VI

Los recuerdos se suceden con rapidez creciente en mi imaginación.

“¿Cómo será el mujik que grita sin cesar dando consejos desde el segundo trineo?

Probablemente es pelirrojo, robusto y de piernas cortas. Debe de parecerse a Fiodor Filipovich, nuestro viejo mozo de comedor», pienso. Entonces, se me representa la escalera de nuestra gran casa; cinco criados avanzan pesadamente sobre unas bayetas, arrastrando un piano que han traído del pabellón; Fiodor Filipovich, con las mangas de la librea remangadas y un pedal en la mano, corre delante de ellos, abriendo puertas, arreglando aquí, empujando allá, pasando entre las piernas de los hombres y molestando a todos. Grita con tono preocupado:

—¡Eh, vosotros, los de delante, cargadlo sobre la espalda! ¡Así! Con la cola hacia arriba…

¡Más, más arriba! Entrad por la puerta ahora, esto es… así…

—Perdone, Fiodor Filipovich; pero estoy solo de este lado y no puedo… — objeta tímidamente el jardinero.

Lo han aprisionado contra la barandilla de la escalera; está sofocado por el esfuerzo que hace para sostener el extremo del piano. Y Fiodor Filipovich sigue afanándose.

“¿Qué significa eso? –me preguntaba—. Se imagina ser útil e indispensable o, sencillamente, ¿está satisfecho porque Dios le ha concedido esa elocuencia que despilfarra sin más ni más? Probablemente es esto último.»

Luego, sin saber por qué, veo el estanque. Con el agua hasta las rodillas, los criados arrastran la red y Fiodor Filipovich, con una regadera en la mano, corretea por la orilla, dando instrucciones. A ratos, sujeta los dorados pececillos, suelta el agua turbia y echa agua clara.

Es un mediodía del mes de julio. Camino por un prado, que acaban de segar, bajo los ardientes rayos del sol. Soy muy joven. Tengo la sensación de que falta algo, de que deseo algo. Voy al estanque, a mi lugar preferido. Está entre unos rosales silvestres y un paseo de álamos blancos. Me echo a dormir. Recuerdo la sensación que me embargó mientras permanecí mirando a través de los tallos rojizos, cubiertos de pinchos de los rosales, la tierra negra y reseca, y el estanque de un azul intenso, que semejaba un espejo. Sentí una satisfacción ingenua mezclada de tristeza. Todo en torno mío era bello e influía sobre mí de tal modo que me consideré bueno y me molestó que nadie me admirase. Hacía calor. Procuré dormir para consolarme; pero las insoportables moscas no me dejaron en paz, ni siquiera en ese lugar. Reunidas en torno mío, daban saltitos sobre mi frente y mis manos. A la hora de más calor, una abeja zumbó cerca de mí y varias mariposas de alas amarillas revolotearon de una brizna de hierba a otra. Miré hacia arriba. El sol me hirió en los ojos. Eran demasiado resplandecientes los rayos que se filtraban a través de las rizosas ramas del abedul que se mecía suavemente en lo alto, por encima de mi cabeza. Me cubrí el rostro con un pañuelo.

Hacía un calor sofocante. Tuve la sensación de que las moscas se me quedaban pegadas en las sudorosas manos. Había una infinidad de gorriones entre los rosales. Uno de ellos saltó al suelo, a un arshin de distancia de mí, picoteó la tierra y voló, lanzando un alegre trino. Otro hizo lo mismo; y, tras de levantar la colita, siguió a su compañero, raudo como una flecha.

Desde el estanque se oyó golpear ropa mojada con palas de madera. También se percibieron las risas y las zambullidas de los bañistas. Una ráfaga de viento rumoreó entre las copas de los árboles, agitó las hojas de los rosales y, llegando hasta mí, levantó un extremo del pañuelo con que me había cubierto la sudorosa cara y me hizo cosquillas. Una mosca que se había deslizado bajo el pañuelo, se debatió asustada junto a mi boca. Sentí que una rama seca se me incrustaba en la espalda. No podía seguir acostado; tenía que ir a bañarme. De pronto, se oyeron unos pasos apresurados y una vez femenina asustada:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será posible que no se encuentre un hombre?

