I
A principios del Siglo XIX, cuando no había ferrocarriles, carreteras, alumbrado de gas, velas de estearina, divanes de muelles, ni más muebles que los pintados de laca; cuando no existían los jóvenes desengañados con monóculo, las mujeres filosófico-liberales ni las damas de las camelias que tanto abundan en nuestros días; en esa época ingenua en que, para ir de Moscú a San Petersburgo se utilizaba un carro o un coche de caballos y se viajaba ocho días con sus respectivas noches por caminos polvorientos o cubiertos de barro, con toda una provisión de platos caseros; cuando en las largas veladas de otoño, familias formadas por veinte o treinta personas se alumbraban con bujías de sebo; cuando se colocaban simétricamente los muebles; en esa época en que nuestros padres no sólo eran jóvenes, por no tener arrugas ni cabellos grises, sino porque estaban dispuestos a suicidarse por una mujer y se precipitaban al extremo opuesto del salón para recoger pañuelitos, que no siempre caían por casualidad; cuando nuestras madres llevaban el talle alto y mangas enormes, y resolvían los problemas familiares echándolos a suerte, y las encantadoras damas de las camelias se ocultaban de la luz del día; en esa ingenua época de las logias masónicas y de los martinistas, en los días de los Miloradovich, de los Davydov y de los Puschkin, en la provinciana ciudad de K*** se celebraba una reunión de propietarios, y tocaban a su fin las elecciones de los mariscales de la nobleza.
—Es igual, aunque sea en la sala –exclamó un joven oficial con gorra de húsar y pelliza, que acababa de apearse de un trineo y había entrado en el mejor hotel de la ciudad de K***.
—Hay una aglomeración enorme, excelencia –explicó el criado, dando ese tratamiento al húsar, porque ya se había enterado por su asistente de que era el conde Turbin—. La propietaria de Afremovo y sus hijas se marcharán esta noche. Así podrá ocupar la habitación once – añadió, mientras conducía a Turbin pasillo adelante, volviendo la cabeza sin cesar.
En la sala, ante una mesita por encima de la cual colgaba un retrato ennegrecido y de cuerpo entero del zar, había varias personas tomando champaña –sin duda eran nobles del lugar—; y en torno a otra, algo retirada, un grupo de comerciantes, con pellizas azules, que estaban de paso en la ciudad.
Después de llamar a Blucher, un enorme perro gris, el conde se quitó la pelliza, cuyo cuello estaba aún cubierto de escarcha, quedándose con una guerrera azul. Ordenó que le sirvieran vodka y, sentándose a la mesa, tomó parte en la conversación de los señores. Todos se sintieron bien predispuestos hacia el recién llegado, por su aspecto franco y agradable; y le ofrecieron una copa de champaña. Turbin apuró la copita de vodka que le habían servido y encargó una botella con objeto de obsequiar a sus nuevos conocidos. Al cabo de un momento, entró el cochero para pedir la propina.
—¡Shashka! Dale una propina –gritó Turbin a su asistente.
El cochero abandonó la sala, acompañado de Sashka; pero no tardó en volver con unos copecks en la mano.
—Padrecito, he hecho todo lo que he podido por servirte. Me prometiste medio rublo éste me da sólo veinticinco copecks.
—¡Sashka! Dale un rublo –gritó Turbin.
El asistente bajó la cabeza y se puso a mirar los pies del cochero.
—Le he dado bastante –replicó, en voz de bajo, al cabo de un rato—. Además, no me queda más dinero.
Turbin sacó de la cartera los dos últimos billetes que le quedaban y entregó uno al cochero. Este le besó la mano y se fue.
—Me ha traído en un vuelo –dijo Turbin—. Son los últimos cinco rublos que me quedan…
—Procede usted como un buen húsar –observó, con una sonrisa, uno de los nobles que, a juzgar por su bigote, su voz y la desenvoltura de sus pies, debía de haber sido militar de caballería—. ¿Se propone permanecer mucho tiempo aquí, conde?
