XV

—¡Los celos! Ahí tiene otro secreto de la vida conyugal, secreto que todo el mundo conoce y que todos ocultan. Junto al mutuo rencor de los esposos, que proviene de su común envilecimiento y de muchas otras causas, los celos recíprocos son una de las causas de las escenas violentas que con mucha frecuencia se desarrollan en los hogares, pero como de común acuerdo se dice que debe ocultarse, todo se oculta. Todos ven en ello una desgracia personal que les apena y no un destino que es común. Eso fue precisamente lo que me sucedió. Los celos deben existir entre dos esposos que viven inmoralmente. Si no pueden acallarlos en favor de su hijo, se deduce que jamás podrán sacrificarlos en beneficio de la mutua paz y tranquilidad, porque se puede pecar en secreto, pero en provecho de la propia conciencia. Ambos saben que no hay, ni para el uno ni para el otro, obstáculos morales que se opongan a la consumación de una infidelidad, y lo saben porque ellos mismos violan todos los días y en sus relaciones recíprocas los principios de la moral, y de ahí la desconfianza mutua y la vigilancia del uno para con el otro.

¡Qué cosa tan terrible son los celos! No hablo de los celos verdaderos que, al menos, tienen su razón de ser. Estos producen tormentos, pero se puede encontrar remedio. Me refiero a esos celos inconscientes, acólitos fatales de toda vida inmoral, y que no tienen fin como tampoco tienen causa. Estos son como un cáncer, un mal horrendo que corroe noche y día, día y noche; ¡son espantosos, verdaderamente insoportables!

¿Quiere que le cite un ejemplo? Un joven habla a mi mujer, la mira sonriendo y me figuro que con la mirada escruta su cuerpo. ¿Cómo se atreve a pensar en mi mujer y en la posibilidad de hacer una novela con ella? ¿Y cómo ella, que lo ve, puede tolerar semejante cosa? Y no sólo la tolera, sino que además parece muy satisfecha y hasta su satisfacción, lo observo, se manifiesta por él. En mi corazón se desarrolla entonces un odio tan feroz que todas sus palabras, todos sus gestos, me excitan. Lo advierte y se corta, fingiendo indiferencia. ¡Yo sufro y ella está alegre y habladora! Mi odio va en aumento y no puedo por menos de dominarlo, porque no tengo motivos para estar celoso y lo sé. Se sienta uno a su lado, hace un papel indiferente y hasta le dispensa al joven en cuestión una acogida cordial y cortés, y luego, descontento uno de sí mismo, quiere abandonar la habitación dejándola sola. Y procede así, efectivamente, y apenas se halla fuera se le ocurre un pensamiento terrible y se pregunta:

«¿Qué pasará ahí dentro? Entonces, aprovechando cualquier pretexto, vuelve a entrar o, si no, escucha tras la puerta.

¿Cómo es posible que ella se pueda envilecer y envilecerme a mí hasta ese extremo, haciéndome desempeñar el humillante papel de espía, tan humano y al mismo tiempo tan indigno? ¿Y él? Pues él es lo mismo que todos los hombres, como lo era yo antes de casarme.

Está muy satisfecho, sonríe y me mira, como diciéndome «¿Qué quieres? ¡Ahora me toca a mí!»

¡Sentimiento horrendo! Como no es menos tremendo el veneno que inyecta en nuestras venas. ¡Oh! ¡Cuánto habría dado por poder sospechar con fundamento de un hombre para arrojarle a la cara ese veneno! Habría quedado marcado como si le hubiesen echado vitriolo, sin duda. Me bastaba con tener celos una sola vez de un hombre para no seguir manteniendo el mismo tono con él en nuestras relaciones habituales, para no poderlo mirar con calma. Con tanta frecuencia arrojé ese vitriolo de los celos a la cara de mi mujer, que a mis ojos quedó desfigurada. En esa época de inconsciente rencor, abominé de ella después de haberla cubierto, allá en mi fuero interno, de vergüenza e ignominia. La hice culpable en mi mente de los actos más irracionales. Llegué, lo confieso avergonzado, hasta a sospechar que, cual una sultana de Las mil y una noches, habría sido capaz de engañarme con un criado en mis barbas y burlándose de mí. A cada nuevo acceso de celos, y sigo refiriéndome a esos celos que no tienen causa conocida, caía yo regularmente y cada vez más bajo en mis despreciables sospechas, y otro tanto le sucedía a ella, que tenía más motivos que yo para estar celosa, puesto que conocía mi pasado. Y, en efecto, estaba más celosa que yo. Sus celos me proporcionaban sufrimientos de distinta naturaleza, pero no por eso menos penosos. He aquí un ejemplo: nos poníamos a hablar tranquilamente y me contradecía acerca de un asunto sobre el cual poco antes había manifestado la misma opinión que yo, y veía que de pronto se iba acalorando sin motivo. Creyendo que estaba de mal humor y que el tema de nuestra conversación debía de disgustarla, procuraba cambiar de asunto. ¡Lo mismo! Se enfadaba por cualquier cosa, por una palabra. Esto me asombraba, y trataba de indagar la causa, pero no lo conseguía y no obtenía más respuesta que algunos monosílabos, tras los cuales se quedaba en silencio. Me figuraba entonces que todo su mal humor podía provenir de que me había paseado por el jardín en compañía de una prima suya que me era completamente indiferente, o de cualquier otra cosa parecida. Lo adivinaba, en efecto, pero no decía ni una palabra.

