Capítulo 29
La aldea de Sityatki, como muchas aldeas-pueblo del Suroeste, se había dividido a causa de la afición humana al agua corriente. La primitiva aldea colgaba todavía en lo alto de la peña oriental de Third Mesa, desde la que se podía contemplar el lecho arenoso del Polacca situado ciento veinte metros más abajo. Pero, a lo largo del lecho seco, el Buró de Asuntos Indios había levantado una serie de casitas marrones de madera y mortero según el típico modelo de los proyectos urbanísticos del Gobierno, dotándolas de neveras y un sistema de agua corriente por depósito de presión. Las casitas atrajeron a unas tres cuartas partes de los habitantes más jóvenes de Sityatki, induciéndoles a bajar de las peñas. Sin embargo casi todos los desertores permanecieron leales a las tradiciones de la aldea y a sus deberes para con los clanes del Zorro, el Coyote y el Fuego que la habían fundado en el siglo xiv, y a la sociedad religiosa en la cual habían sido iniciados. Pero solían estar presentes en la aldea sólo en espíritu y cuando las ocasiones ceremoniales lo requerían. Aquella noche, la presencia de la mayoría de ellos no era necesaria y ni siquiera conveniente, por lo que las casitas de piedra, que les pertenecían por el derecho adquirido en el vientre de sus madres, abuelas y tatarabuelas desde hacía más de veinte generaciones, estaban vacías. Aquella noche era la noche del Cabello Lavado, durante la cual las cuatro grandes fraternidades religiosas de la aldea, la Wuchim, la Flauta, el Cuerno Solitario y los Dos Cuernos, inician a los jóvenes. El na'chi de la sociedad Wuchim llevaba más de una semana izado en lo alto de la kiva Wuchim en el extremo oriental de la plaza de Sityatki, con sus plumas de gavilán agitadas por las brisas de agosto como una especie de bandera que anunciara a los hopis que los sacerdotes de Wuchim se estaban preparando para el ritual. Las kivas de las tres sociedades restantes también ostentaban sus pabellones distintivos. Aquella tarde, las pocas familias que aún vivían en la parte oriental de la aldea habían abandonado sus casas y habían cubierto las ventanas y las puertas con mantas. Cuando llegara la oscuridad, ningún ojo profano podría contemplar a los kachinas, emergiendo de su mundo espiritual para visitar las kivas y bendecir a los nuevos hermanos.
Jim Chee lo sabía, o creía saberlo, porque había seguido un curso de etnología suroccidental en la Universidad de Nuevo México, donde había aprendido lo suficiente como para sonsacarle algún detalle al reacio y nervioso Vaquero Dashee.
Chee nunca había estado en Sityatki, pero le había pedido a Vaquero que le describiera la aldea con todas sus monótonas características, desde la disposición de las calles hasta los puntos de entrada y salida de su única carretera de acceso. Ahora acababa de llegar a una de las pocas «salidas» que ofrecía la carretera, un camino lateral que bajaba zigzagueando peligrosamente hasta el fondo del lecho del Polacca. Su plan era dejar el coche allí para que no pudiera ser visto desde la carretera de acceso. Si lo que le había dicho Dashee era correcto, poco después del anochecer un sacerdote de la Sociedad del Cuerno Solitario saldría de la kiva de la sociedad y «cerraría» la carretera, arrojando sobre ella una línea de harina de maíz de polen. Trazaría líneas sagradas similares a través de todos los senderos que conducían a la aldea desde otras direcciones, sellando todas las entradas menos la del «sendero espiritual» utilizado por los kachinas. La intención de Chee era llegar a la aldea cuando ya estuviera lo bastante oscuro como para que West, o cualquier persona que le conociera, no pudiera verle, pero antes de que Sityatki quedara oficialmente cerrada a los intrusos. Chee aparcó el automóvil detrás de unos enebros junto al lecho seco, sacó la linterna de la guantera y se la guardó en el bolsillo posterior de los pantalones vaqueros y cerró la portezuela del coche. Una distancia de más de un kilómetro y medio, calculó, incluyendo el ascenso por la empinada ladera posterior hasta el borde de la mesa. Sin embargo, le quedaba por lo menos una hora de luz diurna. Tiempo más que suficiente.
