Capítulo 5

El capitán Largo se encontraba de pie junto al mapa de la pared, haciendo cálculos.

- El avión está aquí -dijo, tocando el papel con un regordete dedo-. ¿Y el automóvil estaba aparcado aquí? -preguntó, tocando de nuevo el papel-. Unos tres kilómetros. Puede que menos.

Chee no dijo nada. Pensó que algo insólito sucedía.

- Y presentó su primer informe a las cinco y veinte -dijo el hombre apellidado Johnson-. Supongamos que tardó cuarenta minutos en llegar hasta su automóvil, nos quedan otros cincuenta minutos desde la hora en que usted dice que se estrelló el avión.

Johnson era un alto y delgado pelirrojo con la cara constelada de pecas. Calzaba botas vaqueras y vestía una exótica chaqueta de cuero y un pantalón de tela gruesa. Su bigote estaba muy bien recortado y sus pálidos ojos azules miraban a Chee. Llevaban mirándole desde el momento en que entró en el despacho, con aquella impersonal mirada sin pestañear a que suelen habituarse los policías. Chee recordó que aquél era uno de los distintos hábitos profesionales que debería tratar de evitar.

- Cincuenta minutos -dijo Chee-. Sí. Mas o menos.

Silencio. Largo estudió el mapa. Johnson estaba sentado con la silla inclinada hacia atrás y apoyada contra la pared, las manos entrelazadas detrás de la nuca y los ojos clavados en Chee. Se movió en el asiento y la silla chirrió.

- Cincuenta minutos es mucho rato -dijo Johnson.

Mucho rato ¿para qué?, pensó Chee. Pero no dijo nada.

- Dice usted que, antes de llegar a los restos del aparato, oyó que se encendía el motor de un automóvil, o tal vez una furgoneta, y alguien que se alejaba. Y, cuando llegó allí, oyó como si alguien se encaramara por la pared del lecho del arroyo detrás del avión.

El tono de voz de Johnson convirtió la afirmación en una pregunta.

- Eso es lo que digo -convino Chee, percatándose de que Largo le miraba con expresión pensativa.

- Nuestra gente presentó un informe muy similar al suyo -añadió Johnson-. Desde luego usted no cuenta sus propias huellas. Por lo tanto, usted vio cuatro huellas distintas y ellos vieron cinco. Las de quien subió por la pared del lecho, tal como usted ha dicho -Johnson levantó un dedo-. Los zapatos de suela suave y puntera puntiaguda del fiambre -Johnson levantó un segundo dedo-. Las huellas de unas suelas cuadriculadas y las de unas botas vaqueras -otros dos dedos levantados-. Y las de unas botas que ahora sabemos que son las suyas.

Johnson levantó el pulgar para completar el recuento de cinco y miró a Chee, esperando su confirmación.

- Exactamente -dijo Chee, clavando los ojos en la fría mirada azul de Johnson.

- A nuestra gente, es decir, al FBI, le pareció que las huellas de las botas vaqueras pisaban las suyas en algunos lugares mientras que en otros lugares las suyas pisaban las dejadas por aquéllas -dijo Johnson-. Y lo mismo cabe decir de las suelas cuadriculadas.

Chee reflexionó unos segundos sobre lo que Johnson acababa de decir.

- Eso significaría que los tres estuvimos allí al mismo tiempo -dijo Chee.

- Todos juntos -convino Johnson-. En grupo.

Chee cayó en la cuenta de que acababan de acusarle de un crimen. Y entonces recordó que cierta vez alguien había dicho que los conocimientos incompletos son muy peligrosos y pensó que el axioma podía aplicarse a la lectura de huellas. Los expertos tienden a olvidar que la gente pisa sus propias pisadas. Era algo que su tío le había enseñado a observar… y a leer.

- ¿Tiene algo que agregar al respecto? -preguntó Johnson.

- No -contestó Chee.

- ¿Dice que no estuvo usted allí al mismo tiempo que los otros tipos?