Decirlo habría supuesto atizar sus sospechas. —¿Qué es lo que tienes? —Le preguntaba. — Pues nada, estoy igual que todos los días-me respondía, y sin embargo se ponía arrebatada como una loca, empezaba a decir despropósitos sin fundamento. Algunas veces daba pruebas de una paciencia extraordinaria; otras, estallaba la tempestad y arrastraba a cada cual por su lado. Aquello era una lluvia de ultrajes, y recibía en pleno rostro la acusación del pretendido crimen. Se desbordaba y después venían las lágrimas, los sollozos, o se marchaba corriendo para ocultarse en lugares tan inverosímiles que no era posible sospechar que hubiese ido a buscar refugio en ellos. Allí costaba gran trabajo encontrarla. Avergonzado, me ponía a buscarla en presencia de hijos y criados. ¡Había que hacerlo, porque la creía capaz de todo! La seguíamos, la encontrábamos, ¡y qué noches más terribles después! No se oían más que palabras amargas, acusaciones penosas, y sólo después de algunos ataques de nervios, recobrábamos la calma. Sí, esos celos injustificados eran la plaga de nuestra vida conyugal, y confieso que me hicieron sufrir de una manera horrorosa mientras duraron.

Hubo dos épocas en que mi sufrimiento fue más intenso. La primera se remonta al nacimiento de mi primer hijo, cuando tuvimos que tomar una ama de cría por haber prohibido los médicos a mi mujer que lo criase. Esos celos provinieron al principio de la inquietud de madre que mi esposa experimentó respecto al que, sin culpa, venía a ser un trastorno en la regularidad de nuestra vida; pero más que nada, provino de la facilidad con que la vi renunciar a sus deberes maternales, lo que contribuía a que dedujese, tanto por instinto como razonadamente, que con la misma facilidad podía abandonar sus deberes de esposa, tanto más cuanto que gozaba de una salud excelente y que, a pesar de la prohibición de los médicos, dio el pecho con fortuna a los hijos que tuvo más adelante.

—Me parece que no tiene en mucha estima a los médicos-le dije, al haber observado cómo se alteraba su voz y cambiaba de expresión su rostro cada vez que hablaba de ellos.

—No se trata de estimarlos o no, sino de que echaron a perder mi vida como la de tantos otros, y no puedo menos de indagar el enlace entre la causa y el efecto. Admito que quieran, al igual que los abogados y otros muchos, ganar dinero; yo les cedería la mitad de mi fortuna, si estuviese seguro de que todo el que los conociese fuese a obrar del mismo modo, si consintiesen en dejar de ocuparse de nuestra vida doméstica y renunciasen a mezclarse en cosas que no les importan. No he consultado las estadísticas, pero conozco personalmente a muchos, y sé de centenares de casos, pues los hay a millones, en los que han matado al niño en el seno de la madre, pretendiendo que ésta no podía dar a luz, y otras veces a la madre a consecuencia de una operación.

No se tienen en cuenta esas muertes, del mismo modo que se han olvidado los asesinatos de la Inquisición, con la convicción de que eran útiles a la humanidad. Los crímenes cometidos por los médicos son incalculables, pero no representan nada al lado de la putrefacción moral que engendra el materialismo del que son víctima los padres y que extienden por el mundo con la ayuda de la mujer. No haré hincapié en el hecho de que siguiendo sus consejos llegaríamos, por la fuerza del contagio, no a la unión, sino a la desunión completa. Según sus máximas, deberíamos pasar el tiempo en el descanso y el aislamiento y empleando ácido fénico continuamente-del que hoy ya empiezan a decir que no sirve para nada—.

Pero no es esto lo peor. El veneno más fatal, más violento, es la corrupción hacia la que impulsan a la humanidad, especialmente a la mujer. No puede hoy día decirse uno, ni a sí mismo ni a los otros: «Llevas una vida deplorable; corrígete.» No, no se puede decir eso, porque cuando se lleva mala vida, ésta es consecuencia de una enfermedad nerviosa o heredada o de algo parecido. Entonces se va a consultar a los médicos, y mediante una cantidad más o menos crecida, recetan medicinas que la farmacia facilita. Se pone uno más enfermo, vuelta otra vez al médico y de éste al boticario. ¡Buena invención, realmente!

Volviendo al asunto del que nos ocupábamos: debo decir que mi mujer crió muy bien a sus hijos, y que éstos sirvieron para calmar los sufrimientos que me ocasionaban mis celos;

pero ¡ay! fueron la causa de nuevos trastornos. Puede, sin embargo, que fuera providencial, porque la catástrofe se retrasó: los hijos nos salvaron durante algún tiempo. Durante ocho años mi mujer tuvo cinco hijos, a los que ella misma crió.

—¿Y dónde están ahora vuestros hijos? —le pregunté. —Quiero decir…

—¡Los hijos! —exclamó, y su mirada centelleó.

—Dispénseme, pues tal vez he evocado recuerdos dolorosos.

—No, nada de eso. La familia de mi esposa se hizo cargo de ellos. Les habría cedido toda mi fortuna con tal de que me permitieran educar a mis hijos, pero como paso por loco, se negaron a entregármelos. Es una desdicha, porque yo los habría educado a mi gusto… Aunque después de todo, quizá vale más que sea así, porque yo no sirvo para nada.

Narrativa breve
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