Capítulo 30

Chee cubrió corriendo la primera etapa del camino hacia el lugar donde West había dejado el jeep. La carrera terminó cuando topó con la rama de un piñón que le derribó y le hizo un arañazo sangrante en la sien. Después alternó entre el paso rápido en los lugares en que había mala visibilidad y el cauteloso trote donde ésta era mejor. El aguacero se desplazó hacia el este, el cielo se despejó un poco y Chee reanudó la carrera. Quería llegar al jeep antes que West. Pero, cuando encontró los arbustos junto a los cuales estaba aparcado el jeep y se adentró por ellos con el mayor sigilo, West ya estaba a punto de sentarse al volante.

Chee extrajo el revólver y encendió la linterna.

- Señor West -dijo-. Levante las manos donde yo pueda verlas.

- ¿Quién es? -preguntó West, parpadeando ante la luz de la linterna-. ¿Es usted, Chee?

Chee estaba recordando las garganta ensangrentada del hombre del Lincoln.

- Arriba las manos -dijo-. Este sonido que oye es el del revólver con que le estoy apuntando.

West levantó lentamente las manos.

- Salga -ordenó Chee.

West descendió del jeep.

- Apoye las manos en la cubierta del motor. Separe las piernas -Chee le cacheó y sacó de su bolsillo posterior un revólver de cañón corto. No encontró nada más-. ¿Dónde está el cuchillo? -preguntó.

West no contestó.

- ¿Por qué no se ha llevado el dinero? -preguntó Chee.

- No me interesaba el dinero -contestó West-. Me interesaba el hombre. Y he conseguido atrapar al muy bastardo.

- ¿Porque mataron a su hijo?

- Exacto -contestó West.

- Me parece que ha matado al que no debía -dijo Chee.

- No, es él. El que dio las órdenes.

- Coloque las manos en la espalda -dijo Chee, esposando inmediatamente a West.

Un súbito rayo de luz lo deslumbró.

- Arroje el arma -ordenó una voz-. ¡Arrójela ahora mismo!

Chee obedeció.

- ¡Y la linterna también!

Chee soltó la linterna, que produjo al caer un resplandor de luz a sus pies.

- Es usted un cerdo incorregible -dijo la voz-. Le dije que permaneciera al margen de todo esto.

Era la voz de Johnson. Chee pudo verle el rostro gracias a la luz de la linterna.

- Las manos en la espalda -dijo Johnson, esposándoselas.

Después, recogió el revólver de Chee y el de West y los arrojó al interior del jeep.

- Bueno, pues -dijo Johnson-. A ver si terminamos de una vez y nos libramos de la lluvia. Vamos por la cocaína. ¿De dónde la sacó? -preguntó, señalando con la pistola a West.

- Me parece que primero me buscaré un abogado y hablaré con él -contestó West.

Chee se rió, a pesar de que no estaba para bromas. Se sentía un estúpido. Hubiera tenido que esperar cualquier cosa de Johnson. Era lógico que Johnson hubiera encontrado un medio de interceptar las instrucciones de West acerca del lugar de la cita. La intervención de una línea telefónica no era ningún problema para el agente de la DEA.

- No creo que Johnson le vaya a leer sus derechos -dijo Chee.

- No, por supuesto -dijo Johnson-. Voy a hacer el mismo trato que él hizo con la organización. Él se quedará con los quinientos mil dólares y yo me quedaré con la cocaína.

- ¿Y cómo sabe que todavía no la ha entregado? -preguntó Chee.

- Porque le he vigilado -contestó Johnson-. Aún no la ha recogido.

- Tal vez la tiene guardada en la aldea de aquí arriba -replicó Chee.

Johnson no le hizo caso.

- Vamos -le dijo a West-. Tomaremos mi coche. Quiero recuperar la droga enseguida.

West no se movió. Miró a Johnson a través del haz de luz de la linterna. Johnson le golpeó fuertemente el rostro con la pistola. West se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó contra el jeep.

Johnson soltó una risita. Hubo otra serie de relámpagos y la lluvia volvió a arreciar.

- Eso lo ha desconcertado -le dijo Johnson a Chee-. Aún piensa que soy un policía normal como usted. Usted no lo cree así, ¿verdad?

- No -contestó Chee-. Llevo algun tiempo sin creerlo.

West trató de levantarse con cierta torpeza porque tenía las manos esposadas a la espalda.

- ¿Desde cuándo? -preguntó Johnson-. Siento curiosidad.

