Capítulo 23

El informante contactó con Chee justo en el momento en que éste se desviaba de la carretera Burnt Water-Wepo para pisar el asfalto de la carretera navajo 3. Se había recibido una notificación de la Patrulla de Carreteras de Arizona. Una de las unidades había observado a Priscilla Bisti y a sus chicos cargando seis cajas de botellas de vino en su furgoneta en la localidad de Winslow aquella misma mañana. La señora Bisti había sido vista conduciendo en dirección norte hacia la Reserva Navajo por la Arizona 58.

- ¿A qué hora?

- Sobre las diez y catorce minutos -contestó el informante.

- ¿Alguna otra cosa?

- No.

- ¿Podrías echar un vistazo a mi escritorio, a ver si tengo algún mensaje telefónico?

- No estoy autorizada para hacerlo -contestó el informante.

El informante era Shirley Topaha, salida hacía apenas dos años del Instituto de Tuba City donde era animadora del equipo de los Tigres de Tuba City. Tenía ojos bonitos, dientes muy blancos, piel suave y figura regordeta. Chee había observado cada uno de estos detalles, junto con su tendencia a coquetear con todos los oficiales, visitantes, prisioneros, etc., con tal de que fueran varones.

- El capitán no se enterará -dijo Chee-. Me ahorraría mucho tiempo. Te agradecería que lo hicieras.

- Te volveré a llamar -dijo Shirley Topaha.

Lo hizo unos cinco minutos más tarde, cuando Chee ya llevaba unos minutos circulando hacia el oeste en su furgoneta en dirección a Moenkopi y Tuba City. Lo cual fue una lástima, porque le obligó a detenerse y dar media vuelta.

- Dos llamadas -dijo Shirley-. Una dice: llamar a Johnson, DEA, con un número de Flagstaff -la joven le facilitó el número-. Y la otra dice: llamar por favor a la señorita Pauling al motel hopi.

- Gracias, Shirley -dijo Chee.

- De nada -contestó Shirley.

El recepcionista del motel del Centro Cultural Hopi llamó a la habitación de la señorita Pauling y, a los cinco timbrazos, anunció que no estaba. Chee se dirigió al comedor del motel. La encontró sentada a una mesa de un rincón con una taza de café delante, enfrascada en la lectura de la Gazette de Phoenix.

- Me ha dejado un recado -dijo Chee-. ¿Ha vuelto Gaines?

- Sí -contestó ella-. Siéntese. ¿Sabe cómo se interviene un teléfono? -preguntó, excitada.

- ¿Cómo se interviene un teléfono? -repitió Chee, sentándose-. ¿Qué es lo que ocurre?

- Se recibió un mensaje para Gaines -dijo la señorita Pauling-. Alguien llamó y lo dejó. Dijeron que volverían a llamar a las cuatro y, en caso de que le interesara que yo hiciera un trato, que estuviera en su habitación para recibir la llamada.

- ¿El recepcionista le ha mostrado el mensaje?

- Claro -contestó ella-. Nos registramos juntos y tenemos habitaciones contiguas. Pero no disponemos de mucho tiempo -añadió, consultando su reloj-. Menos de media hora. ¿Podemos intervenir el teléfono?

- Señorita Pauling -dijo Chee-. Estamos en Second Mesa, Arizona. No sé cómo se interviene un teléfono.

- Creo que es muy fácil -dijo ella.

- Parece fácil en la televisión. Pero hay que disponer de ciertas herramientas. Y hay que saber hacerlo.

- ¿Podría llamar a alguien?

- Tardaríamos más de tres días en conseguir que alguien interviniera un teléfono -contestó Chee-. En la Policía Navajo no tocamos este asunto. Si llama al FBI en Phoenix, ellos sí sabrán hacerlo, pero necesitarán un mandamiento judicial.

Y, además, pensó Chee, está Johnson, de la DEA, que no se preocupará demasiado por los mandamientos judiciales y probablemente llevará las herramientas necesarias en el bolsillo. Chee se preguntó por qué razón quería Johnson que le llamara. No pensaba llamarle.

La señorita Pauling se mordía el labio inferior con los dientes.

