VI

—Sí, esto fue así y siguió siéndolo durante mucho tiempo. ¡Dios mío! Cuando acude a mi memoria el recuerdo de mis malas acciones, me hace estremecer de espanto pensar en las pesadas bromas que me hacían mis compañeros burlándose de mi inocencia. ¡Y cuando veo la juventud que llaman dorada, en los militares, en los parisienses…! ¡Cuando pienso en el aire digno que tenemos todos nosotros, vividores y calaveras de treinta años, con la conciencia manchada por el recuerdo de mil terribles crímenes, al penetrar en un salón de baile, en una reunión, recién afeitados, adornados con la blancura resplandeciente de nuestras camisas, de frac o de uniforme…¡ ¡Qué ideal de pureza! ¡Un verdadero sueño infantil!

Reflexionemos un momento acerca de lo que esto es y de lo que debería ser. Cuando uno de esos libertinos se acerca a mi hermana o a mi hija estando enterado, como lo estoy, de su vida, debería yo llamarle y decirle: «Amigo mío, sé que eres un libertino y en qué compañía pasas las noches, y debo decirte que tu puesto no está aquí, al lado de las jóvenes inocentes.»

Eso es lo que debería decírsele. ¿Y qué es lo que, por el contrario, sucede? Que cuando se presenta uno de esos tipos y baila con mi hermana o con mi hija, pasándole el brazo por la cintura, nos sonreímos muy satisfechos, sobre todo si se trata de un hombre rico y bien emparentado… ¡Qué asco! ¡Pero muy pronto ha de llegar un día en que todas esas cobardías y esos embustes se desenmascaren y se borren!

De esta manera viví hasta los treinta años, alimentando como una obsesión la idea del matrimonio y de la familia. Observé a todas las jóvenes casaderas de la comarca, y pese a ser un vicioso y un libertino, me atrevía a buscar aquella cuya pureza podría convenirme. Al cabo, fijé mis miradas en una de las dos hijas de un hacendado de Penza, hombre que había sido rico en otros tiempos y luego se había arruinado. A decir verdad, me atraparon y caí en una ratonera. La madre, pues el padre había muerto, me preparó una porción de emboscadas, y en una de ellas caí; fue en un paseo en barca. Una noche, al regresar de uno de esos paseos, con la hermosa claridad de la luna iluminándonos y a punto de llegar al término del viaje, estaba sentado a su lado y no podía apartar la mirada de su esbelto talle, de las formas que hacía resaltar un jersey muy ceñido y de los sedosos bucles de sus cabellos rubios. Y lo comprendí de pronto, era ella la elegida.

Se me figuró que mis pensamientos y mis sentimientos elevados encontraban un eco en ella, cuando en realidad no estaba seducido más que por su talle y su cabello, y aparte de esto, la intimidad de todo el día había hecho germinar en mí el deseo de otra intimidad aún mayor.

Desbordándose del alma impresiones exquisitas, y convencido de que aquella joven era la perfección personificada, la creí digna de ser inmediatamente mi esposa. Al día siguiente hice mi petición matrimonial.

Este es un mal que no tiene remedio. Nos hallamos sumidos en un abismo tal de embustes, que es necesario, para que nos enteremos de la verdad, que nos caiga una teja sobre la cabeza, como me sucedió a mí. ¡Qué situación más embrollada! Entre mil futuros maridos, lo mismo entre los pertenecientes al pueblo que en nuestra clase, costaría mucho trabajo hallar a uno solo que no haya estado en contacto con mujeres lo menos una docena de veces. Según parece, abundan hoy los jóvenes castos que comprenden y saben que este asunto no es una broma, sino algo sumamente serio. ¡Que Dios los proteja! En mi época no se encontraba más que uno por mil.

