VIII

Hacía ya mucho tiempo que Páshenka era una mujer llamada Praskovia[16] Mijáilovna, vieja, seca, arrugada, suegra de un funcionario llamado Mavrikiev, hombre fracasado y borracho. Vivían en la capital de distrito, donde su yerno había tenido el último empleo. Allí ella sostenía a toda su familia, a su hija, al propio yerno, enfermo y neuesténico, y a cinco nietos. Y los mantenía dando lecciones de música, a cincuenta kopeks la hora, a las hijas de los mercaderes. Algunos días tenía cuatro horas, a veces cinco, de suerte que ganaba aproximadamente unos sesenta rubros al mes. Gracias a esto vivían, mientras esperaban una colocación. Praskovia Mijáilovna escribió a todos sus parientes y conocidos pidiendo recomendaciones para obtenerla. También escribió en este sentido a Sergio, pero cuando llegó la carta él ya no estaba.

Era sábado, y Praskovia amasaba con sus propias manos la pasta para hacer ensaimadas con papas, que tan buenas salían al cocinero siervo de su papaíto. Quería agasajar a sus nietos al día siguiente, domingo.

Su hija Masha estaba atendiendo al pequeñuelo. Los mayores, un niño y una niña, estaban en la escuela. El yerno no había pegado ojo por la noche y acababa de dormirse. Praskovia Mijáilovna también había pasado gran parte de la noche sin dormir, procurando suavizar la cólera de su hija contra su marido.

Comprendía que el yerno era una criatura débil, que no podía hablar ni vivir de otro modo, y como veía que los reproches de su hija no servían de nada, procuraba atenuarlos y evitarlos para que su casa no se convirtiera en un infierno. Era una mujer que casi no podía soportar físicamente las malas relaciones entre las personas. Para ella estaba claro que así nada podía arreglarse y que la situación no hacía más que empeorar. Ni siquiera lo pensaba.

Sencillamente, al ver a una persona airada sufría como la hacían sufrir un mal olor, un ruido molesto o como si le dieran golpes.

Estaba muy satisfecha por haber enseñado a Lukeria de qué modo se amasaba la pasta, cuando Misha, su nietecito de seis años, con su delantalito, sus piernas torcidas y sus zurcidas medias, entró corriendo en la cocina, asustado.

— Abuela, un viejo muy feo te llama.

Lukeria miró y dijo:

— Sí, debe ser un mendigo.

Praskovia Mijáilovna se sacudió los brazos, se secó las manos con el delantal y se disponía a entrar en una habitación para tomar el bolso y dar una limosna de cinco kopeks al desconocido, cuando recordó que no tenía piezas menores de diez y pensó que lo mejor sería darle un trozo de pan. Se acercó al armario, pero se avergonzó de su mezquindad y ordenó a Lukeria cortar un trozo de pan mientras ella misma iba a buscar la moneda de diez kopeks. «Este es tu castigo — se dijo —. Darás dos veces.»

Dio ambas cosas al caminante y, cuando lo hubo hecho, no se sintió orgullosa de su largueza, antes al contrario, se avergonzó y le pareció poco lo que había dado. Tan importante era el aspecto del mendigo.

A pesar de haber recorrido trescientas verstas pidiendo limosna en nombre de Jesucristo, a pesar de ir roto, de haber enflaquecido y de haber quedado muy curtido; a pesar de que llevaba al cabello cortado y su gorro era de mujik, lo mismo que las botas, a pesar de que se inclinó humilladamente, Sergio conservaba el aspecto majestuoso que tanto atraía a todo el mundo. Pero Praskovia Mijáilovna no le reconoció. Ni podía reconocerlo, pues hacía ya casi treinta años que no lo veía.

— No se ofenda, padrecito, por mi pequeña limosna. ¿Desea usted comer algo, quizá?

Sergio tomó el pan y la moneda. Praskovia Mijáilovna se sorprendió de que aquel hombre se la quedara mirando en vez de irse.