- ¿Insinúa usted que sí? -replicó Chee-. Si no me equivoco, está usted diciendo que el FBI no ha tenido mucha suerte al tropezar con alguien que sabe leer las huellas.

La mirada de Johnson era totalmente segura. Chee la estudió con curiosidad. El rostro era duro, inteligente y severo…, con una expresión de confianza absoluta. Chee la había observado lo bastante a menudo como para reconocerla. La había visto en el muchacho hopi que estableció el récord de campo a través del Instituto de Arizona en las maratones de Flagstaff, y en el rostro del vaquero que ganó en los rodeos de Window Rock, y en otros muchos lugares en personas que sabían hacer muy bien lo que hacían y eran plenamente conscientes de ello, permitiendo que una arrogante expresión de confianza aflorara en su indiferente mirada. La experiencia de Chee con los policías federales no le permitía hacerse demasiadas ilusiones sobre sus aptitudes. Pero Johnson sería una cosa muy distinta. Si Chee hubiera sido un criminal, por nada del mundo hubiera querido que Johnson le persiguiera.

- Entonces se ratifica en su informe -dijo Johnson finalmente-. ¿Desea añadir algo que nos pueda ayudar?

- Ayudar, ¿en qué? -preguntó Chee-. Tal vez podría ayudar a su experto a aprender algo más sobre las huellas.

Johnson dejó que las patas de las sillas se apoyaran en el suelo, soltó las manos que mantenía entrelazadas detrás de la nuca y se levantó.

- He tenido mucho gusto en conocerles -dijo-. Por cierto, señor Chee, seguramente volveré a hablar con usted. ¿Estará por aquí?

- Probablemente, sí -contestó Chee.

La puerta se cerró a la espalda de Johnson mientras Largo todavía examinaba el mapa.

- No puedo decirle gran cosa -dijo Largo-. Sólo un poco.

- No hace falta que me diga gran cosa -contestó Chee-. Me parece que los de estupefacientes no consideran una coincidencia que yo estuviera en las inmediaciones del lecho del arroyo cuando el avión se estrelló. Piensan que estaba allí para recibir el avión y que yo, el suelas grabadas y el botas vaqueras nos hicimos cargo del cargamento de droga… o de lo que fuera. Y que nos pasamos cincuenta minutos cargando la mercancía. ¿Es eso?

- Más o menos -dijo Largo con voz baja.

- ¿Hay algo más?

- No demasiado -contestó Largo-. No me dijeron nada en concreto.

- Pero ¿hay algo que les induce a sospechar de mí?

- Les hace sospechar de alguien de aquí -puntualizó Largo-. Tengo la impresión de que los de la Drug Enforcement Agency no creen que el cargamento se encuentre muy lejos. Suponen que está escondido por aquí cerca.

- ¿Y cómo lo saben? -preguntó Chee, frunciendo el ceño.

- ¿Cómo sabe la DEA las cosas? -preguntó Largo-. Creo que tienen en nómina a la mitad de la gente vinculada al contrabando de droga. Como confidentes.

- Eso parece -dijo Chee.

- Además, hacen muchas conjeturas -añadió Largo.

- Ya me he dado cuenta -dijo Chee.

- Como eso de que usted ayudó a cargar el envío.

- ¿Cree que se equivocan?

- Probablemente -contestó Largo.

- Gracias -dijo Chee-. ¿Le ha dicho Johnson quién estaba en el avión?

- Creo que saben quién era el piloto. Uno de los que habitualmente transportan droga desde México por cuenta de un pez gordo. Un tipo apellidado Pauling. No creo que hayan identificado al pasajero. El tipo del suelo, el que murió de un disparo, se llamaba Jerry Jansen. Un abogado de Houston mezclado en el negocio de la droga.

- No lo cambié de posición -dijo Chee-. ¿Le pegaron un tiro?

- Por la espalda -dijo Largo.