- Bueno -contestó Chee-, cuando usted buscó el cargamento de droga en el lecho del Wepo donde ocurrió el accidente, uno de los tipos que le acompañaban era uno de los traficantes. Pero antes ya sospechaba.

- ¿Porque le di un vapuleo?

West se había levantado y la sangre le bajaba por la mejilla. Chee demoró un poco la respuesta porque quería cerciorarse de que West la oyera.

- Por la forma en que usted le tendió la trampa al chico de West en la penitenciaría. Le saca de la prisión, consigue hacerle hablar de una u otra forma y después le deja entre los reclusos generales. Si le hubiera colocado en una celda de aislamiento para protegerle, la organización hubiera sospechado que había hablado. Y hubiera anulado el envío.

- Es un razonamiento muy claro -dijo Johnson, soltando una carcajada-. Usted sabe con toda certeza que el muy bastardo va a tener que garantizarle absolutamente a todo el mundo que no dijo ni una sola palabra.

Bajo la amarilla luz de la linterna, el rostro de West era una máscara inmóvil con los ojos fijos en Johnson.

- Y usted sabe con toda certeza que no le permitirán seguir con vida, sabiendo que usted puede regresar para hablar de nuevo con él -dijo Chee.

- No se me ocurre ninguna razón para que siga usted vivo -dijo Johnson-. ¿Se le ocurre a usted alguna?

A Chee no se le ocurría. Pensaba que Johnson intentaba ganar tiempo a la espera de que el disparo quedara ahogado por el estampido de un trueno. Cuando se produjera el siguiente relámpago, Johnson aguardaría a que estallara el trueno y entonces sería cuando dispararía contra Chee.

- Se me ocurre una razón para matarle -dijo Johnson-. West me verá hacerlo y comprenderá sin el menor asomo de duda que no vacilaré en hacer lo mismo con él en caso de que no colabore.

- Pues, a mí se me ocurre una razón para que no me mate -dijo Chee-. Tengo la cocaína en mi poder.

Johnson esbozó una sonrisa.

- Está en dos maletas. Dos maletas de aluminio.

La sonrisa de Johnson se desvaneció.

- ¿Cómo lo puedo saber? -preguntó Chee.

- Estaba allí cuando el avión se estrelló -dijo Johnson-. Seguramente vio a West y a Palanzer y a aquel maldito estafador de Musket descargando la droga y llevándosela de allí.

- No se la llevaron -dijo Chee-. West cavó un hoyo en la arena detrás de la roca, arrojó las maletas en él, volvió a cubrirlo de arena, aplanó la superficie y, a la mañana siguiente, ustedes los federales la pisaron y la aplanaron un poco más.

- Vamos, hombre -dijo Johnson.

- Fui allí y hurgué un poco en la arena hasta que toqué metal y cavé. Dos maletas de aluminio. Muy grandes. De unos ochenta centímetros de largo. Muy pesadas. Puede que unos treinta y cinco kilos de peso cada una. Y, en su interior, un montón de paquetes de plástico. De aproximadamente medio kilo. ¿Cuánto puede valer toda esa cocaína?

Johnson esbozó una sonrisa de lobo.

- Usted la ha visto -dijo-. Es absolutamente pura. La mejor del mundo. Blanca como la nieve. Quince millones de dólares. Puede que veinte dada la escasez de este año.

Brilló un relámpago. En seguida estallaría el trueno.

- Eso significa que tiene usted una razón de quince millones de dólares para mantenerme con vida -dijo Chee.

- ¿Dónde está? -preguntó Johnson.

Sus palabras fueron casi ahogadas por el trueno.

- Creo que primero será mejor que hablemos de negocios.

- Siempre hay un poco de codicia en el corazón de todo el mundo -dijo Johnson-. Bueno, esta vez hay suficiente para todos -añadió, esbozando una sonrisa-. Tomaremos su coche. La radio de la policía nos puede ser útil. Si el señor West ha provocado algún problema en la aldea, me interesaría saberlo.

- ¿Mi coche? -preguntó Chee.

- No se haga el listo -dijo Johnson-. Lo he visto. Lo he visto aparcado en la ladera detrás de unos arbustos. Vamos.

La lluvia era una tromba de agua. Los navajos tienen distintas denominaciones para designar la lluvia. Las tormentas breves y ruidosas son «lluvia masculina». La lluvia más lenta y duradera que empapa poco a poco la tierra es «lluvia femenina». Sin embargo, no tenían ninguna palabra para designar los diluvios.

