Capítulo 8
La única razón que Jimmy Chee hubiera reconocido para justificar su descenso al lecho del Wepo habría sido su deseo de identificar y tal vez de enfrentarse con quienquiera que le estuviera vigilando. Le daría tiempo al hombre para que le siguiera. Después, se perdería de vista, adentrándose en algún arroyo lateral situado algo más arriba. Una vez que Chee se perdiera de vista, el vigilante tendría que tomar una decisión: seguir adelante o no seguir. Cualquier cosa que hiciera, Chee podría invertir los papeles. Él sería el perseguidor al acecho.
Ese era el plan. Sin embargo, ahora estaba en el lecho del río, y unos cien metros más arriba, sobre el duro y arenoso fondo, el sol iluminaba los restos del avión. El accidente de aviación era asunto del FBI y la DEA. Un policía tribal navajo no sería bien recibido allí sin una invitación expresa. Aun así, Chee sentía curiosidad. Además, a su vigilante le parecería lógico que quisiera echar un vistazo a los restos del aparato.
El terreno estaba completamente pisoteado y el avión había sido saqueado. Habían abierto el ala y los planos estabilizadores, habían retirado un depósito de combustible y habían perforado la delgada piel de aluminio del timón de dirección en un intento de encontrar algún resto del cargamento que transportaba el aparato. Chee contempló el avión, frunciendo el ceño. Recordó que éste se había estrellado contra una roca basáltica que se elevaba en el lecho de la corriente. El lecho la rodeaba por ambos lados y había erosionado la tierra, dejando una negra isla de piedra en medio de un mar de arena. Si no había espacio para aterrizar más arriba de aquella muralla de piedra, y lo había en cantidad, había espacio suficiente para aterrizar a la derecha o la izquierda de la roca. ¿Por qué no la había esquivado el piloto? No era posible que hubiera intentado aterrizar a ciegas en la oscuridad. Chee siguió subiendo por el lecho y abandonó el lugar del accidente. Con los ojos fijos en el suelo arenoso, buscaba una respuesta. Su vigilancia podía esperar.
Al cabo de más de una hora, oyó el motor de un vehículo. Para entonces ya había averiguado la razón del accidente del aparato. Pero tenía otras preguntas.
El automóvil era un Ford Bronco azul oscuro. Se detuvo junto a los restos del accidente. Bajaron dos personas. Un hombre y una mujer. Permanecieron de pie un momento, mirando a Chee, y después se acercaron al avión. Chee se aproximó a ellos. El hombre era alto, tenía el cabello canoso, iba sin sombrero y vestía pantalón vaquero y camisa blanca. La mujer tampoco llevaba sombrero. Era más bien baja y su corto cabello oscuro se ensortijaba alrededor de su rostro. No eran del FBI. Y probablemente tampoco de la DEA, aunque cualquiera podía ser de la DEA. Le esperaron, contemplando el aparato. Chee vio que el hombre era mayor de lo que parecía de lejos, tal vez de unos cincuenta y tantos años. Uno de aquellos hombres que se cuidan mucho, se hacen socios de clubs de tenis, practican jogging y levantan pesas. Tenía un rostro alargado, con profundas arrugas a ambos lados de la nariz y ojos que, gracias a sus grandes pupilas negras, parecían húmedos y luminosos. La mujer miró a Chee y después contempló los restos del accidente. Su pálido rostro ovalado mostraba una expresión atemorizada. Debía de tener unos cincuenta y tantos años, calculó Chee, pero en aquellos momentos el miedo la había envejecido. Algo en ella agitó los recuerdos de Chee. El hombre mantenía una actitud defensiva como la de alguien que ha entrado en una propiedad privada y espera que le pregunten quién es y qué hace allí. Chee le saludó con un movimiento de la cabeza.
- Hemos venido para ver el avión -explicó el hombre-. Yo era su abogado y ésta es Gail Pauling.
- Jim Chee -se presentó al tiempo que estrechaba la mano del hombre y saludaba con una inclinación de cabeza a la mujer.
- Jim Chee -repitió la mujer-. Usted es quien encontró a mi hermano.
Chee comprendió qué le recordaba aquella mujer: su hermano era el piloto.
- No creo que sufriera -dijo Chee-. Debió de ocurrir en un instante. Demasiado rápido como para que se diera cuenta de lo que sucedía.
- ¿Qué ocurrió? -preguntó la señorita Pauling, señalando la roca-. No puedo creer que chocara directamente contra la roca.
- No hizo eso exactamente -dijo Chee-. Las ruedas tocaron el suelo unos cincuenta metros más ariba. El aparato ya estaba en el suelo.
La señorita Pauling contempló el aparato con expresión aturdida. Chee no estuvo muy seguro de que le hubiera escuchado.
