Capítulo 18

Chee pasó el día siguiente tal como Largo le había mandado, muy lejos de Tuba City y del lecho del Wepo. Se trasladó unos ochenta kilómetros al norte, hacia la frontera de Utah, para visitar a una mujer llamada Mary Joe Natonabah, la cual había denunciado que sus pastos del lecho del Twenty Nine Mile habían sido ocupados por las ovejas de otra persona. Identificó a dicha persona como un viejo llamado Patillas Largas Begay, cuyo campamento estaba en los montes Yondots. Ello obligó a Chee a dirigirse a la tienda de artículos generales de Cedar Ridge y a bajar por aquella horrible carretera sin asfaltar que conduce a la garganta del río Colorado. Encontró el campamento de Begay, pero no a Patillas Largas. El viejo se había ido a Cameron a resolver unos asuntos. La única persona que había en el campamento era un desabrido joven con el brazo escayolado, el cual se identificó como el yerno de Patillas Largas Begay. Chee le comunicó la denuncia de Natonabah, le advirtió de las consecuencias de violar los derechos de pasto de otra persona y le rogó al joven que dijera a Patillas Largas que regresaría otro día para efectuar las necesarias comprobaciones. Para entonces, ya era mediodía. La siguiente misión de Chee le llevó a Nipple Butte, donde un hombre llamado Ashie McDonald al parecer había agredido a su primo. Chee encontró el campamento, pero Ashie McDonald no estaba. La suegra de McDonald explicó que Ashie había conseguido que alguien le llevara en su vehículo hasta la carretera interestatal 40 donde haría auto-stop para ir a visitar a unos parientes de Gallup. La suegra alegó no saber nada de la agresión ni de la pelea con el primo. Ya pasaban de las cuatro cuarenta de la tarde y Chee se encontraba a noventa kilómetros de vuelo de cuervo, a ciento cuarenta kilómetros por carreteras secundarias sin asfaltar o a doscientos veinte kilómetros por autopista, de su caravana de Tuba City. Tomó el camino sin asfaltar más directo. El camino serpenteaba por el nordeste, cruzando Painted Desert y pasando por Newberry Mesa, Garces Mesa, Blue Point y Padilla Mesa. El territorio estaba muerto de sed, no se veía ni una sola oveja ni el menor rastro de hierba. Como se encontraba fuera de servicio, conducía despacio, pensando en lo que iba a hacer. El camino le conduciría a través de las aldeas hopi de Oraibi, Hotevilla y Bacobi y muy cerca del Centro Cultural Hopi. Se detendría a cenar en el café de allí y preguntaría si Ben Gaines o la señorita Pauling se alojaban todavía en el motel. Si Gaines estuviera allí, trataría de sacarle lo que pudiera. Quizá le diría a Gaines dónde estaba el vehículo. Aunque lo más probable era que no lo hiciera. Vaquero disponía de dos días para llegar hasta allí y encontrarlo, pero quizá había surgido algún obstáculo. Probablemente optaría por no decirle nada a Gaines. Se limitaría a decirle lo suficiente como para averiguar si le podía sonsacar algo al abogado.

En el aparcamiento del Centro Cultural Hopi había unos doce automóviles, más que de costumbre, pensó Chee, debido a que las inminentes ceremonias ya habían empezado a atraer a los turistas. ¿O acaso el desaparecido cargamento de cocaína ya empezaba a atraer a los cazadores? Antes de aparcar, Chee rodeó el motel, buscando el automóvil de Gaines. No lo encontró.