Avanzaron a través de una ensordecedora cortina de agua, respirando agua y casi cegados por el agua. Johnson caminaba detrás de Chee, y West caminaba a trompicones delante mientras la linterna de Johnson iluminaba la cortina de agua.

Se detuvieron junto al coche patrulla de Chee.

- Saque las llaves -dijo Johnson.

- No puedo -gritó Chee sobre el trasfondo del fragor de la lluvia sobre la capota del vehículo.

- Inténtelo -dijo Johnson, encañonándole la pistola contra el pecho-. Haga un esfuerzo. Procure sacarlas, o le golpearé la cabeza y las sacaré yo mismo.

Chee hizo un esfuerzo. Torciendo las caderas y los hombros, consiguió doblar el índice hacia el interior del bolsillo de sus pantalones. Después, hizo girar los pantalones unos cuatro o cinco centímetros y sacó el llavero.

- Tírelo al suelo y retroceda -dijo Johnson, y recogió las llaves.

Chee oyó un segundo fragor más fuerte que el del aguacero. El lecho del Polacca se había convertido en un torrente. La tromba de agua llevaba más de una hora desplazándose lentamente sobre Mesa Negra. Por detrás y por debajo de ella, millones de toneladas de agua bajaban por la meseta hacia docenas de pequeños lechos, infinidad de arroyos y diez mil pequeños desagües que convergían en el Polacca y el Wepo, enviando rugientes murallas de agua que se verterían hacia el suroeste en el río Little Colorado. El estruendo que se oía era el de los arbustos y las rocas desprendidas que bajaban por el Polacca, impulsados por la impetuosa corriente. En un par de horas no quedaría un puente, una alcantarilla o un camino sin cortar entre las mesetas hopi y el cañón del río.

Johnson sostenía las llaves en la palma de la mano, mirando con aire pensativo a Chee y West. La luz de la linterna brincaba arriba y abajo. Chee observó lo mucho que había aumentado el nivel de la corriente. Las aguas turbulentas ya habían alcanzado los enebros situados casi ocho metros más abajo del lugar donde él había aparcado.

- Estaba pensando una cosa muy interesante -dijo Johnson-. Creo saber dónde oculta la cocaína.

- Lo dudo -dijo Chee.

- Me he estado preguntando por qué ustedes dos no habían llegado a un acuerdo. Ya sabe, para ahorrar gasolina y evitar el desgaste de los neumáticos. Y he llegado a la conclusión de que West quiso venir temprano para explorar el terreno y asegurarse de que nadie le tendiera a usted una trampa. Por eso no llevaba la cocaína. ¿Dónde se podría esconder en un jeep? -mientras hablaba, Johnson iluminó con la linterna las ventanillas del coche patrulla de Chee y miró dentro-. Después, cuando West ya hubiera comprobado que todo iba bien (si alguien le hubiera atrapado, hubiera tenido que soltarle porque no llevaba lo que ellos querían), aparecería el señor Chee con su coche de policía. ¿Qué mejor lugar para ocultar cocaína que un coche de policía? -Johnson apuntó con la luz de la linterna a los ojos de Chee-. ¿Qué lugar más seguro que ése? -insistió.

- Parece estupendo, en efecto -dijo Chee, tratando desesperadamente de elaborar algún plan.

Johnson abriría el maletero y miraría. Y entonces ya no habría ninguna razón para mantenerles con vida. El haz luminoso se desplazó del rostro de Chee al de West. La sangre mezclada con agua manaba del pómulo de West hasta su barba. Chee pensó que jamás en su vida había visto tanto odio reflejado en un rostro. West comprendía ahora por qué su hijo había muerto. Y comprendía también que había apuñalado al hombre que no debía.

- Parece una buena teoría -dijo Johnson-. Veamos qué tal resulta en la práctica.

Se colocó la linterna bajo la axila y apuntó a Chee con la pistola mientras trataba de introducir la llave en la cerradura. El maletero se abrió y sus luces iluminaron la escena.

Johnson soltó una risita entre dientes.

- Queda un pequeño problema -dijo Chee-. ¿Y si lo que hubiera aquí dentro fueran dos maletas llenas de harina de trigo marca Pillsbury's Best? No pesa tanto como la cocaína, pero cuando uno no sabe lo que pesan estas cosas, a simple vista no se nota la diferencia.

