Capítulo 21

Vaquero acordó reunirse con él en el cruce entre la autopista 87 de Arizona y la carretera navajo 3.

- Tendremos que ir a Piutki -le había dicho Vaquero-. Allí es donde vive. Pero no quiero que andes vagando por allí y te extravíes. Por consiguiente, reúnete conmigo y yo te llevaré.

- ¿Sobre qué hora?

- Sobre las siete -contestó Vaquero.

Chee llegó sobre las siete. Cinco minutos antes, para ser más exactos. Permaneció de pie junto a su furgoneta, estirando los músculos. El sol poniente iluminaba las laderas de Second Mesa a su espalda, arrancando unos cegadores reflejos del cálido asfalto de la carretera navajo 3 en el tramo en que ésta ascendía zigzagueando. Hacia el norte, las peñas de First Mesa estaban cubiertas de nieve. Chee se encontraba a la sombra. La nube que se había formado lentamente durante toda la tarde sobre los picos de San Francisco se había apartado de la cumbre del monte y se desplazaba hacia el este. Todavía se encontraba a unos treinta kilómetros al oeste, pero su cresta era lo suficientemente alta como para bloquear la oblicua luz del sol. El calor del día había provocado la aparición de otras masas de cúmulos. Tres de ellas, en hilera irregular, atravesaban el Painted Desert entre el lugar donde se encontraba Chee y Winslow. Chee observó complacido que una de las masas de cúmulos estaba arrastrando una pequeña cola de lluvia sobre Tovar Mesa. Pero las nubes más pequeñas no permitían abrigar demasiadas esperanzas. Con la puesta del sol, se evaporarían rápidamente en el árido cielo. La masa nubosa de los Picos de San Francisco ya era otra cuestión. Era muy grande y los vientos internos habían empujado su cresta hacia el frío estratosférico mientras que los niveles inferiores mostraban el tono negro azulado propio de las promesas de lluvia. Mientras los contemplaba, Chee oyó el rugido de un trueno. Las nubes serían visibles desde casi doscientos kilómetros a la redonda, desde la Montaña Navajo al otro lado de la frontera de Utah hasta la cordillera Chuska que se levantaba al este en Nuevo México. Una nube no acabaría con la sequía, pero basta una sola nube para iniciar el proceso. Para el millar de pastores navajos de aquella inmensa altiplanicie, la nube significaría la esperanza de que la lluvia, el agua de los arroyos y la hierba nueva volvieran a formar parte del hozro de sus vidas. Para los hopis, la lluvia significaría algo más que eso. Significaría el respaldo de las fuerzas sobrenaturales. Significaría que, después de un año de agostado polvo, se habían vuelto a arreglar las cosas entre el Pueblo Pacífico de las mesas hopi y sus espíritus kachina.

Chee se apoyó contra la furgoneta, disfrutando de la fresca y húmeda brisa provocada por la nube y del contraste entre los moteados marrones y ocres de los peñascos de First Mesa y del azul oscuro del cielo. Por encima de él, el borde de la peña no era una peña sino los muros de piedra de las casas de Walpi. Desde allí abajo parecía increíble. Las pequeñas ventanas semejaban huecos abiertos en la roca de la meseta.

Chee consultó su reloj. Vaquero se estaba retrasando. Tomó el cuaderno de notas que tenía en el asiento delantero de la furgoneta y pasó a una página en blanco. En la parte superior, escribió: «Preguntas y Respuestas». A continuación, escribió: «1. ¿Dónde está J. Musket? ¿Mató Musket al desconocido? ¿Brujo? ¿Loco? ¿Mezclado con el robo de la droga?». Trazó una línea en el centro de la página para separar las respuestas; escribió: «1. Pruebas de que no acudió al trabajo el día en que mataron al desconocido. Musket relacionado con la droga. Probablemente acudió a Burnt Water para preparar la entrega. ¿Para qué, si no? Conocía la zona lo suficientemente bien como para poder ocultar la GMC».

Chee estudió las anotaciones y se tocó un diente frontal con el extremo del bolígrafo. Entre las preguntas, escribió: «¿Por qué el robo? ¿Para ofrecer una justificación lógica de su desaparición de la tienda?». Chee frunció el ceño y escribió: «¿Qué ha ocurrido con las joyas robadas?». Trazó una línea debajo de la pregunta y escribió: «¿Quién es el desconocido? ¿Alguien relacionado con el narcotráfico? ¿Trabajaba con Musket? ¿Le mató Musket porque el desconocido se olió la traición? ¿Trató Musket de hacerlo pasar por un asesinato de brujería para confundir?». Ninguna respuesta. Sólo preguntas.

