Capítulo 22
Chee descubrió las huellas cuando se apartó del asfalto para adentrarse en el camino sin asfaltar que pasaba junto a la tienda de artículos generales de Burnt Water y seguía en dirección nordeste hacia el lecho del Wepo. Las huellas significaban simplemente que alguien se había levantado todavía más temprano que él. Significaban que un vehículo había pasado por allí después del aguacero de la víspera. Sólo empezó a mostrar interés cuando descubrió las huellas en el fondo del lecho. Detuvo la furgoneta y descendió para examinarlas con más detenimiento. Los neumáticos eran casi nuevos, con las llantas propias de los automóviles de pasajeros y las furgonetas de reparto. Chee las memorizó más por costumbre que por un propósito definido, reflejo de una vida en la que la memoria es muy importante. Cabía la posibilidad de que el sheriff adjunto Dashee se hubiera acercado por allí aquella mañana, pero los neumáticos de Dashee eran Goodyear mientras que aquellas huellas correspondían a Firestone. ¿Quién podía haber subido en automóvil por el lecho del Wepo al amanecer? ¿Adónde podía ir si no al lugar del accidente? ¿Sería Dedos de Hierro, regresando al escenario de su delito? Chee conducía despacio, procurando no hacer ruido con el motor y mantener los ojos bien abiertos. En cuanto las primeras luces del alba se lo permitieron, apagó los faros. Dos veces se detuvo para escuchar. No oyó más que los gorjeos matutinos de los pájaros, disfrutando de su primer día después de la lluvia. Volvió a detenerse en un arroyo lateral por el que se accedía al camino del molino de viento. Las huellas de neumáticos nuevos proseguían lecho arriba. Chee se adentró por el arroyo de la derecha. Tenía una buena razón oficial para visitar el molino. Le habían advertido que no se acercara al avión.
Una bandada de cuervos ocupaba la zona del molino y la inmóvil aspa de dirección. Cuando se acercó la furgoneta de Chee, los pájaros emitieron unos roncos graznidos de alarma. Chee aparcó, procurando ocultarse detrás del depósito de agua, y se encaminó directamente hacia el santuario. La tierra reseca había absorbido casi toda el agua de la lluvia, pero el chaparrón había sido lo bastante brusco como para producir un surco de unos tres centímetros de profundidad en el fondo del arroyo, tras limpiar su superficie. No se observaba ninguna huella reciente.
Chee se tomó las cosas con calma, deteniéndose de vez en cuando para escuchar. Ya estaba muy cerca de la desembocadura del arroyo en el lecho del Wepo cuando vio por primera vez las huellas de unas pisadas. Las inspeccionó. Alguien había subido unos ciento cincuenta metros arroyo arriba y después había vuelto a bajar. La desembocadura del arroyo se encontraba a unos cuatrocientos metros corriente arriba del lugar del accidente. Chee se detuvo junto a un frondoso arbusto. Un Chevrolet Blazer blanco se encontraba aparcado junto a los restos del aparato. Vio a dos hombres. Reconoció a Collins, el rubio que le había esposado en su caravana; el otro le era vagamente familiar. Era un poco grueso, de mediana edad, vestido con pantalón caqui y camisa y tocado con un gorro de visera. Ambos hombres se encontraban separados por una distancia de unos cincuenta metros. Buscaban algo en la otra orilla del lecho, removiendo los matorrales y examinando las grietas. Collins trabajaba corriente abajo, lejos de donde Chee se encontraba. El otro hombre estaba subiendo corriente arriba hacia Chee. ¿Dónde le había visto antes?, se preguntó Chee. Tenía la sensación de haberle visto recientemente. Probablemente, otro policía federal de alguna parte. Mientras lo pensaba, oyó unas pisadas a su espalda.
Se escondió entre el arbusto, agachándose para resultar menos visible. Desde aquella posición sólo podía ver parcialmente al hombre que estaba pasando por delante de la desembocadura del arroyo. Pero le vio lo bastante como para reconocer a Johnson, caminando despacio con un trozo de madera en la mano.
Johnson se detuvo. Chee no podía verle la parte superior del cuerpo, pero, por la forma de moverse, parecía estar mirando hacia la parte alta del arroyo. Chee contrajo los músculos y contuvo la respiración. Al final, Johnson se apartó.
- ¿Habéis encontrado algo?
Chee oyó una respuesta. Una voz que pudo ser de Collins.
- Nada.
Las piernas de Johnson se perdieron corriente abajo.
Chee se acercó cautelosamente a la desembocadura del arroyo. Hasta que consiguiera localizarle, Johnson podía estar en cualquier sitio. Oyó la voz del agente de la DEA cerca del lugar del accidente y respiró más tranquilo. Ahora podía ver a los tres hombres, discutiendo algo bajo el ala inclinada del aparato. Después, subieron al vehículo y Johnson se sentó al volante. Con las ruedas girando sobre la arena húmeda, el automóvil dio una rápida vuelta y se alejó corriente abajo. Si habían encontrado una maleta de aluminio, no la habían cargado en el Blazer.
Chee pasó un cuarto de hora comprobando minuciosamente dónde y cómo habían buscado Johnson y sus amigos. El aguacero de la víspera, pese a su escasa intensidad, había limpiado el lecho arenoso del Wepo. Todas las huellas de aquella mañana resultaban tan claras como marcas de tiza en una pizarra limpia. Johnson y sus compañeros habían buscado cuidadosamente en todas las grietas del lecho y alrededor de la roca de basalto. Habían removido los arbustos, las maderas sueltas, las hendiduras. No pasaron por alto ningún lugar en que hubiera podido ocultarse una maleta de tamaño mediano.