En el restaurante, se sentó a una mesa junto a uno de los ventanales occidentales y pidió lo que en el menú se llamaba Estofado Hopi, y un café. La muchacha hopi que le sirvió debía de tener unos veinte años, era bastante agraciada y lucía el corto flequillo que solían llevar las hopis anticuadas. Dedicó una radiante sonrisa al grupo de turistas de la mesa de al lado, pero con Chee estuvo simplemente correcta. Era el trato habitual entre los hopis y los navajos. Chee tomó el café, estudió a los restantes clientes del comedor y pensó en la sequía, en el paradero de Dedos de Hierro Musket y en los antagonismos étnicos. Aquél, en concreto, formaba parte de una abstracción incluida en las leyendas guerreras de los hopis: los enemigos matados por los Dioses Gemelos de la Guerra hopis eran navajos, de la misma forma que los enemigos matados por el Pueblo Sagrado navajo eran indios utes, kiowas o taos. Sin embargo, la larga lucha por las tierras de la Reserva de Utilización Conjunta había conferido cierta realidad a la abstracción en las mentes de algunos. Ahora, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos había dictado finalmente sentencia, los hopis habían ganado y nueve mil navajos perderían los únicos hogares que sus familias podían recordar. Y la cólera perduraba, incluso entre los vencedores. El cristal de la ventana se tiñó de rojo. El sol se había puesto por detrás de los Picos de San Francisco, confiriendo a las nubes que los cubrían unos luminosos reflejos rosa salmón. La montaña también era un territorio disputado. Para los hopis constituía algo así como el monte Sinaí, el hogar de los espíritus kachina desde el mes de agosto hasta febrero, cuando abandonaban este mundo para regresar bajo tierra a la morada de los espíritus. Para el pueblo de Chee también era sagrado. Lo llamaban la Montaña del Crespúsculo y era una de las cuatro montañas construidas por el Primer Hombre para marcar las esquinas del Dinetah. Era la Montaña del Oeste, la morada del gran espíritu yei, la Muchacha Abalone, y el lugar donde el Oso Sagrado de la leyenda navajo había sido tan gravemente herido por la Gente del Arco que en los cantos rituales se lo describía como «erizado de flechas», imagen verbal que había inducido a Chee en su infancia a imaginarse el espíritu como un gigantesco puerco espín. El perfil negro azulado de la montaña se recortaba contra un horizonte intensamente rojo cuya sublime belleza elevó el ánimo de Chee.

- Señor Chee.

La señorita Pauling se encontraba de pie junto a su mesa.

Chee se levantó.

- No, no se levante. Quería hablar con usted.

- Siéntese, por favor -dijo Chee.

- Gracias.

La señorita Pauling parecía cansada y preocupada. Hubiera sido preferible, pensó Chee, que pareciera asustada. No debía haberse quedado allí. Debía haber regresado a su casa. Chee le hizo un seña a la camarera.

- Le recomiendo el estofado -dijo.

- ¿Ha visto usted al señor Gaines? -preguntó la señorita Pauling.

- No -contestó Chee-. No he ido a su habitación, pero no he visto su automóvil.

- Ya no está aquí -dijo ella-. Se fue ayer por la mañana.

- ¿Dijo adónde iba? -preguntó Chee-. ¿O cuándo regresaría?

- No -contestó la señorita Pauling.

La camarera se acercó y ella pidió estofado. El reflejo de la puesta de sol tiñó de rojo su rostro exhausto.

- Tendría que regresar a casa -le dijo Chee-. Aquí no puede hacer nada.

- Quiero descubrir quién lo mató.

- Ya lo descubrirá. Tarde o temprano, la DEA o el FBI los atraparán.

- ¿Lo cree usted así? -le preguntó en tono dubitativo.

Chee también lo dudaba.

- Bueno, probablemente no -contestó.

- Quiero que usted me ayude a averiguarlo -dijo la señorita Pauling-. Dígame todo lo que sabe. Las cosas que sabe la policía, pero que nunca trascienden a los periódicos. ¿Hay algún sospechoso? Tiene que haberlos. ¿De quién sospechan?

Chee se encogió de hombros.

- Al principio, sospechaban de un hombre llamado Palanzer. Richard Palanzer. Creo que era uno de los hombres a quienes se tenía que entregar la droga.

- Richard Palanzer -repitió ella como intentando memorizarlo.

- No obstante… -dijo Chee, deteniéndose.

Había pasado todo el día aislado. ¿Habría encontrado Vaquero el vehículo? ¿Se sabía que Palanzer ya no era un sospechoso? Seguramente, sí.

- Entonces, transportaba droga -dijo la señorita Pauling-. ¿Eso es lo que piensan?

- Eso parece.

