Capítulo 28

Jim Chee esperó a West, o a Dedos de Hierro, o a quienquiera que apareciera, como un león de la montaña espera a una presa junto al agua de un manantial. Eligió un lugar que le permitía ver muy bien el sepulcro de las maletas y desde el cual podría actuar con rapidez y efectuar un arresto. Había explorado la zona y no había descubierto ninguna señal de que el jeep de West o cualquier otro vehículo hubiera estado allí desde la infructuosa búsqueda de Johnson. Clavó el mango del gato en la arena hasta que advirtió que el acero tocaba el aluminio. El cebo estaba todavía en su sitio. Después, se agachó detrás de unos enebros de la orilla del lecho y aguardó. No esperaba a West, pero, en caso de que éste apareciera, él le estaría aguardando.

Ya era la media tarde y faltaban algo menos de seis horas para que se cumpliera el plazo de las nueve de la noche fijado para el intercambio de la droga por dinero. La atmósfera era húmeda, cosa rara en la altiplanicie del Colorado, y las masas nubosas estaban aumentando hacia el norte en dirección a Utah y sobre el borde del Mogollón al oeste. Chee aún experimentaba los efectos del calor y la deshidratación del baño de vapor. Había bebido dos vasos de agua para sustituir la pérdida de líquido y ahora estaba sudando. Pero, aun así, se le habían agudizado la visión y la mente. Hosteen Nakai le había hablado de los tiempos en que todas las cosas inteligentes se encontraban en estado de fusión, y el futuro animal y el futuro hombre podían comunicarse entre sí e intercambiar sus formas. La ceremonia del Camino del Acecho pretendía restaurar aquel antiguo poder a un nivel intelectual mucho más limitado. Chee lo pensó mientras esperaba. ¿Estaba viendo y pensando un poco más como un lobo o un puma?

No podía responder a la pregunta. Revisó todo lo que sabía de aquel asunto desde el principio, concentrándose en West. El mago West le había inducido a pensar en la telepatía mental en lugar del sistema matemático mediante el cual se puede dividir una baraja de cartas. West había desviado la atención de los navajos que compraron la cuerda y también la atención de Chee de la sencilla solución del tres de rombos y de la razón por la cual habían despellejado las manos de Joseph Musket. Siempre deformando la realidad por medio de una ilusión. Y ahora, ¿por qué pedía West quinientos mil dólares a cambio de un envío de cocaína que, según la DEA, valía varios miles de millones de dólares? ¿Por qué tan poco dinero? ¿Porque lo quería enseguida? ¿Porque West no era un hombre ambicioso? Ésa era la fama que tenía. Y parecía justificada. No tenía gustos caros. No bebía. No era aficionado a las mujeres. ¿Acaso quería minimizar los riesgos de que los propietarios no quisieran pagar? La tienda de artículos generales de Burnt Water era moderadamente rentable en comparación con otras tiendas del mismo tipo, y los precios de West y los intereses que cobraba sobre las piezas empeñadas no eran desorbitados. Se decía incluso que algunas veces hasta era generoso. Vaquero le comentó en cierta ocasión que West le había dado un billete de veinte dólares a un borracho para que pudiera tomar el autobús de Flagstaff. No era un comportamiento propio de un hombre que valorara el dinero por el dinero.

Por consiguiente, ¿qué iba a hacer con los quinientos mil dólares? ¿Cómo los utilizaría un hombre solitario que no tenía en qué gastarlos ni con quién? Tenía que haber una razón para exigirlos, para haber planeado el robo, para haber matado y para correr aquel peligro. Una razón de West. Una razón de hombre blanco.

Chee miró hacia el otro lado del lecho arenoso del Wepo. Lentamente, empezó a surgir la razón del hombre blanco. Chee la cotejó con lo que sabía y lo ocurrido. Todo encajaba. Ahora estaba seguro de que West no acudiría a recoger las maletas.

Chee abandonó su escondrijo y regresó al arroyo donde había dejado estacionado el coche patrulla. Lo puso en marcha sin el menor disimulo y se dirigió al lugar del accidente. Aparcó al lado de la roca de basalto. Había dejado la pala en la furgoneta, pero, en realidad, no la necesitaba. Cavó con las manos, dejó al descubierto las dos maletas y las sacó. Eran sorprendentemente pesadas…, calculó que cada una de ellas debía de pesar unos treinta o treinta y cinco kilos. Las cargó en el maletero del coche patrulla, cerró el maletero con un fuerte golpe, introdujo la mano por la ventanilla y sacó el cuaderno de notas.

Si estaba en lo cierto, sería un esfuerzo inútil. Pero, si estaba equivocado, alguien llegaría aquel mismo día u otro día para desenterrar el tesoro y llevárselo. En tal caso, las preguntas quedarían sin respuesta y Chee ya no tendría ninguna posibilidad de hallarlas. Y a él no le gustaban las preguntas sin respuesta.

En el cuaderno de notas, escribió con letras de imprenta: tengo las maletas, no se aleje de burnt water y recuerde el número de letras de este mensaje.

Después, contó las letras. Setenta y cuatro.

Buscó en la guantera, encontró un frasco de aspirinas que utilizaba para guardar cerillas, lo vació y metió la nota doblada. Borró sus huellas dactilares y arrojó el frasco al agujero donde antes estaban las maletas.

ñ