- Entonces echaremos un vistazo -dijo Johnson-. Conozco la diferencia y estoy empezando a cansarme de usted.

Dejó la linterna en el maletero y siguió apuntando a Chee. No miró las maletas, pero Chee lo oyó palpar un cierre.

- ¿Dónde está la llave? -preguntó Johnson.

- No creo que la enviaran -contestó Chee-. Quizá se la mandaron por correo a los compradores. ¿Quién sabe?

- Apártese -dijo Johnson, enderezando ambas maletas. Después, tomó el gato e introdujo el extremo del destornillador en un mango. Hizo palanca e inmediatamente saltó el cierre y la maleta se abrió. Johnson la miró-. Fíjese en lo que hay aquí -dijo riéndose.

Chee se movió, pero West actuó con más rapidez. Aun así, Johnson tuvo tiempo de disparar dos veces antes de que West lo alcanzara. West emitió una especie de grito animal. Johnson trató de retroceder, pero resbaló sobre el suelo mojado. El hombro de West lo empujó contra el maletero abierto y se oyó el ruido de algo que se rompía. Chee actuó con la mayor rapidez que pudo, pero le fallaba el equilibrio a causa de la inmovilización de los brazos. El golpe derribó a Johnson al suelo, pero West también había caído. Chee se acercó al maletero y buscó a tientas con las manos el gato o cualquier cosa que le sirviera para matar a un hombre, pese a tener las manos esposadas a la espalda.

La otra maleta de aluminio todavía cerrada había vuelto a caer de lado. Las manos de Chee encontraron el asa y sacaron la maleta, cuyo peso le obligó a tambalearse momentáneamente. Johnson se estaba incorporando y buscaba en la oscuridad la pistola caída.

Chee giró, sosteniendo la maleta a su espalda, y la soltó en el punto donde le pareció que alcanzaría a Johnson. Falló.

La maleta cayó junto a las piernas de Johnson y resbaló por la pendiente hacia las rugientes aguas del Polacca.

- Dios mío -exclamó Johnson, corriendo tras ella.

West se había levantado y trató torpemente de perseguir a Johnson. La lluvia seguía arreciando y los relámpagos iluminaban el agua, confiriéndole un brillo blanco azulado.

La maleta se detuvo a la orilla de la corriente, retenida por un enebro, Johnson la alcanzó e intentaba arrastrarla hacia arriba cuando se percató de las intenciones de West. Se volvió y el cuerpo de West le empujó pendiente abajo hacia las aguas del río Polacca.

West cayó al lado de la maleta con la cabeza hacia abajo y los pies hacia arriba.

Chee bajó resbalando y patinando por la pendiente y se sentó a su lado.

- ¿Se encuentra bien?

- ¿Le he hecho caer al agua? -preguntó West, respirando afanosamente.

- Esta vez no se ha equivocado de hombre -contestó Chee-. Nadie puede nadar en esas aguas. Se está ahogando. O puede que en estos momentos ya se haya ahogado.

West no dijo nada. Se limitó a seguir respirando.

- ¿Puede levantarse?

- Lo intentaré -contestó West.

Lo intentó brevemente, pero volvió a tenderse donde estaba. Ahora respiraba ruidosamente.

- Tendrá que levantarse -dijo Chee-. El nivel del agua está subiendo y yo no puedo ayudarle demasiado.

West renovó sus esfuerzos y Chee consiguió asirle del brazo. West logró ponerse de rodillas y levantarse. Al final, después de dos caídas, llegó al coche y subió. Ambos permanecieron sentados en los asientos delanteros bajo la luz del techo, simplemente respirando. La lluvia golpeaba fuertemente la capota.

- Tengo un problema -dijo Chee-. La llave de las esposas está en el bolsillo de Johnson y no hay posibilidad de recuperarla. Pero la llave de sus esposas está en mi llavero. Si le quito las esposas, ¿podrá conducir?

La respiración de West resonó en su pecho.

- Tal vez sí -contestó con un hilo de voz.

- Están examinando las radiografías dentales de Joseph Musket -dijo Chee-. Comparándolas con la dentadura del desconocido asesinado por un brujo, según se cree. Coincidirán y a usted lo detendrán por el asesinato de Musket.

- De todos modos, me salió bastante bien -dijo West, emitiendo un sonido que hubiera podido ser una risa, pero se convirtió en un acceso de tos.

Estaba claro que sufría una hemorragia pulmonar.