No había recorrido ni cien metros cuando vio el jeep de West. Como su propio coche patrulla, el jeep estaba estacionado detrás de una pantalla de arbustos. Chee lo estudió con rapidez, no vio nada interesante y reanudó el rápido ascenso por la colina. Experimentó una sensación de apremio. ¿Por qué había llegado West tan temprano? Probablemente, por la misma razón que le había impulsado a él a hacer lo mismo. Seguramente, había indicado el lugar de la cita en el último momento y se había desplazado allí a toda prisa para ser el primero y asegurarse de que no le tendieran una trampa. En lo alto de la mesa, Chee se mantuvo apartado de la carretera, pero lo suficientemente cerca de ella como para vigilarla. Pasó una vieja camioneta, tal vez a más velocidad de la aconsejable en aquella tortuosa carretera llena de baches.
Unos hopis, pensó Chee, acudiendo a cumplir algún deber ceremonial o quizá simplemente deseosos de estar en sus casas antes de que se cerrara la aldea. Después, apareció un Lincoln azul oscuro, avanzando cautelosamente por la pedregosa superficie. Chee se detuvo y lo observó con creciente emoción. No podía ser el automóvil de un habitante de la aldea. Podía ser un turista, si bien, por regla general, los hopis no anunciaban aquel acontecimiento y no alentaban a los forasteros a visitarles. Tal vez el Lincoln confirmaría su conjetura a propósito del lugar donde West había concertado la cita para el intercambio. A lo mejor, era el jefe acudiendo a rescatar la cocaína. El automóvil penetró en una hondonada a marcha lenta. Al llegar al fondo, se abrió la portezuela posterior y bajó un hombre agachado, cerró la portezuela a su espalda y se ocultó detrás de los enebros que bordeaban la peña. La excesiva distancia, la falta de luz y la rapidez con que se movió no le permitieron comprobar a Chee si el hombre le era conocido. Sólo vio que era rubio y llevaba una camisa azul y gris. Al parecer, el jefe no había seguido las instrucciones de acudir solo a la cita; iba acompañado de un guardaespaldas. Y, como Chee, el guardaespaldas pretendía entrar en la aldea sin que le vieran.
Chee esperó; quería darle tiempo al hombre para que se adelantara. Aunque, pensándolo mejor, daba igual que aquel tipo le viera o no le viera. Sin el uniforme y vestido con los vaqueros y la camisa de sus días libres, Chee comprendió que aquel hombre le vería como un hopi que regresaba a casa. Lo comprendió a regañadientes. Para Chee, los navajos y los hopis, o los navajos y cualquier otra tribu, eran tan distintos entre sí como lo eran las manzanas de las naranjas. Sólo cuando Hosteen Nakai le señaló que, después de tres años en la Universidad de Nuevo México, Chee aún no podía distinguir a los suecos de los ingleses o a los judíos de los libaneses, accedió éste a reconocer que aquello que decían los blancos de que «todos los indios eran iguales» contenía una parte de verdad y era algo que debería añadir a su cada vez más completo archivo de datos sobre la cultura anglo-norteamericana.
Chee volvió a apurar el paso, sin preocuparse de que le vieran. Como él, el hombre que había bajado del Lincoln caminaba siguiendo el borde de la meseta. Chee le observó un rato y después le perdió de vista en medio de la creciente oscuridad del crepúsculo. No pensaba que tuviera demasiada importancia. Sityatki era una aldea muy pequeña…, no más de cincuenta viviendas agrupadas alrededor de dos plazas, cada una con dos pequeñas kivas. No sería difícil localizar el Lincoln azul.