— Páshenka, he venido a verte. Atiéndeme.

La miro con sus hermosos ojos negros, insistentes y suplicantes, a los que el aflorar de unas lágrimas puso singulares reflejos. Bajo el canoso pelo de los bigotes le temblaron lastimeramente los labios.

Praskovia Mijáilovna cruzó los brazos sobre se seco pecho, abrió la boca y clavó los ojos en el rostro del peregrino.

— ¡No puede ser! ¡Stiopa! ¡Sergio! ¡Padre Sergio!

— Sí, el mismo — musitó Sergio quedamente —. Pero no soy Sergio, el padre Sergio, sino el gran pecador Stepán Kasatski, perdido sin remisión… Acógeme, ayúdeme.

— ¡No es posible! ¿Cómo ha llegado usted a tanta renunciación? Entre.

Ella le tendió la mano, pero él la siguió sin tomársela.

¿Adónde lo haría pasar? El piso era pequeño. Al principio ocupaba una habitación diminuta, un cuartucho oscuro, pero luego incluso este cuarto lo cedió a la hija, a Masha, que en aquel momento estaba allí acunando al pequeñuelo.

— Siéntese aquí un momento — dijo a Sergio, señalándole el banco de la cocina.

Sergio se sentó y, con gesto que por lo visto ya le era habitual, se quitó la bolsa que llevaba a la espalda, sacándola primero por un hombro y luego por el otro.

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuánta renunciación, padrecito! ¡Tanta fama, y de pronto así…!

Sergio no respondió, se sonrió con mansedumbre mientras ponía la bolsa al suelo.

— Masha, ¿sabes quién es?

Praskovia Mijáilovna explicó en voz baja a su hija quién era Sergio y juntas sacaron del cuartucho la ropa blanca de la cama y la cunita, dejándolo libre para el recién llegado.

Praskovia Mijáilovna lo acompañó al cuartucho.

— Descanse aquí. No lo tome a mal, pero he de irme.

— ¿Adónde?

— Doy lecciones. Casi me da vergüenza decírselo, enseño música.

— La música es buena cosa. Pero he venido para tratar de un asunto. Praskovia Mijáilovna. ¿Cuándo podré hablar con usted?

— Para mí será una gran alegría. ¿Al atardecer?

— Está bien, pero he de rogarle otra cosa aún: no diga a nadie quién soy. Sólo me he descubierto a usted. Nadie sabe qué ha sido de mí. No ha de saberlo nadie.

— ¡Ay, ya se lo he dicho a mi hija!

— Bueno, pídale que lo calle.

Sergio se quitó las botas, se acostó y quedó dormido en seguida, después de una noche de insomnio y de una caminata de cuarenta verstas.

* * * Cuando Praskovia Mijáilovna regresó, Sergio estaba sentado en el cuartucho, esperándola. No salió a comer y tomó un plato de sopa y papilla que le llevó Lukeria.

— ¿Cómo has venido antes de lo que me dijiste? — preguntó Sergio —. ¿Podemos hablar ahora?

— ¿A qué debo yo la felicidad de tener una visita semejante? He dejado una lección para otro día… Yo soñaba con ir a visitarle, le escribí, y de pronto, ¡usted aquí! ¡Qué alegría!

— ¡Páshenka! Te ruego que tomes como en confesión las palabras que ahora te voy a decir; que sean como palabras dichas ante Dios a la hora de la muerte. ¡Páshenka! No soy ningún santo, no soy ni siquiera un hombre sencillo como todos. Soy un pecador, un pecador sucio, asqueroso, descarriado, orgulloso; no sé si soy el peor de todos, pero si soy peor que los hombres más ruines.

Al principio, Páshenka le miraba abriendo desmesuradamente los ojos; le creía. Pero cuando llegó a creerle del todo, puso una mano sobre la de él y dijo sonriendo piadosamente:

— Stepán, ¿no exageras un poco?