- Parece bastante claro. Un avión transporta droga. Alguien viene en un vehículo para recoger el cargamento. Pero el avión se estrella. Dos de los tipos que tenían que recibir el envío deciden robarlo. Le pegan un tiro por la espalda a su compañero y dejan una nota a los propietarios o tal vez a los compradores para indicarles de qué forma deberán contactar con ellos si quieren comprarles de nuevo la mercancía. Y después se largan. ¿De acuerdo? Pero la DEA no cree que alguien se haya llevado el envío. Cree que está escondido por esta zona. ¿No es eso?

- Eso parece creer Johnson -dijo Largo.

- Pero ¿por qué lo creen? -preguntó Chee.

Largo siguió mirando a través de la ventana como si no hubiera oído la pregunta, pero al final contestó:

- Supongo que la DEA debió de infiltrarse en este envío. Debía de tener un confidente allí mismo.

- Ya -dijo Chee, asintiendo con la cabeza-. Pero, por alguna razón incomprensible para este pobre indio, la DEA no quiso intervenir, atrapar el avión y arrestarlos a todos.

Largo apartó el rostro de la ventana y miró a Chee.

- Quién sabe. Los federales trabajan de una manera muy rara y misteriosa y no dan ninguna explicación a la Policía Tribal Navajo -Largo esbozó una sonrisa-. Y tanto menos la dan cuando piensan que quizá un policía navajo se quedó con las pruebas.

- Es curioso -comentó Chee.

- Pues, sí. Creo que tendré que hacer unas cuantas preguntas por ahí.

- Estoy pensando en la tarjeta -dijo Chee-. Quizá por eso los federales piensan que la droga se encuentra todavía en esta zona. ¿Por qué, si no, el atracador hubiera hecho los tratos a través del motel hopi? ¿Por qué no ponerse en contacto con ellos en Houston o dondequiera que actúen?

- Me extrañaba que todavía no se le hubiera ocurrido -dijo Largo-. Si Jim Chee robó el envío, no hubiera sabido contactar con los propietarios. Por eso Jim Chee dejó una nota, diciéndoles cómo ponerse en contacto con él.

- ¿Pensando que la prensa informaría sobre la nota?¿Eso hubiera pensado yo? ¿No se me hubiera ocurrido que tal vez la DEA mantendría la nota en secreto?

- Tal vez -contestó Largo-. Pero, si usted hubiera pensado eso, habría sido lo suficientemente listo como para saber que ellos tienen abogados que husmean constantemente por ahí. El propietario del avión tiene un interés legítimo y legal por el accidente. Querrían ver el informe del oficial investigador y nosotros se lo mostraríamos. Por eso Jim Chee tendría un especial empeño en incluir en el informe lo que decía la tarjeta. Tal como usted hizo.

Jim Chee, que en realidad no había pensado en nada de todo eso, asintió con la cabeza.

- Muy listo el tal Jim Chee -dijo.

- Recibí una llamada hace cuarenta y cinco minutos -dijo Largo-. De Window Rock. Su amigo ha vuelto a las andadas. Otra vez el molino.

- ¿Anoche? -preguntó Chee con incredulidad-. ¿Después del accidente del avión?

Largo se encogió de hombros.

- La Oficina de Utilización Conjunta llamó a Window Rock. Lo único que sé es que alguien ha vuelto a estropear la maquinaria y los de Window Rock quieren que eso termine de una vez.

Chee se quedó sin habla. Hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero después se detuvo. Largo se encontraba de pie junto a su escritorio, leyendo algo de la carpeta de Chee.

Era un hombre bajo y de tórax abombado, con las caderas escurridas tan frecuentes entre los navajos occidentales. Su rostro redondo mostraba una plácida expresión mientras leía. Chee lo respetaba. No estaba muy seguro de que llegara a apreciarle. Probablemente, no.

- Capitán -dijo Chee.

Largo levantó la mirada.

- Johnson tenía dudas sobre los cincuenta minutos perdidos en el aparato. ¿Usted también las tiene?

- No creo -contestó Largo con semblante totalmente neutral-. Sé algo que Johnson no sabe -añadió sin soltar la carpeta-. Sé lo lento que es usted en el trabajo.

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