II

Cuando el señor Chevalier, que había subido a acomodar a los huéspedes, volvió para hacer algunos comentarios acerca de los recién llegados con la compañera de su vida-esta lucía un vestido de seda adornado de encajes y permanecía sentada, al estilo parisiense, detrás del mostrador-había en la estancia varios clientes habituales del hotel. Serioja se había fijado en esa habitación y en sus visitantes. También ustedes lo habrán observado si han ido alguna vez a Moscú.

Un hombre modesto que no conoce Moscú y ha llegado tarde a un banquete se equivoca si cree que los hospitalarios moscovitas le invitarán a almorzar. Si le ha ocurrido esto o, sencillamente, quiere comer en el mejor hotel, al entrar en el vestíbulo, tres o cuatro lacayos se levantan de un salto y uno de ellos le quita la pelliza y le felicita en el año nuevo, con el Carnaval, con la llegada a Moscú o se limita a observar que hace mucho tiempo que no ha venido, aunque jamás haya entrado en el hotel anteriormente. Luego, pasar al comedor, lo primero que le asalta a la vista es una mesa repleta, según cree en el primer momento, de una infinidad de apetitosos manjares. Pero se trata de un engaño óptico, pues la mayor parte de la mesa está ocupada por faisanes con plumas, cangrejos de mar crudos, cajitas con perfumes y pomadas, frasquitos de cosméticos y tarros con caramelos. Solo en un extremo, después de buscar mucho, se encuentra vodka y una rebanada de pan con mantequilla y con un pececito, bajo una campana de tela metálica. Es para preservarlo de las moscas, cosa innecesaria en Moscú en el mes de diciembre, pero son exactamente iguales a las que se usan en París. Algo más allá, se divisa una habitación ; en ella, sentada detrás del mostrador, hay una francesa de presencia desagradable, pero que lleva un magnífico vestido a la moda. Junto a la francesa se distingue a un oficial con la guerrera desabrochada, que toma vodka; algunos paisanos que leen periódicos y los pies de algún señor descansando en una silla tapizada de terciopelo.

Se oye hablar en francés y sonoras risas más o menos francas. Si alguien quiere saber lo que ocurre en esa habitación, le aconsejaría que entrase y se limitase a echar una ojeada como si pasara por casualidad. De lo contrario, se sentiría mal a causa del interrogante silencio y de las miradas de sus visitantes habituales y, probablemente, intimidado, se dirigiría a algunas de las mesas de la sala grande o al jardín de invierno. Allí nadie le estorbaría. Aquellas mesas son para todos y podría encargar todas las trufas que le viniera en gana. En cambio, la habitación de la francesa es para una juventud elegida, la juventud de oro, y no es tan fácil como parece pertenecer al número de los elegidos. A volver a aquella al habitación, Chevalier dijo a su esposa que el recién llegado estaba triste, añadiendo que los hijos eran tan magníficos como solo pueden criarse en Siberia.

— ¡Si vieran a esa muchacha! ¡Parece un rosal!

— iOh, veo que le gustan las mujeres lozanas a este vejestorio! —exclamó uno de los clientes que fumaba un cigarro.

(Como es natural, la conversación se desarrollaba en francés, pero la transmito en ruso, lo que seguiré haciendo en el curso de esta historia.) —i Claro que sí! Las mujeres son mi pasión.

—¿Lo oye, madame Chevalier? —exclamó un grueso oficial de cosacos que debía mucho dinero en el hotel.

—Este comparte mis gustos-dijo Chevalier, dando unos golpecitos en las charreteras del oficial.

—¿Es tan guapa esa siberiana?

Chevalier juntó los dedos y se los besó. A continuación, se inició una charla confidencial muy alegre. Hablaban del oficial grueso, que escuchaba risueño.

—¿Es posible que se pueda tener el gusto tan extraviado exclamó uno de ellos—.

Mademoiselle Clarisse! ¿Sabe que lo que más le gusta a Strugov de las mujeres son los muslos de gallina?

Aunque no había comprendido la sal de aquella conversación, a pesar de sus feos dientes y de su edad madura, mademoiselle Clarisse lanzó una sonora carcajada.

—¿Es la señorita siberiana la que le ha inspirado tales ideas?

Una carcajada unánime acogió esta frase. Monsieur Chevalier reía diciendo:

—Ce vieux coquin!

Y zarandeaba al oficial.

—¿Quienes son estos siberianos? ¿Fabricantes? ¿Comerciantes? —preguntó alguien cuando cesaron las risas.

—iNikit! Pide el pasaporte al señor que acaba de llegar-ordenó monsieur Chevalier—.

«Yo, Alejandro…» —empezó a leer cuando se lo hubieron traído.

Pero el oficial de cosacos le arrancó el documento de las manos, y su rostro no tardó en expresar sorpresa.

—Adivinen ustedes quién es-dijo. Todos ustedes lo conocen, al menos de oídas.

—¿Cómo podríamos adivinarlo? Enséñemos el pasaporte. ¿No será Abd-elKader?…

¿Cagliostro?… ¿Pedro Tercero?… ; Ja, ja, ja!

—Venga, dínoslo de una vez.

El oficial desdobló el documento y leyó: «Ex príncipe Piotr Ivanovich» y uno de los apellidos rusos que todos conocen y pronuncian con cierto respeto y placer si al hablar de la persona en cuestión lo hacen como de un amigo o un conocido. Nosotros lo llamaremos Labazov. El oficial de cosacos recordaba vagamente que Piotr Ivanovich se había hecho célebre en el año 25, y que lo habían mandado a Siberia a trabajos forzados, pero no hubiera podido decir por qué. Los demás no sabían ni eso siquiera, pero todos exclamaron al unísono:

"; Oh, sí, es conocidísimo!» Lo mismo hubieran podido decirlo de Shakespeare. El oficial grueso les explicó luego que era hermano del príncipe Iván, tío de los Chikin y de la condesa Pruk, etc.

—Tiene que ser muy rico si es hermano del príncipe Iván-observó uno de los jóvenes.

