VI

Zakhar acercóse de nuevo al comedor. Delessov oyó la voz dulce de su criado y la voz débil y suplicante de Alberto.

—¿Qué hay? — preguntó Delessov a Zakhar.

—Dice que se aburre; no ha querido levantarse; está muy triste; no hace otra cosa que pedirme vino.

—No, me lo ha prometido; hay que tener energía —dijo Delessov. Prohibió dar vino al artista y se puso otra vez a leer, escuchando de todas maneras lo que pasaba en el comedor.

Allí nada se movía, tan sólo de vez en cuando se oía una penosa tos de pecho seguida de expectoraciones. Pasaron dos horas; Delessov se vistió y antes de salir se decidió ir a ver a su huésped. Alberto estaba inmóvil, sentado cerca de la ventana, la cabeza apoyada entre las manos. Su cara estaba amarilla, arrugada, y no solamente triste, sino con señales de profunda desdicha. Trató de sonreír a guisa de saludo, pero su cara tomó una expresión aún más triste.

Hubiérase dicho que iba a llorar; levantóse con gran trabajo y saludó.

—Si fuera posible obtener una copita de aguardiente —dijo con voz suplicante—. Os lo ruego, porque estoy muy débil.

—Os aconsejo que toméis café; os irá mucho mejor.

La cara de Alberto perdió instantáneamente su expresión infantil. Miró a la ventana con la vista empañada y fría, y se dejó caer sobre la silla.

—Mejor sería que almozarais.

—No, gracias, no tengo apetito.

—Si queréis tocar el violín, no me estorbáis para nada —dijo Delessov, dejando el instrumento encima de la mesa.

Alberto miró el violín con aire despreciativo.

—Estoy débil y no puedo tocar —dijo rechazando el instrumento.

Después de esto, a todo lo que Delessov le proponía, ir al teatro, pasearse…. contestaba con un humilde saludo, guardando obstinadamente el silencio más absoluto.

Delessov salió a hacer algunas visitas, comió con los amigos y antes de ir al teatro entró en casa para cambiarse el traje y saber qué hacía el músico. Alberto estaba sentado en la antesala, complemente a oscuras; tenía la cabeza apoyada entre sus manos y contemplaba la estufa encendida. Se había lavado, peinado y vestido con mucha limpieza, pero sus ojos estaban velados y sin expresión; en todo su cuerpo se notaba más debilidad y más fatiga que por la mañana.

—Qué, ¿habéis comido? — preguntóle Delessov.

Alberto hizo un signo afirmativo con la cabeza, y mirando con desconfianza a Delessov, bajó la vista.

Delessov se sintió apenado.

—Hoy he visto al director, al cual he hablado de vos —dijo Delessov desviando la mirada—.

Tendrá mucha satisfacción en volver a veros. Si permitieseis que él os oyese…

—Muchas gracias, no puedo tocar— pronunció entre dientes Alberto y pasó a su habitación cerrando la puerta tras si.

Algunos momentos después volvió a salir de la habitación con el violín, dio una rápida y agresiva mirada a Delessov, dejó el violín sobre una silla y desapareció nuevamente.

Delessov se sonrió encogiéndose de hombros.

"¿Qué debo hacer? ¿De que soy culpable?» — pensó.

—¿Cómo está el músico? — fue la primera pregunta que hizo al entrar ya tarde en su casa.

—Está bastante mal —respondió brevemente y con voz sonora Zakhar—. Se pasa el tiempo tosiendo y suspirando sin decir una palabra. Varias veces me ha pedido aguardiente, y le he dado ya un vasito. De lo contrario era de temerse que le perdiéramos. Es como el empleado…

—¿Ha tocado el violín?

—Ni siquiera lo ha mirado; dos veces se lo llevé y cogiéndolo con cuidado me lo ha devuelto siempre —respondió Zakhar sonriendo—. ¿No ordenáis que se le dé de beber?

—No; esperemos un día y veremos lo que pasa.

¿Qué hace ahora?

—Está encerrado en el salón.

Delessov pasó a su despacho y tomó algunos libros en francés y el Evangelio en alemán.

—Mañana ponle estos libros en su cuarto, y cuidado con dejarle salir —le dijo a Zakhar.

A la mañana siguiente, Zakhar informó de que el músico no había dormido en toda la noche, y que había tratado de abrir las puertas, pero que gracias a sus cuidados estaban bien cerradas; díjole además que, haciéndose el dormido, había oído a Alberto hablar bajo, agitando con fuerza las manos.