- Y Palanzer, que hubiera tenido que pagarle, decidió en su lugar acabar con él. ¿Eso fue lo que ocurrió? ¿Quién es Palanzer? ¿Dónde vive? Sé que a veces la policía sabe quién es el autor de un delito, pero no consigue reunir las pruebas que lo demuestren. Me gustaría saber quién lo hizo.

- ¿Por qué? -preguntó Chee.

Él también deseaba saberlo porque sentía curiosidad. Pero ésa no era la razón de la señorita Pauling.

- Porque le quería -contestó ella-. Le quería con toda mi alma.

Llegó el estofado y la señorita Pauling lo removió con aire ausente.

- No había ninguna razón para que lo mataran -añadió, estudiando la cuchara-. Si simplemente le hubieran encañonado con una pistola, él lo hubiera entregado todo sin oponer resistencia. Hubiera pensado que la cosa tenía gracia.

- Quizá ellos no lo sabían -dijo Chee.

- Siempre fue un chico feliz -dijo ella-. Para él, todo tenía gracia. Yo le llevo cinco años y, cuando nuestra madre nos dejó…, ya sabe usted cómo son estas cosas…, cuidé de él hasta que papá se volvió a casar.

Chee no dijo nada. Se preguntaba por qué era tan importante para ella averiguar la identidad del culpable. Aquello era un acertijo sin resolver, pero ¿qué más daba, después de todo?

- No había ninguna razón para que lo mataran -dijo la señorita Pauling-. Y el que lo haya hecho pagará por ello -añadió sin alterar el tono de voz mientras movía mecánicamente la cuchara por el estofado-. No permitiré que el asesino se largue como si tal cosa.

- A veces ocurre precisamente eso -dijo Chee.

- No -dijo la señorita Pauling con súbita vehemencia-. No saldrán bien librados, ¿lo entiende usted?

- Pues, no demasiado -contestó Chee.

- ¿Sabe usted lo que significa «ojo por ojo y diente por diente»?

- Lo he oído decir.

- ¿No cree en la justicia? ¿No cree que hay que nivelar las cuentas?

- ¿Por qué no? -contestó Chee, encogiéndose de hombros.

En realidad, el concepto se le antojaba tan extraño como para la señora Musket la idea de que alguien con dinero en el bolsillo pudiera cometer un robo. Alguien que transgredía las normas básicas de comportamiento y hacía daño a otros estaba, según la definición navajo, «fuera de control». Los «oscuros vendavales» habían penetrado en él y habían destruido su capacidad de juicio. Uno tenía que evitar el trato con tales personas y se preocupaba por ellas y se alegraba de que se curaran de su locura transitoria y regresaran de nuevo al hozro. Según la mentalidad navajo de Chee, la idea de castigarlas hubiera sido una locura semejante a la del acto inicial. Sabía que era la actitud habitual de la cultura blanca, pero jamás se había enfrentado con ella de una manera tan directa.

- De eso precisamente quería hablar con usted -dijo la señorita Pauling-. Si lo hizo Palanzer, quiero saberlo y quiero saber dónde se le puede encontrar. Si hay otro responsable, también quiero saberlo -tras una pausa, añadió-: Puedo pagarle.

Chee la miró con recelo.

- Sé que no trabaja en el caso. Pero fue usted quien descubrió cómo lo mataron. Y usted es la única persona a quien conozco.

- Le diré lo que haré -contestó Chee-. Usted vayase a casa. Si averiguo qué ha sido de Palanzer, le avisaré. Y si después averiguo dónde puede encontrar a Palanzer, también se lo diré.

- Es lo único que puedo pedir -dijo ella.

- Entonces, ¿volverá a casa?

- Gaines tiene los billetes. Todo fue tan repentino. Me llamó a mi trabajo, me habló del accidente y concertó una cita conmigo. Dijo que era el abogado de Robert y que teníamos que tomar inmediatamente un avión. Me acompañó a casa, metí unas cuantas cosas en una maleta y fuimos directamente al aeropuerto. Sólo tengo el dinero que llevaba en el bolso.