Trazó otra línea horizontal y escribió debajo de ella: «¿Dónde está el cuerpo de Palanzer? ¿Por qué lo ocultaron en la GMC? ¿Para confundir a los que buscaban la droga? ¿Por qué lo habían sacado de la camioneta? ¿Porque alguien sabía que yo lo había encontrado? ¿Quién lo sabía? ¿El hombre que subió por el lecho del arroyo en la oscuridad? ¿Musket? ¿Dashee?». Observó el nombre y se avergonzó de su deslealtad. Pero Dashee lo sabía. Él le había dicho a Dashee dónde estaba la camioneta. Dashee pudo estar en el molino de viento cuando ocurrió el accidente. Se preguntó si podría averiguar dónde estuvo Dashee la noche en que ocultaron el cuerpo del desconocido. Después, sacudió la cabeza, tachó la palabra «Dashee» y trazó otra línea debajo de la cual escribió una sola palabra: «Brujo».

A continuación, escribió: «¿Alguna razón para relacionar el asesinato con la droga?». Estudió la pregunta, mordiéndose el labio inferior. Después, escribió: «Coincidencia de tiempo y lugar». Se detuvo un instante y anotó todo seguido: «El desconocido murió el 10 de julio, West murió el 6 de julio». Todavía estaba pensando en ello cuando apareció Dashee.

- Aquí me tienes -dijo Vaquero.

- Llegas tarde -dijo Chee.

- Me rijo por el horario navajo -contestó Vaquero-. Las siete significa más o menos al anochecer. Iremos en mi coche.

Chee subió.

- ¿Has estado alguna vez en Piutki?

- No lo creo -dijo Chee-. ¿Dónde está?

- En First Mesa -contestó Vaquero-. Detrás de Hano en el mismo cerro.

Vaquero conducía más despacio que de costumbre. El coche patrulla bajó por la carretera navajo 3 y giró a la izquierda a una carretera asfaltada más estrecha que subía tortuosamente por la empinada cara de la mesa. Su rostro se mantenía inmóvil y pensativo.

Está preocupado, pensó Chee. Nos estamos metiendo en una cuestión religiosa.

- No hay gran cosa en Piutki -dijo Vaquero-. Está prácticamente abandonado. Antes era la aldea del Clan de la Niebla y de algunos miembros del Clan del Arco, pero el Clan de la Niebla ya está casi extinguido, y del Clan del Arco no quedan muchos.

El Clan de la Niebla despertó un recuerdo. Chee trató de recordar lo que había aprendido sobre la etnología hopi en las clases de antropología de la Universidad de Nuevo México, las cosas que había leído más tarde y lo que había averiguado a través de los chismorreos. Que el Clan de la Niebla había ofrecido a los hopis el regalo de la brujería. Que ésa había sido su aportación a la sociedad hopi. Y, por supuesto, los brujos eran los powaqas, los dos-corazones, la peculiar versión de los brujos en la cultura hopi. Había algo más sobre el Clan de la Niebla. ¿Qué era? La excelente memoria de Chee le dio la respuesta. Lo había leído en algún tratado sobre la historia de los clanes hopi. Cuando el Clan del Arco completó sus grandes migraciones y llegó a las mesas hopi, había acumulado tal fama de alborotador, que los ancianos del Clan del Oso rechazaron repetidamente sus peticiones de tierras y una aldea en la que establecer su hogar. Y, cuando al final les permitieron unirse a los demás clanes, los del Arco fueron los responsables del único incidente sangriento de toda la historia del Pueblo Pacífico. Cuando el Clan del Asta de la Flecha permitió a los sacerdotes españoles establecerse en Awatowi, los del Arco sugirieron un ataque de castigo. Los varones de la Flecha murieron en sus kivas y las mujeres y los niños se desperdigaron por las restantes aldeas. El Clan del Asta de la Flecha no sobrevivió.

- Este hombre al que vamos a visitar -preguntó Chee-, ¿a qué clan pertenece?

- ¿Por qué lo preguntas? -replicó Vaquero, mirándole con recelo.

- Me has dicho que era la aldea del Clan de la Niebla. En alguna parte he leído que el Clan de la Niebla se había extinguido.

- Más o menos -dijo Vaquero-. Pero los hopis utilizan un sistema de clanes relacionados, y el de la Niebla está relacionado con el de la Nube y el del Agua y…

Vaquero no terminó la frase y puso el coche en segunda para afrontar el empinado ascenso por el costado de la meseta.

La carretera llegó al angosto paso de la escarpada roca desde donde subía directamente hasta Walpi. El coche patrulla cruzó el estrecho paso y salió al otro lado para seguir hasta Sichomovi y Hano. Las ruedas traseras patinaron. Vaquero masculló algo por lo bajo.

- ¿Has tenido un mal día? -preguntó Chee, que llevaba un buen rato observándole.

Vaquero no contestó. Estaba claro que había tenido un mal día.

- ¿Qué te preocupa? -preguntó Chee.

Vaquero soltó una carcajada poco alegre.

- Nada -contestó.

- Pero preferirías no hacerlo, ¿verdad?

Vaquero se encogió de hombros.

El coche patrulla pasó junto a los antiguos muros de piedra de Sichomovi… ¿o acaso ya estaban en Hano? Chee aún no sabía muy bien dónde terminaba una aldea y empezaba la otra. Le parecía inconcebible que los hopis hubieran elegido aquella vida… apiñados los unos encima de los otros en aquellas pequeñas aldeas sin intimidad ni espacio para respirar. Su pueblo había hecho justo lo contrario. Las leyes de la naturaleza, pensó. Los hopis se juntan y los navajos se desparraman. Pero ¿cuál era el motivo de la desazón de Vaquero? Chee lo pensó un buen rato.