- ¿Y si escucháramos a través de la pared? -sugirió Chee-. ¿Dónde tienen los teléfonos? ¿Se puede oír de una habitación a la otra?

Ella lo pensó.

- Pues lo dudo -contestó-. Aunque hablaba en voz alta.

Chee consultó su reloj. Eran las 3.33 de la tarde. Faltaban unos veintisiete minutos más o menos para que Dedos de Hierro llamara a Ben Gaines y cerrara un trato para cambiar las dos maletas de aluminio llenas de cocaína por… ¿por qué? Probablemente por una enorme suma de dinero. Para que el cambio prosperara, Musket tendría que indicar un lugar y una hora. Chee deseó tener las pinzas, los auriculares o lo que hiciera falta para escuchar en secreto una llamada telefónica.

- ¿Y si le dijéramos al tipo de la centralita que, cuando se reciba la llamada, Gaines estará en la habitación que usted ocupa y que por favor se la pase a su teléfono?

- No daría resultado -contestó ella.

Chee lo comprendió nada más decirlo.

- No lo dará a menos que yo pudiera imitar la voz de Gaines.

- Y no podría -dijo la señorita Pauling, sacudiendo la cabeza.

- Creo que no.

Chee reflexionó.

- ¿En qué está pensando? ¿En algo que nos pueda ser útil?

- No -contestó Chee-. Pensaba que podríamos intentar introducirnos en la parte de atrás de la centralita y empalmar los cables.

Inmediatamente se encogió de hombros, desechando la idea.

- No -dijo la señorita Pauling-. Creo que es una centralita GTE. Se necesitan herramientas.

- ¿Una centralita GTE? -preguntó Chee, mirándola con asombro.

- Me parece que sí. Es como la que teníamos en el instituto.

- ¿Sabe usted algo de centralitas telefónicas?

- Fui telefonista durante casi un año. Alternándolo con trabajos de archivo y otras cosas.

- ¿Podría manejar ésta de aquí?

- Cualquiera puede manejar una centralita -contestó ella-. Si uno tiene la inteligencia suficiente para adiestrarse -añadió, riéndose-. No es un trabajo especializado. Tres minutos de instrucciones y…

La señorita Pauling no terminó la frase.

- ¿Y el telefonista puede escuchar todas las conversaciones?

- Claro -contestó ella, frunciendo el ceño-. Pero no van a permitir que…

- ¿Cuánto tiempo nos queda? Inventaré alguna excusa para apartar al hopi de la centralita y usted atenderá la llamada.

Más tarde, a Chee se le ocurrieron otras posibilidades mucho mejores que la de provocar un incendio. Menos llamativas, menos peligrosas y con el mismo efecto. Pero, en aquel momento, sólo disponía de unos veinte minutos. La única idea creativa era un incendio.

- Pague la cuenta -le dijo a la señorita Pauling, entregándole un billete de diez dólares-. No se aleje de la centralita. Cuando falten dos o tres minutos para las cuatro, vendré corriendo y me llevaré al recepcionista.

La materia prima que necesitaba se encontraba en el mismo lugar donde la había visto. Un montón de hojarasca de plantas rastreras había sido empujado por el viento hacia un rincón de la parte posterior del museo del centro cultural. Chee observó la hojarasca con inquietud. Todavía estaba un poco mojada a causa del chaparrón de la víspera, pero aun así, ardería con voraces llamas rojas. El montón de hojarasca era ligeramente más grande de lo que recordaba. Chee miró nerviosamente a su alrededor. La maleza se había amontonado en el rincón formado por los dos muros de bloques de cemento que constituían la parte posterior del museo, fuera de la vista. Confiaba en que nadie le viera. Ya imaginaba los titulares: policía navajo sorprendido cuando provocabaun incendio en un centro hopi. el oficial ha sido acusado del incendio del centro cultural. Ya se imaginaba dándole explicaciones al capitán Largo. Pero no había tiempo para pensar en ello. Un rápido vistazo a su alrededor. Encendió una cerilla y la sostuvo bajo la espinosa maraña de tallos grisáceos. La hojarasca de maleza que siempre ardía en un santiamén, se encendió, se apagó, ardió sin llama y volvió a encenderse y apagarse varias veces. Chee encendió otra cerilla, buscó un punto más seco y consultó nerviosamente su reloj. Menos de seis minutos. El fuego prendió en la hojarasca y enseguida surgieron las llamas, provocando un súbito calor y una brumosa humareda blanca. Chee retrocedió y las abanicó enérgicamente con la gorra del uniforme. (Como alguien me esté observando, pensó, no salgo de la cárcel en toda mi vida.) El fuego empezó a crepitar, provocando la reacción en cadena del calor. Con la gorra en la mano, Chee corrió hacia el despacho del motel.

