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Me quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, porque Aliosha me empujó con un pie, había amanecido. Me pareció que el frío apretaba más de de noche. No nevaba; pero el viento hacía revolotear la nieve por la estepa, sobre todo bajo los cascos de los caballos y bajo los patines del trineo. Por levante, el cielo aparecía azul oscuro, pero se destacaban en él unas franjas oblicuas, de un color rojo anaranjado. Por encima de nuestras cabezas, a través de unas nubes blancas, podía distinguirse el pálido firmamento, y a la izquierda, también se veían unas nubes claras, ligeras y movibles. En torno a nosotros, hasta donde podía alcanzar la vista, la estepa estaba cubierta de espesas capas de nieve. Aquí y allá se divisaba algún cerrillo gris por encima del cual se formaban torbellinos de nieve seca. No se veían huellas de trineos, pisadas de hombres ni de animales. La silueta del cochero y las de los caballos se destacaban distintamente, incluso en el fondo blanco… El gorro azul marino de Ignashka, el cuello de su pelliza, sus cabellos y sus botas aparecían blancos. El caballo gris tenía parte de la cabeza y la cerviz cubiertas de una capa de nieve y el de la derecha, las patas y el lomo. Las borlitas del caballo de varas se agitaban al compás de cualquier melodía que me imaginara y el animal corría igual que antes; pero, por su vientre hundido, que se inflaba y se encogía, y por sus orejas gachas, se deducía que estaba agotado. Un solo objeto me llamó la atención: era un poste indicando una versta. Junto a él, del lado derecho, el viento había formado un enorme montón de nieve. Me sorprendió que hubiésemos conseguido llegar a algún sitio, después de haber viajado durante toda la noche, por espacio de doce horas, con los mismos caballos y sin saber adónde íbamos. Nuestros cascabeles parecían sonar más alegremente que antes. Ignashka estaba jadeante. De cuando en cuando lanzaba un grito. Detrás, se oía relinchar a los caballos y tintinear los cascabeles de la troika del viejecito y del que daba consejos. En cambio, el cochero, que iba dormido, se había separado definitivamente de nosotros. Después de recorrer media versta, divisamos las huellas recientes, apenas cubiertas por la nieve, de un trineo de tres caballos y gotas de sangre aquí y allá. Probablemente, se había herido algún caballo.
—Estas huellas deben de ser del trineo de Filip. ¡Ha llegado antes que nosotros! –exclamó Ignashka.
Al borde del camino, sepultada bajo la nieve, casi hasta el tejado, se ve una casita con un letrero. Es una fonda. Ante la puerta hay una troika de caballos grises. Están sudorosos, esparrancados y tienen las cabezas gachas. Junto a la entrada, que acaban de limpiar, se ve una pala. Pero sigue cayendo la nieve del tejado y el viento la arremolina.
Al oír los cascabeles, aparece en la puerta un cochero. Es un hombre pelirrojo, alto, coloradote. Tiene un vaso en la mano y nos grita algo. Inashka se vuelve hacia mí y me pide permiso para detenernos. Veo su cara por primera vez.