- ¿Quién es el tipo al que vamos a visitar?

- Taylor Sawkatewa -contestó Vaquero-. Y creo que perderemos el tiempo.

- ¿Crees que no nos dirá nada?

- ¿Por qué iba a hacerlo? -repuso Vaquero en tono cortante. Se dio cuenta de ello y a continuación habló con un leve tono de disculpa-. Es un hombre viejísimo. Más tradicional de lo que te puedas imaginar. Y, además, tengo entendido que no anda bien de la cabeza.

Y tienes entendido también que es un powaqa, pensó Chee. Eso es lo que te pone nervioso. Chee recordó lo que sabía sobre los powaqas y también se inquietó un poco.

- Creo que de nada servirá apelar a su sentido del deber como ciudadano respetuoso de las leyes -dijo Chee.

Vaquero se echó a reír.

- Creo que no. Sería como tratar de explicarle a un toro por qué tiene que estar quieto mientras tú le colocas una sobrecincha alrededor del cuerpo.

Ya habían dejado atrás Hano y estaban bajando por un pedregoso camino que seguía el borde de la mesa. La nube se había detenido hacia el suroeste y el sol iluminaba desde el horizonte su superficie en forma de yunque, confiriéndole una blancura cegadora mientras que, en los niveles inferiores, el color era más variable; mil tonalidades de gris desde el casi blanco hasta el casi negro, con algunos matices de rosa y rojo enviados por el sol poniente. Para el pueblo de Vaquero Dashee, una nube como aquélla tenía un simbolismo sagrado. Para el pueblo de Chee, en cambio, era simplemente bella y, por tanto, valiosa por sí misma.

- Otra cosa -dijo Vaquero-. Me han dicho que el viejo Sawkatewa no habla inglés. Por consiguiente, tendré que actuar de intérprete.

- ¿Necesito saber alguna otra cosa sobre él?

Vaquero se encogió de hombros.

- No me has dicho a qué clan pertenece.

Vaquero aminoró la marcha del coche patrulla y pasó junto a una roca mellada para adentrarse por un sendero.

- Es un Niebla -dijo.

- ¿O sea que el Clan de la Niebla no se ha extinguido?

- En realidad, sí -contestó Vaquero-. Quedan unos pocos. Todas sus obligaciones ceremoniales, lo que queda de ellas, las han asumido el Clan del Agua y el Clan de la Nube. Ya ocurría lo mismo cuando yo era niño e incluso mucho antes, creo. Mi padre decía que la última vez que la Sociedad Ya Ya hizo algo fue cuando él era niño… y no creo que fuera una ceremonia completa. Walpi los expulsó hace mucho tiempo.

- ¿Los expulsó?

- A la Sociedad Ya Ya -dijo Vaquero sin más explicaciones.

Por lo que Chee podía recordar sobre dicha sociedad, ésta controlaba las ceremonias de iniciación a varios niveles de brujería. En otras palabras, el tema era delicado y Vaquero no quería comentarlo con alguien que no era hopi.

- ¿Por qué los expulsaron? -preguntó Chee.

- Armaban jaleo.

- ¿No era la sociedad que iniciaba a los que deseaban convertirse en dos-corazones?

- Sí -contestó Vaquero.

- Recuerdo que alguien me habló de eso -dijo Chee-. Me dijo que, si ven un tronco de pino en el suelo, hacen que se mueva hacia arriba y hacia abajo en el aire.

Vaquero guardó silencio.

- ¿No es así? -preguntó Chee-. Hay mucha magia en una ceremonia Ya Ya.

- Pero si tienes poder y lo usas con mala intención, lo pierdes -dijo Vaquero-. Eso es lo que nos dicen.

- Este hombre a quien vamos a visitar era miembro de la Sociedad Ya Ya, ¿verdad? -preguntó Chee.

Vaquero sorteó un escabroso obstáculo con el coche patrulla. El sol ya se había puesto y el horizonte era como una llamarada de fuego. La nube estaba más próxima y había empezado a descargar una cortina de lluvia. Esta se evaporó a unos trescientos metros por encima de la superficie de la tierra, pero dio lugar a una pantalla translúcida que filtraba la rojiza luz del ocaso.

- Oí decir que era miembro de la Ya Ya -dijo Vaquero-. Se oye cada cosa.

La aldea de Piutki jamás había tenido la importancia o el tamaño de lugares como Oraibi o Walpi o incluso Shongopovi. En su momento de máximo esplendor sólo había alojado a una parte del pequeño Clan del Arco y del todavía más pequeño Clan de la Niebla. El momento ya había pasado hacía mucho tiempo, probablemente en los siglos xviii o xix. Ahora muchas de sus casas estaban abandonadas. Los tejados se habían desplomado y la piedra de las paredes se había utilizado para arreglar otras casas todavía ocupadas. Ahora la inmensa nube dominaba el cielo e iluminaba aquel antiguo lugar con el rojo resplandor del crepúsculo. La brisa acompañaba al coche en medio de una gran polvareda. Vaquero encendió los faros delanteros.