—Si ha recuperado sus bienes, claro está—comentó otro—. Verdaderamente parece que son más de los que deportaron… Oye, Jikuskg, cuéntanos aquella anécdota del dieciocho— añadió, dirigiéndose a un oficial del regimiento de Cazadores que tenía fama de buen narrador.

—Venga, cuéntanosla.

—Es un hecho real que ocurrió aquí, en el hotel Chevalier, en la gran sala. Llegaron tres decembristas. Se instalaron en una mesa y se pusieron a comer. Frente a ellos había un señor de cierta edad, respetable, que prestaba atención a todo lo que decían de Siberia. Les preguntó algo, cambiaron un par de palabras y poco a poco entablaron conversación. El también venía de Siberia.

—¿Conoce Nerchinsk?

—i Cómo no! He vivido allí mucho tiempo.

—¿Conocerá entonces a Tatiana Ivanovna?

—;Desde luego!

—Permítame que le pregunte, ¿usted es de los desterrados?

—Sí, he tenido esa desgracia.

—A nosotros nos deportaron el catorce de diciembre. Es extraño que no le hayamos conocido si ha sido desterrado por lo mismo. ¿Cómo se apellida?

—Fiodorov.

—¿Desterrado también por lo del catorce?

—No, por lo del dieciocho.

—¿Cómo por lo del dieciocho?

—Sí ; me desterraron el dieciocho de septiembre por un reloj de oro. Me calumniaron, acusándome de robo y sufrí inocentemente.

Todos se echaron a reír, a excepción del narrador. Con una expresión muy seria trataba de convencer a su digno auditorio de que aquella anécdota era verídica.

Al cabo de un rato, uno de los jóvenes se marchó al club. Después de recorrer las salas donde los viejecitos jugaban a las cartas, permaneció un ratito junto a una mesa de billar. Un anciano importante, agarrado al borde de la mesa, intentaba hacer carambola. Echó una ojeada a la biblioteca ; un general leía en actitud grave, a través de sus lentes, sujetando el periódico a cierta distancia, y un joven hojeaba un montón de revistas, procurando no hacer ruido.

Finalmente, se instaló al lado de unos muchachos pertenecientes también a la juventud de oro, que jugaban a las cartas. Había muchos clientes asiduos del club. Entre estos se encontraba Iván Pavlovich Pajtin. Era un hombre cuarentón, de mediana estatura, ancho de hombros y de caderas, calvo, de rostro afeitado, reluciente y de expresión feliz. No tomaba parte en el juego.

Se había sentado al lado del príncipe D***, al que tuteaba, para no rechazar la copa de champaña que le había ofrecido. Estaba tan a gusto —después de comer, se había soltado disimuladamente la trabilla del pantalón—, que hubiera permanecido así un siglo fumando, bebiendo champaña y sintiendo la presencia de príncipes y condes e hijos de ministros. La noticia de la llegada de los Labazov turbó su tranquilidad.

—¿Adónde vas, Pajtin? —preguntó el hijo de un ministro, al observar que este se había levantado y, después de estirarse el chaleco, apuraba de un trago la copa de champaña.

—Me llama Severnikov-replicó Pajtin, notando cierta molestia en las piernas.

—Qué, ¿vas a ir allí?

«Anastasia, Anastasia, ábreme la puerta», canturreó. Era una célebre canción gitana que estaba de moda, —Tal vez. ¿Y tú?

—¿Quieres que vaya yo? Un vejestorio casado. ¡Qué cosas tienes!

Pajtin, risueño, se dirigió a la sala de los espejos a ver a Severnikov. Le gustaba que su última palabra fuese alguna broma. Y esta vez había resultado así.

—¿Cómo está la princesa? —preguntó, acercándose a Severnikov.

Este no lo había llamado. Pero según Pajtin deducía, era la persona indicada para saber antes que nadie que habían llegado los Labazov. Severnikov había estado ligeramente comprometido el catorce, y era amigo de los decembristas.

—¿Sabe que han vuelto los Labazov? Se han hospedado en el hotel Chevalier.

—Pero ¿qué me dice? ;Cuánto me alegro! Somos viejos amigos. Habrá envejecido el pobrecillo… Su mujer le escribió a la mía…

Pero Severnikov se interrumpió. Sus compañeros de juego habían hecho algo inconveniente. Mientras hablaba con Paviel Ivanovich Pajtin, no había dejado de observarles.

En aquel momento descargó unos cuantos puñetazos en la mesa para demostrar que no se le podía engañar. Pajtin se levantó y, acercándose a otra mesa, comunicó a un señor respetable la nueva que traía; luego fue a hacer lo mismo a las demás mesas por turno. El regreso de Labazov alegró a todos, de manera que Iván Pavlovich, que, al principio, vacilara si debía demostrar contento por aquella noticia, acabó por ir al grano, sin valerse de preámbulos tales como los comentarios acerca de un baile, de un artículo de El Noticiero, de la salud o del tiempo.

El viejecito, que aún seguía con sus vanos intentos de hacer carambola, se alegraría sin duda de aquella noticia. Pajtin se acercó a él.

—¡Qué bien juega usted, excelencia! —exclamó.

Había pronunciado la palabra «excelencia» de un modo completamente distinto a como os lo figuráis, sin servilismos (eso no estaba de moda el año 56). Por lo general, solía llamar a ese viejo por el nombre y el patronímico. En aquel momento había empleado la palabra «excelencia», en parte, para burlarse de los que la decían y, en parte, para dar a entender que, aunque sabía con quién trataba, se permitía gastar alguna bromita. Desde luego había sido muy sutil.

—Acabo de enterarme de que ha vuelto Pierre Labazov. Viene de Siberia con toda su familia.

Pajtin pronunció estas palabras en el momento en que el viejo erraba otro golpe;

decididamente tenía mala suerte.

—Si vuelve tan atolondrado como lo era al marcharse, no hay por qué celebrarlo-replicó el viejecito con aire sombrío, irritado por aquella incomprensible mala suerte.

