III

Lujnov acercó dos velas, sacó una gran cartera oscura repleta de dinero, y, como si hiciera algo sagrado, la abrió lentamente encima de la mesa. Extrajo dos billetes de cien rublos y los puso debajo de las cartas.

—Ponemos doscientos en la banca, lo mismo que ayer dijo mientras se arreglaba los lentes y abría un paquete de cartas.

—Bueno –replicó el ulano, sin mirarlo, y prosiguió su conversación con Turbin.

Empezaron a jugar. Lujnov tallaba con exactitud, como una máquina. De cuando en cuando, se interrumpía y apuntaba algo o, mirando por encima de sus lentes con expresión severa, decía con voz débil: «Juegue.» El grueso terrateniente hablaba en voz alta y doblaba las esquinas de las cartas con sus dedos rollizos. El oficial de guarnición anotaba algo en silencio en el reverso de las cartas, doblando ligeramente las esquinas debajo de la mesa.

Sentado junto al que llevaba la banca, el griego seguía atentamente el juego con sus negros ojos hundidos como si esperara algo. En pie, al lado de la mesa, Zavalshevsky empezaba a agitarse sin más ni más. Sacaba del bolsillo del pantalón un billete de diez o de veinte rublos, lo colocaba encima de una carta y, dando una palmada, decía: “¡Tráeme suerte!» Luego, mordisqueándose el bigote, se apoyaba en un pie o en otro y no cesaba de moverse hasta que saliera la carta. Ilin comía ternera con pepinos salados. Tenía el plato junto a sí, sobre el diván. Se limpiaba rápidamente las manos en la guerrera y ponía una carta tras otra. Turbin, que se había sentado a su lado, no tardó en comprender lo que ocurría. Lujnov no hablaba para nada con el ulano, ni siquiera lo miraba; pero, a ratos, sus ojos se dirigían un instante hacia la mano del joven, que no hacía más que perder.

—¡Me gustaría matar esta carta! –exlamó Lujnov.

Se refería a una carta del grueso terrateniente, que jugaba poniendo medio rublo.

—¡Mate las de Ilin y déjeme en paz! –repitió el propietario.

Ilin perdía con más frecuencia que los otros. Y cada vez rompía con gesto nervioso la carta que había perdido y elegía otra con manos trémulas. Turbin rogó al griego que le permitiera sentarse junto al que llevaba la banca. El griego se instaló en otro sitio. Y el conde siguió con atención las manos de Lujnov.

—¡Ilin no sabe jugar! –exclamó de pronto.

Había hablado con el tono de costumbre. Sin embargo, dominó las demás voces, y eso que no había tenido intención de hacerlo.

—Ya puede jugar como sea; siempre es lo mismo.

—Permíteme que apunte por ti.

—No, perdona. Tengo costumbre de hacerlo yo mismo. Juega por tu cuenta, si quieres.

—He dicho que no voy a jugar; pero quiero apuntar por ti. Me molesta que pierdas.

—Se ve que ése es mi destino…

Turbin guardó silencio. Apoyado en la mesa, siguió mirando con atención las manos de Lujnov.

—¡Malo! — exclamó de repente.

Lujnov se volvió hacia él.

—¡Malo! ¡Malo! –repitió, en voz más alta, mirando a Lujnov a los ojos.

Continuaron jugando.

—¡Ma-a-a-a-lo! –volvió a decir Turbin, cuando Lujnov mató una carta de Ilin.

—¿Qué es lo que le disgusta, conde? –preguntó, con aire cortés e indiferente, el de la banca.

—Que le dé a Ilin las simples y mate las dobles. Esto está mal.

Lujnov se encogió ligeramente de hombros y continuó jugando.

—¡Blucher! ¡Ven aquí! –gritó Turbin, poniéndose en pie—. ¡A ese!

En su carrera, el perro tropezó con el diván y estuvo a punto de derribar al oficial de guarnición. Cuando estuvo junto a su amo, empezó a aullar, mirando a los presentes y moviendo el rabo, como si preguntara: “¿Quién es el que arma tanto jaleo?»

Dejando las cartas, Lujnov se apartó de la mesa.

—¡Así no se puede jugar! Me desagradan los perros. ¿Cómo va uno a jugar bien con esta jauría?

—Sobre todo, tratándose de un perro de esa raza; me parece que los llaman sanguijuelas —le apoyó el oficial de guarnición.

—Bueno, Mijail Vasilievich ¿jugamos o no jugamos? –preguntó Lujnov.

—Por favor, no nos molestes, Turbin –rogó el ulano.

—Ven un momento conmigo –dijo el conde y, tomando del brazo al joven, se lo llevó al pasillo.

Desde allí se oyeron distintamente sus palabras, a pesar de que hablaba con su voz habitual. Era tan potente que se le hubiera podido oír desde tres habitaciones más allá.

—¿Te has vuelto loco? ¿Acaso no vez que el de los lentes es un auténtico estafador?

—¡Qué cosas tienes! ¡Calla!

—¡No pienso callarme! ¡Te digo que no juegues más! En cualquier otra ocasión me daría igual que perdieras; hasta sería capaz de llevarme tu dinero. Pero en este momento, no sé por qué, me da lástima que te dejes engañar. ¡Con tal que el dinero no del Tesoro!

—¡No! ¿Cómo se te ocurren esas cosas?

—He recorrido un camino igual y conozco los procedimientos de los estafadores. Te aseguro que el de los lentes es un bandido. ¡No juegues más, por favor! Te lo pido como a un compañero.

—Sólo una partida, después lo dejaré…

—Sé perfectamente lo que esto significa; pero bueno, sea.

Volvieron a la mesa de juego. Ilin puso muchas cartas; y le mataron tantas, que perdió una cantidad considerable.

—¡Basta! ¡Vámonos! –exclamó Turbin, poniendo las manos en el centro de la mesa.

—¡Te ruego que me dejes! –exclamó Ilin irritado, sin mirar al conde; y se puso a barajar las cartas.

—¡Que te lleve el diablo! Sigue perdiendo, ya que te gusta. Es hora de que me vaya.

¡Zavalshevsky, vamos a casa del marisca!

Ambos salieron de la habitación. Todos guardaron silencio y Lujnov no empezó a tallar hasta que hubieron dejado de oírse sus pasos y el rumor de las patas de Blucher en el pasillo.

—¡Qué cabezota! –exclamó el terrateniente, echándose a reír.

—Bueno, ahora no nos va a molestar ya –susurró, apresuradamente, el oficial de guarnición.

Y el juego prosiguió.

Narrativa breve
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