- Eso está vacío -dijo Chee.

- Casi -convino Vaquero.

La plaza estaba desierta y las casas de dos de sus lados se encontraban en ruinas. Chee observó que la kiva, la cámara ceremonial, también, se hallaba en mal estado. Los peldaños que conducían a su tejado estaban rotos y podridos, y faltaba la escalera que hubiera tenido que sobresalir de la entrada del tejado. Era una kiva baja y de pequeño tamaño, cuyos muros se levantaban apenas un metro cincuenta del polvoriento suelo de la plaza. Parecía tan muerta como los hombres que la habían construido hacía mucho tiempo.

- Bien -dijo Vaquero-, hemos llegado.

Detuvo el vehículo junto a la kiva. Más allá, una de las casas que aún flanqueaban dos lados de la plaza, estaba ocupada. La brisa empujó el humo de la chimenea hacia ellos. Había una pequeña pila de carbón junto a la entrada. Se abrió la puerta y apareció un niño albino de diez o doce años.

Vaquero dejó la portezuela del coche abierta y avanzó entre la polvareda sin esperar a Chee. Habló con el niño en hopi, escuchó su respuesta, reflexionó y volvió a hablar. El niño desapareció en el interior de la casa.

- Dice que Sawkatewa está trabajando. Le dirá que tiene visita -explicó Vaquero.

Chee asintió. Oyó el fragor de un trueno y contempló la nube. Ahora la luz roja del ocaso sólo iluminaba sus niveles superiores. En los niveles más bajos, el color oscilaba entre el azul y el casi negro. Mientras la miraba, la negrura se encendió de amarillo por dos veces. Eran los relámpagos internos. Esperaron. El polvo se desplazaba por el suelo de la plaza, impulsado por la brisa. El aire era mucho más frío y olía a lluvia. El rugido del trueno llegó repetidamente hasta ellos.

El niño reapareció y miró a través de sus gruesas gafas primero a Chee y después a Vaquero, pronunciando unas palabras en hopi.

- Ya podemos entrar -dijo Vaquero.

Taylor Sawkatewa estaba sentado en una pequeña silla de metal, devanando hilaza en un huso. Les miró inquisitivamente con sus brillantes ojos negros sin que sus manos interrumpieran la ágil tarea. Dirigió unas palabras a Vaquero, indicándole un sofá de plástico verde adosado al muro de la entrada, y después examinó a Chee, sonrió y asintió con la cabeza.

- Dice que nos sentemos -explicó Vaquero.

Ambos se sentaron en el plástico verde. Era una pequeña estancia irregularmente cuadrada y de paredes encaladas. Un quinqué de hollinoso tubo de cristal arrojaba una trémula luz amarillenta.

Sawkatewa se dirigió a ambos y miró de nuevo a Chee con una sonrisa. Este se la devolvió.

Luego Vaquero dio una larga explicación y el viejo le escuchó. Sus manos trabajaban sin descanso, pasando la lana blanco-grisácea desde una madeja colocada en el interior de una caja de cartón de envases de cerveza al largo huso de madera que sostenía en la mano. Sus ojos se apartaron de Vaquero y se posaron en el rostro de Chee. Era muy viejo, más allá del punto en el cual la curiosidad puede interpretarse como una grosería. A veces, los navajos también alcanzaban edades muy avanzadas y en el Dinee Taciturno de Chee había bastantes.

Vaquero terminó su exposición, se detuvo, añadió una breve aclaración y miró a Chee.

- Le he dicho que ahora te repetiré lo que he hablado con él -dijo Vaquero-. Le he informado de quién eres y de que hemos venido para intentar averiguar algo sobre el accidente de avión del lecho del Wepo.

- Creo que deberías explicarle detalladamente lo que ocurrió -dijo Chee-. Dile que dos hombres resultaron muertos en el interior del aparato y que otros dos han sido asesinados a causa de lo que transportaba el avión. Y dile que nos sería muy útil saber si alguien presenció lo ocurrido y nos pudiera contar lo que vio.

Chee habló sin apartar los ojos de Sawkatewa. El viejo le escuchó atentamente con una leve sonrisa en los labios. Entiende un poco el inglés, pensó Chee. Quizá entiende algo más que un poco.

Vaquero habló en hopi. Sawkatewa le escuchó. Tenía la cabeza redonda y la nariz ancha y afilada propias de los hopis, y una larga mandíbula deformada por su boca desdentada. Las mejillas y la barbilla estaban arrugadas alrededor de la boca hundida, pero la piel, al igual que sus ojos, parecía intemporal, y el cabello, con el tradicional flequillo de los varones hopi, era casi enteramente negro. Mientras escuchaba, sus dedos siguieron trabajando la hilaza con viva agilidad.