Esta réplica turbó a Iván Pavlovich ; no supo si debía o no alegrarse de la llegada de Labazov. Para salir de dudas, se dirigió a la sala en que discutían las personas inteligentes ;

estas conocían perfectamente el significado y el valor de cada cosa. Iván Pavlovich estaba en buenas relaciones con los que frecuentaban la sala de los inteligentes, lo mismo que con la juventud de oro y los nobles. Nadie se sorprendió al verlo entrar y sentarse en el diván, a pesar de que, a decir verdad, no era aquel su lugar adecuado. Se discutía el año y el motivo con que había surgido una polémica entre dos periodistas rusos. Iván Pavlovich esperó a que se hiciera el silencio para comunicar la novedad que traía, no como un acontecimiento agradable o desagradable, sino sencillamente como una novedad. Pero inmediatamente, por la manera en que los inteligentes (empleo la palabra inteligente como apodo de los visitantes de aquella sala) acogieron la noticia y se pusieron a discutir sobre ella, comprendí que era precisamente allí donde correspondía comunicarla. Solo allí sabrían darle la forma necesaria para poder seguir propagándola y savoir á quoi s'en tenir.

—El único que faltaba era Labazov —dijo uno de los inteligentes—. Ahora ya todos los decembristas supervivientes están en Rusia.

—Era uno de los de la bandada de los buenos.. —comentó Pajtin todavía en tono inquisidor, dispuesto a dar a aquella cita un tono serio o irónico, según conviniera.

—¡Cómo! Labazov es uno de los hombres más notables de aquella época-empezó diciendo otro inteligente. En mil ochocientos diecinueve era abanderado del regimiento Semionovsky, lo enviaron al extranjero a llevar comunicados al duque Z***. Volvió en el año veinticuatro, año en que lo admitieron en la primera logia masónica. Todos los masones de aquella época se reunían en casa de D*** y en la de Labazov. Era muy rico. El príncipe J***, Fidor P***, e Iván P***, eran íntimos amigos suyos. Entonces su tío Visarion, con objeto de alejarlo de aquella sociedad, lo trasladó a Moscú.

—Perdone, Nikolai Stepanovich-le interrumpió uno de los presentes—, me parece que eso fue en el año veintitrés. Porque Visarion Labazov fue nombrado comandante del tercer Cuerpo de Varsovia en el veinticuatro. Quiso llevarse a su sobrino como ayudante, pero al negarse este, se vio obligado a trasladarlo a Moscú. Pero, perdóneme, le he interrumpido.

—¡Oh, no se preocupe! Siga, siga…

—No, por favor.

—Le ruego que siga, debe de estar mejor enterado que yo ; además, su memoria y sus conocimientos han quedado bien demostrados aquí.

—En Moscú, en contra del deseo de su tío, pidió el retiro-continuó aquel cuya memoria y cuyos conocimientos habían quedado demostrados—, y allí se formó en torno suyo la segunda sociedad, de la que fue el promotor y el alma misma, si puede uno expresarse así. Era rico, bien parecido, culto, inteligente y de una educación perfecta. Mi tía solía decirme que no había conocido en su vida a un hombre tan interesante como él. Unos meses antes de la sublevación se casó con la Krinskaya.

—Era hija de Nikolai Krinsky, del de Borodino… ; ese célebre… — le interrumpió alguien.

—Sí. Su inmensa fortuna pasó a manos de Labazov, y la suya propia a su hermano, el príncipe Iván, el ex ministro.

—Se portó admirablemente con su hermano-prosiguió el narrador—. Cuando lo detuvieron le faltó tiempo para destruir sus cartas y sus documentos.

—¿Acaso estaba complicado?

El narrador no dijo «sí», pero apretó los labios y guiñó un ojo en señal afirmativa.

—Posteriormente, Labazov negó siempre en los interrogatorios todo lo que se refiriese a su hermano ; eso le hizo mucho daño. Y lo terrible es que el príncipe Iván, que heredó todos sus bienes, jamás le ha mandado un solo céntimo.

—Decían que Piotr Labazov había renunciado voluntariamente a su fortuna-observó uno de los oyentes.

—Sí, pero lo hizo porque el príncipe Iván le escribió, antes de la coronación, diciéndole que, si no se hubiese hecho cargo de los bienes, los habrían confiscado ; le decía que tenía varios hijos, que estaba cargado de deudas y que no le era posible devolverle nada. Piotr Labazov contestó con dos líneas «Ni yo ni mis herederos tenemos ni queremos tener ningún derecho sobre unos bienes que le ha adjudicado la ley.»

—¿Qué les parece? El príncipe Iván guardó ese documento como oro en paño, en la caja fuerte, sin enseñárselo a nadie.

Una de las particularidades de aquella sala consistía en que sus visitantes sabían, si lo deseaban, cuanto ocurría en el mundo, por muy secreto que fuese.

—A decir verdad, no se sabe si es justo quitar esa fortuna a los hijos del príncipe Iván ; se han criado y educado gracias a ella, y creían ser los dueños.

La conversación derivó hacia temas abstractos que no interesaban a Pajtin. Sintió la necesidad de seguir divulgando la noticia. Empezó a recorrer las salas, lanzando la nueva a derecha e izquierda. Un colega lo interpeló al paso para anunciarle que habían llegado los Labazov.

—i Pero si lo sabe todo el mundo! —replicó Pajtin, sonriendo con aire de satisfacción.

Y se dirigió hacia la sala.

La noticia había cundido y volvía a él de nuevo. Ya no había nada que hacer en el club.

Pajtin se fue a una velada. No se trataba de una gran fiesta, sino de una simple velada que daban en un salón en el que se recibía a diario. Había ocho damas y un viejo coronel. Todos se aburrían muchísimo. Los andares resueltos y el rostro risueño de Pajtin alegraron a las señoras y señoritas. La noticia que traía fue muy oportuna, porque en el salón se hallaba la anciana condesa de Fuchs con su hija. Cuando Paviel Ivanovich relató casi palabra por palabra todo lo que había oído en la sala de los inteligentes, madame Fuchs movió la cabeza recordando cómo frecuentaba la sociedad en compañía de Natalia Krinskaya, la mujer de Labazov.

