IX
Han transcurrido aproximadamente veinte años. Mucha agua ha corrido desde entonces;
han muerto muchas personas; muchas otras han nacido; muchas han llegado a mayores y muchas han envejecido. Pero han sido aún más numerosas las ideas que han nacido y han muerto; han desaparecido muchas cosas malas y buenas de los tiempos antiguos y han aparecido muchas nuevas y magníficas.
Hacía tiempo que el conde Turbin había muerto en un duelo con un extranjero, al que había azotado con la fusta en plena calle. Su hijo, que se parecía a él como se parecen dos gotas de agua, era ya un oficial de caballería de veintitrés años. Sus cualidades morales eran muy diferentes a las de su padre. No tenía la menor sombra de las inclinaciones turbulentas, pasionales y, a decir verdad, depravadas de la pasada generación. Sus rasgos características eran la inteligencia, la cultura, el talento y, junto con eso, el buen sentido y la previsión.
Estaba haciendo una carrera brillante: a los veintitrés años era ya teniente. Al empezar las operaciones militares, creyendo que para ascender era más ventajoso pasar al ejército activo, había ingresado en un regimiento de húsares con el grado de capitán, en donde no tardaron en ponerle al mando de un escuadrón.
En el mes de mayo de 1848, el regimiento de húsares de S*** iba de expedición. Pasó por la provincia de K*** y el escuadrón que mandaba el joven conde Turbin tuvo que pernoctar en Morozovka, la aldea de Ana Fiodorovna. Esta vivía aún, pero ya ni ella misma se consideraba joven, lo cual significa mucho para una mujer. Había engordado mucho y, aunque se suele decir que eso rejuvenece, sus profundas arrugas eran muy patentes. Ya no iba a la ciudad e incluso le costaba trabajo montar en coche. Pero seguía siendo tan bondadosa y tan poco inteligente como antes, lo que se podía reconocer ya, pues no lo compensaba con su belleza. Vivía con su hija Liza, una bella campesinota de veintitrés años, y con su hermano, el oficial de caballería a quien conocemos. Debido a su buen corazón, éste había despilfarrado todos sus bienes, y, al llegar a viejo, se había refugiado en casa de Ana Fiodorovna. Tenía los cabellos canosos y el labio superior caído; pero eso no le impedía teñirse el bigote. Tenía la frente, las mejillas y hasta la nariz y el cuello surcados de arrugas y se le había encorvado la espalda; mas, a pesar de esto, sus débiles piernas adoptaban posturas de oficial de caballería veterano.
La familia se hallaba reunida en el pequeño salón de la vieja casita, cuyo balcón y ventanas abiertas daban al antiguo jardín de tilos, plantados en forma de estrella. Ana Fiodorovna, con una toquilla de color lila echada por los hombros, estaba sentada en el diván ante una mesa de caoba ovalada, haciendo solitarios. Su hermano llevaba unos pantalones blancos impecables y una levita azul. Sentado junto a la ventana, hacía una cadeneta de algodón blanco, labor que le había enseñado su sobrina y que le gustaba mucho. Ya no podía trabajar y sus ojos eran demasiado débiles para los periódicos. Pimochka, una niña recogida por Ana Fiodorovna, estudiaba sus deberes bajo la dirección de Liza, que hacía unas medias de lana para su lío.
Como siempre en esta época, el sol poniente arrojaba, a través de la alameda de tilos, sus oblicuos rayos sobre la última ventana y sobre la estantería colocada junto a ella. Reinaba un silencio absoluto tanto en el jardín como en el salón; podía oírse el rumor de las alas de una golondrina junto a las ventanas, los débiles suspiros de Ana Fiodorovna y los gemidos del anciano cuando se ponía una pierna sobre la otra.
—¿Cómo es esto, Lizanka? Siempre se me olvida –dijo de pronto Ana Fiodorovna, interrumpiendo los solitarios.
Sin dejar la labor de las manos, Liza se acercó a su madre.
—Te has confundido, querida mamá –exclamó, cambiando las cartas de sitio—. Debías haberlas puesto así. Pero no te preocupes; de todas formas se cumplirá lo que has pensado – añadió mientras quitaba una carta con disimulo.
—Siempre me engañas…
—Nada de eso. Te aseguro que se cumplirá. Ha salido bien.
