Capítulo 20

Chee dio un rodeo por el norte para regresar a casa a través de Santa Fe y Chama, en lugar de dirigirse al sur por el valle de Río Grande a través de Albuquerque. Siguió la ruta del norte porque el paisaje era más bonito. Quería pasar las cintas que había grabado del Canto Nocturno de Frank Sam Nakai y aprenderse de memoria otra parte de aquel complicado ritual de ocho días de duración. La belleza le ayudaría a alcanzar el estado de ánimo necesario para concentrarse. Pero en aquella ocasión no le dio resultado. Su mente seguía girando en torno a las cuestiones no resueltas. ¿Dedos de Hierro? «Demasiado inteligente», había dicho Archer, pero no lo bastante como para no regalarle a una chica una joya robada. ¿Habría Johnson provocado deliberadamente la muerte de Thomas Rodney West en el patio de la prisión? Y, en caso afirmativo, ¿por qué? ¿Quién había sacado el cuerpo de Palanzer de la camioneta? ¿Y por qué habían dejado el cuerpo allí, envuelto en su brumoso capullo de Lysol?

La luna asomó por encima de las melladas peñas de la cordillera de la Sangre de Cristo, cerniéndose en el oscuro y despejado cielo como una gran rocaluminosa que inundara el paisaje con su diáfana luz. Al llegar a la aldea de Abiquiu, se detuvo en la gasolinera de la Standard, llenó el depósito y utilizó el teléfono público. Llamó al domicilio particular de Vaquero Dashee. El teléfono sonó seis veces antes de que Vaquero contestara. Dashee estaba durmiendo.

- No pensaba que los solteros se acostaran tan temprano -dijo Chee-. Perdona, pero necesito saber una cosa. ¿Han encontrado la droga?

- No encontramos nada, hombre -contestó Dashee-. Por eso intentaba dormir un poco. El sheriff quiso que estuviéramos allí al amanecer. Todos pensaban que habrían transportado la droga en la camioneta arroyo arriba y que después la habrían escondido en los alrededores. Si la escondieron, no conseguimos encontrarla.

- ¿Sabe alguien realmente lo que buscáis? -preguntó Chee-. ¿Se sabe la cantidad o cuánto pesa o el tamaño del agujero necesario para esconderla?

- Parece que sí -contestó Vaquero-. Dijeron que debía de pesar unos cincuenta kilos más o menos, con un volumen equivalente al de tres sacos de harina de veinte kilos. O tal vez varios paquetes más pequeños.

- O sea que saben lo que buscan -dijo Chee-. ¿Estuvo allí la DEA?

- Estuvo Johnson. Y un par de agentes del FBI de Flagstaff.

- ¿Y no habéis descubierto nada interesante? ¿Ni droga ni armas ni mensajes sobre la forma de recuperar el cargamento, ni cadáveres ni mapas? ¿Absolutamente nada?

- Hemos encontrado algunas huellas. Pero no sirvieron de nada. Allí no se encontró el escondrijo de la droga. Si en principio la llevaron hasta allí en la GMC, después debieron de llevarla a otro sitio, pero no hemos descubierto ningún rastro. No tendría sentido. Piénsalo. Ningún sentido.

Chee lo pensó intermitentemente mientras se dirigía al norte hacia Chama y después giraba al oeste para atravesar la inmensa reserva apache de Jicarilla. Tal como había dicho Vaquero, no tenía ningún sentido. Otro nudo absurdo que habría que desenredar. A Chee sólo se le ocurría un posible lugar para descubrir el extremo del hilo. El individuo que estaba destrozando el molino de viento número 6 había sido testigo involuntario del accidente de avión. Debió de ver algo. Sería simplemente cuestión de encontrarlo.