—Su boda fue una historia muy romántica que sucedió ante mis ojos. Natasha era ya casi la prometida de Miatlin, que murió después de un duelo con Diobra. Por aquella época llegó a Moscú el príncipe Labazov, se enamoró de ella y pidió su mano. Pero Krinsky se opuso porque quería casar a su hija con Miatlin, ya que a Labazov se le tenía por masón. El joven siguió viendo a Natasha en bailes y reuniones, trabó amistad con Miatlin y le pidió que renunciara. Este accedió y Labazov suplicó a la muchacha que huyera con él. Aunque Natasha se había mostrado conforme, en el último instante se arrepintió. Fue a ver a su padre. Le dijo que había dispuesto todo para huir, que hubiera podido abandonarle, pero que lo hacía confiando en su magnanimidad (esta conversación tuvo lugar en francés). Krinsky la perdonó y acabó dándole su consentimiento. De esta forma se arregló la boda y fue de lo más alegre…

¿Quién iba a pensar que al cabo de un año Natasha seguiría a Labazov a Siberia? Era hija única y la muchacha más rica y más bella de aquella época. El emperador había reparado en ella en las fiestas y la había sacado a bailar más de una vez. Recuerdo como si fuese ayer un bal costumé en casa del conde G***, ella iba de napolitana. ¡Estaba preciosa! Desde entonces, siempre que el conde venía a Moscú, preguntaba : «Que fait la belle Napolitaine?» Pues bien :

de la noche a la mañana, esa mujer que estaba en estado (dio a luz durante el viaje), sin vacilar un solo instante, sin haber preparado nada, tal y como se encontraba cuando lo detuvieron, siguió a su marido en un viaje de cinco mil verstas.

—¡Es una mujer extraordinaria! —exclamó la dueña de la casa.

—Tanto él como ella eran personas excepcionales-dijo otra dama—. Me han asegurado, no sé si será verdad, que en Siberia, cuando trabajaban en las minas los forzados que estaban con ellos, se redimían.

—Pero si ella no ha trabajado nunca en las minas-intervino Pajtin.

He aquí lo que representaba el año 56. Tres años atrás, nadie pensaba en los Labazov. Si alguien se acordaba de ellos, era con ese inconsciente temor con que se recuerda a las personas que acaban de morir. Ahora, en cambio, todos se jactaban de las relaciones que tuvieron con esa familia y comentaban sus magníficas cualidades. Las señoras ideaban la manera de monopolizarla para que sus invitados disfrutaran de su presencia en el salón.

—Los hijos han venido con ellos —dijo Pajtin.

—Si son tan guapos como la madre… —comentó la condesa Fuchs—. A decir verdad, Labazov era muy apuesto también.

—¿Cómo habrán podido educar allí a sus hijos? —exclamó la dueña de la casa.

—Dicen que muy bien. Parece que el joven es tan culto y tan cortés como si se hubiese educado en París.

—Auguro grandes éxitos a esa muchacha-dijo una joven poco agraciada—. Todas las mujeres que vienen de Siberia son triviales, pero suelen gustar mucho.

—Es verdad-asintió otra.

—Otra muchacha rica casadera-comentó una tercera.

El viejo coronel era de origen alemán ; había llegado a Moscú tres años atrás con intención de casarse con una mujer rica. Decidió, pues, presentarse cuanto antes en casa de los Labazov, mientras los jóvenes ignoraban su llegada, y pedir la mano de la hija. Las señoritas y sus mamás pensaron que el joven siberiano era un buen partido. «Este debe de ser el que me reservaba el Destino», se dijo una muchacha que frecuentaba en vano la sociedad desde hacía ocho años. «Ha sido para mejor que aquel estúpido oficial de la Guardia no me haya pedido.

Probablemente, hubiera sido desgraciada con él.» «Todas se pondrán amarillas de envidia cuando también este se enamore de mí», pensó una damita bella y joven.

Se habla del provincialismo de las pequeñas ciudades, pero no existe peor provincialismo que el de la alta sociedad. En las provincias no hay personas nuevas, pero los provincianos estan dispuestos a admitir a todas las que vengan ; en la alta sociedad, en cambio, es muy raro que se admita a alguien, como se había hecho con los Labazov. En el caso de hacerlo, tales personas producen mayor sensación que las de las ciudades de provincia.

III —¡Moscú! ¡Moscú! La madrecita de blancas piedras-exclamó Piotr Ivanovich, a la mañana siguiente, mientras se frotaba los ojos y escuchaba el repique de las campanas del callejón Gazetnyi.

Nada hay que resucite el pasado con tanta intensidad como los sonidos. El repiqueteo de las campanas unido a la vista del blanco muro que se divisaba desde la ventana, así como el ruido de los coches, recordaron a Labazov, no solo el Moscú en que viviera treinta y cinco años atrás, sino también el del Kremlin, el de las cárceles, etc., que llevaba clavado en el corazón. Experimentó una alegría pueril por el hecho de ser ruso y por encontrarse en aquella ciudad.

Su batín, desabrochado, que dejaba al descubierto la camisa de percal, la boquilla de ámbar, el lacayo con sus ademanes reposados, el té, el olor a tabaco, los besos y las voces de sus hijos hicieron que el decembrista se sintiera como en su casa, lo mismo que cuando estuviera en Irkutsk, y lo mismo que hubiera estado en Nueva York o en París. Me gustaría presentar a mis lectores al héroe decembrista por encima de las flaquezas humanas, pero debo reconocer en honor a la verdad que Piotr Ivanovich se afeitó, se peinó y se contempló en el espejo con especial cuidado. El traje que le habían hecho en Siberia no era de su agrado; se abrochó y desabrochó la levita un par de veces para ver cómo quedaba mejor. Natalia Nikolaievna entró en el salón produciendo un ligero rumor con su vestido negro de muaré.

Llevaba unas mangas muy llamativas y unos lacitos en la cofia que estaban lejos de ser la última moda. Pero en ella resultaban muy graciosos y no solo no eran ridicules, sino hasta distingués. Para esta clase de cosas las mujeres tienen un incomparable sexto sentido.

Aunque la ropa de Sonia era de hacía dos años, no se le hubiera podido reprochar nada tampoco. El vestido de la madre era oscuro y sencillo ; el de la hija, claro y alegre. Serioja se despertó muy tarde, de manera que fueron a misa sin él.

