IX

—¿Conoce la supremacía de la mujer-me preguntó de pronto;—esa supremacía o dominación que tantos sufrimientos causa a todos? En lo que acabo de decir está la indicada causa.

—¡Cómo! ¡La supremacía de la mujer! —repliqué. —No lo comprendo, cuando se lamentan, por el contrario, de que no gozan de ningún derecho y de que son las víctimas!

—Ésa, precisamente, es la idea que quería expresar-dijo con animación. —Eso es justamente lo que hace que se sostengan dos opiniones en apariencia contradictorias. Por una parte una tremenda humillación y de la otra un poder soberano. Pasa con la mujer lo mismo que con los judíos, que se vengan con el poder que les da su dinero del envilecimiento al que les condenamos. «¿Nos permitís que nos dediquemos al comercio? De acuerdo; pues por medio de los negocios nos convertiremos en amos vuestros,» dicen ellos. «¿No queréis ver en nosotras más que un objeto sensual?, sea, pues por los sentidos nos apoderaremos de vosotros,» dicen, a su vez las mujeres.

No es, pues, la privación del derecho de sufragio, ni el veto para ejercer determinadas magistraturas lo que constituye la ausencia de los derechos de la mujer, aparte de que pregunto: ¿esas ocupaciones, son realmente tales derechos? Lo que hay es una prohibición de acercarse a un hombre o de alejarse de él y de escogerlo a su antojo, en vez de ser escogida.

Esto le llama la atención, ¿no es así? Entonces, privad al hombre de esos derechos, puesto que goza de ellos, ya que se los negáis a su mujer. Para igualar todas las probabilidades, la mujer, dominada por la sensualidad, se hace dueña absoluta por medio de los sentidos, de tal manera que, siendo él quien en apariencia escoge, es en realidad ella la que elige. Y cuando posee a fondo el arte de seducir, abusa y adquiere un dominio extraordinario, un imperio terrible sobre la humanidad.

—Pero ¿dónde ve ese predominio tan extraordinario?

—¿Dónde? En todas partes. Vaya a esos grandes almacenes de sederías y tejidos que hay en las poblaciones de alguna importancia, y verá en ellos amontonados millones de francos y el producto de un trabajo que, por lo gigantesco, es casi incalculable. Dígame, ¿hay en la décima parte de esos almacenes alguna cosa que sea de uso del hombre?

Todo el lujo es para la mujer que lo busca, impulsándola siempre hacia adelante ¿Y las fábricas? En su mayor parte no hacen más que trabajar para la mujer, y millones de hombres, generaciones enteras de obreros, sucumben en esos trabajos hechos en condiciones semejantes a las de las penitencierías, para que ella se pueda engalanar. Lo mismo que si fuese una reina poderosísima, la mujer mantiene en la esclavitud y el trabajo a las nueve décimas partes de la humanidad. Y todo esto sucede, ni más ni menos, por negar a la mujer derechos iguales a los del hombre. Se venga excitando nuestros sentidos y procurando que caigamos en las celadas que nos tiende; y tal es la influencia que han llegado a ejercer sobre ellos que en su presencia pierden la calma no sólo los jóvenes de sangre caliente, sino hasta los viejos.

Y la mujer conoce tan bien esa influencia que no la oculta. Lo verá fácilmente si observa las sonrisas de triunfo en una fiesta popular, en un baile o en una reunión de etiqueta. En cuanto un joven se acerca a ella, cae en sus redes y ¡adiós razón!

Siempre experimenté cierto malestar al hallarme en presencia de una mujer en traje de corte, de una joven del pueblo con pañuelo rojo y traje endomingado, y de una señorita vestida para un baile. Y eso es todavía más terrible para mí hoy día. Veo en todo ello un peligro para los hombres, algo, en fin, contrario a la Naturaleza, y siento deseos de empezar a gritar llamando a la policía para alejar ese peligro: para hacer que aparten de mi vista un objeto dañino.

¡Y no me río! Estoy seguro de que ha de llegar un día, que quizás no esté muy lejano, en que se preguntarán con asombro cómo pudo haber un tiempo en que se permitían acciones capaces de producir tanto trastorno, turbando la tranquilidad de la sociedad, como lo consiguen las mujeres por medio de la excitación de los sentidos y los adornos con que engalanan su cuerpo. Es como si en los paseos públicos se pusiesen cepos por donde han de pasar los hombres, ¡y tal esto no sería tan peligroso como aquello!

—¿Por qué—pregunto-prohibir los juegos de azar y permitir que las mujeres aparezcan medio desnudas en público, por más que esto sea mil veces más inmoral que el juego? ¡Qué extraña manera de juzgar las cosas!

Narrativa breve
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