IV
¡Sea! Voy, pues, a contarle todos mis infortunios y la historia espantosa de mi vida. Sí, espantosa; y la historia misma es más espantosa que su sangriento desenlace.
Se pasó la mano por los ojos y empezó, después de una pausa:
—Para entenderlo debidamente hay que contarlo todo desde el principio; hay que explicar cómo y por qué me casé, y hay que explicar lo que era yo antes de mi matrimonio. Empezaré diciéndole cuál es mi condición: hijo de un rico hidalgo de la estepa, antiguo mariscal de la nobleza, fui alumno de la Universidad, licenciado en Derecho. Me casé a los treinta años.
Pero antes de hablarle de mi matrimonio, quiero contarle la vida que llevaba de soltero y las falsas ideas que en aquel tiempo abrigaba sobre el matrimonio. Yo llevaba la misma existencia de tantos otros que presumen de distinción, es decir una existencia relajada y llena de vicios, a pesar de lo cual estaba muy convencido de ser hombre de una moralidad intachable.
La idea que tenía de mi moralidad dimanaba de que no se conocían en mi familia esas disposiciones especiales, tan comunes en la esfera de nuestros nobles terratenientes, pues todos mis deudos permanecían fieles al juramento de fidelidad que habían hecho ante el altar.
De esa suerte me había forjado desde la infancia el sueño de una vida conyugal elevada y poética. Mi esposa sería un dechado de todas las virtudes; nuestro mutuo cariño, inquebrantable; la pureza de nuestra vida conyugal, inmaculada. Así pensaba yo, muy engreído con la nobleza de mis proyectos.
Pasé diez años de mi vida de adulto sin darme prisa por contraer matrimonio, y haciendo lo que yo llamaba la vida tranquila y juiciosa del soltero. No era un seductor, no tenía apetitos contra natura, ni convertía la disipación en objeto principal de mi vida, sino que participaba del placer sin ofender las conveniencias sociales, y me creía ingenuamente un ser moral en extremo. Las mujeres con quienes tenia relaciones no pertenecían a nadie más que a mí, y yo no les pedía otra cosa que el placer del momento.
En todo esto no veía nada de anormal, sino que, por el contrario, me felicitaba de no formar lazos duraderos en mi corazón, y miraba como una prueba de honradez el pagar siempre con dinero contante. Huía de las mujeres que podían estorbar mi porvenir enamorándose o dándome un hijo. No vaya a creerse que dejó de mediar algún hijo o un pasajero amor, pero yo me las arreglaba de modo que no llegué una sola vez a enterarme…
Y viviendo así, me reputaba un hombre honrado a carta cabal. No comprendía que los actos físicos por sí solos no constituyen la relajación, sino que ésta consiste más bien en emanciparse de todo lazo moral respecto de una mujer con quien se tienen relaciones carnales.
¡Y yo veía como un mérito esa emancipación! Recuerdo que una vez me inquieté seriamente por haberme olvidado de pagar a una mujer, cuyas caricias, sin duda, inspiró el amor y no el interés. No me quedé tranquilo hasta demostrarle, enviándole el dinero, que no me creía sujeto a ella por ningún lazo. No mueva usted la cabeza como si estuviese de acuerdo conmigo-exclamó de pronto vehementemente;—ya conozco esas ilusiones. Todos en general, y usted en particular, si no es una rara excepción, tienen las mismas ideas que yo tenía entonces y, si está usted de acuerdo conmigo, es sólo ahora; antes no pensaba usted así.
Tampoco pensaba así yo; y si hubiera tenido quien me contara lo que yo ahora le cuento, no me habría sucedido lo que me ha sucedido. Pero, en fin, la cosa no es para tanto. Usted dispense. En verdad que es espantoso, espantoso este abismo de errores y de disipación en que vivimos frente al verdadero problema de los derechos de la mujer…
—¿Qué es lo que usted entiende por el verdadero problema de los derechos de la mujer?
—El problema de lo que es ese ser especial, organizado de distinto modo que el hombre, y de cómo ese ser y el hombre deben mirar a la mujer. Pero continuemos la historia.