—Bueno, bueno, zalamera. ¿No es hora de tomar el té?
—Ya he mandado que preparen el samovar. Voy a ver. ¿Lo sirvo aquí…? Pimochka, termina pronto tus deberes para que vayamos acorrer un poco.
Tras de decir esto, Liza abandonó la estancia.
—¡Lizochka! ¡Lizochka! –exclamó el tío mirando fijamente su labor—. Me parece que me vuelto a equivocar. Haz el favor de ayudarme, querida.
—Ahora voy, ahora voy. Sólo voy a sacar el azúcar para que lo partan.
Al cabo de tres minutos aproximadamente, la muchacha entró corriendo en la habitación y, acercándose a su tío, le tiró de una oreja.
—¡Ahí tienes! ¡Para que no vuelvas a equivocarte! –dijo, echándose a reír.
—¡Basta! ¡Basta! Arréglame esto, por favor. Aquí se ha hecho un nudito.
Liza cogió su labor, se quitó un alfiler de la mantilla que un soplo de aire agitó ligeramente y, tras de coger un punto caído, se la devolvió a su tío.
—Ahora, dame un beso por haberlo hecho –dijo presentando al viejo una de sus coloradas mejillas, mientras clavaba el alfiler en la mantilla—. Hoy, por ser viernes, te daré el té con ron.
Luego, la muchacha se dirigió a la salita donde solían tomar el té.
—Tío, ven a ver. Por ahí pasan unos húsares –se oyó que decía desde allí con su voz sonora.
Para ver a los húsares, Ana Fiodorovna y su hermano entraron en la salita, cuyas ventanas daban a la aldea. Pero no se los veía bien; tan sólo se divisaba, a través de una nube de polvo que avanzaba, una muchedumbre.
—Es lástima, hermana, que estemos tan estrechos aquí y que no esté acabado el pabellón.
Hubiéramos podido invitar a los oficiales. Los húsares suelen ser simpáticos y alegres; así, al menos, podríamos verlos de cerca.
—Me encantaría invitarlos, pero ya sabes que no disponemos más que del dormitorio, del salón y de esta salita, en que duermes tú. ¿Dónde los íbamos a instalar? Mijail Matvejev ha preparado con este objeto la isba del starosta. Dice que está muy limpia.
—Tendríamos que buscar entre los húsares un novio para ti, Lizochka –declaró el viejo.
—No; prefiero a un ulano. Tú has servido en el cuerpo de ulanos, ¿verdad, tío?… No tengo ningún interés en conocer a esos húsares. Dicen que son unos calaveras.
Al decir esto, Liza se ruborizó ligeramente, y volvió a echarse a reír con su risa sonora.
—Ahí viene Ustiushka. Vamos a preguntarle qué ha visto –dijo.
Ana Fiodorovna mandó que llamaran a la muchacha.
—¡No piensas más que en zafarte del trabajo! ¿Quién te manda correr a mirar a los soldados? Por cierto, ¿dónde se han alojado los oficiales?
—En casa de Eremkin, señora. Hay dos muy guapos; dicen que uno es conde.
—¿Cómo se apellida?
—Creo que Kazarov o Turbinov… No recuerdo bien.
—¡Qué tonta eres! Al menos debías haberte enterado de su apellido.
—Voy a preguntárselo, si quiere.
—¡Sí, eso es! ¡Siempre estás dispuesta a estas cosas! No; es mejor que vaya Danilo.
Hermano, mándale que pregunte a los oficiales si necesitan algo. Debemos ser amables.
Puede decirles que lo manda su señora.
Los dos hermanos se sentaron ante la mesita del té, mientras Liza se dirigía a la habitación de las criadas para guardar el azúcar partido. Ustiushka estaba allí haciendo comentarios sobre los húsares.
—Señorita ¡si supiera usted lo guapo que es el conde! ¡Enteramente un querubín! ¡Qué buena pareja haría usted con él!
Las demás sirvientas sonrieron con expresión aprobadora; la vieja niñera, que hacía calceta junto a la ventana, lanzó un suspiro y musitó una oración.
—¡Vaya! Veo que te han gustado los húsares. Además, cuentas las cosas con tanta gracia…
Bueno, ahora haz el favor de traer unas botellas de mors (refresco de zumo de bayas) para que los obsequiemos.