Llegó a la entrada de la aldea un poco más temprano de lo previsto. El sol ya se había ocultado detrás del horizonte, pero las nubes formadas durante toda la tarde conferían a la moribunda luz una sombría tristeza. Hacia el oeste, sobre el territorio del Mogollón y el Gran Cañón, el cielo oscuro amenazaba tormenta. Chee se detuvo junto a un retrete exterior construido con tablones de madera, consultó su reloj y decidió esperar un poco más en la oscuridad. No soplaba la menor brisa. El aire estaba inmóvil y, cosa curiosa en aquel clima, se notaba una asfixiante humedad. Quizá llovería. Un auténtico diluvio capaz de acabar con la sequía. Chee confiaba en que así fuera, pero no lo esperaba. Incluso cuando se inicia una tormenta, el habitante del desierto conserva su escepticismo innato con respecto a las nubes. Le resulta difícil creer en la lluvia incluso cuando le cae encima. Ha visto evaporarse demasiados aguaceros entre las tronadas y la tierra reseca.
Se oyó de pronto un distante trueno que resonó desde Mesa Negra. Y, cuando cesó, Chee oyó un leve sonido rítmico. Un tamborileo ceremonial desde el interiorde alguna kiva de la aldea, pensó. Había llegado el momento de moverse.
Un sendero desde el edificio anexo bordeaba el risco, rodeando el muro exterior de la casa más apartada de la aldea y pasando por una angosta brecha entre las rocas irregulares y el espacio abierto. Chee lo siguió. Abajo, en el fondo del lecho seco, la oscuridad era casi total. Había luces en las casas del BAL rectángulos amarillo brillante, y se veían los faros delanteros de un vehículo, bajando lentamente por el camino que bordeaba el lecho seco del río. Normalmente, Chee no tenía problemas con las alturas, pero ahora experimentaba un trémulo nerviosismo. Avanzó pegado al muro, se introdujo en un pasadizo entre dos casas y salió a la plaza.
No había nadie. El Lincoln azul tampoco estaba a la vista. Un viejo Plymouth, un camión con remolque de plataforma y media docena de furgonetas estaban aparcados aquí y allá junto a los edificios de las caras norte y oeste de la plaza, y un viejo Ford sin las ruedas traseras se encontraba a dos pasos de Chee.
El vientre negro de la nube situada algo más allá de la aldea se encendió súbitamente a causa de los relámpagos internos, pero en seguida se volvió a apagar. Desde la kiva de la izquierda, Chee oyó de nuevo el tamborileo y el murmullo de unas voces, entonando un rítmico canto. La nube respondió a la llamada con el fragor de un trueno. ¿Dónde demonios estaría el Lincoln?
Chee bordeó la plaza, pegado a los edificios para pasar lo más inadvertido posible, recordando lo que Dashee le había dicho sobre la configuración de la aldea. Encontró la calleja que conducía a la plaza inferior, un oscuro túnel entre ásperas paredes de piedra. El Lincoln azul estaba aparcado al otro lado de la plaza inferior.
La parte más antigua de la aldea rodeaba aquel pequeño espacio abierto, abandonado en buena partedes de hacía varias generaciones. Desde la oscuridad de la entrada de la calleja, a Chee le pareció que sólo dos casas estaban habitadas. Las ventanas de una de ellas estaban iluminadas por una luz amarillenta mientras que la otra, con las dos puertas cerradas, despedía humo por la chimenea. Por lo demás, no se observaba el menor signo de vida. Los marcos de las ventanas de la casa contra la cual estaba apoyado Chee habían sido arrancados y parte de su tejado se había hundido. Chee miró hacia el oscuro interior y saltó por encima del alféizar al suelo de tierra batida de la casa. Justo en aquel momento, oyó una especie de matraqueo cada vez más próximo, más fuerte e intermitente, como si alguien, caminando despacio, hiciera sonar una matraca a cada paso. El sonido procedía de la calleja que Chee acababa de abandonar. De pronto vio una figura pasar por delante de la ventana por la que él había saltado al interior de la casa.
