió los ojos y vio dos perros delante de él.

Uno de ellos seguía con interés los movimientos del curtidor; el otro, sentado sobre sus patas traseras, miraba como si esperase de él alguna cosa. El caballo, después de contemplar a los perros, empezó a frotar el morro contra la mano del curtidor.

Van a curarme, probablemente –se dijo–.

Dejémoslos hacer.

En efecto. Sintió que acababan de hacerle algo extraordinario en la garganta. Experimentó un vivo dolor, se estremeció, vaciló, recobró el equilibrio en seguida y esperó lo que pudiera suceder,..

Notó que por el cuello y el pecho le corría alguna cosa liquida y tibia. Hizo una larga aspiración y experimentó un gran bienestar.

Cerró los ojos y bajó la cabeza, que nadie le sujetaba ya. Le acometió un gran temblor en las patas y todo su cuerpo se estremeció.

No se asustó en modo alguno, pero se sorprendió mucho.

Todo pareció haber tomado nuevo aspecto. Hizo un movimiento hacia delante y hacia arriba. Sus patas flaquearon, y al intentar dar un paso, cayó en tierra sobre el costado izquierdo.

El curtidor esperó a que terminaran las convulsiones. Espantó a los perros que habían avanzado algo y, cogiendo al caballo por las patas traseras, empezó a quitarle la piel.

–¡Pobre viejo! –dijo Vaska.

–Si no estuviera tan flaco, hubiera sido muy hermosa su piel –dijo el curtidor.

Cuando la yeguada regreso al anochecer, pudo distinguir a lo lejos una masa roja rodeada de perros, de cuervos y de halcones, que parecían disputarse alguna presa. Un perro, con las patas delanteras llenas de sangre, tiraba con fiereza un pedazo de carne. La pequeña yegua alazana contempló aquel espectáculo sin moverse, y fue necesario que le pegasen para que siguiese su camino.

Durante la noche se oyeron los aullidos de los lobeznos, que se regocijaban con la presa que habían encontrado. Cinco de ellos rodeaban el cadáver del pobre viejo, y se disputaban los jirones de su carne.

Ocho días después, detrás del corral, sólo se veía un cráneo blanco y dos fémures. Lo demás había desaparecido. En el verano siguiente, un aldeano que pasó por aquel sitio recogió los huesos y los vendió.

El cadáver vivo de Nikita, que aún seguía comiendo y bebiendo, no fue depositado en la tierra, sino años después. Ni su piel, ni su carne, ni sus huesos sirvieron para nadie.

Como hacía veinte años que aquel cadáver vivía a costa ajena, su entierro fue una molestia más para los que le habían conocido. Hacia ya mucho tiempo que nadie lo necesitaba. Sin embargo, cadáveres vivos parecidos a él creyeron un deber cubrir su podrida humanidad con un uniforme nuevo y magníficas botas, ponerlo en un ataúd, encerrar éste en una caja de plomo, transportarlo a Moscú y allí desocupar viejas tumbas y, enterrar en una de ellas aquel cuerpo vestido con uniforme nuevo y lustrosas botas, y cubrirlo de tierra…

Narrativa breve
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