Capítulo 19

La distancia entre Tuba City y la penitenciaría del estado de Nuevo México en el altiplano de Santa Fe es de unos seiscientos cincuenta kilómetros. Chee, que se levantó más temprano que de costumbre y sobrepasó un poco el límite de velocidad, llegó allí a primera hora de la tarde. Se identificó a través del micrófono de la torre de la entrada y esperó mientras los funcionarios de la torre efectuaban las necesarias comprobaciones con alguien del edificio de la administración. Después, se abrió la verja exterior. Cuando ésta volvió a cerrarse a su espalda, se oyó el zumbido de otro motor y se abrió la verja interior. Jim Chee se encontró al otro lado del muro y echó a andar por el largo y recto camino de hormigón que atravesaba el desierto patio de la entrada. No se veía ninguna criatura viviente, exceptuando algunos cuervos volando hacia el norte entre la prisión y las montañas. Pero las largas hileras de ventanas de los bloques de celdas le estaban mirando. Chee las miró, consciente de que le observaban. Por encima de las ventanas del segundo piso del segundo bloque a su izquierda, el hormigón gris estaba tiznado de negro. Aquél debía de ser el bloque número 3, pensó Chee, en el que más de treinta reclusos fueron sanguinariamente asesinados y quemados por sus compañeros durante los violentos disturbios de 1980. ¿Estaba Joseph Musket allí en aquella época? Si estuvo entre los amotinados, debió de disimular muy bien su papel, ya que, de lo contrario, no le hubieran concedido la libertad vigilada.

Otra cerradura electrónica le franqueó la puerta del edificio de la administración, donde se encontró en presencia de un delgado guardia chicano de mediana edad que ocupaba un escritorio junto a la entrada.

- Policía Tribal Navajo -dijo el guardia, estudiando a Chee con curiosidad. Después, consultó un cuaderno de notas-. El señor Armijo le recibirá.

Otro guardia, también chicano y de mediana edad, le acompañó en silencio al despacho del señor Armijo.

Armijo no era nada taciturno. Debía de tener unos cuarenta y tantos años, era más bien rechoncho y llevaba el áspero cabello negro cortado a navaja y secado con secador según la moda de aquel año. Esbozó una cordial sonrisa que dejó al descubierto unos dientes muy blancos.

- Señor Chee, no se lo va a creer, pero conozco personalmente a ese Joseph Musket -la sonrisa de Armijo se ensanchó un par de centímetros más-. Era uno de los presos de confianza. Trabajó aquí mismo en nuestra sección de expedientes durante algún tiempo. Siéntese, por favor. Me parece que ahora le tendremos de nuevo aquí -Armijo señaló una silla de acero gris con asiento de plástico gris-. Ha infringido la libertad vigilada, ¿verdad?

- Eso parece ser -contestó Chee-. Podríamos decir que es sospechoso de robo. En cualquier caso, necesitamos saber algo más sobre él.

- Aquí tiene -Armijo el entregó a Chee un ficherode cartón marrón-. Esto es todo lo que hay sobre Joseph Musket.

Chee se colocó el fichero sobre las rodillas. Ya había examinado ficheros semejantes en otras ocasiones. Sabía lo que contenían y lo que no.

- Me ha dicho que usted lo conoció -dijo Chee-. ¿Cómo era?

- ¿Cómo era? -Armijo se sorprendió de la pregunta y se encogió de hombros con gesto perplejo-. Bueno, ya sabe. Más bien callado. Apenas hablaba. Hacía su trabajo -Armijo frunció el ceño-. ¿Cómo era en qué sentido?

Buena pregunta, pensó Chee. ¿En qué sentido? ¿Qué andaba buscando?

- ¿Contaba chistes? -preguntó Chee-. ¿Era la clase de persona que asume plenamente un trabajo, o tenía usted que decírselo todo? ¿Tenía amigos? Cosas así.

- Pues, no lo sé -contestó Armijo como arrepintiéndose de haber iniciado aquella conversación-. Le decía lo que tenía que hacer y él lo hacía. Hablaba muy poco. Era muy callado. Un indio -Armijo miró a Chee para ver si había comprendido la explicación. Después añadió que Musket acudía allí todas las tardes, ordenaba los ficheros de los nuevos reclusos que ingresaban a diario, clasificaba la bandeja de los ficheros y añadía la documentación adicional a las fichas de otros reclusos-. No era un trabajo muy complicado -dijo Armijo-, pero lo hacía muy bien. No cometía errores. Los informes sobre él eran buenos.