Los padres se sentaron en el fondo de un coche de alquiler ; la hija, enfrente de ellos ;

Vasili, en el pescante, y se dirigieron al Kremlin. Al apearse del coche, las damas se arreglaron los vestidos ; Piotr Ivanovich tomó del brazo a su mujer, y con la cabeza erguida, se dirigió hacia la puerta de la iglesia. La gente se preguntaba quiénes podían ser aquellos señores. ¿Quién era ese viejecito curtido por el sol? Tenía profundas arrugas de trabajador, unas arrugas que no se adquieren en el club inglés ; sus cabellos y su barba eran blancos como la nieve, su mirada altiva, aunque bondadosa, y sus movimientos enérgicos. ¿Quién era aquella dama alta, de majestuosos andares y de grandes ojos apagados? ¿Quién aquella muchacha lozana, esbelta, que no vestía a la moda ni se mostraba tímida?

No eran comerciantes, ni alemanes. ¿Serían nobles? Tampoco suelen ser así. Sin embargo, se deducía que se trataba de personas importantes. Así pensaban los que se encontraban con ellos en la iglesia y, no se sabe por qué, les cedieron el paso con más gusto que a los que lucían vistosas charreteras. Piotr Ivanovich rezaba en actitud reconcentrada, sin distraerse. Natalia Nikolaievna se arrodillaba a ratos y vertió abundantes lágrimas cuando cantaron Gloria a los querubines. Sonia parecía hacer un esfuerzo para seguir la misa ; no le gustaba rezar ; sin embargo, no volvía la cabeza para nada, y se santiguaba atentamente.

Serioja se había quedado en el hotel, en parte por haberse levantado tarde y en parte porque no le gustaba oír misa. No podía comprender por qué era capaz de recorrer cuarenta verstas esquiando sin esfuerzo y, en cambio, escuchar la lectura de doce evangelios constituía para él un tormento físico. Pero la razón principal era que necesitaba un traje nuevo. Se vistió y se fue al puente Kuznietzky. Disponía de bastante dinero. Piotr Ivanovich había tomado la costumbre de darle todo el que quisiera desde que había cumplido los veintiún años. De él dependía dejar a sus padres en la ruina.

iQué lástima de doscientos cincuenta rublos gastados inútilmente en la tienda de confecciones de Kuntz! Cualquiera hubiera aconsejado a Serioja y hubiera considerado como un honor acompañarlo a casa de un sastre para que se encargara un traje. Pero el muchacho se encontraba solo entre una multitud desconocida. Con la gorra calada, iba abriéndose paso por el puente Kuznietzky sin mirar siquiera a las tiendas. Cuando llegó al final entró en una de ellas. Salió de allí vistiendo un frac marrón estrecho (se llevaban anchos), unos pantalones negros, anchos (se llevaban estrechos) y un chaleco de raso con florecillas, que ningún huésped del hotel Chevalier hubiera permitido que se pusiera ni siquiera su lacayo. Compró, además, otras muchas cosas. Kuntz se sorprendió de la esbeltez del talle del joven. Le aseguró —solía hacerlo lo mismo con todos los clientes-que en su vida había visto otro igual. Serioja sabía que tenía la cintura estrecha ; sin embargo, le halagó que se lo dijera un extraño. Al salir de la tienda, tenía doscientos cincuenta rublos menos e iba tan mal vestido que, al cabo de dos días, su traje pasó a manos de Vasili. Eso constituyó siempre un recuerdo desagradable para Serioja. Una vez en el hotel, se instaló en la sala grande, desde donde echó miradas a la de la francesa. Encargó para almorzar unas cosas tan raras que hasta hizo reír al criado. Pidió una revista y fingió leer. El mozo, viendo la inexperiencia del joven, se permitió hacerle algunas preguntas. Serguei exclamó, enrojeciendo:

— i Lárgate!

Su expresión era tan altiva que el camarero obedeció sin rechistar. Al regresar, sus padres y Sonia le alabaron mucho el traje.

¿Recuerdas ese sentimiento de alegría cuando de niño, el día de tu cumpleaños, volvías a casa, después de haber oído misa, y te encontrabas con visitas y juguetes? La fiesta se te reflejaba en el traje, en la cara y en el alma. Sabías que aquel día era excepcional, no había clase y lo festejaban incluso los mayores, estaba lleno de alegría para todos los de la casa, sabías que eras tú la causa de aquella solemnidad y cualquier cosa que hicieras, se te perdonaría ; te sorprendía que la gente de la calle no lo festejase lo mismo que tu familia, que los sonidos no fuesen más sonoros y los colores más vivos ; en una palabra, que no tuvieran todos la sensación de que era tu santo. Tal era el estado de ánimo de Piotr Ivanovich al volver de la iglesia.

Los desvelos de Pajtin no habían caído en saco roto ; en lugar de juguetes, Piotr Ivanovich halló en su casa varias tarjetas de visita de destacados moscovitas que en el año 56 consideraban como un deber ineludible dispensar toda clase de atenciones al célebre desterrado al que tres años atrás no habrían querido ver por nada del mundo.

Chevalier, el portero y los criados redoblaron su amabilidad aquella mañana a causa de los que llegaban en coche preguntando por Piotr Ivanovich. Por mucho que haya sufrido en la vida y por inteligente que sea una persona, no deja de agradarle recibir muestras de respeto de quien es respetado por todos. Piotr Ivanovich se sintió halagado cuando Chevalier, haciendo profundas reverencias, le ofreció otro departamento mejor y cuando vio las tarjetas de ilustres personajes, entre ellos las de varios condes y la del príncipe D***. Natalia Nikolaievna dijo que no se recibiría a nadie ; quería ir a ver a María Ivanovna. Labazov se mostró de acuerdo, a pesar de que le hubiera gustado hablar con algunos de los visitantes. Pero uno subió antes de aquella prohibición. Era Pajtin. Si le hubiesen preguntado por qué había vuelto, no habría podido decirlo, no había ningún motivo, exceptuando que le atraía todo lo nuevo y divertido.