Un trueno apagó el sonido. Chee aprovechó para acercarse a la parte anterior del edificio, agachándose bajo las vigas caídas del techo. A través del umbral de la puerta vio al hombre rodeando lentamente la plazuela. Llevaba una túnica ceremonial que le llegaba hasta las rodillas y unas matracas hechas de caparazones de tortuga atadas. En la cabeza llevaba una especie de yelmo dominado por dos grandes cuernos curvados como de carnero. En la mano sostenía algo así como una vara. Mientras Chee le miraba, el hombre se detuvo.
Se volvió hacia él.
- ¿Haquimi? -preguntó, gritándole directamente.
Chee se quedó helado y contuvo la respiración. No era posible que le hubiera visto. Aún quedaba un residuo de luz crepuscular en la plaza, pero en el interior de la vivienda abandonada la oscuridad era completa. El hombre giró en redondo, haciendo sonar las matracas, y miró de soslayo hacia el escondrijo de Chee.
- ¿Haquimi? -volvió a gritar, permaneciendo inmóvil, en espera de una respuesta que no se produjo.
Otra mirada de soslayo y otra vez la pregunta. Chee se tranquilizó. Aquello debía de ser la patrulla que le había comentado Vaquero, miembros de las sociedades del Cuerno Solitario y los Dos Cuernos, dando a sus kivas la ceremonial seguridad de que estaban a salvo de los intrusos. Gritan «¿Quién eres?», le había dicho Vaquero, y, como es natural, nadie les contesta porque no tiene que haber nadie más que Masaw y algunos kachinas que entran en la aldea por el camino de los espíritus. Si hay algún kachina, éste contesta «Soy yo».
Ahora el patrullero estaba mirando hacia la izquierda de Chee. Volvió a repetir la pregunta y esta vez se produjo una respuesta inmediata.
- Pin u-u-u-u.
Un ululato más propio de un pájaro que de un ser humano. Venía de las inmediaciones de la plazuela y a Chee se le erizó el cabello de la nuca en la oscuridad. ¿La voz de un kachina contestando a la llamada fraternal de un ser humano? Chee atisbo a través del hueco de la puerta, tratando de localizar la procedencia del sonido. Oyó el estampido lejano de un trueno y los cadenciosos matraqueos del patrullero, alejándose lentamente del origen de la respuesta. El resplandor de un trueno iluminó la plaza. Estaba vacía.
Chee consultó la esfera luminosa de su reloj. Según lo convenido, el intercambio se haría a las nueve de la noche. Faltaba casi una hora. ¿Por qué tanto rato? West (¿o acaso debería pensar todavía en Dedos de Hierro?) debió de decirle al hombre del Lincoln azul que llegara hacia el crepúsculo, antes de que se cerrara la carretera. Debió de indicarle dónde aparcar y permanecer sentado aguardando en el interior del vehículo. Pero ¿por qué tanto rato? ¿Por qué no hacerlo enseguida? Otra vez un relámpago…, un gran rayo quebrado, estallando sobre Mesa Negra. El blanco resplandor del rayo iluminó la plaza vacía el tiempo suficiente como para que Chee viera en el interior del Lincoln azul a un hombre tocado con un sombrero de paja.
Chee advirtió que estaba sudando. Cosa rara en una zona desértica, especialmente rara por la noche cuando las temperaturas tienden a bajar. Aquella noche la humedad conservaba el calor del día como si fuera una húmeda manta. Seguro que llovería. Varios destellos de relámpagos. Chee observó que la casa situada a la izquierda de la calleja que él había utilizado también estaba vacía y deshabitada. Desde allí podría ver mejor el Lincoln. Aprovechando el fragor de otro trueno, abandonó su escondrijo, cruzó el angosto callejón y saltó a través de una ventana abierta.