- ¿Y qué tal los amigos? -preguntó Chee.

- Tenía algunos amigos. Aquí dentro se gana dinero y se hacen amistades.

- ¿Musket tenía dinero? -preguntó Chee, asombrado.

- En la cuenta de la cantina. Esto es lo único que se puede tener. Pero no en efectivo, por supuesto. Simplemente crédito para tabaco, golosinas y cosas así. Los pequeños extras.

- ¿Quiere usted decir más dinero del que se puede conseguir aquí? ¿Dinero del exterior?

- Tenía conexiones -dijo Armijo-. Muchos traficantes de droga tienen conexiones. Algunos abogados depositan dinero en sus cuentas.

Eso fue todo lo que parecía saber Armijo, el cual acompañó a Chee a una estancia contigua y lo dejó con el fichero.

En el fichero estaban primero las fotografías.

Joseph Musket miró a Chee: un rostro ovalado y pulcramente rasurado, una cicatriz cruzándole el centro de la frente, semblante inexpresivo, la cara de un hombre que lo ha apartado todo de su mente menos la necesidad de resistir. No había cambiado mucho, pensó Chee, aparte el bigotito, algunos kilos y años más. Pero tal vez había cambiado. Chee apartó los ojos de la anodina mirada de Musket y contempló su perfil. Era lo único que había visto de Joseph Musket…, un rápido vistazo indiferente a un desconocido que pasaba por su lado. El perfil mostraba una frente lisa y despejada…, un rasgo de inteligencia. Nada más.

Apartó la mirada del rostro y estudió los datos vitales. Musket tenía unos treinta y tantos años, tal como él pensaba. Lo demás concordaba con lo que ya había averiguado a través del oficial de vigilancia de Musket: nacido cerca de Mexican Water, hijo de Simon Musket y Fannie Tsossie, educado en el internado de Teec Nos Pos y el Instituto de Cottonwood. Tal como le había dicho el oficial de vigilancia en Flagstaff. Musket cumplía una condena de tres a cinco años por tenencia de droga con ánimo de venta.

Chee leyó detenidamente los datos. Los antecedentes penales de Musket no tenían nada de particular. Su primer arresto lo sufrió a los dieciocho años en Gallup por embriaguez y alteración del orden. Después hubo dos arrestos en Albuquerque, por hurto y por robo, lo cual le valió una sentencia de dos años y un tratamiento de desintoxicación de droga posteriormente interrumpido. Otra acusación de robo en El Paso le llevó a una condena de uno a tres años en Huntsville; después venía lo que Chee buscaba (por lo menos, en su subconciente): el paso de Joe Musket a un nivel de delito más grave. Fue un robo a mano armada en una tienda de la cadena Seven-Eleven en Las Cruces (Nuevo México). El gran jurado no le declaró culpable y la acusación fue desestimada. Chee pasó las páginas, buscando el informe del oficial investigador. Era lo de siempre. Dos hombres, uno fuera, en un vehículo, y el otro dentro, examinando unas revistas hasta que se retira el último cliente. Entonces apunta con la pistola al dependiente, se lleva el dinero de la caja en una bolsa, el dependiente queda encerrado en la trastienda y los dos sospechosos son detenidos tras abandonar el vehículo utilizado en la huida. A Musket le encontraron en una calleja entre unos contenedores de basura, pero el dependiente no pudo jurar que era el hombre que esperaba en el vehículo. Al final de la página, una fotocopia del informe policial de Las Cruces, una nota escrita a mano decía:

«Autoría probada en West. No probada en Musket.»

Chee examinó rápidamente la parte superior de la hoja y encontró la identificación del sospechoso. El hombre que entró con una pistola en la tienda mientras Joseph Musket esperaba en el automóvil fue identificado como Thomas Rodney West; edad, 30 años; dirección, Ideal Motel, 2929, Avenida del Ferrocarril, El Paso.

