III
Ante que hubiese pasado el tercer trineo, el cochero cometió la torpeza de empezar a girar el nuestro y las varas tropezaron con los caballos que iban atados atrás. Tres de ellos se espantaron y, arrancando el correaje, echaron a correr.
—¡Condenado! ¿Acaso estás ciego? ¿Por qué has ido a dar la vuelta precisamente encima de nosotros? –gritó uno de los cocheros con voz ronca y temblona. Era un vejete, según pude apreciar por el timbre de la voz, que estaba en la tercera troika.
Saltó del trineo con agilidad y corrió en pos de los caballos, sin dejar de lanzar invectivas contra mi cochero. Pero los animales no se dejaban coger. En un instante, desaparecieron todos entre la blanca niebla.
—¡Vasili-i-i-i—! ¡Trae el bayo! Que así no puedo cogerlos –se dejó oír la voz del viejo.
Uno de los cocheros, un hombre extraordinariamente alto, bajó del trineo, desató a otros tres caballos, montó en uno y, crujiendo por la nieve, galopó en la misma dirección que el anciano.
Lo mismo que las otras dos troikas, seguimos en pos de la del correo, que se deslizaba veloz por la estepa, haciendo tintinear sus cascabeles.
—¡Como que los va a pillar en seguida!… –comentó mi cochero—. Si no han acudido al oír a los caballos, señal de que se han desbocado. ¡Ya los harán correr! Con tal que no se pierdan…
Desde que seguíamos los trineos, el cochero parecía haberse animado. Se mostró más alegre y locuaz. Como es natural, pensé aprovecharme de esto, ya que aún no tenía sueño. Le hice varias preguntas y no tardé en enterarme de que se trataba de un paisano mío. Era de la aldea de Kirpich, de la provincia de Tula. Me dijo que tenía muy poca tierra de su propiedad y que, desde la epidemia del cólera, las cosechas se daban mal. Eran tres hermanos. Uno de ellos había ido a servir, porque no les alcanzaba el trigo ni siquiera hasta Navidad. Y el otro, el menor, estaba al frente de la casa, por ser casado. Cada año salían grupos de hombres de su pueblo para hacerse cocheros y él había seguido el ejemplo –se había empleado en una estación de postas— para poder ayudar a su hermano. Ganaba ciento veinte rublos al año, de los cuales le mandaba cien. Vivían bien. Lo único que le disgustaba era que los cocheros fuesen tan animales y «la gente de esta región tan pendenciera.»
—¿Por qué me habrá reñido tanto ese cochero? ¿Acaso le solté los caballos adrede? Yo no suelo hacer daño a nadie. No tenía que haber ido a buscarlos. Lo único que va a conseguir es extraviarse y reventarlos. Habrían vuelto solos –exclamó el mujik.
—¿Qué es eso? –pregunté, al divisar algo negro delante de nosotros.
—Un convoy –contestó el cochero—. ¡Así da gusto viajar! –prosiguió cuando hubimos llegado junto a unos enormes carros de ruedas, cubiertos con harpilleras, que avanzaban en fila india—. Fíjese, no se ve un solo hombre, todos duermen. Los caballos son muy listos. No hay cuidado de que se desvíen del camino. Lo sé, porque yo también he viajado en convoyes.
Resultaba extraño ver aquellos enormes carros, cubiertos de nieve de arriba abajo, que avanzaban completamente solos. En el de delante, se entreabrió la harpillera y, por un momento, asomó una cabeza cuando los cascabeles de nuestra troika sonaron junto al convoy.
Y uno de los caballos, un gran caballo pío que caminaba con el cuello estirado y el lomo en tensión, moviendo acompasadamente la cabeza, enderezó una de sus orejas, cubiertas de nieve, en el momento en que pasamos a su lado.
Al cabo de media hora de silencio, el cochero volvió a hablarme.
—¿Cree que vamos bien, señor?
—No lo sé.
—Antes, el viento soplaba por ese lado y, en cambio, ahora no lo notamos. Sin duda, nos hemos perdido –dijo, en tono tranquilo.
Era evidente que, aún cuando era un hombre cobarde, se había tranquilizado por completo desde el momento en que ya no debía ser el guía, ni pesaba sobre él la responsabilidad. Con toda calma, empezó a hacer observaciones sobre los errores que cometía el cochero que iba al frente, como si aquello no tuviera nada que ver con él. En efecto, observé que, a veces, la primera troika se ponía ante nosotros de perfil del lado izquierdo; a veces, del derecho, e incluso me pareció que estábamos dando vueltas en un espacio muy pequeño. Claro que eso podía ser debido a una ilusión óptica, lo mismo que cuando se me figuraba que subíamos a una montaña o que bajábamos por una pendiente, ya que la estepa era llana por doquier.
Al cabo de un rato, divisé una franja negra muy larga que se movía en el horizonte, según me pareció. Pero no tardé en comprender que se trataba del convoy que habíamos dejado atrás. Lo mismo que antes, la nieve seguía cayendo encima de las ruedas, que chirriaban, y algunas de ellas ni siquiera giraban ya; los hombres dormían tranquilamente bajo las harpilleras y el caballo pío, abriendo mucho las ventanas de la nariz, olfateaba el camino y enderezaba las orejas.
—¿Lo ve usted? ¡Venga a dar vueltas, venga a dar vueltas y estamos de nuevo en el mismo sitio! –exclamó el cochero en tono descontento—. Los caballos del correo son muy buenos;
hace mal en acuciarlos inútilmente. En cuanto a los nuestros, se negarán a avanzar como sigamos así toda la noche –concluyó, tosiendo—. Es mejor que volvamos, señor.
—¿Por qué? Ya llegaremos a algún sitio.
—Tendremos que pasar la noche en la estepa. ¡Ay Señor, qué borrasca!… Sin duda, el cochero que iba a la cabeza había perdido el camino y la dirección. Me extrañó que, en lugar de buscarlos, siguiera al trote, acuciando alegremente a los caballos; pero, de todos modos, ya no quería separarme de las troikas.
—Síguelas-dije.
El cochero obedeció, pero dejó de hablarme y animó a los caballos con desgana.