—Tengo que conseguir dinero; a no ser por eso me marcharía en seguida. Además, no tienen habitaciones. ¡Maldita fonda!
—Permítame que le ofrezca mi cuarto. Es el número siete. Si quiere, puede pasar la noche conmigo. Debería quedarse un par de días… Esta noche habrá un baile en casa del mariscal de la nobleza. Me gustaría mucho que asistiera…
—Anímese, conde, y quédese –intervino otro, un joven apuesto—. ¿Qué prisa tiene por marcharse? Estas elecciones no volverán a celebrarse hasta dentro de tres años. Es una ocasión para que conozca a nuestras muchachas.
—Sashka, tráeme ropa limpia; voy a ir a tomar un baño –exclamó Turbin, levantándose—.
Tal vez desde allí vaya a visitar al mariscal. Ya veré.
Luego llamó al camarero y le dijo unas palabras. Este respondió con una sonrisa que «todo depende de las manos que uno tenga», y se fue.
—Entonces, padrecito, mandaré que lleven mi maleta a la habitación –gritó Turbin desde la puerta.
—Sí, sí. Esto me honrará mucho –replicó el de caballería, precipitándose en pos de él—. No olvide que es el número siete.
Cuando se dejaron de oír los pasos de Turbin, el de caballería volvió a su sitio. Se sentó junto a un funcionario y lo miró con ojos risueños, exclamando:
—¡Pero si es él!
—¿Quién?
—El del duelo, el célebre Turbin. Ha debido de reconocerme. Me apuesto cualquier cosa a que me ha reconocido. Hemos pasado tres semanas juntos, divirtiéndonos de lo lindo en Lebedián. Fue en la época en que estuve en la remonta. Allí armamos una buena entre los dos:
por eso ha fingido no conocerme. Es un buen mozo, ¿verdad?
—¡Ya lo creo! ¡Y muy simpático! –replicó el joven apuesto—. En seguida nos hemos hecho amigos… No debe de tener más de veinticinco años, ¿verdad?
—Eso es lo que parece; pero tiene más. ¡Es todo un hombre! ¿Quién raptó a la Migunova?
El. El mató a Sablin y arrojó por la ventana a Matniev. Y él fue quien ganó trescientos mil rublos en el juego al príncipe Nestierov. ¡Es un auténtico calavera! A nosotros se nos conoce por la fama que llevamos; pero nadie sabe lo que es un verdadero húsar. ¡Oh, qué tiempos aquéllos!
Y el oficial de caballería describió a su interlocutor una orgía que había organizado en Lebedián en compañía del conde. Pero eso no era verdad, en primer lugar porque nunca había visto a Turbi —había pedido el retiro dos años antes que éste ingresara en el servicio—; y, en segundo, porque no había servido jamás en cuerpo de caballería. Por espacio de cuatro años había sido un modesto junker en el regimiento de Belev y había pedido el retiro al ascender a alférez. Diez años atrás, habiendo heredado, había ido a Lebedián, donde había gastado setecientos rublos en diversiones, en compañía de unos oficiales de la remonta. Entonces se había hecho un uniforme de ulano, con intención de ingresar en ese cuerpo. Las tres semanas que pasara en Lebedián quedaron para él como la época más feliz de su vida. Al principio, su imaginación había transformado su deseo en realidad, y, después, en recuerdo, y acabó creyendo firmemente que había sido oficial de caballería. Sin embargo, eso no le impedía ser un hombre digno, honrado y de buen corazón.
—El que no haya servido en caballería nunca podrá entendernos –concluyó, con su voz de bajo, sentándose en una silla a horcajadas y avanzando la mandíbula inferior—. A veces, iba a la cabeza del escuadrón, montando un caballo que era el mismísimo demonio. Se me acercaba el comandante que pasaba revista. «Teniente: haga desfilar el escuadrón. Ya sabe que sin usted no se hace nada», ¡Ah, qué tiempos aquéllos!