Chee no se sorprendió demasiado. West dijo que Musket era amigo de su hijo. Por eso le dio el trabajo. West comentó que su hijo había hecho malas amistades que le metieron en problemas y fueron la causa de su muerte. Pero ¿cómo murió? Chee pasó rápidamente las páginas y encontró una vez más el nombre de Thomas Rodney West en un informe de investigación sobre una redada antidroga que envió a Musket a la prisión de Santa Fe. West había sido detenido junto con Musket en una furgoneta que transportaba cuatrocientos kilos de marihuana. La droga se había descargado de una avioneta en el desierto situado al sur de Alamogordo (Nuevo México). El aparato sorteó la trampa de la DEA, pero la furgoneta no. Chee dejó encima de la mesa las fichas de Musket y permaneció un buen rato contemplando en silencio la grisácea pared de hormigón. Luego regresó al despacho de Armijo. Éste levantó la mirada de unos documentos que estaba examinando y mostró su blanca dentaduras

- ¿Conservan ustedes las fichas de los reclusos que han muerto?

- Desde luego -contestó Armijo, ensanchando la sonrisa-. En el archivo de los fallecidos.

- No estoy muy seguro de que viniera a parar aquí -dijo Chee-. Thomas Rodney West.

- Estuvo aquí -contestó Armijo en tono algo menos cordial-. Lo mataron.

- ¿Aquí dentro?

- Este año. En el patio de recreo -Armijo se levantó y se inclinó para abrir el último cajón de un archivador-. Son cosas que ocurren de vez en cuando.

- ¿Alguien en concreto? -preguntó Chee-. ¿El caso no se esclareció?

- No -contestó Armijo-. Le rodeaban quinientos hombres y nadie vio nada. Como siempre.

El fichero en forma de acordeón de Thomas Rodney West era idéntico al de Joseph Musket (alias Dedos de Hierro Musket), pero la cinta que lo cerraba estaba atada con un nudo, confiriéndole la inapelabilidad de la muerte, en lugar del lazo que sugería la provisionalidad de la libertad vigilada. Chee lo llevó a la sala de espera, lo colocó al lado del fichero de Musket y desató el nudo ayudándose con las uñas.

Allí no hizo falta reconocer las fotografías de la hoja de identificación. Thomas Rodney West, convicto, era exactamente igual que el Tom West colegial y el Tom West marino, cuyo rostro Chee había contemplado en las fotografías de la tienda de artículos generales de Burnt Water. Además, se parecía mucho a su padre. La expresión mostraba el indiferente sufrimiento que las fotografías de la policía y las circunstancias imponen en tales ocasiones. Pero, por lo demás, se observaba la misma fuerza y energía que caracterizaba el rostro del antiguo West. Chee observó que West había nacido el mismo mes que Musket y era nueve días más joven. Chee corrigió el pensamiento. El cuchillo del patio de recreo había modificado la situación, salvando al joven West del proceso de envejecimiento. Ahora Musket le llevaba algo más de un mes.

Chee examinó las páginas sin saber lo que buscaba. West había salido del robo a mano armada con un pacto: condena de cuatro años suspendida en favor de la libertad vigilada. Se encontraba todavía en libertad vigilada cuando le detuvieron con la droga. Iba armado en el momento de la detención. (Chee recordó que Musket no iba armado. ¿Habría sido lo bastante listo como para desembarazarse del arma cuando vio lo que ocurría?). Ambos factores habían supuesto para West una condena de cinco a siete años de prisión.

En la estancia hacía mucho calor y faltaba ventilación. Chee pasó a la última página y leyó los datos relativos a la muerte de Thomas Rodney West. Era lo que Armijo le había dicho. A las 11.17 de la mañana del 6 de julio, el guardia de la torre 7 vio un cuerpo en el suelo del patio de recreo. No había ningún recluso en las inmediaciones. Llamó al guardia del patio. West fue encontrado inconsciente y agonizante a causa de tres profundas heridas realizadas con arma blanca. Los subsiguientes interrogatorios a los reclusos revelaron que nadie había visto lo ocurrido. El registro del patio permitió encontrar un afilado destornillador y un escalpelo que alguien había utilizado como navajas improvisadas. Ambas herramientas estaban manchadas de sangre del mismo tipo que la de West. Su pariente más próximo, Jacob West, Burnt Water (Arizona), recibió la notificación y reclamó el cadáver el 8 de julio. La copia en papel carbón de un informe de autopsia era la última página del fichero. En ella se decía que Thomas Rodney West, con el nombre de pila cambiado por un error tipográfico, había muerto por rotura de la arteria aorta y dos heridas en la cavidad abdominal.