Vaquero terminó de traducir. El viejo esperó cortesmente un momento, se dirigió a Vaquero, hablando rápidamente en hopi, terminó de hablar y soltó una carcajada.

- Dice que debes de creer que es viejo y tonto. Dice que ya se ha enterado de que alguien destroza el molino y de que estamos buscando al responsable para meterlo en la cárcel. Dice que quieres embaucarle para que confiese que estuvo junto al molino aquella noche.

- ¿Y tú qué le has dicho? -preguntó Chee.

- Lo he negado.

- Pero ¿cómo? -insistió Chee-. Dime todo lo que le has dicho.

Vaquero frunció el ceño.

- Le he dicho que no creemos que él haya destrozado el molino. Que pensamos que lo deben de hacer los navajos en venganza por tener que abandonar el territorio hopi.

- Por favor, dile a Taylor Sawkatewa que retiramos esa afirmación -dijo Chee, mirando directamente a los ojos de Sawkatewa mientras hablaba-. Dile que no negamos que, a nuestro juicio, él es el hombre que destrozó el molino.

- Pero, hombre de Dios -exclamó Vaquero-, estás loco. ¿Qué pretendes?

- Díselo.

Vaquero se encogió de hombros y se dirigió a Sawkatewa en hopi. Sawkatewa pareció sorprenderse, y en su mirada se encendió un destello de interés. Por primera vez sus dedos interrumpieron su activa tarea. Sawkatewa cruzó las manos sobre las rodillas y se volvió a hablar hacia la contigua estancia a oscuras en la que se encontraba el niño albino.

- ¿Qué ha dicho? -preguntó Chee.

- Le ha dicho al niño que nos prepare café -contestó Vaquero.

- Ahora dile que estoy estudiando para convertirme en un yataalii entre mi pueblo y que estudio bajo las instrucciones de un anciano, un hombre que, como él, es un sabio muy respetado por su pueblo. Dile que ese anciano tío mío me ha enseñado a respetar el poder de los hopis y todo lo que han aprendido de su Pueblo Sagrado para atraer la lluvia y salvar al mundo de la destrucción. Dile que, cuando era pequeño, venía con mi tío a First Mesa para unir nuestras plegarias a las de los hopis durante las ceremonias. Dile todo eso.

Vaquero lo tradujo al hopi. Sawkatewa escuchó, mirando alternativamente a Vaquero y a Chee. Permaneció inmóvil un instante y después asintió con la cabeza.

- Dile que mi tío me enseñó que los dinee y los hopis son muy distintos por muchos conceptos. Nuestro Pueblo Sagrado, la Mujer Cambiante y el Dios Parlante nos enseñan cómo tenemos que vivir y las cosas que tenemos que hacer para conservar la belleza del mundo que nos rodea. Pero no nos enseñaron a llamar a las nubes de la lluvia. Nosotros no somos capaces de atraer la bendición del agua del cielo tal como los hopis hacen. No tenemos el gran poder que les ha sido otorgado a los hopis y por eso los respetamos y los honramos.

Vaquero repitió las palabras. El fragor de un trueno atravesó el tejado. Una explosión brusca y seca, seguida de unos rugientes ecos. Qué oportuno, pensó Chee. El viejo volvió a asentir con la cabeza.

- Mi tío me dijo que los hopis tienen poder porque les enseñaron a hacer las cosas, pero lo perderán si las hacen mal. Es por eso por lo que no sabemos si el que destroza el molino es un hopi o un navajo. Un navajo encolerizado podría hacerlo -Chee hizo una pausa y levantó ligeramente una mano con la palma hacia arriba para subrayar sus paslabras-. Pero un hopi podría hacerlo porque el molino es kahopi.

Era una de las pocas palabras hopi que Chee había aprendido hasta entonces. Significaba algo así como «antihopi» o lo contrario de los valores hopi.

Vaquero tradujo. Esta vez, Sawkatewa dio una larga respuesta, mirando de Vaquero a Chee y viceversa.

- Pero ¿adónde quieres ir a parar con todo eso? -preguntó Vaquero-. ¿Crees que este viejo sabotea el molino de viento?

- ¿Qué ha dicho? -preguntó Chee.

- Ha dicho que los hopis son un pueblo muy devoto. Que muchos de ellos han ido por mal camino y han seguido las sendas de los blancos y se empeñan en que todo lo gobierne el Consejo Tribal en lugar de hacer las cosas tal como nos enseñaron cuando emergimos de las entrañas de la tierra. Pero dice que esta noche las oraciones han sido escuchadas. Dice que esta noche la nube traerá la bendición del agua para los hopis.

- Dile que los navajos compartimos esa bendición y lo agradecemos.

Vaquero tradujo. Apareció el niño y colocó una jarra blanca de café en el suelo, al lado del viejo. Después, le entregó a Vaquero una taza de plástico y a Chee un vaso de refresco de la marca Ronald McDonald. La luz del quinqué confería a su pálida piel un tono amarillento y se reflejaba en las gruesas lentes de sus gafas de montura metálica. Inmediatamente desapareció por la puerta sin pronunciar palabra.