— No, Páshenka. Soy un lujurioso, un asesino, un blasfemo y un farsante.

— ¡Dios mío! ¿Cómo es eso? — exclamó ella.

— Pero es necesario vivir. Y yo que creía saberlo todo, que enseñaba a los demás cómo hay que vivir, veo que no sé nada y vengo a pedirte consejo.

— No digas eso, Stepán. Te burlas. ¿Por qué siempre os reís de mí?

— Está bien, me río, me río; pero dime, ¿cómo vives tú y cómo has vivido?

— ¿Yo? He llevado una vida desastrosa, ruin, y ahora Dios me castiga. Muy bien empleado. Vivo de una manera tan estúpida, tan estúpida…

— ¿Cómo te casaste? ¿Cómo viviste con tu marido?

— Todo fue detestable. Me enamoré de la manera más tonta. Mi padre estaba en contra de que me casara con aquel hombre. No quise escuchar a nadie, me casé. Y una vez casada, en vez de ayudar al marido, le atormenté porque tenía celos y no fui capaz de librarme de ellos.

— Creo que bebía.

— Sí, pero yo no sabía sosegarme. Le echaba en cara ese defecto, y no era un defecto, sino una enfermedad. No podía contenerse y yo no quería dejarle beber. Teníamos unas riñas espantosas.

Miraba a Kasatski con ojos que el recuerdo hacía hermosos y doloridos.

Kasatski se acordó de que, según le habían contado, el marido de Páshenka le pegaba. Y al contemplar ahora su cuello desmedrado y seco, con venas prominentes por debajo de las orejas y un moño de escasos cabellos semicanos y semirrubios, tenía la impresión de que estaba viendo cómo había ocurrido todo aquello.

— Luego me quedé sola, con dos hijos y sin recursos.

— Pero tenías una finca.

— La vendimos ya en vida de mi marido… y lo gastamos todo. Había que vivir y yo no sabía hacer nada, como ocurre a todas las señoritas. Pero yo era de las más incapaces e inútiles. Así fuimos consumiendo las pocas cosas que nos quedaban. Yo enseñaba a los hijos y al mismo tiempo aprendía algo. Entonces, cuando Mitia iba a la cuarta clase, se puso enfermo y Dios se la llevó. Masha se enamoró de Vania, mi yerno. Es buena persona, pero un desgraciado. Está enfermo.

— Mamita — exclamó su hija, interrumpiéndola —. Tome a Misha. No puedo hacerme pedazos.

Praskovia Mijáilovna se levantó y, calzada con sus gastados zapatos, salió con paso ligero para volver en seguida llevando en brazos a un pequeñuelo de dos años que se echaba hacia atrás agarrándole la pañoleta con ambas manos.

— ¿Qué enfermedad tiene?

— Neurastenia, una enfermedad terrible. Consultamos. Nos dijeron que debíamos ir a otro lugar, pero hacía falta dinero. No pierdo la esperanza de que le pase. No tiene nada que le moleste especialmente. Pero…

— ¡Lukeria! — se oyó que gritaba Vania con voz enojada y débil —. Siempre la mandan a alguna parte cuando la necesito. ¡Abuela!…

— ¡Ya voy! — Respondió Praskovia Mijáilovna, interrumpiéndose otra vez —. Todavía no ha comido. No puede comer con nosotros.

Salió y estuvo preparando algo. Por fin entró de nuevo, secándose las curtidas y sarmentosas manos.

— Ya ves cómo vivo. Todos nos quejamos, todos estamos descontentos, pero gracias a Dios los nietos son buenos y fuertes. Todavía se puede vivir. Pero no vale la pena hablar de mí.

— ¿De qué vivís?

— Yo gano alguna cosa. ¡Cuando pienso lo que me aburría la música y lo útil que me es ahora!

Se había sentado frente a la cómoda y tamborileaba con los sarmentosos dedos de su pequeña mano a modo de ejercicio.