Chee pasó de nuevo a la página anterior y examinó la fecha. Julio había sido un mes muy ajetreado. West fue acuchillado el 6 de julio. El desconocido fue asesinado el 10 de julio casi con toda seguridad, puesto que su cuerpo fue encontrado a primera hora de la mañana del 11 de julio. El 28 de julio Joseph Musket desapareció tras cometer un robo en la tienda de Burnt Water. ¿Alguna conexión entre aquellos acontecimientos? No se le ocurría ninguna. Pero quizá la hubiera si se conseguía identificar al desconocido. Chee bostezó de cansancio. Se había levantado muy temprano y había dormido poco por la noche. Encendió un cigarrillo. Volvería a leer rápidamente todas las fichas de West, terminaría de leer las de Musket y se largaría de allí. Aquel lugar lo oprimía y le ponía nervioso. Le hacía experimentar un extraño e insólito sentimiento de tristeza.

No había nada insólito en la cuenta a crédito de West ni en los informes de las revisiones médicas ni en su registro de correspondencia que sólo incluía a su padre, una mujer y un abogado de El Paso. Chee pasó al registro de visitas.

El 2 de julio, cuatro días antes de que lo acuchillaran, Thomas Rodney West recibió la visita de T. L. Johnson, agente de la DEA. Motivo: asunto oficial. Chee estudió la anotación y las que la precedían. West había sido visitado cinco veces desde su ingreso en prisión. Por su padre, una vez por la mujer de El Paso y dos veces por alguien que se identificó como Jerald R. Jansen, abogado, Edificio Petroleum Towers, Houston (Texas).

- Ah -dijo Chee en voz alta.

Se reclinó en su asiento y levantó los ojos al techo. Jansen. Abogado. Houston. Sentado en silencio junto a la roca de basalto, sosteniendo el mensaje del Centro Cultural Hopi entre el índice y el pulgar. Chee lanzó una espiral de humo al techo, volvió a inclinar la silla hacia adelante y comprobó las fechas. Jansen visitó a West el 17 de febrero y volvió a hacerlo el 2 de mayo. Mucho antes de que Musket saliera en régimen de libertad vigilada y después de la salida de éste. Posteriormente, West había sido visitado por el pecoso y pelirrojo agente de la DEA, T. L. Johnson, cuatro días antes de su muerte. Chee reflexionó un instante, buscando un significado. No encontró más que una serie de posibilidades contradictorias.

Luego consultó el registro de visitas de Joseph Musket. No había recibido ninguna. Ni una sola visita en más de dos años de prisión. Buscó el registro de la correspondencia de Musket. Nada. Ni cartas de entrada ni cartas de salida. Un hombre aislado. Chee cerró el fichero de Musket y lo colocó encima del fichero de West.

Armijo ya no estaba solo. Dos reclusos estaban trabajando ahora en su despacho, un joven de erizado cabello rubio que levantó la mirada de la máquina de escribir y reanudó rápidamente su tarea cuando Chee entró con los ficheros, y un negro de mediana edad con un vendaje de gasa en la nuca. El negro debía de ser el sustituto de Musket en el trabajo de archivo. Miró a Chee con curiosidad mientras introducía unos documentos en un fichero.

- Si West tenía algún amigo íntimo aquí dentro, me gustaría hablar con él -dijo Chee-. ¿Qué le parece?

- Pues, no sé -contestó Armijo-. No sé nada de sus amigos.

¿Cómo iba a saberlo?, pensó Chee. Las amistades no figuraban en los ficheros en forma de acordeón.

- ¿Habría alguna posibilidad de averiguarlo? -preguntó Chee-. ¿Por algún medio indirecto de los que se utilizan aquí tal vez?

Armijo le miró con expresión dubitativa.

- ¿Quién se encarga de la seguridad interna? -preguntó Chee.