Ya era la tarde cuando Chee regresó al molino de viento. Mientras lo contemplaba, comprendió que un ser humano sensato y sensible pudiera llegar a detestarlo. Era una forma incongruente y discordante. Contrastaba con la suave ladera en la que se levantaba. El sol arrancaba reflejos dolorosamente chillones del revestimiento de cinc que lo protegía del moho, y la brisa provocaba chirriantes y desagradables gruñidos. La última vez que había estado allí su estado de ánimo era alegre como la mañana y el molino se le había antojado un inofensivo objeto neutral. Pero, en aquel momento, el calor brotaba del paisaje reseco, el viento árido llevaba polvo en suspensión y su estado de ánimo era tan negativo como el tiempo. Aquel feo objeto representaba una injusticia para miles de navajos. Cualquiera de ellos hubiera podido destrozarlo, o todos ellos o cualquier miembro de sus numerosas familias. Quizá lo destrozaban por turnos. En cualquier caso, él no se lo reprochaba y jamás resolvería el misterio. Quizá no fuera un navajo. Tal vez era un hopi amante del arte, cuyo sentido de la estética se consideraba ultrajado.

Chee pasó junto al depósito de acero de almacenamiento y le echó un vistazo. Totalmente seco. Un depósito de polvo. Apoyado contra el caliente metal, Chee hizo inventario de lo que sabía. Todo era negativo. El gamberro utilizaba siempre medios muy sencillos, nada de dinamita, sopletes o maquinaria. En otras palabras, nada que se pudiera identificar. Al parecer, llegaba a pie o a caballo puesto que Chee nunca había encontrado huellas de neumáticos. Jake West había apuntado la posibilidad de que no fuera un navajo de la zona. Puede que West se equivocara o que tratara de desviar sus investigaciones para proteger a algún amigo. Sin embargo, West no se había equivocado con respecto a la eficiencia del Buró de Asuntos Indios. Al parecer, los del BAI habían traído las piezas equivocadas o habían cometido algún error. La caja de engranajes aún no funcionaba y los crujidos y gemidos del molino eran tan impotentes como lo habían sido durante casi todo el verano.

Chee repitió el metódico examen del terreno, avanzando en círculos cada vez más amplios. No encontró cigarrillos manchados con desteñido carmín, ningún destornillador en cuyo mango hubieran quedado impresas huellas dactilares, ningún billetero conteniendo el carnet de conducir con la foto del gamberro del molino, ninguna huella de pisadas, ninguna huella de neumático, nada de nada. Aunque tampoco lo esperaba. Se sentó en la ladera, ahuecó la mano para protegerse del viento polvoriento y consiguió encender un cigarrillo. Luego estudió el molino, frunciendo el ceño. No había encontrado nada en concreto, pero algo se agitaba en su subconsciente. ¿Habría encontrado algo sin darse cuenta? ¿Qué había encontrado exactamente? Casi nada. Incluso las heces de conejo y las huellas de las ratas canguro eran antiguas. Los pequeños roedores del desierto que se congregan alrededor de los lugares donde hay agua se habían marchado. El año anterior, las inevitables filtraciones alrededor del molino les habían proporcionado agua en abundancia. Pero ahora los girasoles, las plantas rastreras y los ásters del desierto que crecían alrededor del depósito de almacenamiento no eran más que tallos muertos. Las plantas habían muerto y los roedores se habían ido porque el gamberro había destruido su posibilidad de vivir allí. La ecología del desierto había recuperado el equilibrio en aquella ladera de la colina. Los roedores habrían regresado al arroyo donde se filtraba el agua del manantial, con sus pahos y su espíritu guardián, pensó Chee, aunque el manantial también estaba prácticamente seco. Víctima de la sequía. ¿O acaso no?

Chee se levantó, apagó el cigarrillo y bajó corriendo por la ladera en dirección al arroyo. Trotó por el fondo arenoso, siguiendo el camino que habían trazado los mocasines del guardián del santuario. El santuario estaba tal como lo había dejado. Chee se agachó bajo el saliente de pizarra, procurando no tocar los pahos. Cuando estuvo allí la primera vez, sobre el granito situado bajo el saliente había una película de agua tan fina que apenas era un resto de humedad. Chee examinó la superficie de la roca. La humedad se había extendido. No mucho, pero se había extendido. El manantial apenas tenía agua cuando él estuvo allí la primera vez. Y seguía sin tener demasiada. Pero no se estaba muriendo.

Chee regresó a la furgoneta, subió y se alejó sin mirar hacia atrás. Su tarea en el molino había terminado. No había ningún misterio. Se detendría en la tienda de Burnt Water y llamaría a Vaquero Dashee. Le diría que tenía que hablar con el guardián del santuario. Vaquero no estaría muy conforme, pero le ayudaría.

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