Venía a contemplar a Piotr Ivanovich como a objeto raro. Aparentemente, uno debía sentirse intimidado yendo a visitar a un desconocido por esa razón. Pero resultó todo lo contrario.

Piotr Ivanovich y sus hijos se turbaron. Natalia Nikolaievna era demasiado grande dame para turbarse. Nada le hacía perder la serenidad. La mirada cansada de sus encantadores ojos negros se detuvo tranquilamente en Pajtin, que tenía un aspecto lozano, alegre y satisfecho de sí mismo como de costumbre. Recordó que antaño había sido amigo de Natalia Nikolaievna.

—i Ah! —exclamó esta.

—Bueno, no precisamente amigo, porque nuestras edades… Pero siempre ha sido usted tan buena para mí…

*** Pajtin era un antiguo admirador de Piotr Ivanovich. Conocía a todos sus compañeros.

Esperaba poder ser útil a los recién llegados. Hubiera venido a visitarlos la víspera, pero no había tenido tiempo ; rogaba que le perdonasen. Tomó asiento y habló durante largo rato.

—Sí; he observado muchos cambios en Rusia desde entonces-dijo Piotr Ivanovich, contestando a su pregunta.

Pajtin acogía cada palabra que salía de labios de Labazov con una inclinación de cabeza, una sonrisa o un movimiento que daba a entender que eran palabras memorables. Natalia Nikolaievpa aprobó esa actitud. Serguei Petrovich parecía temer que el discurso de su padre no fuese bastante importante para la atención del oyente. Por el contrario, Sonia sonreía con esa sonrisa imperceptible, llena de satisfacción, con que solemos sonreír cuando captamos el lado ridículo de la gente. Se dio cuenta de que no se podía esperar nada bueno de este hombre, que era bobo, como solían llamar ella y su hermano a un determinado género de personas.

Piotr Ivanovich habló de los enormes cambios que había observado, cambios que le alegraban grandemente.

La gente, el pueblo, se ha elevado mucho, no hay comparación ; tiene más conciencia de sus méritos. Debo confesar que lo que más me interesa y me ha interesado siempre es el pueblo. Opino que la fuerza de Rusia no está en nosotros, sino en él.

Con la animación que le era propia, Labazov expuso unas ideas. más o menos originales, acerca de una serie de problemas importantes. Tendremos ocasión de oírlas ampliamente desarrolladas. Pajtin, muy satisfecho, se mostró de acuerdo en todo.

—Es preciso que conozca usted a Aksatov. Si me lo permite, príncipe, se lo presentaré.

¿Sabe que le han autorizado su publicación? Dicen que mañana saldrá el primer número. He leído un artículo suyo extraordinario. En general se ha dado un gran paso hacia adelante.

—Sí; así es-exclamó Piotr Ivanovich.

Pero, al parecer, no le interesaban aquellas noticias, ni siquiera sabía los nombres de la gente que Pajtin nombraba como personas conocidas.

Natalia Nikolaievna observó, para justificar a su marido, que este recibía las revistas con mucho retraso.

—Papá, ¿iremos a casa de la tía? —preguntó Sonia.

—Sí, pero primero hemos de almorzar. ¿Quiere usted tomar algo?

Como es natural, Pajtin se negó. Pero Piotr Ivanovich, con la hospitalidad propia de los rusos, insistió en que comiera y bebiera algo. El, por su parte, tomó una copa de vodka y un vaso de vino de Burdeos. Pajtin observó que mientras Piotr Ivanovich escanciaba el vino, su mujer se había vuelto y su hijo lo miraba de un modo especial.

Después, Piotr Ivanovich contestó a una serie de preguntas de Pajtin, acerca de la literatura nueva, las nuevas tendencias políticas, la guerra y la paz (Pajtin tenía el don de reunir los temas más diversos en una conversación anodina y la hacía amena) con una profession de foi. Y fuese por el vino o por el tema de la conversación, el caso es que se exaltó hasta tal punto que le asomaron las lágrimas a los ojos ; también Pajtin se dejó llevar por el entusiasmo y vertió unas lágrimas.

Estaba convencido de que Piotr Ivanovich se hallaba a la cabeza de los hombres de ideas avanzadas y de que debía nombrársele jefe de todos los partidos. Los ojos del anciano se encendieron ; creía sinceramente en las afirmaciones de Pajtin y hubiera seguido hablando mucho. Pero Sonia había instado a su madre a que fuera a llamar a Piotr Ivanovich. El viejo acababa de escanciar en su copa el vino que quedaba, pero la muchacha se lo bebió.

—¿Qué has hecho?

—Pardon, papá, es que aún no había tomado ni una sola gota.

Labazov sonrió.

—Tenemos que ir a casa de María Ivanovna. Discúlpenos, señor Pajtin-dijo, saliendo con la cabeza erguida.

En el vestíbulo se encontraron con un general que venía a visitar a Labazov ; era un antiguo conocido suyo. Hacía treinta y cinco años que no se habían visto. El general había perdido todos los dientes y estaba calvo.

—¡Qué bien te conservas! —exclamó—. Por lo visto, Siberia sienta mejor que San Petersburgo. ¿Es tu hijo? ¡Qué buen mozo! ¿Vendrás mañana a comer a mi casa?

—Sí; con mucho gusto.

En la escalinata se cruzaron con el célebre Chijaiev, otro antiguo conocido de Piotr Ivanovich.

—¿Cómo se ha enterado usted de que hemos venido?

—Sería una vergüenza para Moscú no haberse enterado, y es una vergüenza que no hayamos ido a las puertas de la ciudad a esperarlo. ¿Dónde comen ustedes? Supongo que en casa de su hermana María Ivanovna, ¿no es eso? ¡Magnífico! Ya iré yo por allí.

Piotr Ivanovich parecía un hombre orgulloso, pero solo a los que no sabían ver a través de su aspecto externo una expresión de bondad y de sensibilidad indescriptibles. En aquel momento, incluso Natalia Nikolaievna admiró aquella solemnidad. Sonia sonrió con los ojos.

Llegaron a casa de María Ivanovna. Era la madrina de Labazov ; una solterona diez años mayor que él.