Cruzó la puerta y se acercó al mostrador de recepción. El joven recepcionista estaba conversando con una hopi de mediana edad.

- Lamento interrumpirles -dijo Chee-, ¡pero algo está ardiendo allí fuera!

Los hopis le miraron cortésmente.

- ¿Ardiendo? -preguntó el recepcionista.

- Ardiendo -contestó Chee, levantando la voz-. Sale humo del tejado. Creo que hay un incendio en el edificio.

- ¡Un incendio! -gritó el hopi, saliendo apresuradamente de detrás del mostrador.

La señorita Pauling se encontraba de pie junto a la entrada de la cafetería, observando la escena con inquietud.

El fuego devoraba furiosamente la hojarasca cuando doblaron la esquina. El recepcionista le echó un vistazo.

- Procure apartarlo de la pared -le gritó a Chee-. Voy por agua.

Chee consultó su reloj. Las cuatro menos tres minutos. ¿Habría empezado demasiado pronto? Pisó la maleza con las botas, apartando a un lado un montón que aún no se había quemado para retrasar la propagación de las llamas. El hopi regresó con dos cubos de agua en compañía de otros dos hombres. La maleza ardía ahora con la resinosa furia propia de las plantas del desierto. Chee combatió el fuego con muy buena voluntad, inhalando el humo acre y tosiendo mientras le escocían los ojos y se le llenaban los ojos de lágrimas. En poco más de un minuto, el fuego se apagó. Uno de sus ayudantes estaba examinando las quemaduras que le habían producido unas pavesas en los pantalones vaqueros. Chee se frotó los ojos llorosos.

- No sé cómo se habrá producido -dijo-. Jamás hubiera creído que eso pudiera arder después de la lluvia de anoche.

- Malditos hierbajos -exclamó el hopi-. A saber cómo se habrán quemado -añadió, mirando a Chee.

Chee creyó adivinar una sombra de sospecha en sus ojos.

- Tal vez un cigarrillo -dijo, removiendo con el pie los ennegrecidos restos del incendio.

El incendio había durado más de lo que parecía. Ya eran las cuatro y cuatro minutos.

- Ha ennegrecido la pared -dijo el hopi-. Habrá que volver a pintarla -añadió, volviéndose para regresar al despacho del motel.

- Alguien tendría que echar un vistazo al tejado -dijo Chee-. Las llamas lamían el parapeto.

El hopi miró hacia el tejado con escepticismo.

- No hay humo -dijo-. Ya está todo arreglado, además, el tejado aún debía de estar húmedo.

- Pues, a mí me ha parecido ver humo -insistió Chee-. Sería terrible que el fuego prendiera ese tejado alquitranado. ¿Hay alguna forma de subir hasta allí?

- Será mejor que lo compruebe -dijo el recepcionista, alejándose rápidamente en la otra dirección.

En busca de una escalera de mano, pensó Chee, confiando en que la escalera estuviera muy lejos.

La señorita Pauling, nerviosa y aturdida, estaba saliendo de detrás del mostrador de recepción cuando Chee cruzó la puerta. Estaba muy pálida y parecía estar confusa.

Chee la tomó del brazo y se la llevó fuera hacia la furgoneta. El recepcionista estaba cruzando el patio con una escalera de aluminio.

- ¿Han llamado?

La señorita Pauling asintió, todavía sin habla.

- ¿Alguien la ha visto?

- Sólo dos clientes -contestó ella-. Querían pagar la cuenta del almuerzo. Les dije que dejaran el dinero encima del mostrador. ¿Hice bien?