- Algo debió de ocurrirle -dijo Gail Pauling como hablando consigo misma-. No es posible que chocara directamente contra esta roca.
- Estaba oscuro -dijo Chee-. ¿No se lo han comentado?
- No me han dicho nada -contestó la señorita Pauling, mirando a Chee como si le viera por primera vez-. Sólo que se estrelló y había muerto y que la policía cree que transportaba algo de contrabando y que un policía llamado Jim Chee fue el que lo vio todo.
- Yo no lo vi -dijo Chee-. Simplemente lo oí. Ocurrió un par de horas antes del amanecer. La luna ya se había puesto.
Chee describió lo ocurrido y el abogado le escuchó con atención, observándole con los ojos húmedos. Chee no hizo referencia al disparo ni a los restantes sonidos que oyó.
La mujer le miró con incredulidad.
- ¿Aterrizó en la oscuridad? -preguntó-. Participó en los cursillos tácticos de las Fuerzas Aéreas. Pero en un aeródromo, y con radar. A mí me daba mucho miedo que lo hiciera. Pero no puedo creer que aterrizara a ciegas.
- Es que no lo hizo -dijo Chee, señalando el lecho del río-. Había aterrizado aquí por lo menos tres veces. Apenas un par de días antes, a juzgar por el aspecto de las huellas. Probablemente de día. Supongo que para hacer prácticas. Y después, cuando efectuó el aterrizaje, tenía luces.
- ¿Luces? -preguntó el abogado.
- Linternas de pilas -contestó Chee-. Una hilera de linternas en el suelo.
La señorita Pauling contempló el lecho del río con expresión perpleja.
- Han quedado las huellas -dijo Chee-. Se las mostraré.
Avanzaron por la estrecha franja de sombra que arrojaba la pared casi vertical del lecho. Más allá de la sombra, el sol brillaba desde la superficie amarillo-grisácea del fondo del arroyo. Oleadas de calor surgían del suelo y el único sonido era el de las suelas de las botas sobre la arena.
A la espalda de Chee, el abogado carraspeó.
- Señor Chee -dijo-, ese coche que mencionó usted en su informe y que se alejó de la zona…, ¿lo vio?
- ¿Ha leído el informe? -preguntó Chee, sorprendido. Era exactamente lo que Largo había predicho.
- Pasamos por la comisaría de policía de Tuba City -contestó el abogado-. Me lo enseñaron.
Por supuesto, pensó Chee. ¿Por qué no? Era el abogado de la víctima del accidente. El abogado y la pariente más próxima.
- Ya se había ido -dijo Chee-. Oí que el motor se ponía en marcha. Un automóvil o quizá una furgoneta.
- ¿Y el disparo? -preguntó el abogado-. ¿Rifle? ¿Escopeta? ¿Pistola?
Una pregunta muy interesante, pensó Chee.
- No fue una escopeta de caza. Probablemente una pistola -dijo.
El recuerdo del sonido resonó en su mente. Probablemente una pistola muy grande.
- ¿Diría usted del calibre veintidós o algo más grande? ¿Una treinta y dos? ¿Una treinta y ocho?
Otra pregunta interesante.
- Supongo que del treinta y ocho, o más grande -contestó Chee.
¿Cual sería la siguiente pregunta? Chee pensó que quizá le preguntarían quién había apretado el gatillo.
- Siempre me han interesado las armas -dijo el abogado.
Se desplazaron al otro lado del lugar en que el avión se estrelló. Chee se apartó de la sombra y avanzó bajo el sol, agachándose junto a la huellas.
- ¿Lo ven aquí? -dijo-. La rueda derecha rozó la roca aquí -añadió, indicando el punto-. Y allí está la rueda izquierda. El aparato estaba casi nivelado.
Cerca del punto del impacto se veía una línea de unos seis centímetros de profundidad en la arena. Chee se levantó y avanzó unos pasos.
- Aquí se posó la rueda del morro -dijo-. Creo que Pauling debió de trazar esta línea para marcar el lugar. Y por allí… ¿Ven las huellas? -preguntó, señalando el centro del lecho-. Allí despegó las dos veces.
- O tal vez aterrizó y despegó de allí -dijo el abogado en voz baja, soltando una leve risa-. Pero ¿qué diferencia hay entre una cosa y otra cosa?
- No demasiada -dijo Chee-. Pero aterrizó allí. Huella más profunda en el punto del impacto y señales de rebote. Si se acerca y lo examina con detenimiento, observará que se desplazó más arena en el lugar donde despegó. El motor estaba a toda marcha entonces, ¿comprende? En cambio, cuando el aparato aterrizó, marchaba en vacío.
Los suaves ojos del abogado estudiaron a Chee.
- Sí -dijo el abogado-. Por supuesto. ¿Y usted es capaz de leer todo eso en la arena?