El anciano volvió a hablar.

Vaquero contempló su vaso y carraspeó.

- Dice que, aunque hubiera estado allí, le dijeron que el avión se estrelló de noche. Pregunta cómo hubiera podido una persona ver algo en la oscuridad.

- Tal vez no pudo -dijo Chee.

- Pero ¿tú crees que él estuvo allí?

- Sé que estuvo allí -dijo Chee-. Estoy seguro.

Vaquero miró a Chee, esperando. El niño regresó con un humeante cazo de aluminio y vertió el café en la jarra del viejo, en la taza de Vaquero y en el vaso de Chee.

- Dile -añadió Chee, mirando directamente a Sawkatewa- que mi tío me enseñó que ciertas cosas están prohibidas. Me enseñó que los navajos y los hopis están de acuerdo en ciertas cosas y que una de ellas es que debemos respetar a nuestra Madre Tierra. Como los hopis, tenemos lugares sagrados que nos reportan bendiciones. Lugares en los que recogemos las cosas que necesitamos para nuestros manojos medicinales. Dile todo eso-Chee se volvió hacia el viejo-. Después seguiré adelante.

Vaquero tradujo sus palabras. El anciano tomó un sorbo de café y escuchó. Chee tomó un sorbo del suyo. Era café instantáneo hervido en agua y sabía un poco a yeso y un poco a la herrumbre del recipiente en que se guardaba. Vaquero terminó. Volvió a escucharse otro fragoroso trueno, seguido súbitamente del golpeteo del granizo en el tejado sobre sus cabezas. El anciano sonrió. El niño albino, apoyado en el quicio de la puerta, también sonrió. El granizo se transformó inmediatamente en gruesas gotas de lluvia mucho menos ruidosas. Chee levantó ligeramente la voz.

- Hay un lugar cerca del molino donde la tierra ha favorecido a los hopis con la presencia del agua. Y los hopis han correspondido al favor, ofreciendo pahos al espíritu de la tierra que tiene allí su morada. Eso se hace desde tiempo inmemorial. Pero la gente hizo un kahopi. Cavaron un pozo en la tierra y se llevaron el agua del sagrado lugar. Y el espíritu del manantial dejó de proporcionar agua. Y después rechazó el ofrecimiento de los pahos. Cuando le ofrecían alguno, el espíritu lo derribaba al suelo. Los navajos somos un pueblo pacífico. No tan pacífico como los hopis tal vez, pero, aun así, mi tío me enseñó que debemos proteger nuestros lugares sagrados. Si ése hubiera sido un santuario de los navajos, si yo tuviera que proteger este santuario, lo protegería -Chee hizo una señal de asentimiento con la cabeza y Vaquero tradujo mientras Sawkatewa tomaba otro sorbo de café-. Hay leyes más altas que la ley del hombre blanco -añadió Chee.

Sawkatewa movió afirmativamente la cabeza sin esperar a que Vaquero tradujera. Habló con el niño, que desapareció en la oscuridad y regresó inmediatamente con tres cigarrillos, entregó uno a cada uno y retiró el tubo de cristal del quinqué para ofrecerles el fuego del pabilo. Sawkatewa hizo una fuerte calada y exhaló el humo a través de una comisura de la boca. Chee dio una breve chupada. No le apatecía el cigarrillo. La humedad de la lluvia había inundado la estancia, llenándola con el olor del agua, el ozono de los relámpagos, el aroma del polvo mojado, la salvia y las miles de cosas del desierto que exhalan perfume cuando las moja la lluvia. No obstante, aquel humo tenía un significado ceremonial y Chee no quería ofender al anciano. Hubiera fumado hojas de repollo con tal de no romper aquella atmósfera.

Al final, Sawkatewa se levantó y apartó el cigarrillo a un lado. Extendió las manos con las palmas hacia abajo al nivel de la cintura y empezó a hablar. Habló durante casi cinco minutos.

- No te lo traduciré todo -dijo Vaquero-. Se ha remontado a los tiempos en que los hopis emergieron a este mundo a través del sipapuni y descubrieron que Masaw había sido nombrado guardián de este mundo. Y explica cómo Massaw permitió que los distintos pueblos eligieran su forma de vida y dice que los navajos eligieron las largas mazorcas de maíz porque resultan más cómodas y que los hopis eligieron el maíz de mazorca, más corta y más dura, para que, aunque tuvieran que pasar dificultades en la vida, siempre pudieran seguir adelante. Y explica cómo Masaw formó cada clan y cómo se formó el Clan del Agua y cómo el Clan de la Niebla surgió del Clan del Agua y todo eso. No lo traduciré todo. Con eso quiere decir que…

- Si no traduces durante tres o cuatro minutos, sospechará que le engañas -dijo Chee-. Sigue adelante y traduce. ¿Qué prisa tienes?