Alberto volvióse de día en día más sombrío y más silencioso. Parecía como si le inspirase miedo Delessov, y cada vez que sus miradas se encontraban, se advertía en su rostro una sensación inusitada de espanto. No tocó ni los libros ni el violín, y guardaba el silencio más absoluto cuando se le preguntaba algo.

Algunos días después de haber dado albergue al músico, llegó Delessov a su casa bastante tarde, notándose en él mucho cansancio y contrariedad.

Durante todo el día había estado haciendo gestiones para cierto negocio que le pareció muy fácil y, como pasa casi siempre, a pesar de todo su cuidado, no había obtenido lo que deseaba. Además, en el club había perdido algo y estaba de muy mal humor.

—¡Que Dios le proteja! — respondió a Zakhar, el cual le explicaba la triste situación de Alberto—. Mañana le preguntaré definitivamente si quiere quedarse en casa y seguir mis consejos. Si no, peor para él; me parece que he hecho todo lo que he podido.

La palabra «todos» se refería los hombres en general y en particular a aquéllos con quienes había hablado por la mañana.

"¿Qué será de él ahora? ¿En qué piensa?, ¿qué es lo que le entristece? ¿Echa de menos el desarreglo y humillación en que vivía, la mendicidad de donde le he sacado?» Evidentemente ha caído muy bajo para que pueda acostumbrarse de nuevo a una vida honrada… «No, es una chiquillada —dijo Delessov—. ¿Por qué me he de meter a corregir a los demás? Que Dios me permita arreglarme a mi mismo.» Quiso dejarle marchar enseguida, pero reflexión ó un momento y lo dejó para el día siguiente.

Durante la noche, Delessov despertó con el ruido de una mesa que se había caído en la antesalas, y oyó voces y pasos en la misma. Encendió una bujía y escuchó con ansiedad…

—Esperad, que iré a llamar al amo —decía Zakhar.

Alberto murmuraba palabras incoherentes, Delessov saltó del lecho y con la bujía en la mano corrió a la antesala. Zakhar, en traje de noche, estaba de pie delante de la puerta.

Alberto, con el sombrero y el abrigo, trataba de apartarle de la puerta, gritando con voz quejumbrosa.

—No podéis impedirme el paso, tengo el pasaporte; yo no me llevo nada, podéis registrarme si queréis; iré al jefe de policía.

—Permitidme —dijo Zukhar a su amo, mientras continuaba defendiendo la puerta con la espalda—.

Se ha levantado esta noche, ha encontrado la llave de mi abrigo y se ha bebido una botella entera de aguardiente azucarado. ¿Está bien eso? Y ahora quiere marcharse.

—¡Nadie puede detenerme! No tenéis ese derecho —gritaba elevando cada vez más la voz.

—Quítate de ahí, Zakhar —dijo Delessov, y dirigiéndose a Alberto: — Yo no quiero ni puedo deteneros, pero os aconsejo quedaros hasta mañana.

—Nadie puede detenerme, iré a ver al jefe de policía —gritaba cada vez con más fuerza Alberto, dirigiéndose tan sólo a Zakhar y sin mirar a Delessov— ¡Ladrones! — gritó de pronto con espantosa voz.

—Pero, ¿por qué gritáis así? Nadie os detiene Zakhar abriendo la puerta.

Alberto cesó de gritar.

—¡No lo habéis logrado! ¿Queríais matarme? ¡Pues, no! — murmuró tomando sus zapatos de goma.

Sin decir adiós y mascullando palabras incomprensibles, salió; Zakhar le alumbró hasta la puerta y volvió.

—¡Gracias a Dios! Hubiera acabado mal —dijo a su amo—. Ahora hay que mirar los objetos de plata, a ver si están todos.

Delessov movió la cabeza sin responder. Acordábase de las dos primeras veladas pasadas con el músico; los días tristes que por su culpa había pasado Alberto, principalmente se acordaba del sentimiento mezclado de admiración, de amor y de piedad, que desde el primer momento le inspiró ese hombre extraño.

Empezaba a compadecerle. "¿Qué va hacer, sin dinero, sin ropa, solo en medio de la noche?…» Quiso mandar a Zakhar en su busca, pero ya era tarde.

—¿Hace mucho frío? — preguntó Delessov.

—Una helada muy fuerte —respondió Zakhar—. Había olvidado deciros que se tendrá que comprar leña antes de la primavera.

—¿Cómo es posible? Tú habías dicho que aún quedaría…

Narrativa breve
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