- Se lo digo para que sepa que ya lo tienen atrapado. Si le quito las esposas, de nada le serviría intentar matarme y escapar. Lo comprende, ¿verdad?

Chee sostenía todavía las llaves en la mano derecha. Las llevaba desde que las había sacado de la cerradura del maletero para abrir la portezuela delantera del coche.

- Inclínese hacia la portezuela del otro lado y extienda las manos.

West respiraba, resollando y jadeando.

- Inclínese y extiéndalas hacia afuera -dijo Chee.

West lo hizo con gran dificultad. Chee se inclinó hacia el otro lado, buscando a tientas a su espalda las fuertes manos de West y la cerradura de las esposas. Consiguió introducir la llave y, al final, las esposas se abrieron y las manos de West quedaron libres.

Pero West permaneció reclinado contra la portezuela.

- Vamos, West -dijo Chee-. Ya está libre. Tiene que poner en marcha el motor y conducir hasta algún sitio donde nos puedan echar una mano. Si no lo hace, morirá desangrado.

West no contestó.

Chee extendió las manos hacia atrás y enderezó a West, pero éste volvió a caer contra la portezuela, tosiendo débilmente.

Chee se dio por vencido.

- West -dijo-, ¿cómo se las arregló para que el collar de flores apareciera en Mexican Water? Eso fue un error.

- Lo hizo un amigo mío. Navajo. Me debía ciertos favores -West volvió a toser-. ¿Por qué no? Pensé que eso confirmaría que Musket aún vivía.

- Su amigo eligió una chica de un clan equivocado -dijo Chee sin estar muy seguro de que West le oyera-. West, tendré que dejarle aquí e ir por ayuda.

- De acuerdo -dijo West, respirando con esfuerzo.

- Otra cosa. ¿Dónde ocultó el resto de las joyas?

West emitió un jadeo.

- Las joyas del falso robo. ¿Dónde escondió las restantes joyas? Muchas de estas buenas gentes querrán recuperarlas.

- En la cocina -contestó West con un hilillo de voz-. Debajo del fregadero.

- Gracias -dijo Chee, empujando la portezuela para que se abriera, descolgando las piernas e inclinándose hacia fuera para levantarse. Perdió el equilibrio y volvió a sentarse. Se daba cuenta de que estaba agotado. De pronto, comprendió también que West, apoyado contra la portezuela a su espalda, ya no respiraba.

Ya no había ninguna prisa. Chee decidió descansar un poco. Después, rebuscó con las manos a su espalda y encontró el bolsillo de la chaqueta de West. Introdujo los dedos y extrajo una masa de sobrecitos mojados. Los separó con los dedos. Trece. Uno por cada carta de un palo de la baraja. Dispuestos de tal modo, pensó, que los ágiles dedos de West pudieran contar rápidamente hacia atrás hasta el tres de rombos. O, en caso de que se tratan del siete de tréboles, pudiera obrar el mismo prodigio sacándolo del bolsillo donde guardaba los tréboles. Pero ahora todas las ilusiones de West habían terminado. Chee tenía otro problema. Recordó al capitán Largo, severo y tajante, ordenándole permanecer al margen de aquel caso de droga. Se imaginaba a sí mismo, abriendo el maletero del coche patrulla y mostrándole a Largo una maleta llena de cocaína…, treinta y cinco kilos de pruebas de su desobediencia. Una escena que más le valdría evitar. Mientras escuchaba el rumor de la lluvia, trató de inventarse algún medio de evitarla. Sus pensamientos regresaron a la señorita Pauling. Ella también había conseguido vengarse. West había matado a su hermano para vengarse. Y ahora su hermano también estaba vengado. Por lo menos, Chee así lo creía. No era un valor enseñado y reconocido en la cultura navajo, por lo que Chee no sabía muy bien cómo funcionaba.

Al final, consiguió levantarse, se acercó al maletero y, con las manos esposadas, logró cerrar de nuevo la segunda maleta de aluminio con la correa rota, la sacó del maletero y la arrojó por las resbaladizas rocas hacia las aguas del Polacca. El nivel de la corriente había subido y las aguas ya estaban lamiendo la primera maleta. Chee le dio un fuerte empujón con el pie. La maleta flotó brevemente y enseguida fue engullida por las aguas embravecidas. Chee dio media vuelta y empujó la segunda maleta. Cuando se volvió para mirar, la maleta ya había desaparecido en la oscuridad.

* * *