— ¿Cuánto te pagan por cada lección?

— Los hay que me pagan un rublo, otros cincuenta kopeks, y algunos treinta. Son todos muy buenos conmigo.

— Y qué, ¿progresan? — preguntó Kasatski, sonriendo levísimamente con los ojos.

Praskovia Mijáilovna, de momento, no creyó que él le hiciera en serio esta pregunta y le miró interrogadora.

— También progresan. Hay una niña muy bien dotada, hija de un carnicero. Es una niña muy buena. Si yo fuera una mujer capaz, podría hallar una colocación para mi yerno aprovechando las relaciones de los padres de mis alumnos. Pero no he sabido hacerlo y ya ve en qué situación están ahora los míos.

— Sí, sí — dijo Kasatski inclinando la cabeza —. ¿Vas mucho a la iglesia, Páshenka? — interrogó.

— ¡Ay, no me lo pregunte! Es tan difícil, me he abandonado tanto… Con los niños, ayuno y suelo ir; pero a veces paso meses enteros sin acercarme. Mando a los pequeños.

— ¿Por qué no vas tú misma?

— A decir verdad — se sonrojo —, me da vergüenza ir rota a la iglesia, por mi hija y por mis nietecitos. No tengo vestido nuevo que ponerme. Además soy perezosa.

— ¿Y en casa, rezas?

— Sí, rezo maquinalmente, pero ¿qué valor tiene ese rezo? Sé que no está bien hacerlo así, pero me falta el verdadero sentimiento. Uno no piensa más que en las pequeñeces de cada día…

— Sí, es cierto — musitó Kasatski, como si aprobara aquellas palabras.

— Ya voy, ya voy — exclamó ella respondiendo a una llamada del yerno, y salió de la habitación después de haberse ajustado la trenza en la cabeza.

Esta vez tardó en volver. Cuando regresó, Kasatski continuaba sentado en la misma posición, apoyados los codos sobre las rodillas y baja la cabeza; pero se había puesto ya la bolsa a la espalda.

Ella entró con un candil de hojalata, sin pantalla. Kasatski la miró con sus ojos magníficos y cansados y suspiró profundamente.

— No les he explicado quién es usted — comenzó a decir tímidamente —. Sólo les he dicho que es un peregrino de familia noble y que yo le conocía. Vamos al comedor a tomar el té.

— No…

— Bueno, lo traeré aquí.

— No, no necesito nada. Que Dios no te deje de la mano, Páshenka. Me voy. Si tiene compasión de mí, no digas a nadie que me has visto. Por Dios redivivo te lo pido. Perdóname, por amor de Dios.

— Bendígame.

— Te bendecirá Dios. Perdóname, por amor de Jesucristo.

Quería irse, pero ella no le dejó salir sin darle antes pan, unas rosquillas y mantequilla.

Kasatski lo tomó y se fue.

La calle estaba oscura, y aún no había andado más de dos casas, cuando Páshenka lo perdió de vista y sólo pudo comprobar que Kasatski proseguía su camino al oír que el perro del arcipreste lo saludaba con sus ladridos.

«Ahora veo claro el significado de mi sueño. Páshenka es precisamente lo que yo tenía que ser y no fui. Yo vivía para los hombres con el pretexto de vivir para Dios. Ella vive para Dios imaginándose que vive para los hombres. Una buena palabra, un vaso de agua dado sin pensar en la recompensa, tiene más valor que todo cuanto he hecho yo para favorecer a la gente. Sin embargo, ¿no había un deseo sincero de servir a Dios?», se preguntaba, y la respuesta fue la siguiente:

«Sí, pero todo eso era impuro, se hallaba invadido por la enmarañada maleza de la fama mundana. No, no existe Dios para quien vive como vivía yo, pensando en alcanzar la gloria entre los hombres. Ahora lo buscaré.»