- Eso le corresponde más bien al celador adjunto -contestó Armijo-. Le llamaré.

Mientras Armijo marcaba el número, se reanudó el tecleteo del cabeza erizada. El sonido de la máquina le impide oír, pensó Chee.

El celador adjunto de seguridad quiso hablar directamente con Chee y quiso saber qué hacía él en la prisión y por qué razón concreta quería hablar con un amigo de West.

- No tiene nada que ver con asuntos de aquí -le aseguró Chee-. Tenemos un robo no aclarado en la reserva y estamos buscando a un hombre en régimen de libertad vigilada apellidado Musket. Musket fue enviado junto con West. Ambos eran amigos desde hacía tiempo. Cometieron un robo a mano armada o algo por el estilo antes de pasar al tráfico de drogas. Debo saber si West y Musket seguían siendo amigos en la cárcel. Cosas así.

El celador adjunto guardó silencio varios segundos. Después le dijo a Chee que esperara, que ya le llamaría.

Chee esperó casi una hora. El hombre de pelo erizado tecleaba, echándole furtivas miradas de vez en cuando. El negro del cuello vendado introdujo los papeles de la bandeja de «Salida» en los correspondientes ficheros de acordeón, y se retiró. Armijo explicó que estaba trabajando en su informe anual y que ya llevaba mucho retraso. Utilizó una calculadora de bolsillo y comparó cifras mientras elaboraba una lista. Sentado en su silla metálica gris, Chee pensaba y escuchaba los sonidos que se filtraban de vez en cuando a través de la puerta situada a su derecha. Pisadas que se acercaban y se alejaban, un distante y ocasional sonido metálico, un fuerte estruendo, un silbido breve y agudo. Ninguna voz, ni una palabra. ¿Por qué había visitado Johnson a Thomas Rodney West? ¿Se habría enterado West de la inminente llegada de un cargamento de droga cerca de Burnt Water y habría llamado al agente para facilitar la información a cambio de una recomendación de libertad vigilada? West tenía que estar relacionado con el grupo implicado en el transporte. ¿Por qué, si no, le habría visitado Jansen en dos ocasiones? Johnson pudo saberlo. Probablemente lo supo. Casi con toda certeza lo supo. Estaba claro que lo sabía. ¿Habría visitado a West esperanzado en sacarle alguna información sobre el inminente envío? Parecía lo más seguro.

Se oyó el agudo timbre del teléfono. Armijo descolgó, esuchó y le pasó el aparato a Chee.

- El tipo hablará con usted -dijo el celador adjunto-. Se llama Archer. Buen amigo de West. Muy buen amigo -el celador adjunto soltó una carcajada-. Ya sabe usted a qué me refiero.

- ¿Amiguita? -preguntó Chee.

- Más bien amiguito -le contestó el celador adjunto.

Apareció el mismo chicano de antes y acompañó a Chee por un largo pasillo vacío. Los dos reclusos que se cruzaron con ellos caminaban pegados a la pared, cediéndoles el centro del corredor. La sala de entrevistas carecía de ventanas y los tubos fluorescentes que la iluminaban conferían a la sucia pintura blanca de las paredes un tono grisáceo. El recluso llamado Archer era muy alto, debía de tener unos cuarenta años y tenía el físico propio de un hombre aficionado al levantamiento de pesas. Le habían roto la nariz hacía mucho tiempo y se la habían vuelto a romper recientemente. La cicatriz de una de las fracturas destacaba sobre la palidez de su piel. Archer estaba sentado al otro lado del mostrador que separaba la pequeña estancia, mirando con curiosidad a Chee a través de un panel de cristal. A su espalda, un guardia fumaba, apoyado contra la pared.

- Me llamo Jim Chee -le dijo Chee a Archer-. Conozco al padre de Tom West. Necesito una pequeña información. Muy pequeña.

- La conversación tendrá que ser muy corta -replicó Archer-. Yo no estaba en el patio cuando ocurrió. No sé absolutamente nada.

- No es eso lo que me interesa -dijo Chee-. Quiero saber por qué quiso hablar con T. L. Johnson.

Archer le miró con rostro inexpresivo.

- Por qué quiso hablar con el agente de la DEA.

A Archer se le encendieron las mejillas.