- Claro -dijo Chee, abriendo la portezuela del coche para que ella subiera mientras él se sentaba al volante.

Ninguno de los dos dijo nada hasta que el vehículo abandonó el aparcamiento y enfiló la autopista.

- Tiene gracia -dijo entonces la señorita Pauling, soltando una carcajada-. Jamás me había llevado un susto semejante desde que era niña.

- Pues, sí que la tiene -convino Chee-. Aún no se me han calmado los nervios.

Ella volvió a reírse.

- Creo que una se asusta pensando en la vergüenza que va a pasar. Y en lo que va a decir si la encuentran allí detrás del mostrador, jugando a la telefonista.

- Exacto -dijo Chee-. ¿Qué puedes decir si te preguntan: «Pero, oiga, ¿qué hace usted aquí, quemándome el centro cultural?».

La señorita Pauling consiguió controlar su nerviosismo.

- Pero la llamada se recibió -dijo.

- Debió de ser muy corta -dijo Chee.

- Por suerte.

- ¿Qué ha averiguado?

- Era un hombre. Pidió hablar con Gaines y Gaines contestó al primer timbrazo. El hombre le preguntó si quería recuperar las maletas y…

- ¿Dijo maletas?

- Maletas -confirmó la señorita Pauling-. Y Gaines dijo que sí, por supuesto, y el hombre dijo que podrían llegar a un acuerdo. Añadió que costaría quinientos mil dólares y que tendrían que ser en billetes de diez y veinte dólares y no en orden consecutivo, en dos carteras de documentos, y que éstas deberían ser entregadas personalmente por el jefe. Gaines contestó que eso sería difícil y el hombre repuso que o el jefe o no habría trato. Gaines dijo que llevaría algún tiempo. Por lo menos, veinticuatro horas. Dijo que el intercambio se efectuaría a las nueve de la noche dentro de dos días.

- El viernes por la noche -dijo Chee.

- El viernes por la noche -convino la señorita Pauling-. El hombre dijo que estuviera preparado para las nueve de la noche del viernes y colgó el auricular.

- ¿Eso fue todo?

- El hombre dijo que volvería a ponerse en contacto con Gaines para indicarle el lugar de la cita. Y entonces colgó.

- ¿Pero no mencionó el lugar?

- No.

- ¿Dijo alguna otra cosa?

- Ésa es la esencia de lo que dijo.

- ¿Explicó por qué quería que el dinero se lo entregara el jefe?

- Dijo que no se fiaba de nadie más. Y que en presencia del jefe nadie se atrevería a intentar una jugarreta.

- ¿Se mencionó algún nombre?

- Sí -contestó la señorita Pauling-. El hombre llamó Gaines a Gaines y, en determinado momento, Gaines dijo algo como «Palanzer». Dijo algo así como: «No comprendo por qué lo haces, Palanzer. Hubieras ganado prácticamente lo mismo». Eso fue después de que el hombre, Palanzer, supongo, dijera que quería cobrar los quinientos mil.

- ¿Y qué contestó el hombre?

- Se rió. O pareció que se reía. La voz sonó amortiguada durante toda la conversación…, como si hablara con algo en la boca.

- O con algo sobre la boca -dijo Chee-. ¿Concretó que tendría que ser a las nueve de la noche?

- Dijo: «A las nueve de la noche en punto» -contestó ella, asintiendo con la cabeza.

Chee se apartó de la carretera, dio una vuelta para retroceder y regresó al motel. Olía a humo.

- Bueno -dijo la señorita Pauling-. Ahora ya sabemos quién lo tiene y cuándo harán el intercambio.

- Pero no dónde -dijo Chee.

¿Por qué la voz amortiguada?, se preguntó. Porque el comunicante debía de ser el viejo Dedos de Hierro y porque Dedos de Hierro quería que Gaines pensara que su interlocutor era Palanzer. Joseph Musket, a pesar de los años que llevaba conviviendo con los blancos, no habría perdido su pronunciado acento navajo.

- ¿Cómo podemos averiguar dónde?

- Eso habrá que pensarlo -contestó Chee.

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