- Si se examina bien -dijo Chee.
La señorita Pauling contempló los restos del aparato.
- Pero, si aterrizó aquí, tuvo tiempo suficiente para detenerse. Tenía más espacio del que necesitaba.
- La noche en que se estrelló, no aterrizó aquí -dijo Chee, acercándose a los restos del avión. Recorrió unos doscientos metros y finalmente se detuvo, volvió a agacharse, y rozó con la yema de un dedo una depresión en la arena-. Aquí estaba la primera linterna -explicó, volviéndose hacia sus acompañantes-. Y las ruedas tocaron el suelo exactamente aquí. ¿Lo ven? A escasa distancia de la linterna.
La señorita Pauling contempló las huellas de las ruedas y los restos del aparato.
- Dios mío -exclamó-. Entonces, no tenía ninguna posibilidad, ¿verdad?
- Alguien colocó cinco linternas en línea recta entre aquí y la roca -dijo Chee, indicándolo con la mano-. Y otras cinco linternas al otro lado de la roca.
El abogado miró a Chee con los labios ligeramente entreabiertos, adivinando las consecuencias de la colocación de las linternas. La señorita Pauling estaba pensando en otra cosa.
- ¿Llevaba encendidas las luces de aterrizaje? En su informe, usted no lo menciona.
- Yo no vi ninguna luz -contestó Chee-. Creo que hubiera visto el resplandor.
- O sea, que tenía que fiarse del que había puesto las linternas -dijo la señorita Pauling. Fue entonces cuando comprendió finalmente el significado de lo que Chee había dicho a propósito de las linternas situadas más allá de la roca. Le miró sobresaltada-. ¿Otras cinco linternas más allá de la roca? ¿Detrás de ella?
- Sí -dijo Chee, compadeciéndose de la mujer. Perder a un hermano era terrible, pero averiguar que alguien le había matado era todavía peor.
- Pero ¿por qué…?
Chee sacudió la cabeza.
- Quizá alguien quiso que aterrizara, pero no que despegara -contestó-. No lo sé. Quizá estoy equivocado con respecto a las linternas. Sólo descubrí unas pequeñas depresiones en el suelo, como ésta.
La mujer le estudió en silencio.
- Pero usted está seguro de que no se equivoca.
- En efecto -reconoció Chee-. Esta forma ovalada con estas depresiones alrededor del borde…, parecen corresponder al tamaño y la forma de las pilas secas a las que se ajustan las bombillas de las linternas. Lo mediré y comprobaré, pero no sé qué otra cosa podrían ser.
- No -dijo la señorita Pauling, exhalando un suspiro y encorvando los hombros. Una pequeña parte de vida pareció escaparse de ella-. Yo tampoco sé qué otra cosa podría ser -su rostro se endureció de repente-. Alguien le mató.
- Estas linternas -dijo el abogado-, ¿ya no estaban cuando usted llegó? No las menciona en el informe.
- No estaban -contestó Chee-. Encontré sus huellas poco antes de que ustedes llegaran. La primera vez que estuve aquí, era de noche.
- Pero tampoco se mencionan en el siguiente informe. El que se hizo después del registro del aparato. Entonces era de día.
- Ése lo hicieron los federales -dijo Chee-. No debieron de reparar en las huellas.
El abogado estudió a Chee con aire pensativo.
- Yo tampoco hubiera reparado -dijo al final-. Siempre oí decir que los indios eran rastreadores excelentes -añadió con una sonrisa.
Durante su último año de estudios en la Universidad de Nuevo México, Chee había tomado la decisión de no molestarse jamás ante semejantes tópicos. Pero raras veces conseguía atenerse a su decisión.
- Soy un navajo -dijo-. En nuestro lenguaje, no existe la palabra «indio». Tenemos nombres concretos. Utes, hopis, apaches. Un blanco es un belacani, un mexicano es un nakai. Y así sucesivamente. Algunos navajos son muy buenos rastreadores. Y otros no lo son. Eso se aprende estudiando, como el derecho.
- Claro -dijo el abogado, sin apartar la mirada de Chee-. Pero ¿cómo se aprende?
- Yo tuve un maestro -dijo Chee-. El hermano de mi madre. Me enseñó lo que tenía que buscar.
Chee se detuvo. No estaba de humor para hablar de huellas con aquel forastero tan raro.
- ¿Como qué? -preguntó el abogado.
Chee trató de pensar en algún ejemplo.
- Ves caminar a un hombre -dijo, encogiéndose de hombros-. Examinas las huellas que deja. Después, le ves caminar, sosteniendo algo pesado en una mano. Examinas las huellas. Vuelves al día siguiente para examinar las huellas. Vuelves dos días más tarde. Ves a un gordo y un flaco agachados a la sombra, conversando. Cuando se van, te acercas y examinas las huellas que deja el gordo cuando se agacha y se sienta sobre los talones y las huellas que deja el flaco.