- ¿Tiene tarjeta de crédito? -preguntó Chee. La señorita Pauling asintió con la cabeza-. Utilícela. La acompañaré a Flagstaff.

Dos hombres sentados en una mesa cercana a la caja les observaban. Uno debía de rondar los treinta y tantos años, era alto, llevaba el cabello rubio bastante largo, tenía ojos muy pequeños y espesas cejas rubias. El otro, de más edad, tenía el cabello blanco y un rostro bronceado por el sol; su traje de calle a rayas finas estaba totalmente fuera de lugar en Second Mesa.

- ¿Sabe usted quién es Gaines? -preguntó Chee.

- ¿Quiere decir aparte de ser el abogado de mi hermano? Bueno, de lo que he oído decir deduzco que está mezclado en este asunto de droga. Creo que ésa fue la verdadera razón de que se empeñara en que yo viniera -la señorita Pauling rió sin humor-. Para conferir cierta legitimidad a sus tratos con la gente. ¿No es así?

- Eso parece.

Vaquero Dashee entró en el comedor, se detuvo un momento junto a la caja, vio a Chee y se acercó.

- Vi tu furgoneta ahí afuera -dijo.

- Le presento al sheriff adjunto Albert Dashee -dijo Chee-. La señorita Pauling es la hermana del piloto del avión.

Vaquero asintió con la cabeza.

- Todo el mundo me llama Vaquero -dijo, acercando una silla de una mesa contigua y sentándose.

- ¿Por qué no acercas una silla y te sientas? -preguntó Chee.

- ¿Sabe que este tipo es un navajo? -le dijo Vaquero a la señorita Pauling-. A veces, intenta hacerse pasar por uno de los nuestros.

La señorita Pauling se esforzó por sonreír.

- ¿Hay alguna novedad? -preguntó Chee.

- ¿Has hablado con tu oficina esta tarde?

- No -contestó Chee.

- ¿No te has enterado de que han encontrado el vehículo y ha aparecido el collar?

- ¿El collar?

- Del robo de Burnt Water. Un fino trabajo de artesanía. Lo empeñó una chica en Mexican Water.

- ¿Y de dónde lo sacó?

- ¿De dónde? -contestó Vaquero-. De Joseph Musket. El viejo Dedos de Hierro dándoselas de Romeo -Vaquero se dirigió a la señorita Pauling-. Asunto profesional -le explicó-. El señor Chee y yo estábamos preocupados por un robo y ahora ha aparecido una pieza del botín.

- ¿Cuándo? -preguntó Chee-. ¿Cómo ocurrió?

- Lo empeñó ayer -contestó Vaquero-. Dijo que conoció a un chico en una danza de squaws en no sé qué sitio y que él quería… -Vaquero se ruborizó levemente, mirando a la señorita Pauling-. En fin, que se puso en plan romántico y le regaló el collar.

- Y era Dedos de Hierro.

- Así dijo la chica que se llamaba -Vaquero miró con una sonrisa a Chee-. Me sorprende que no estés interesado en el vehículo.

- ¿Dices que lo has encontrado?

- Exactamente. Tuve una corazonada. Me adentré por un arroyo de allí y, tanto si lo crees como si no, lo encontré… escondido bajo unos arbustos.

- Bien por ti -dijo Chee.

- Te diré lo que hice -añadió Vaquero-. Forcé la ventanilla frontal de la derecha y la abrí.

- Es la mejor manera de entrar -dijo Chee.

- Suponía que lo dirías.

La señorita Pauling les observaba con curiosidad.

Chee se volvió a mirarla.

- ¿Recuerda que le dije que el accidente de avión y el caso del tráfico de droga no eran asuntos de mi incumbencia? Bueno, pues corresponden al departamento del sheriff del señor Dashee. Condado de Coconino. Y ahora Vaquero ha encontrado el vehículo, cuya desaparición nos preocupaba a todos. El que se alejó del lugar del accidente.

- Ah -dijo ella-. ¿Nos puede decir algo al respecto?

Vaquero adoptó una expresión dubitativa.