Turbin volvió de la casa de baños con el rostro muy encendido y el cabello mojado. Entró en la habitación número siete. Allí lo esperaba el oficial de caballería, en batín, fumando en pipa, contentísimo con la suerte que la había tocado, la de compartir su cuarto con célebre húsar.
“¿Y si se le ocurre desnudarme y llevarme a las afueras de la ciudad para dejarme abandonado en la nieve? ¿Y si me unta de alquitrán o me…? –se preguntó de pronto—. Pero no, no haría eso con un compañero.»
—¡Sashka, tienes que dar de comer a Blucher! –ordenó Turbin.
El criado acudió a la llamada de su amo; había tomado vodka durante el viaje y estaba algo borracho.
—¡Has bebido, canalla! Anda, dale de comer al perro.
—No es fácil que se muera de hambre… ¡Menudo lustre tiene! –replicó el asistente, acariciando al animal.
—¡No hables más! ¡Haz lo que te mando!
—Tanta preocupación por el perro, y luego le reprocha a uno que haya bebido una copita…
—¡Calla o te mato! –vociferó Turbin, con una voz terrible que hasta vibraron los cristales de las ventanas y el oficial de caballería se asustó.
—Haría mejor preguntando si ha comido Sashka. Pero ¡qué le vamos a hacer! Ya se sabe que aprecia más al perro que a mí – prosiguió el asistente.
Pero, de pronto, recibió un puñetazo en pleno rostro y cayó al suelo dando con la cabeza contra la pared. Llevándose una mano a la nariz, salió corriendo de la habitación y se desplomó en un cofre del pasillo.
—¡Me ha dejado sin muelas…! –murmuraba, enjugándose con una mano la nariz ensangrentada, mientras acariciaba con la otra el lomo del perro—. ¡Me ha dejado sin muelas, Bliushka! Pero, sea como sea, es mi señor y no vacilaría en arrojarme al fuego por él. Es mi señor… ¿Lo entiendes, Bliushka? ¿Tienes hambre?
Después de permanecer un ratito echando, Sashka fue a dar de comer al perro. Luego, se dirigió al cuarto de su amo para ofrecerle té. Casi se le había pasado la borrachera.
—No me ofenda usted –decía tímidamente el oficial de caballería, en pie ante Turbin, que estaba tendido en su cama, con los pies sobre la barandilla—. He sido militar y, por tanto, puede considerarme como compañero suyo. ¿Para qué lo va a pedir por ahí? Estoy dispuesto a prestarle doscientos rublos. En este momento, sólo dispongo de ciento; pero hoy mismo le conseguiré el resto. ¡No me ofenda, conde!
—Gracias, padrecito –replicó Turbin dando un golpecito en un hombre al oficial. Había comprendido en el acto qué género de relaciones habían de establecerse entre ellos—. Gracias.
En ese caso, iré al baile. ¿Qué hacemos ahora? Dime qué hay de bueno en la ciudad. ¿Hay muchachas guapas? ¿Quién organiza las fiestas? ¿Quién juega a las cartas?
El oficial de caballería dijo a Turbin que muchas jóvenes bonitas asistirían al baile. El más alegre de todos los de la ciudad era el comisario de policía, Kolkov, al que acababan de reelegir; pero, aún cuando era un muchacho valiente, no tenía el arrojo de un húsar. El coro de gitanos de Iliushkin estaba en la ciudad desde que habían empezado las elecciones; Stioshka cantaba muy bien y todos irían a su casa después del baile del mariscal.
—Aquí se juega bastante. Un tal Lujnov, que ha venido de fuera, juega a dinero y, el de la habitación ocho, Ilin, un corneta del cuerpo de ulanos, pierde cantidades fabulosas. Juegan todas las noches. Ilin es encantador. ¡Y tan generoso…! Sería capaz de dar su última camisa.
—Vamos a hacerle una visita. A ver qué clase de persona es –propuso Turbin.
—Sí, vamos. Se va a alegrar mucho.