Todos lo saben, y sin embargo obran como si lo ignorasen. En las novelas se describen, hasta en sus menores detalles, los sentimientos de los héroes, las fuentes, los matorrales y las flores. Al describir sus amores, no dicen ni una palabra acerca de su vida anterior, ni de sus visitas a las casas públicas, ni de las persecuciones de que han hecho objeto a las doncellas, a las cocineras y a la mujer ajena. Si se escribiesen novelas como estas, no se las dejarían leer a las jóvenes, porque los hombres ocultan sus pensamientos, no sólo a ellos mismos, sino también a las mujeres. Al oírlos, se creería a que no existe esa vida corrompida de las grandes ciudades, y hasta de las aldeas populosas, ese libertinaje en el cual todos se encenagan con voluptuosidad. Y lo dicen con una apariencia de convicción tal, que se persuaden a sí mismos, y las pobres muchachas lo creen también. Este fue el caso de mi desventurada mujer.

Me acuerdo de que un día, cuando todavía no éramos más que novios, le enseñé mis memorias, poniéndola así al corriente de mi vida pasada, y especialmente de las últimas relaciones que había tenido y que creí era mi deber darle a conocer. Cuando comprendió lo que significaba mi revelación, su terror y su desesperación fueron tan grandes que creí llegado el momento en que renunciaba a casarse conmigo. ¡Qué dicha más grande hubiese sido para los dos!

Pozdnychev se calló y luego añadió:

—Vale más, no obstante, que haya sido así, pues obtuve lo que tenía merecido, pero no nos detengamos más en esto. Lo que quería decir es que las pobres jóvenes son las engañadas en este caso, y las madres lo saben porque los maridos no ignoran lo que ocurre. Fingen una creencia grande en la pureza de los hombres y obran como si ésta fuese realidad. Conocen perfectamente los celos a los que pueden apelar para atraer a los hombres hacia ellas y hacia sus hijas. En cambio, nosotros, los hombres, lo ignoramos por poca voluntad de aprender. Las mujeres saben que el amor más puro, el más poético como se dice, no depende esencialmente de las facultades morales, sino de aproximaciones carnales, de la manera de peinarse, y del color o del corte de los trajes. Preguntadle a una coqueta experimentada que se haya propuesto conquistar a un hombre qué es lo que prefiere, que ante ese hombre prueben que mintió, que fue cruel o disoluta, o bien que la presenten ante él en un momento en que se halle ataviada con un vestido de mal gusto o mal cortado, y todas preferirán la primera alternativa.

Les consta que mentimos de una manera indigna al hablar de la pureza de nuestros sentimientos, que es sólo su cuerpo lo que nos tienta y que mejor pasaremos por alto un defecto cualquiera que un vestido de mal gusto o mal cortado. La coqueta lo hace sin pensarlo, instintivamente; por lo mismo se pone esos odiosos vestidos ceñidos, toma ciertas posturas y usa esos tocados que le permiten llevar al descubierto hombros, brazos y pecho.

A las mujeres, sobre todo aquellas que han tenido relaciones con los hombres, les consta perfectamente que las conversaciones sobre temas elevados no son más que charla y que el hombre no tiene más punto de mira que el cuerpo y todo lo que ayuda a dar relieve a éste, y obran en consecuencia. No hay para qué buscar por qué serie de circunstancias se incorporó a nuestras costumbres ese hábito que se convirtió en una segunda naturaleza. Consideremos la vida de las diversas clases de la sociedad en todo su impudor; ¿no es en realidad la de una casa pública? ¿No lo cree así? Pues voy a demostrarlo-dijo anticipándose a mi objeción. — En su concepto, las mujeres de la clase social a la que pertenecemos tienen intereses muy distintos de los de las mujeres que viven del vicio. Pues bien, yo sostengo que no y voy a probarlo. Cuando las personas se proponen otro objetivo llevan una vida muy distinta, y esas diferencias han de aparecer en lo exterior, por lo que debiera de ser todo muy diferente.

Compare a esas desdichadas con las mujeres de la clase más elevada, ¿qué ve? Los mismos tocados, los mismos modales, iguales perfumes, idénticos escotes, brazos al aire y pechos al descubierto, igual afición a la pedrería, y a las alhajas. Hasta los placeres, es decir, bailes, música y cantos son iguales. Para unas y para otras todos los medios son buenos con tal de atraer. Hablando con entera franqueza, la mujer que peca momentáneamente por vil interés, es despreciada de todos…; la que peca toda la vida obtiene el respeto general. Fueron esos cuerpos ceñidos, esos cabellos rizados, esos modales seductores los que me atrajeron.

Narrativa breve
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