—¿Qué pasa? –pregunto, saliendo al encuentro de la mujer que se lamenta.

Esta se limita a volver la cabeza; hace un gesto y sigue corriendo. Luego, aparece Matriona. Es una anciana de ciento cinco años. Se sujeta el pañuelo de la cabeza con una mano y avanza a saltitos, arrastrando uno de sus pies enfundados en medias de lana. Se dirige hacia el estanque. Dos niñas corren de la mano y un chiquillo, como de diez años, que lleva una levita de adulto, probablemente de su padre, apenas si puede seguirlas.

—¿Qué ha ocurrido? –pregunto.

—Se ha ahogado un mujik.

—¿Dónde?

—En el estanque.

—¿Un mujik de los nuestros?

—No; uno que pasaba por aquí.

El cochero Iván camina presuroso por la hierba recién segada, haciendo crujir sus botazas, seguido del grueso administrador Yakov, que está sin aliento. Van hacia al estanque y yo los sigo.

Recuerdo que una voz interior me decía: «Arrójate al agua para salvar al mujik y todos se sorprenderán de tu proceder.» Eso es precisamente lo que deseo.

—¿Dónde está? ¿Dónde? –pregunto a un grupo de criados que se han reunido en la orilla.

—Allá, al fondo, junto a la otra ribera, cerca de la caseta de baños –dice la lavandera, mientras recoge la ropa mojada.

Veo al mujik que tan pronto aparece en la superficie como desaparece. Una de las veces, al resurgir, grita: “¡Padrecitos, me ahogo!» Y se va al fondo. Ya no se distingue más que una serie de burbujas. Entonces comprendo que se está ahogando y vocifero: “¡Padrecitos, este mujik se ahoga!»

Tras de echarse al hombro el hatillo de ropa mojada, la lavandera se aleja por el sendero, moviendo las caderas.

—¡Qué fastidio! –exclama Yakov Ivanovich, el administrador, con desesperación—.

¡Cuántas molestias vamos a tener con el Juzgado!

Un mujik se abre paso entre las mujeres agolpadas en la otra orilla. Y, después de colgar en la rama de un sauce la guadaña que trae en la mano, empieza a descalzarse lentamente.

—¿Dónde se ha ahogado? –pregunto, deseoso de arrojarme en el lugar que haya sido y hacer algo extraordinario.

Me señalan la superficie lisa del estanque, que el vientecillo riza ligeramente a ratos. No comprendo cómo ha podido ahogarse ese hombre. El agua por encima de él sigue siendo bella, tersa y serena, con sus reflejos dorados bajo el sol de mediodía. Me parece que no puedo hacer nada extraordinario, ni sorprender a nadie, sobre todo porque nado muy mal. El mujik se está quitando la camisa; no tardará en echarse al agua. Todos lo miran esperanzados, con el corazón en un hilo. Pero, una vez que se adentra en el estanque, cuando el agua le llega al cuello, vuelve lentamente a la orilla y se pone la camisa: no sabe nadar.

Acude gente sin cesar, la multitud aumenta. Las mujeres se sujetan unas a otras. Pero nadie presta ayuda a la víctima. Los recién llegados dan consejos, lanzan suspiros y sus semblantes reflejan miedo y horror. Algunos, cansados de estar en pie, se sientan en la hierba y otros se van. La vieja Matriona pregunta a su hija si ha echado la llave de la estufa; el chiquillo de la levita larga se entretiene tirando guijarros al agua.

De pronto, veo a Trezorka, el perro de Fiodor Filipovich. Baja de un cerro a todo correr, ladrando y volviendo la cabeza. Y, entre los rosales, surge la figura de su amo, que también acude presuroso.

—¿Qué hacéis? –vocifera, quitándose la levita, sin dejar de correr—. ¡Se está ahogando un hombre y estáis ahí, pasmados! ¡Traed una cuerda!