Vaquero obedeció. Chee escuchó el relato de las migraciones hasta el extremo del continente por el este y hasta el otro extremo por el oeste y hasta la puerta helada de la tierra del norte y el otro extremo de la tierra hacia el sur. Vaquero explicó que el Clan de la Niebla había dejado sus huellas bajo la forma de abandonadas aldeas de piedra y moradas en las rocas de distintos lugares y que había sellado una alianza con el pueblo animal y que el pueblo animal se incorporó al clan y les enseñó a celebrar una ceremonia para conservar sus corazones humanos y sus corazones animales y pasar del uno al otro a través del aro mágico. Después contó que, al final, el Clan de la Niebla completó su gran ciclo de migraciones y llegó a Oraibi y solicitó al Clan del Oso una aldea donde establecerse y tierra en la que cultivar el maíz y territorios de caza donde apresar las águilas que necesitaba para sus ceremonias. Explicó que los kikmongwi de Oraibi se negaron al principio, pero accedieron a la petición cuando el clan se ofreció a añadir las ceremonias Ya Ya a la religión de los hopis. Al final, Vaquero se detuvo y apuró su taza de café.

- Me estoy quedando ronco -dijo-. Eso es todo, más o menos. Por último, ha dicho que efectivamente hay leyes más altas que las del hombre blanco. Ha dicho que la ley del hombre blanco les trae sin cuidado a los hopis. Dice que no es bueno que un hopi o un navajo se mezclen en los asuntos de los blancos. Dice que, aunque no lo creamos, cuando se estrelló el avión estaba oscuro. Y él no puede ver en la oscuridad.

- ¿Eso ha dicho exactamente? ¿Que él no puede ver en la oscuridad?

Vaquero pareció sorprendido.

- Bueno -dijo-, vamos a ver. Ha dicho que por qué piensas que puede ver en la oscuridad.

Chee reflexionó un instante. Las ráfagas de viento empujaban la lluvia contra las ventanas y silbaban en las esquinas del tejado.

- Dile que lo que dice es bueno. No conviene que un hopi o un navajo se mezcle en los asuntos de los blancos. Pero dile que esta vez no hay más remedio. Los navajos y los hopis están mezclados. Tú y yo. Y dile que si nos revela lo que vio, le diremos algo que le será útil para conservar el santuario.

- ¿De verás? -dijo Vaquero-. ¿Qué es?

- Tú traduce -replicó Chee-. Y dile esto también: que creo que puede ver en la oscuridad porque mi tío me enseñó que ése es uno de los dones que recibís cuando atravesáis el aro del Ya Ya. Como los de los animales, vuestros ojos no conocen la oscuridad.

- Me parece que eso no se lo diré -djo Vaquero en tono vacilante.

- Díselo.

Vaquero tradujo. Chee miró al albino, que estaba escuchando desde la puerta. El niño parecía nervioso. Sin embargo, Sawkatewa sonrió.

Después pronunció unas palabras.

- Pregunta qué puedes decirle. Quiere desenmascararte.

Chee se sentía exultante de gozo. ¡Había ganado! Ahora ya no habría regateos. Se había llegado a un acuerdo.

- Dile que sé que es muy difícil destrozar el molino. La primera vez fue fácil. Los pernos se aflojan, se levanta el molino y se tarda mucho tiempo en reparar los daños. La segunda vez también fue fácil. Una barra de hierro introducida en la caja de engranajes. La tercera vez tampoco estuvo mal. Se dobla el eje de la bomba y el mecanismo se destruye por sí solo. Pero ahora no se pueden soltar los pernos, la caja de engranajes está protegida y muy pronto protegerán el eje de la bomba. La próxima vez será muy difícil destruir el molino. Pregúntale si no es verdad.

Vaquero tradujo. Taylor Sawkatewa se limitó a mirar a Chee como si esperara algo más.

- Si yo fuera el custodio del santuario -añadió Chee- o si le debiera un favor al custodio del santuario, tal como ocurrirá cuando él me diga lo que vio cuando se estrelló el avión, compraría un saco de cemento. Trasladaría el saco de cemento hasta el molino y lo dejaría allí junto con un saco de arena y un cubo lleno de agua y un pequeño embudo de plástico. Si yo fuera el hombre que debe un favor, lo dejaría todo allí y me retiraría. Y si fuera el custodio del santurario, mezclaría el cemento con la arena y el agua, formando una pasta un poco menos espesa que la pasta que se hace para elaborar el pan piki, y vertería una pequeña cantidad en el eje del molino a través del embudo, esperaría unos minutos para que se secara, vertería un poco más y lo seguiría haciendo hasta que el cemento llegara al pozo y el pozo quedara sellado con una capa tan sólida como una roca.

Vaquero miró a Chee con incredulidad.

- No pienso decirle tal cosa -dijo.

- ¿Por qué no?

Sawkatewa dijo algo en hopi. Vaquero le contestó lacónicamente.

- Ya lo ha comprendido en parte -dijo Vaquero-. ¿Por qué no? Pues, porque se ve que no te has parado a pensar, maldita sea.

- ¿Quién va a saberlo aparte de nosotros? -preguntó Chee-. ¿Te gusta aquel molino?

Vaquero se encogió de hombros.