Algún día relataré su historia : diré por qué no se casó y cómo transcurrió su juventud.

Llevaba cuarenta años en Moscú. Era una mujer de escasa inteligencia. No poseía grandes bienes ni apreciaba las buenas relaciones. Sin embargo, todo el mundo la respetaba. Estaba segura de que todos debían hacerlo, y así era en efecto. Algunos jóvenes liberales de la Universidad no reconocían su poder, pero solo se oponían a ella en ausencia suya. En cuanto entraba en el salón con sus andares majestuosos, empezaba, a hablar con aquella severidad que le era peculiar o sonreía con expresión afectuosa, todos se le sometían. Trataba a los habitantes de Moscú como a personas de la familia. Entre sus amistades preponderaban los jóvenes y los hombres inteligentes; no simpatizaba con las mujeres. Vivían a expensas suyas algunos hombres y mujeres, pertenecientes a ese tipo de personas que, gracias a nuestra literatura, gozan del desprecio general. Pero ella consideraba que Skopin, que había perdido todo lo que tenía en el juego, y Besheva, abandonada por su marido, estaban mejor en su casa, y por eso los mantenía. Dos intensos sentimientos dominaban su existencia en aquella época.

Piotr Ivanovich era su ídolo. El príncipe Iván, el objeto de su odio. Ignoraba que Piotr Ivanovich hubiese vuelto. Después de haber oído misa, estaba tomando el café. Un vicario de Moscú, Besheva y Skopin se hallaban sentados en torno a la mesa. María Ivanovna les hablaba del joven conde V*** hijo de P. Z***, que había vuelto de Sebastopol y del que estaba prendada. (Constantemente tenía alguna pasión.) Aquel día vendría a comer a casa. El vicario se puso en pie para despedirse. María Ivanovna no lo retuvo. En este sentido era librepensadora ; practicaba la religión, pero se reía de las señoras que visitaban a los monjes, y afirmaba sin ambages que los religiosos eran personas tan pecadoras como los demás, y que uno podía salvarse en el mundo lo mismo que en un monasterio.

—Por favor, vaya a decir que no recibo-dijo a la Besheva—. Tengo que escribir a Pierre ; no comprendo por qué no viene. Natalia Nikoiaievna debe de estar enferma.

María Ivanovna estaba persuadida de que su cuñada no la quería y era enemiga suya. No podía perdonarle el no haber sido ella, la hermana de Pierre, quien hubiese sacrificado su fortuna y se hubiese marchado a Siberia con él. Le dolía que la hubiesen rechazado cuando quiso hacerlo.

Al cabo de treinta y cinco años empezaba a creer a su hermano, quien afirmaba que Natalia Nikolaievna era la mejor esposa del mundo y su ángel guardián ; pero en el fondo la envidiaba y le parecía que era una mala mujer.

Se levantó, recorrió la sala y se disponía a dirigirse al despacho cuando asomó por la puerta la cabeza canosa y el rostro surcado de arrugas de la Besheva ; expresaba alegría y temor.

—María Ivanovna, prepárese usted —dijo.

—¿Una carta?

—No. Algo más…

Pero antes que terminara la frase se oyó desde el vestíbulo una recia voz de hombre.

—¿Dónde está? Vete tú, Natasha.

—¡Es él! —exclamó María Ivanovna.

Y se dirigió al encuentro de su hermano con pasos resueltos. Acogió a los recién llegados como si los hubiese visto la víspera.

—¿Cuándo llegasteis? ¿Dónde os habéis hospedado? ¿Habéis venido en coche?

Tales fueron las preguntas de María Ivanovna mientras introducía a los huéspedes en el salón ; pero no prestó atención a las respuestas ; miraba con los ojos muy abiertos tan pronto a uno como a otro. La Besheva se sorprendió de esa tranquilidad, que casi parecía indiferencia, y no la aprobó. Todos sonreían ; María Ivanovna miró en silencio a su hermano con expresión seria.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó este, tomándola de la mano.

Piotr la llamaba de «usted»; en cambio ella le tuteaba. María Ivanovna volvió a examinar la barba canosa, la cabeza calva, los dientes, las arrugas, los ojos y la tez curtida de su hermano, y lo reconoció todo.

—Esta es mi Sonia.

Pero María Ivanovna no se volvió. —Qué ton…

Se le quebró la voz. Asió con sus grandes manos blancas la cabeza de su hermano. Había querido decir : «Qué tonto eres. ¿Por qué no me has avisado?», pero se le estremecieron los hombros y el pecho, se le crispó el rostro y empezó a sollozar, mientras apretaba contra sí la cabeza de Labazov, repitiendo —Qué ton …to eres. ¿Por qué no me has avisado?

A Piotr Ivanovich no le parecía ya ser un hombre tan importante como cuando estaba en la escalinata del hotel Chevalier. Permanecía sentado en una butaca con la cabeza entre las manos de su hermana. Tenía la nariz apretada contra el corsé de María Ivanovna, que le hacía cosquillas, los cabellos revueltos y los ojos llenos de lágrimas, pero se sentía a gusto. Cuando hubo pasado este arrebato de lágrimas producidas por la alegría, María Ivanovna comprendió lo que estaba sucediendo y empezó a examinar a todos detenidamente. En el transcurso del día, cada vez que recordaba cómo habían sido ella y su hermano y en lo que se habían convertido, se representaba todas las desgracias, las alegrías y los amores de entonces, y volvía a repetir : " ¡Qué tonto eres, Pretrusha! ¿Cómo no me has avisado? ¿Por qué no habéis venido directamente a mi casa? Os hubiera alojado aquí. Al menos, comeréis conmigo.

¿Verdad? No te aburrirás, Serguei. He invitado a comer a un joven de Sebastopol, un muchacho muy valiente. ¿Conoces al hijo de Nikolai Mijailovich? Es escritor. Ha escrito algo muy interesante. Yo no lo he leído, pero todos lo alaban mucho, Es un muchacho muy agradable. Lo invitaré también. Chijaiev tenía intención de venir. Es un charlatán, no lo quiero. ¿Ha ido a verte? ¿Has visto a Nikita? Bueno, pero todo eso son tonterías. ¿Qué te propones hacer? ¿Cómo está usted de salud, Natalia? ¿Qué pensáis hacer con este joven y con esta linda muchacha?»

