Capítulo 4
Jim Chee pudo percibir el penetrante olor a gasolina, se detuvo y apuntó con la linterna hacia el arroyo que tenía delante para recuperar el resuello y buscar el origen del fragor. Había recorrido la distancia desde los mezquites en menos de quince minutos, corriendo cuando el terreno lo permitía, bajando y subiendo por las orillas de los lechos secos de las corrientes de agua, esquivando los matorrales y los cactos y manteniendo en todo momento el resplandor de la luna poniente a su izquierda. Poco antes de llegar al escarpado borde del lecho del Wepo, oyó el chirriante rumor del arranque de un vehículo, la puesta en marcha de un motor y el sonido cada vez más lejano de un automóvil, que desaparecía por el lecho seco de la corriente. Vio un resplandor en el lugar en que los faros del vehículo se reflejaron brevemente en la pared del arroyo. No vio nada más. Ahora la linterna iluminaba una superficie de metal y, más allá, otra masa de metal retorcido. Chee estudió lo que la luz le mostraba. Por encima del rumor de su afanosa respiración, oyó algo. Tierra desprendida. Alguien se había encaramado por la abrupta pared del lecho fluvial. Dirigió la luz de la linterna hacia allí. Captó un residuo de polvo, pero ningún movimiento. Quien había provocado el desprendimiento de tierra, ya no estaba allí.
Con mucho cuidado, Chee se acercó a los restos del aparato.
Al parecer, el ala izquierda del avión había chocado contra un afloramiento de rocas alrededor del cual el lecho del arroyo se desviaba bruscamente hacia el norte. Parte del ala se había partido y la fuerza del impacto había hecho girar el aparato sobre sí mismo, empujando el fuselaje contra la roca en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Chee iluminó con la linterna la ventanilla intacta de la cabina. Vio la parte lateral de la cabeza de un hombre de ensortijado cabello rubio. La cabeza estaba inclinada hacia adelante como si el hombre durmiera. No había manchas de sangre. Pero más abajo, la parte anterior de la cabina se había hundido hacia atrás. En el lugar donde debía estar el tórax del hombre sólo había metal. Más allá, Chee vio a un segundo hombre en el asiento del piloto. Cabello oscuro con hebras grises. Rostro ensangrentado. ¡Movimiento!
Chee se introdujo por la mellada brecha que correspondía a la portezuela de la cabina, apartó a un lado un asiento doblado de pasajero y llegó hasta el piloto. Le pareció que el hombre todavía respiraba. Chee se agachó como pudo entre los metales retorcidos, se inclinó hacia adelante y desabrochó el cinturón de seguridad del piloto. Estaba húmedo y empapado de sangre caliente. Se situó entre los asientos para examinar al piloto bajo la luz de su linterna. El hombre había sangrado profundamente a través de una herida del lado derecho del cuello, un corte desigual del que ahora apenas manaba sangre. Demasiado tarde para hacer un torniquete. Al corazón ya no le quedaba nada que bombear.
Chee se sentó sobre los talones y analizó la situación. El piloto estaba agonizando. Si aquel reducido espacio hubiera sido una sala de operaciones con un cirujano a punto y sangre suficiente para una transfusión, el hombre habría tenido alguna oportunidad. Pero Chee se veía impotente para salvarle.
Sin embargo, el ser humano siempre experimenta el impulso de hacer algo. Chee levantó al hombre del asiento del piloto y pasó su inerte figura entre los asientos, para sacarla de la cabina. La tendió cuidadosamente boca arriba sobre la arena, tomó su muñeca y le buscó el pulso. No tenía pulso. Chee apagó la linterna.
La luna ya se había puesto del todo y el lecho del Wepo estaba sumido en una oscuridad absoluta. En lo alto del cielo, libres de cualquier competencia con la luna, millones de estrellas fulguraban en el negro espacio. El piloto ya no existía. Su chindi se había escapado y vagaba en la oscuridad…, un nuevo espíritu que infectaría al pueblo con toda suerte de enfermedades y haría que la noche fuera más peligrosa. Pero Chee ya había llegado a un entendimiento con los espíritus hacía mucho tiempo, cuando era un adolescente que estudiaba en un internado.
Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Al principio, sólo vio la silueta de la cumbre que separaba el cielo estrellado de la negrura. Poco a poco, distinguió otras formas. El ala superviviente del avión, la roca de basalto que lo había destruido. Chee sintió frío en las manos y las introdujo en los bolsillos de la chaqueta. Se acercó a la roca y la rodeó. Pensó en el automóvil que había oído alejarse y en los ocupantes. Unas personas que se habían marchado y habían dejado al piloto moribundo en la oscuridad. Ahora la luz de las estrellas iluminaba el cañón y permitía distinguir un arenoso fondo y sus paredes e incluso adivinar la maleza que crecía en la base de los peñascos. No soplaba viento y el silencio era total. Chee se apoyó contra el basalto, buscó un cigarrillo y una cerilla.
Frotó la cerilla contra la roca y la llama iluminó la arena amarillo-grisácea del suelo, la suave negrura del basalto y la blanca pechera de la camisa de un hombre. El hombre estaba caído sobre la arena con las piernas extendidas hacia adelante. El fugaz brillo de la llama iluminó los cristales de sus gafas.
Chee arrojó la cerilla al suelo, retrocedió y sacó la linterna. El hombre vestía un traje de calle gris oscuro, con chaleco y una corbata azul de pajarita pulcramente anudada. Los pies se habían arrastrado por el suelo, dejando las huellas de los tacones sobre la arena y subiéndole las perneras del pantalón, bajo las cuales se veía la blanca piel de sus piernas por encima de unos calcetines negros. Bajo la amarillenta luz de la linterna de Chee, aparentaba unos cuarenta y cinco o cincuenta años, aunque tal vez fuera más joven dado que la muerte y la luz amarilla envejecen el rostro. Las manos le colgaban a los lados, descansando sobre la arena. Sostenía una tarjetita blanca entre el pulgar y el índice de la mano derecha. Chee se arrodilló junto a la mano y la iluminó con la linterna. Era una tarjeta del Centro Cultural Hopi. Sujetándola por los extremos, Chee la tomó y miró el reverso. Alguien había escrito:
«Si quieres recuperarlo, ven aquí.»
Chee volvió a colocar la tarjeta entre los dedos. Aquello era un caso federal. Un caso muy federal. No era para nada asunto de su incumbencia.
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