VIII
“¿Será posible que me esté helando? –pienso a través del sueño—. Dicen que, cuando uno se hiela, empieza por dormirse. Es mejor ahogarse que morir helado; me sacarán con unas redes. Aunque, por otra parte, da igual que me ahogue o me hiele, con tal que no se me incrustase ese palo en la espalda y pueda adormilarme.»
Por un instante, caigo en la inconsciencia.
“¿Cómo terminará todo esto?» me pregunto, de pronto. Abro los ojos y contemplo la blanca llanura. “¿Cómo acabará? Si no encontramos haces de heno y los caballos se paran –lo que sin duda no tardará en ocurrir –nos helaremos todos.» Reconozco que, aun cuando tenía un poco de miedo, el deseo de que nos ocurriera algo extraordinario, algo trágico, era más fuerte que mi temor. Me gustaba la idea de que de madrugada los caballos nos condujeran a una aldea desconocida y que algunos estuviéramos medio helados y otros del todo. Me imaginaba cosas extrañas con sorprendente claridad. Los caballos se detienen; se amontona la nieve y ya no se ven sino sus orejas. De pronto, aparece Ignashka que pasa junto a nosotros en su trineo. Le suplicamos a gritos que nos recoja, pero el viento se lleva nuestras voces y no nos oye. Ignashka se echa a reír. Acucia a los caballos y desaparece en un profundo barranco cubierto de nieve. El viejecito monta uno de los caballos con intención de irse, pero no logra moverse del sitio en que está; mi primer cochero, que lleva una gorra muy grande, se arroja sobre él, lo derriba y lo pisotea en la nieve: «Eres un brujo, un pendenciero –vocifera—. Vamos a errar los dos juntos.» Pero el viejecito rompe el cerro de nieve con la cabeza y se transforma en un conejo que huye de nuestro lado. Unos perros lo persiguen. El cochero que daba consejos, que es Fiodor Filipovich, ordena que todos se sienten en corro. Así, no importa que nos sepulte la nieve. Estaremos abrigados. En efecto, estamos calentitos y a gusto; pero tenemos sed. Saco la cantina y obsequio a todos con ron azucarado. Y yo también bebo con gran avidez. El narrador nos relata un cuento sobre el arco iris. Por encima de nosotros se ha formado un techo de nieve y se ve un arco iris. «Construyamos una habitación para cada uno y echémonos a dormir», digo. La nieve es suave y templada, lo mismo que una piel. Me preparo un cuarto y me dispongo a entrar en él; pero Fiodor Filipovich, que ha visto mi dinero en la cantina, me dice: “¡Espera! Dame el dinero. ¡De todas formas hemos de morir!», y me agarra por una pierna. Le entrego el dinero, rogándole únicamente que me suelte. No cree que ése sea todo mi dinero y quiere matarme. Me apodero de la mano del viejecito y la cubro de besos con un placer indescriptible: su mano es suave y está dulce. Al principio, el anciano quiere retirarla, pero luego me la abandona y hasta me acaricia con la otra mano. Sin embargo, Fiodor Filipovich se acerca y me amenaza. Corro a mi habitación que se convierte en un largo pasillo blanco. Alguien me retiene por los pies. Logro desprenderme. Mi ropa y parte de mi piel queda en manos del que me sujetaba. Tengo frío y me siento avergonzado, sobre todo porque veo que mi tía, con la sombrilla y el botiquín homeopático, viene a mi encuentro del brazo del hombre ahogado. Ambos ríen, sin comprender las señas que les hago.
Salto al trineo; sin embargo, mis pies se arrastran por la nieve. El viejecito me persigue, agitando los codos. Ya está cerca de mí, pero oigo el tintineo de los cascabeles y sé que, en cuanto los alcance, estoy salvado. El sonido de los cascabeles se torna más intenso por momentos. El viejo me ha pillado, cayendo de bruces encima de mi cara, de manera que apenas si distingo el tintineo de los cascabeles. Lo mismo que antes, me pongo a besarle la mano. De pronto, me doy cuenta de que se ha transformado en el hombre ahogado… que grita: “¡Detente! ¡Ignashka, detente! Me parece que están ahí los haces de Ajmetkin. Ven a ver.» Esto es demasiado horrible… Es mejor despertar…
Abro los ojos. El viento me ha echado sobre la cara los bajos del capote de Aliosha y tengo las rodillas destapadas. Nos deslizamos por una capa de hielo. Vibra en el aire el tintineo de los cascabeles que suenan a la tercera, con la quinta trémula.
Quiero ver los haces, pero en lugar de éstos, aparecen ante mí una casa con balcón y el muro almenado de una fortaleza. Sin embargo, no siento interés en examinarlos. Lo principal es ver de nuevo el pasillo blanco, oír el tañido de la campana de la iglesia y besar la mano del viejecito. Vuelvo a cerrar los cojos y me adormilo.