- Pues, entonces díselo.

Vaquero lo hizo. Sawkatewa escuchó con atención, clavando los ojos en Chee.

Después pronunció tres palabras:

- Quiere saber cuándo.

- Dile que compraré el cemento fuera de la reserva…, tal vez en Cameron o Flagstaff. Dile que lo encontrará junto al molino dentro de dos noches.

Vaquero se lo dijo. Las manos del anciano recuperaron la lana y el huso que había dejado en la caja de cartón y reanudaron su tarea. Vaquero y Chee esperaron. El anciano no habló hasta que hubo llenado todo el huso. Después lo hizo por espacio de un buen rato.

- Dice que es cierto que puede ver muy bien en la oscuridad, aunque no tanto como cuando era un muchacho. Dice que alguien subió en automóvil por el lecho del Wepo y que él bajó a ver qué ocurría. Cuando llegó, un hombre estaba colocando una hilera de linternas en la arena y otro hombre le apuntaba con un arma de fuego. Cuando terminó, el hombre que había colocado las linternas se sentó junto al vehículo y el otro permaneció de pie, apuntándole con el arma -Vaquero se detuvo bruscamente, hizo una pregunta y obtuvo una respuesta-. Dice que era un arma pequeña. Una pistola. Al cabo de un rato, un avión sobrevoló la zona a baja altura y el hombre del suelo se levantó y encendió y apagó la linterna intermitentemente. Al poco rato, el avión regresó. El tipo vuelve a encender la linterna y entonces, justo cuando el avión acaba de estrellarse contra la roca, el hombre de la pistola dispara contra el hombre de la linterna. El hombre de la pistola toma la linterna y echa un vistazo alrededor del avión. Después recoge todas las linternas y las introduce en el vehículo, a excepción de una que deja en la roca para iluminarse. Empieza a sacar cosas del avión, apoya contra la roca el cuerpo del hombre al que ha disparado, sube al automóvil y se aleja. Después, dice que él se acercó al avión para mirar y entonces te oyó a ti, que subías corriendo, y se marchó.

- ¿Qué descargó el hombre del interior del avión?

Vaquero transmitió la pregunta. Sawkatewa trazó con las manos en el aire una forma de unos noventa centímetros de longitud por unos cincuenta de altura e hizo una descripción en hopi entremezclando algunas palabras en inglés. Chee reconoció las palabras «alumunio» y «maleta».

- Dijo que había dos cosas que parecían maletas de aluminio. De una longitud así… -Vaquero formó con las manos una maleta de aluminio-, por una altura así.

- Pero no ha dicho lo que hizo con ellas -señaló Chee-. Las cargó en el vehículo, supongo.

Vaquero lo preguntó.

- Dice que le parece que no las introdujo en el vehículo.

- ¿Que no las introdujo? Pues, ¿qué demonios hizo con ellas?

Sawkatewa volvió a hablar sin aguardar la traducción.

- Dice que desapareció en la oscuridad con ellas. Estuvo un rato ausente. Se perdió en la oscuridad donde no se podía ver nada.

- ¿Cuánto duró eso? ¿Tres minutos? ¿Cinco? No pudo ser mucho. Llegué allí unos veinte minutos después del accidente.

Vaquero tradujo la pregunta. Sawkatewa se encogió de hombros, reflexionó y dijo algo.

- Lo que se tarda en hacer un huevo duro. Eso dice.

- ¿Qué aspecto tenía el hombre?

- Sawkatewa no estaba lo suficientemente cerca como para poder verle bien en la oscuridad. Sólo vio la forma y el movimiento.

Fuera, la lluvia había cesado y se había desplazado hacia el este. Volvieron a oírse los murmullos de sus amenazas y promesas sobre Mesa Negra. Pero las piedras de la aldea chorreaban agua, unos cenagosos riachuelos bajaban por el camino empedrado y las rocas brillaban de humedad cuando los faros del coche de Vaquero las iluminaron. Quizá un centímetro, pensó Chee. Un fuerte aguacero, pero no una lluvia de verdad. Suficiente para mojar el polvo, lavar las cosas y aliviar un poco la situación. Para que la estación de las lluvias se pusiera en marcha, primero tenía que caer una buena lluvia.

- ¿Crees que él sabe lo que dice? -preguntó Vaquero-. ¿Crees que aquel tipo no cargó la droga en el vehículo?

- Yo creo que nos ha dicho lo que vio -contestó Chee.

- No tiene sentido -dijo Vaquero mientras el coche patinaba sobre el camino mojado-. ¿De veras vas a llevarle todo ese cemento hasta allí para que tape el pozo?

- Me niego a contestar en base a que ello podría contribuir a mi inculpación -dijo Chee.

- Pues yo tampoco voy a salir muy bien librado que digamos -dijo Vaquero-. Me has metido hasta el cuello. Diré que no sé nada de todo esto.

- Yo también -dijo Chee.

- Si no introdujo las maletas en el vehículo, ¿cómo demonios las sacó?

- No lo sé -contestó Chee-. Tal vez no las sacó.

ñ