Al decir esto, Liza salió de la habitación con el azucarero en la mano.
«Me gustaría ver a este húsar. ¿Será rubio o moreno? –pensó—. Me figuro que a él también le agradaría conocerme. Y, sin embargo, pasará por aquí sin saber siquiera que he pensado en él. ¡A cuántos les habrá sucedido lo mismo! Nadie repara en mí, excepto el tío y Utioshka. ¡Es inútil que me cambie de peinado o de vestido; nadie se fija en mi persona!» Suspiró, mirándose las blancas manos. «Debe de ser alto, de ojos grandes y, sin duda, tiene un bigotito negro. ¡Pensar que he cumplido ya veintitrés años y que nade se ha enamorado de mí, salvo Iván Ipatievich, el que la cara picada de viruelas! Y eso que hace cuatro años era más bonita que ahora. Así es como se pasa mi juventud, sin ser una alegría para nadie. ¡Soy una muchacha pueblerina muy desgraciada!»
La voz de la madre, que la llamaba para que sirviera el té, sacó a la muchacha pueblerina de este sueño momentáneo.
Las mejores cosas suceden siempre por casualidad, pues, cuanto más se esfuerza uno, menos éxito tiene. Es poco frecuente que la gente de las aldeas se preocupe de dar educación a los hijos y por eso mismo, la mayoría de las veces, suele ser magnífica. Tal era el caso de Liza. Debido a su inteligencia limitada y a su carácter despreocupado, Ana Fiodorovna no le había dado una educación esmerada. No le había enseñado música, ni tampoco el útil idioma francés. Cuando tuvo de su marido a esa criatura sana y bonita, la puso en manos de una nodriza. Más adelante, se preocupaba de que le dieran de comer, de que la vistieran con trajecitos de percal y zapatos de cabritilla, de que la llevaran a pasear y a coger setas y bayas, y de que un seminarista la enseñara a leer, a escribir y a hacer cuentas. Al cabo de dieciséis años, se dio cuenta de que tenía en Liza un ama de casa dispuesta, bondadosa y alegre. Ana Fiodorovna solía tener siempre a alguna criatura recogida, bien de sus siervos, bien de las abandonadas. Desde los diez años, Liza había empezado a ocuparse de ellas; les enseñaba las primeras letras, las vestía, las llevaba a la iglesia y las reprendía cuando hacían travesuras.
Luego, se había presentado su achacoso tío, a quien había tenido que cuidar como a un niño;
también atendía a los criados y a los campesinos, que acudían pidiendo remedios contra sus enfermedades, los curaba con saúco, menta y alcohol alcanforado. Más adelante, tuvo también que gobernar la casa.
Su necesidad de amar insatisfecha sólo hallaba eco en la naturaleza y en la religión. Y Liza llegó a ser, por casualidad, una mujer activa, bondadosa, alegre, independiente, pura y profundamente religiosa. Bien es verdad que, a veces, sufría por pequeñas vanidades como, por ejemplo, al ver en la iglesia que sus vecinas llevaban sombreritos a la moda, traídos de la ciudad de K***, y otras veces, los caprichos de su vieja y malhumorada madre la indignaban hasta el punto de que se le saltaran las lágrimas; algunos días soñaba con el amor en la forma más absurda y quizá trivial; pero su actividad, que había llegado a ser necesaria para ella, disipaba estos sueños. Por tanto, a los veintidós años, el alma de aquella muchacha, cuya belleza física y moral estaba en su apogeo, no tenía mácula ni la atormentaba ningún remordimiento. Era de mediana estatura y más bien gruesa; tenía los ojos castaños y no muy grandes, leves ojeras y una larga trenza rubia. Andaba a grandes pasos, balanceándose un poco. Cuando estaba entretenida en algo, nada la alteraba; la expresión de su rostro parecía decir: «Qué a gusto y qué bien vive el que tiene a quien amar y la conciencia tranquila.» Pero hasta en los momentos de pena, turbación o intranquilidad, su corazón bueno y recto –que no había echado a perder la inteligencia— se reflejaba a través de sus lágrimas, tanto en su ceño fruncido, como en las comisuras de sus labios crispados, en los hoyitos de sus mejillas o en sus ojos brillantes.