- T. L. Johnson -dijo despacio, memorizando el nombre-. ¿Así se llamaba? Tom no quería hablar con ese bastardo. No tenía nada que decirle. Se moría de miedo -añadió Archer, soltando un bufido-. Y con razón. El muy bastardo lo preparó todo.

- Entonces, ¿no fue idea de West?

- Qué va. Aquí nadie se ofrece voluntariamente a hablar con un agente de narcóticos. Aquí dentro nadie se atreve. Pero el muy cerdo le preparó una encerrona. ¿Sabe lo que hizo? Consiguió sacarle de aquí. Cruzó con él el patio de la entrada y la verja, lo metió en su coche y se alejó. Pero sólo llegó a medio camino de Cerrillos, fuera de la vista de la prisión, y se quedó sentado allí con él. West no hubiera podido demostrar que no se había ido de la lengua -Archer miró a Chee con el rostro todavía arrebolado de rabia-. Cochino bastardo.

- Y usted, ¿cómo sabe todo eso? -preguntó Chee.

- Cuando lo devolvieron aquí, Tom me lo dijo -Archer sacudió k cabeza-. Estaba desesperado y tenía miedo. Dijo que el de narcóticos quería saber cuándo llegaría el cargamento y dónde y todo lo relacionado con el asunto, y cuando Tom le dijo que no sabía nada, Johnson se burló de él y le dijo que permanecería aparcado allí hasta que todos los reclusos pensaran que había tenido tiempo suficiente para irse de la lengua.

- Tenía miedo, ¿verdad? -dijo Chee-. Sin embargo no pidió ser trasladado a una celda de aislamiento para mayor seguridad. O, si lo pidió, no consta en los archivos.

- Lo comentó -dijo Archer-. Pero, cuando entras allí, tienes que quedarte. Aquél es el territorio de los delatores. Cualquiera que entre allí es un soplón. Si entras, ya no puedes salir.

- ¿Y decidió correr el riesgo?

- Sí -dijo Archer-. Aquí todos le respetaban. Y a mí también me respetan -Archer miró a Chee con rostro cansado-. Nos pareció que podríamos correr el riesgo -añadió-. Nos pareció que la apuesta era buena.

Archer debió de insistir en favor de la apuesta, pensó West. Y ahora quería que Chee lo comprendiera.

- ¿Sabe algo sobre quién le mató o por qué o cualquier otra cosa relacionada?

Archer adoptó la misma expresión que Chee conocía de las fotografías de identificación de la policía.

- No tengo la menor idea -dijo-. Mire, tengo que irme. Tengo trabajo que hacer.

- Otra cosa -dijo Chee-. Le enviaron aquí con un hombre llamado Joseph Musket. Eran amigos desde hacía tiempo. ¿Seguían siendo amigos?

- Musket está fuera -contestó Archer-. En libertad vigilada.

- Pero ¿siguieron siendo amigos hasta que Musket salió?

Archer miró a Chee con rostro pensativo. Estaría buscando alguna trampa, pensó Chee. Al parecer, no encontró ninguna.

- Eran amigos -dijo Archer, sacudiendo la cabeza, un poco más tranquilo-. De veras. Tom era un gran tipo. Todos le respetaban. Nadie le hacía malas jugadas. Los malos procuraban no acercarse a él, ¿me comprende?

»Creo que cuidaba en cierto modo de Musket -de pronto, la expresión de Archer cambió-. No me he expresado bien. Tom era amigo de Musket, pero no sé si el sentimiento era recíproco. Nunca me fié de Musket. Era uno de esos tipos sobre los que nunca se sabe, ¿comprende? -Archer se levantó-. Demasiado listo. Demasiado inteligente, usted ya me entiende.

Al salir, Chee se detuvo en el despacho de Armijo para llamar por teléfono. Marcó el número del celador adjunto.

- ¿Podría usted comprobar si un agente de la DEA llamado T. L. Johnson pidió permiso para sacar a Thomas West de la prisión? -preguntó Chee-. ¿Se preparó esa salida?

El celador adjunto no tuvo necesidad de consultar los registros.

- Sí -contestó-. Lo pidió. A veces lo autorizamos, cuando hay buenas razones para una conversación en privado.

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