- Bueno -dijo, mirando a Chee-, creo que sí. En realidad, no hay mucho que contar. Una camioneta verde GMC. Alguien subió por el lecho de aquel arroyo y la ocultó bajo unos arbustos para que no la vieran. La había alquilado en Phoenix el tipo apellidado Jansen…, el que fue encontrado junto a los restos del avión. Manchas de sangre en el asiento posterior. Dentro no había nada. Creo que los del FBI ya se han trasladado al lugar para examinar las huellas dactilares y todo eso.

- ¿No había nada dentro? -preguntó Chee, procurando que su tono no denotara sorpresa.

Vaquero le miró fijamente a los ojos.

- Algunas colillas de cigarrillo en el cenicero. Los documentos del alquiler del vehículo en la guantera. El manual de instrucciones. Ningún saco con etiquetas de cocaína. Nada de eso. Creo que mañana efectuaremos una batida por los alrededores.

Chee advirtió que la señorita Pauling le miraba.

- ¿Se encuentra bien? -preguntó ella.

- Muy bien -contestó Chee.

- Curioso -dijo Vaquero-. En el interior del vehículo había un olor muy raro. Como de desinfectante. Me pregunto de qué podría ser.

- Cualquiera sabe -dijo Chee.

Chee consideró la cuestión mientras regresaba a Tuba City. Era evidente que el cuerpo ya no estaba cuando Vaquero encontró el vehículo. Alguien se lo había llevado. ¿Por qué? Quizá alguien lo había visto aparcar en la desembocadura del arroyo, se puso nervioso y temió que se encontrara el cuerpo. Pero ¿qué motivo pudo tener para conservarlo? ¿Y quién se lo había llevado? Probablemente Joseph Musket. Aquella noche se sentía muy decepcionado por el comportamiento de Dedos de Hierro. Desilusionado incluso. Musket hubiera tenido que ser más listo que un vulgar ladronzuelo. Chee le creía lo bastante inteligente como para no cometer los mismo errores en que siempre incurren los ladrones de tres al cuarto. Y los hechos, tal y como Chee los veía, parecían demostrar que era un joven demasiado listo como para regalarle a una chica un collar robado. Al parecer, había alguien que así lo creía. Por eso le entregó unos setecientos dólares, probablemente mil dólares, para que hiciera algo al salir de la prisión de Santa Fe. Y ese algo le obligó a trabajar en Burnt Water hasta finales de verano. ¿Haciendo qué? Preparando y vigilando la pista de aterrizaje para un envío de droga valorado en muchos miles de dólares. Ésa parecía la respuesta. Pero, si tenía setecientos dólares en el bolsillo, si le iban a pagar una comisión lo suficientemente alta como para comprarse un montón de ovejas, ¿por qué robar las joyas empeñadas? Chee había analizado varias veces la cuestión y el único motivo que se le ocurría era el de proporcionar una razón lógica para su desaparición de la tienda. Eso despistaría a sus perseguidores en caso de que pretendiera robar la droga. Lo cual significaba que era demasiado listo como para regalar una pieza de artesanía inmediatamente identificable a la primera chica que se cruzara en su camino.

- ¿Dónde estás, Dedos de Hierro? -preguntó Chee aquella noche.

Y, curiosamente, mientras lo decía en voz alta, resolvió otro pequeño misterio. De pronto, comprendió el origen del sonido metálico que oyó en la oscuridad al otro lado de los arbustos. Para cerciorarse de ello, extrajo de la pistolera su revólver del 38. Movió el percutor con el pulgar hacia adelante y hacia atrás… amartillado y sin el seguro… y después con el seguro. Clic. Clic. Clic. Echó un vistazo al revólver y concentró de nuevo la mirada en la carretera. Era el gesto nervioso que hubiera hecho un hombre tensamente preparado para disparar contra algo, o alguien.

La idea de Musket, persiguiéndole en la oscuridad con la pistola amartillada despertó en él una sorprendente cólera, convirtiendo la abstracción en algo intensamente personal. Bueno, Largo quería que se alejara de Tuba City. Ya no aplazaría por más tiempo aquel viaje a la prisión de Nuevo México. Daría un paso más tras la pista de Dedos de Hierro.

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