Esperanzados y temerosos, todos miran a Fiodor Filipovich, que, apoyándose en el hombro de un criado servicial, se quita la bota derecha con la punta de la izquierda.

—Está allí, donde se ve aquel grupo de gente, a la derecha del sauce –le dice alguien.

—¡Ya lo sé! –contesta el administrador.

Frunce el ceño ante las muestras de pudor de las mujeres mientras se quita la camisa y la cruz que lleva al cuello: se las entrega a un chiquillo que, permanece inmóvil ante él y se dirige al estanque, pisando enérgicamente la hierba segada.

Preguntándose sin duda el motivo de la rapidez de movimientos de su amo Trezorka se detiene junto a la multitud, mordisquea algunas briznas de hierba de la ribera, mira interrogativamente al administrador; y después de lanzar un alegre ladrido, se arroja al agua con él. Al principio, sólo se ve la espuma, y las salpicaduras llegan hasta nosotros. Pero, al cabo de un momento, echando los brazos hacia delante con gesto gracioso y alzando y bajando uniformemente la blanca espalda, el administrador nada hacia la orilla. En cambio, Trezorka vuelve jadeante, se sacude junto a la multitud y se frota contra la hierba. En el momento preciso en que Fiodor Filipovich alcanza la orilla opuesta, dos cocheros se acercan corriendo al sauce con una red enrollada en una vara. No se sabe por qué, Fiodor Filipovich levanta los brazos y bucea tres veces seguidas. Cuando reaparece en la superficie, echa agua por la boca y sacude la cabellera con gesto elegante, sin contestar a las preguntas que llueven sobre él por todas partes. Finalmente, sale a la orilla y, por lo que puede deducirse, da órdenes para echar las redes. Pero, cuando las extraen, no hay nada en el cope sino cieno y unos cuantos pececillos que se debaten. Mientras vuelen a echar las redes, paso al otro lado del estanque.

No se oye más que la voz de Fiodor Filipovich que da órdenes, el chapoteo de las cuerdas sobre el agua y suspiros de horror. Y cada vez se divisan más cerca las cuerdas que salen, cubiertas de hierbas.

—¡Ahora, tirad todos a una! –grita Fiodor Filipovich.

—Hemos debido de pescar algo. La red pesa mucho –dice una voz.

Los dos extremos de la red salen poco a poco sobre la ribera, mojando y magullando la hierba. A través de la superficie del agua agitada, se distingue algo blanco de las redes. En medio del silencio sepulcral, un grito de horror recorre la multitud.

—¡Tirad todos a una! ¡Sacadlo a la orilla! –exclama Fiodor Filipovich, con todo resuelto.

Los hombres llevan al ahogado al pie del sauce, arrastrando las redes por los tallos del lúpulo y de la bardana recién segados.

En eso, veo a mi tía. Es una viejecita de aspecto bondadoso. Lleva un vestido de seda y una sombrilla de color lila que, no se sabe por qué, desentona con esta escena de muerte, terrible por su sencillez. Está a punto de echarse a llorar. Recuerdo su decepción al comprobar que en aquel caso no le serviría para nada el árnica; y también la dolorosa sensación que experimenté cuando me dijo, con ese ingenuo egoísmo, debido al cariño:

—Vámonos, querido. ¡Esto es horrible! ¡Y tú, que te bañas siempre solo…!

El sol abrasa la tierra reseca bajo nuestros pie y juguetea en la superficie del agua; las carpas grandes se agitan junto a las orillas y una multitud de pececillos hacen ondular el agua;

un buitre revolotea por encima de una bandada de patos que se dirigen al centro del estanque a través de los cañaverales; jirones de nubes blancas, que presagian tormenta, se condensan en el horizonte; el cieno que han sacado las redes a la orilla va secándose poco a poco. Al pasar por el malecón, oigo de nuevo los golpes de una pala sobre ropa mojada.

Pero es como si fuesen dos palas, porque suenan a la tercera. Ese sonido me atormenta, sobre todo porque sé que se trata de un cascabel y que Fiodor Filipovich no le mandará callar.