Y siguió, como antes de venir a casa de Páshenka, pidiendo de pueblo en pueblo un pedazo de pan y un albergue en nombre de Jesucristo, cruzándose con otros peregrinos, hombres y mujeres. A veces la dueña de alguna casa le trataba con malos modos, o le injuriaba algún mujik borracho, pero casi siempre le daban de comer y de beber y aun añadían algo para el camino. Su aspecto señorial le granjeaba la simpatía de algunas personas. Otras, en cambio, parecía que se alegraban de que un señor como él hubiera caído en la miseria. Pero su mansedumbre los vencía a todos.

Con frecuencia hallaba en las casas los libros del Evangelio y los leía en voz alta y entonces la gente le escuchaba conmovida y se sorprendía de oírle como si les leyera algo nuevo y a la vez muy conocido.

Cuando podía ayudar a alguien con un consejo o con un saber, o cuando convencía a los que reñían para que hicieran las paces, no encontraba agradecimiento alguno, pues se iba antes de que pudieran manifestárselo. Y poco a poco Dios comenzó a hacérsele presente.

Un día iba de camino con dos ancianas y un antiguo soldado. Se encontraron con dos señores, un hombre y una mujer, que viajaban en coche tirado por un brioso animal, acompañados de otro varón y otra dama que montaban a caballo. Los que montaban a caballo eran el marido de la señora y la hija, mientras que en el coche iban la primera y un viajero que debía ser francés.

Al cruzarse con el pequeño grupo que iba a pie, estos señores lo hicieron parar. Querían mostrar a aquel señor, probablemente francés, les pèlerins[17], gente que en vez de trabajar se pasa la vida caminando de un lugar a otro, siguiendo una tradición propia del pueblo ruso.

Hablaban en francés, creyendo que no les entendían.

— Demandez-leur — dijo en francés — s´ils sont bien sûrs de ce que leur pèlerinage est agréable à Dieu[18].

Se lo preguntaron. Las viejecitas respondieron:

— Dios dirá. A Él vamos. ¿Lo merecemos?

Preguntaron al viejo soldado. Respondió que era solo y que no tenía donde meterse.

Preguntaron a Kasatski quién era.

— Un esclavo del Señor.

— Qu´est-ce qu´il dit? Il ne répond pas.

— Il dit qu´il est un serviteur de Dieu.

— Cela doit être un fils de prêtre. Il a de la race. Avez-vous de la petite monnaie ?[19].

El francés tenía calderilla y dio veinte kopeks a cada uno de los caminantes.

— Mais dites-leur que ce n´est pas pour des cierges que je leur donne, mais pour qu´ils se régalent de thé ; té, té, — dijo sonriéndose —; pour vous, mon vieux[20] — añadió dándole a Kasatski unas palmaditas en el hombro con su mano enguantada.

— Que Jesucristo nos salve — respondió este último sin ponerse el gorro e inclinando su cabeza calva.

A Kasatski este encuentro le dio particular alegría, porque despreció la opinión de la gente e hizo lo más sencillo e insignificante: tomó humildemente los veinte kopeks y los dio a un compañero suyo, a un mendigo ciego. Cuanta menos importancia tenía la opinión de los hombres, tanto más intensamente dejaba sentir su presencia Dios.

Así vivió Kasatski ocho meses. Al noveno, lo detuvieron en una ciudad de provincias, en un albergue donde pasaba la noche con otros peregrinos. Como no tenía documentos, lo llevaron a la comisaría. Cuando le preguntaron en el interrogatorio que había hecho de los documentos y quién era, respondió que documentos no tenía y que él era un esclavo del Señor. Lo consideraron vagabundo, lo juzgaron y lo desterraron a Siberia.

En Siberia se estableció en los terrenos yermos de un rico propietario y ahora vive allí.

Trabaja el huerto de un señor, enseña a sus hijos y visita a los enfermos.

— Ha dicho que es un servidor de Dios.

— Debe ser el hijo de un sacerdote. Se le nota. ¿Tiene usted calderilla?

Narrativa breve
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