Chee volvió a detenerse. Estaba pensando en su tío, cuando en los montes Chuska seguía las huellas del cariacú. Mostrándole cómo los machos arrastraban las pezuñas cuando estaban en celo y enseñándole a calcular la edad de un venado a través de la anchura de sus patas hendidas reflejada en las huellas. Su tío arrodillado junto a las huellas de una furgoneta sobre el barro reseco, comprobando la humedad de un camellón de tierra y enseñándole a calcular cuántas horas habían transcurrido desde que el neumático había dejado la huella. Mucho más que eso, claro. Pero ya había dicho lo suficiente como para satisfacer la curiosidad de su interlocutor.
El abogado sacó el billetero, tomó una tarjeta de visita y se la entregó a Chee.
- Soy Ben Gaines -dijo-. Representaré a los herederos del señor Pauling. ¿Podría contratarle? ¿En sus ratos libres?
- ¿Para qué?
- Más o menos para lo mismo que tendrá usted que hacer de todos modos -Ben Gaines señaló con un gesto los restos del avión-. Para aclarar exactamente lo que ocurrió.
- Yo no me encargaré de eso -dijo Chee-. El caso no me corresponde. Es un delito de mayor cuantía. Los implicados no son navajos. Esto formaba parte de la reserva conjunta navajo-hopi, pero ahora sólo es hopi. Está fuera de mi jurisdicción. Estoy trabajando aquí en otro asunto. Me acerqué simplemente por curiosidad.
- Tanto mejor -replicó Gaines-. Así no habrá ningún conflicto de intereses.
- No estoy muy seguro de que el reglamento lo permita -dijo Chee-. Eso tendría que consultarlo con el capitán.
De pronto, a Chee se le ocurrió que, de una u otra forma, haría lo que el abogado deseaba. Su curiosidad le induciría a hacerlo.
Gaines soltó una risita.
- Me parece que sería mejor no decirle nada a su jefe sobre este acuerdo. No hay nada de malo en ello. Pero, si le pregunta a un burócrata si hay alguna norma que impida algo, siempre le dirá que sí.
- Ya -dijo Chee-. ¿Qué quiere que haga?
- Quiero saber qué le ocurrió a Pauling -contestó Gaines-. Del informe se desprende que aquí había tres personas cuando sucedió el accidente. Quiero cerciorarme de ello. Usted oyó un disparo. Después oyó un automóvil o tal vez una furgoneta, alejándose del lugar. Quiero saber qué pasó -Gaines señaló con el brazo a su alrededor-. Tal vez encontrará alguna huella que se lo indique.
- Ahora hay muchas huellas -dijo Chee-. Aproximadamente una docena de policías federales, la policía estatal de Arizona, agentes judiciales del condado… Las suyas, las mías y las de la señorita.
Chee indicó con un movimiento de la cabeza a la señorita Pauling, la cual se había acercado de nuevo a los restos del aparato y estaba contemplando la cabina.
- Mi bufete paga cuarenta dólares la hora por un trabajo como éste -dijo Gaines-. Averigüe lo que pueda.
- Ya le diré algo -contestó Chee, dando una respuesta deliberadamente ambigua-. ¿Qué otra cosa quiere saber?
- Tengo la sensación -dijo Gaines muy despacio- de que la policía no sabe muy bien qué fue del vehículo que usted oyó alejarse en la oscuridad. Al parecer, no cree que abandonara esta zona. Me gustaría que averiguara algo al respecto.
- ¿Averiguar qué le ocurrió al vehículo?
- Si puede -contestó Gaines.
- Me sería útil saber lo que busco -dijo Chee.
Gaines vaciló.
- Pues sí -dijo al final-. Usted dígame todo lo que descubra.
- ¿Dónde?
- Nos alojamos en el motel que regentan los hopis. En la Second Mesa -contestó Gaines.
Chee asintió con la cabeza.
Gaines volvió a vacilar.
- Otra cosa -dijo-. He oído decir que el aparato transportaba un cargamento. Si por casualidad lo descubriera, recibiría una recompensa. Estoy seguro de que los propietarios pagarían una comisión en caso de que apareciera -Gaines esbozó una sonrisa, mirando a Chee con sus grandes y húmedos ojos-. Muy elevada. Si casualmente lo encontrara, comuníquemelo. Discretamente. Entonces yo me ocuparé de contactar con quienquiera sea el propietario del cargamento. Usted procure encontrarlo. Yo encontraré a los propietarios. Una especie de sociedad entre usted y yo. ¿Comprende lo que quiero decir?
- Sí -contestó Chee-, lo comprendo.
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