Lo mismo que un instrumento de tortura, esa pala me oprime un pie, que se me está helando…

Me despertaron dos voces que hablaban junto a mí. El trineo se deslizaba veloz.

—¡Ignat! ¡Ignat! ¡Escucha! –dice mi cochero—. ¿Quieres encargarte de llevar a este señor?…

De todos modos, tienes que hacer el viaje; en cambio yo, lo hago especialmente…

La voz de Ignat contesta junto a mí.

—¿A santo de qué voy a cargar con un viajero? ¡Si al menos me pagaras media botellita!…

—¡No pides casi nada!… Tendrás que conformarte con un vaso.

—¿Por un vaso de vodka vas a cansar a los caballos? –interviene otra vez.

Abro los ojos. Sigue nevando. Los insoportables copos de nieve revolotean ante mi vista;

ahí están los mismos cocheros y los mismos caballos; pero diviso además otro trineo, junto al mío. Mi cochero ha alcanzado a Ignat y, durante un buen rato, vamos a su lado. A pesar de que, desde otro trineo, una voz le aconseja que no acepte menos de media botella, Ignat detiene su troika.

—¡Qué le vamos a hacer! Traslada las cosas del barin. Pero ya sabes, ¿eh? En cuanto lleguemos, tienes que pagarme el vaso… ¿Lleva mucho equipaje?

Mi cochero salta a la nieve con una viveza que le es impropia, se inclina y me ruega que me traslade al trineo de Ignat. Accedo. Sin embargo, está tan contento que siente necesidad de manifestarme su agradecimiento: me hace una serie de reverencias y me da las gracias, así como a Aliosha y a Ignat.

—¡Gracias a Dios! De otro modo ¿qué iba a ser de nosotros? ¡Ay Señor! Media noche viajando sin saber adónde vamos. Padrecito, Ignat lo llevará. Mis caballos no pueden seguir.

Están rendidos.

Y el cochero saca mis cosas con una actividad redoblada.

Mientras tanto, impelido por el viento, me acerco al segundo trineo. Está cubierto de un palmo de nieve, sobre todo por un lado. Los dos cocheros han colgado una pelliza para preservarme del viento y dentro se está muy bien. El viejecito sigue con las piernas colgando, lo mismo que antes; y, el del cuento dice: «Cuando el general fue al cuarto de María, en nombre del rey, ésta le dijo: «General, no eres tú a quien amo, no puedo amarte; estoy enamorada del príncipe… Y cuando…» –continúa, pero, al verme, calla un instante y se pone a encender la pipa.

—¿Qué hay, barin? ¿Viene a escuchar el cuentecito? –preguntó uno de los hombres, el que daba consejos.

—¡Qué bien estáis aquí! –comento.

—¡Vaya! Es para no aburrirnos… Así, al menos, uno no piensa…

—¿Sabéis dónde estamos?

Me parece que esta pregunta no agrada a los cocheros.

—¿Quién podría saberlo? A lo mejor, en la tierra de los calmucos –replica el de los consejos.

—¿Qué vamos a hacer? –pregunto.

—Pues, nada. Seguir avanzando. Tal vez lleguemos a algún sitio –me contesta uno de ellos, en tono descontento.

—¿Y si los caballos se nos paran en medio de la estepa? ¿Qué pasará?

—¡Pues nada!…

—¿Nos helaríamos?

—Desde luego. Además, ni siquiera se ven haces de heno. Eso quiere decir que estamos en la tierra de los calmucos… No nos queda más remedio que guiarnos por la nieve…

—¿Es posible que tengas miedo de helarte, barin? –me pregunta el viejecito, con voz trémula.

A pesar de que parece burlarse de mí, se ve que está completamente aterido.

—Sí, empieza a apretar el frío –digo.

—Deberás darte una carrerita como yo… Así entrarías en calor.

—Lo mejor es correr detrás de los trineos –interviene el de los consejos.

Narrativa breve
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