Permaneció inmóvil un instante para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Algo le cosquilleó las ventanas de la nariz. Un ligero aroma dulzón. De sustancia química. Como un perfume barato. Otro relámpago. Aunque había estallado muy lejos, la luz que penetró a través de la puerta fue suficiente para que Chee viera que se encontraba sobre el suelo de tierra de una habitación vacía. Una habitación llena de escombros, argamasa desprendida y hojarasca transportada por el viento. A su izquierda, una puerta daba a otra habitación. Quizá el olor procedía de allí. Pero el olor podía esperar. Se acercó a la entrada, vio la oscura forma del Lincoln y confió en que otro relámpago le permitiera distinguir más detalles.
De repente, se levantó una fría y húmeda brisa en la que se aspiraba el denso y gozoso perfume de la lluvia. La brisa cesó tan bruscamente como había empezado y Chee volvió a esuchar el repetido matraqueo de los rituales caparazones de tortuga del patrullero. El sonido se oía muy cerca y Chee se apartó de la puerta. El patrullero pasó lentamente por delante de ella. Era otro. Chee sólo pudo ver la oscura silueta de un hombre más grueso. Un relámpago iluminó fugazmente la plaza y Chee vio que el hombre miraba hacia la puerta abierta de la casa de al lado.
Con toda la rapidez que la precaución y la oscuridad le permitían, Chee se desplazó hacia donde recordaba haber visto la entrada de la habitación posterior. Allí estaría a salvo, aunque el patrullero entrara a echar un vistazo. Recorrió con los dedos la áspera argamasa, encontró el marco de madera de la puerta y penetró a través de la abertura, moviendo cuidadosamente los pies en la oscuridad. El olor era muy intenso. Un olor decididamente químico. Chee, frunció el ceño, tratando de identificarlo. Retrocedió con cuidado y se detuvo. Alguien respiraba a muy escasa distancia.
Fue un sonido muy leve, la simple exhalación de un profundo suspiro. Chee se quedó petrificado. Un trueno estalló sobre la meseta. Silencio. Y, en medio del silencio, el leve sonido de una inspiración y una espiración. Una respiración regular. Parecía proceder del suelo. ¿Tal vez alguien que estaba durmiendo? Chee se sacó la linterna del bolsillo posterior, cubrió la lente con varios dobleces del faldón de la camisa, se agachó y apuntó con la luz hacia el sonido. Encendió y apagó la linterna.
La mortecina luz reveló a un menudo anciano tendido boca arriba en el suelo. Llevaba tan sólo unos calzoncillos, una camisa azul y unos mocasines. Parecía dormido. Todavía agachado, Chee avanzó dos pasos y volvió a encender la linterna. Tenía el cabello cortado con el tradicional flequillo de los hopis y lucía una especie de pintura ceremonial en la frente y las mejillas. ¿Dónde estaban los pantalones? Chee encendió nuevamente la linterna. La habitación estaba por completo vacía. ¿Qué estaría haciendo allí aquel hombre? Probablemente estaba borracho y había entrado para dormir la mona.
Chee volvió a guardarse la linterna en el bolsillo. Oyó de nuevo la pregunta ritual del patrullero. Regresó a la habitación anterior. Aún quedaban cuarenta minutos de espera. Podría seguir vigilando el Lincoln. Se acercó a la puerta. Era noche cerrada, pero la plaza, a pesar de las nubes que cubrían el cielo, estaba mucho más clara que el interior de la casa en que Chee se encontraba. El patrullero-sacerdote de la Sociedad de los Dos Cuernos se acercó despacio al Lincoln, se detuvo a su lado y permaneció de pie junto a la portezuela, inclinándose hacia el hombre del sombrero de paja. En medio del silencio, Chee oyó el murmullo de una voz. Después, otra voz. ¿Tal vez el patrullero, preguntándole al del sombrero de paja qué estaba haciendo allí? ¿O diciéndole que se largara? ¿Qué haría el del sombrero de paja? ¿Y por qué West, o quien hubiera organizado la cita, no había previsto aquel obstáculo en su plan?