Antes de comer, Natalia Nikolaievna y sus hijos fueron a visitar a una vieja tía. Piotr Ivanovich se quedó solo con su hermana y empezó a exponer sus planes.

—Sonia es ya una muchacha y debe empezar a frecuentar la sociedad, de manera que tendréis que quedaros en Moscú—dijo María Ivanovna.

— ¡Por nada del mundo! …

—Serioja tiene que ingresar en el servicio.

— ¡Por nada del mundo!

— Sigues tan loco como siempre.

Pero, a pesar de todo, María Ivanovna seguía queriendo igual que antes a ese loco.

—Permaneceremos aquí el tiempo necesario ; después iremos a la aldea para que nuestros hijos conozcan aquello.

—Tengo la norma de no meterme en asuntos familiares y de no dar consejos-replicó María Ivanovna una vez que se hubo tranquilizado—. Pero te diré que un joven debe hacer el servicio militar; eso es lo que he pensado siempre y lo que sigo pensando. En la actualidad estoy más convencida de ello que nunca. No sabes cómo es ahora la juventud de hoy día. Yo la conozco perfectamente. El hijo del príncipe Dimitri se ha echado a perder por completo.

Sus padres tienen la culpa. A mí no me asusta nada, soy una vieja, pero eso no está bien.

María Ivanovna empezó a hablar del Gobierno. Estaba descontenta por la excesiva libertad que reinaba.

—Lo único bueno que han hecho es haberos puesto en libertad.

Piotr Ivanovich trató de defender el Gobierno, pero su hermana no era como Pajtin, no era fácil convencerla. Se acaloró mucho.

—¿Cómo puedes defenderlo? No creo que seas la persona indicada. Veo que sigues tan loco como siempre.

Piotr Ivanovich guardó silencio. Una leve sonrisa dio a entender que no se daba por vencido, pero que no quería discutir con María Ivanovna.

—¿Sonríes? Ya comprendo. No quieres discutir conmigo porque soy una mujer— exclamó esta afectuosamente, mientras miraba a su hermano con una expresión sutil e inteligente, que no podía esperarse de aquel rostro envejecido—. No me convencerás, querido. Voy a cumplir setenta años. Y no he vivido como una tonta, he visto muchas cosas.

Nunca me ha dado por leer vuestros libros ni pienso hacerlo. ¡Dicen tantas tonterías!

—¿Qué le han parecido mis hijos? ¿Qué piensa de Serioja? —preguntó Piotr Ivanovich con la misma sonrisa.

—¡Vaya! ¡Vaya! —contestó María Ivanovna, amenazándole con un gesto—. No desvíes la conversación. Ya hablaremos de tus hijos. Sigues tan loco como siempre, lo veo por tus ojos. Ahora te llevarán en hombros, es la moda. Todos vosotros estáis de moda. Sí, veo por tus ojos que sigues tan loco como antes-repitió al ver la sonrisa de Piotr Ivanovich—. Te ruego, por los clavos de Cristo. que te alejes de esos liberales de hoy día. Dios sabe lo que están tramando. Eso tiene que acabar mal. De momento, el Gobierno se calla, pero al fin tendrá que sacar las uñas ; recordarás mis palabras. Tengo miedo de que te veas complicado otra vez. Abandona estas cosas ; son tonterías, créeme. Tienes que pensar en tus hijos.

—Se ve que ya no me conoce usted, María Ivanovna.

—Bueno, bueno ; ya veremos si soy la que no te conoce o eres tú mismo quien te desconoces. Me he limitado a decirte lo que tenía sobre el corazón. Si quieres hacerme caso, me parecerá bien. Hablemos de Serioja. ¿Qué carácter tiene?

Hubiera querido decir : «No me ha gustado mucho», pero se limitó a añadir —Se parece a su madre como dos gotas de agua. Sonia me ha encantado… Tiene algo tan agradable, tan abierto, y es tan simpática. ¿Dónde está ahora? ¡Ah! , sí. Se me había olvidado.

—¿Qué quiere que le diga? Sonia será una buena esposa y una buena madre, pero mi Serioja es otra cosa. Es inteligente, muy inteligente, nadie puede negárselo. Ha sido un buen estudiante. Aunque un poco perezoso. Le gustan las ciencias naturales. Hemos tenido suerte, tuvo allí un buen profesor. Ahora quiere ingresar en la Universidad ; le gustaría cursar ciencias naturales, química…

María Ivanovna dejó de escuchar a su hermano en cuanto este nombró las ciencias naturales, y sobre todo la química. Era como si se hubiera entristecido de pronto. Suspiró profundamente y empezó a contestar a sus propios pensamientos, a las ideas que la invadieron al oír esas palabras.

—¡Sí supieras cuánto los compadezco, Petrushka! —exclamó con sincera pena—. Tienen toda la vida por delante. ¡Cuánto han de sufrir aún!

—Esperemos que sean más felices que nosotros.

—¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera!

Qué penosa es la vida! Debías de hacerme caso, querido, y dejarte de esas cosas. ¡Qué tonto eres, Petrushka! Pero ¡qué tonto! Y ahora, perdóname. Tengo que ir a dar órdenes. He invitado a mucha gente. ¿Qué le voy a dar de comer?

Sollozó, volvió la cabeza y tocó el timbre.

—Que venga Taras-dijo cuando acudieron a su llamada.

¿Sigue todavía en tu casa el viejo ese?

—Si; y es un chiquillo en comparación conmigo.

Taras se mostró descontento, pero fue a cumplir las órdenes de María Ivanovna.

Poco después entraron Natalia Nikolaievna y Sonia, produciendo rumor con sus vestidos.

Venían ateridas de frío, pero muy felices. Serioja se había quedado haciendo unas compras.

Permitidme que la contemple-exclamó María Ivanovna, cogiendo con ambas manos el rostro de Sonia, mientras su cuñada contaba dónde habían estado.

Narrativa breve
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