Mientras pensaba en la pregunta, a Chee se le ocurrió la respuesta a la anterior. A varias preguntas anteriores. El hombre de la habitación del fondo no estaba borracho. No se hubiera emborrachado durante las ceremonias. El dulzón olor químico era de cloroformo. El hombre no llevaba pantalones sino una túnica ceremonial. Y unas matracas de caparazón de tortuga. Lo habían dejado inconsciente y le habían robado su traje de los Dos Cuernos.
Junto al Lincoln azul, el sacerdote de los Dos Cuernos se estaba alejando rápidamente de la ventanilla del automóvil. Ya no matraqueaba al caminar.
Hubo un cegador destello de luz blanco-azulada, seguido casi inmediatamente del estampido de un trueno. La luz iluminó de lleno al sacerdote de los Dos Cuernos. Corría por delante de la kiva en dirección a una calleja que conducía a la plaza superior. Debía de ser West. Pero hubiera tenido que llevar dos carteras de documentos. Hubiera tenido que llevar quinientos mil dólares. Sin embargo, no llevaba nada. Chee vaciló un instante y después corrió hacia el Lincoln. Las primeras gotas le alcanzaron mientras cruzaba la plaza. Unas enormes y heladas gotas de agua, al principio dispersas, que pronto se convirtieron en un gélido y atronador torrente.
Otro relámpago. Un hombre rubio de elevada estatura emergió de un edificio en ruinas algo más allá de donde se encontraba aparcado el Lincoln. Sostenía algo en la mano, tal vez una pistola. Se acercaba rápidamente al automóvil, lo mismo que Chee. El resplandor del relámpago no reveló demasiadas cosas, simplemente el rubio con una camisa azul y gris y el Lincoln, donde ya no se veía el sombrero.
El rubio llegó al automóvil unos segundos antes que Chee. Chee no tenía intención de detenerse, no tenía tiempo para detenerse. El Lincoln azul y el sombrero de paja no le interesaban en aquel momento. Pero el rubio le detuvo.
- Ayúdele -dijo, levantando la mano izquierda.
La lluvia se había convertido en un diluvio. Chee sacó la linterna y la encendió. La lluvia le azotaba la nuca y bajaba por el rostro del rubio. Parecía aturdido y sostenía en la mano derecha una pistola chorreando agua.
- Guarde la pistola -dijo Chee, abriendo la portezuela delantera del Lincoln.
El sombrero de paja había caído bajo el volante y el hombre de mediana edad que lo llevaba también había caído de lado, con la cabeza inclinada hacia el otro asiento. Bajo la luz amarilla de la linterna, la sangre que manaba de la garganta sobre la tapicería azul pálido parecía de color negro. Chee se inclinó un poco más para ver mejor. Las lesiones parecían causadas por un cuchillo decaza. Sobre todo, en la garganta y el cuello…, por lo menos una docena de salvajes cuchilladas.
Chee se apartó.
- Ayúdele -dijo el rubio.
- No puedo ayudarle -contestó Chee-. Nadie puede ayudarle. Le ha matado.
- El maldito indio -dijo el rubio-. ¿Por qué lo ha hecho?
Había dos carteras de documentos en el suelo del automóvil bajo el asiento del pasajero. La sangre goteaba sobre una de ellas desde el asiento. West hubiera podido tomarlas, inclinándose simplemente hacia el interior del coche. Había pedido quinientos mil dólares. ¿Por qué no se los había llevado?
- No era un indio -contestó Chee-. Y yo no sé por qué.
Pero justo en aquel momento, comprendió por qué. West quería venganza, no dinero. Se trataba de eso. El viento oscuro dominaba los pensamientos de Jake West. Chee abandonó al rubio que permanecía de pie junto al Lincoln y cruzó la plaza corriendo. West se estaría dirigiendo hacia su jeep. Ignoraba que alguien supiera dónde lo había dejado aparcado.
ñ