Chee se sentó bajo el ala del avión para ordenar sus pensamientos. Después del chaparrón, la mañana era húmeda y aún se veían algunos restos de niebla alrededor de las laderas superiores de Big Mountain. Algunas nubes blancas presagiaban otra tarde de posibles tormentas. Se sacó el cuaderno de notas del bolsillo y volvió a leer los apuntes de la víspera. En la parte con el encabezamiento «Dashee», añadió otra observación: «Johnson ha averiguado inmediatamente lo que el viejo hopi nos dijo. ¿Cómo?».
Estudió la pregunta. Al regresar a Flagstaff, Vaquero habría mecanografiado un informe, tal como había hecho Chee en Tuba City. Estaba claro que Johnson se había enterado de la existencia de las maletas durante la noche. ¿A través del propio Dashee? ¿A través del hombre que estaba de servicio aquella noche en el despacho del sheriff?
Chee cerró el cuaderno de notas y masculló una maldición en navajo. ¿Qué más daba? En realidad, no sospechaba de Vaquero. Sus pensamientos seguían una dirección equivocada. «Todo tiene una dirección adecuada -le hubiera dicho su tío-. Tienes que hacerlo en la dirección del sol. Desde el este hacia el sur, el oeste y finalmente el norte. Así se desplaza el sol, así te das la vuelta cuando entras en un hogan, así se mueve todo. Y así es cómo tienes que pensar.» Pero ¿qué significaban las abstractas generalizaciones navajas de su tío en aquel caso concreto? Significaban, pensó Chee, que hay que empezar por el principio y llegar paso a paso al final.
Pero ¿dónde estaba el principio? Personas en posesión de cocaína en México. Personas que querían comprarla en los Estados Unidos. Y alguien que trabajaba por cuenta de un grupo o del otro y que conocía un buen lugar secreto para el aterrizaje de un avión. Joseph Musket o el joven West o quizá los dos, con la colaboración del padre de West. Musket sale de la cárcel, viene a Burnt Water y prepara el aterrizaje.
Chee interrumpió sus elucubraciones para examinarlas.
Entonces la DEA se entera de algo. Johnson visita a West en la cárcel, lo amenaza y provoca su asesinato.
Chee volvió a detenerse, sacó el cuaderno de notas, buscó la página correspondiente y escribió: «¿Johnson provoca el asesinato de West? En caso afirmativo, ¿por qué?».
Un par de días más tarde, un desconocido es asesinado en Mesa Negra, quizá a manos de Dedos de Hierro Musket. Tal vez a manos de un brujo. O acaso Dedos de Hierro es un brujo. Quizá no hubo la menor relación entre el desconocido y todo lo demás. Tal vez era un simple vagabundo, una víctima accidental de la maldad. Tal vez, pero Chee lo dudaba. Nada en su mentalidad navajo le había preparado para aceptar de buen grado que a veces se producen coincidencias.
Dejó la cuestión del desconocido sin resolver y pasó a la noche del accidente. Debía de haber tres hombres en la camioneta GMC cuando llegó el avión. Uno de ellos ya debía de estar muerto. Un cadáver sentado en el asiento posterior y un hombre retenido a punta de pistola. ¿Empuñada tal vez por Dedos de Hierro? Dos forasteros llegados para supervisar la entrega de la cocaína. Reunidos previamente con Musket para que éste les acompañe al lugar del aterrizaje. Musket mata a uno y deja vivo al otro. ¿Por qué? Porque sólo aquel hombre sabía indicarle al piloto un aterrizaje seguro. Debió de ser por eso. Una vez efectuadas las señales luminosas, mata al hombre. ¿Por qué Dedos de Hierro deja un cuerpo y oculta el otro? ¿Para confundir a los propietarios de la droga con respecto al autor del robo? Posiblemente. Chee lo pensó. La cuestión del cuerpo le preocupó desde un principio, y le seguía preocupando. Musket, o quien llevara el volante, debió de planear enterrarlo más tarde. Pero ¿por qué enterrarlo cuando hubiera sido más fácil conducirlo a algún arroyo y dejárselo a los animales carroñeros?
Chee se levantó, se sacó la navaja del bolsillo y abrió la hoja más larga para hurgar en el fondo del lecho. La hoja se hundió con facilidad en la arena húmeda. Pero, a unos cinco centímetros por debajo de la superficie, la tierra era compacta. Chee miró a su alrededor. El afloramiento de basalto era una barrera alrededor de la cual se arremolinaba el agua. Allí, el fondo sería irregular. En algunos puntos, la corriente abriría profundos cortes después de lluvias intensas mientras que sólo dejaría huecos superficiales después de tormentas más débiles. Chee abandonó el lecho, trepando por su pared, y regresó corriendo a su furgoneta junto al molino de viento. Sacó de detrás del asiento delantero un mango de gato, una larga barra de acero doblada en uno de sus extremos para servir de palanca y terminada en una angosta hoja en el otropara facilitar la retirada de los tapacubos de las ruedas. Chee regresó al lecho del Wepo.
Tardó sólo unos minutos en encontrar lo que buscaba. El lugar tenía que estar detrás de la roca de basalto porque el viejo Taylor Sawkatewa había dicho que el hombre que descargó las maletas se perdió de vista en la oscuridad. Chee hurgó en la arena húmeda casi veinte veces antes de tocar el aluminio.
Oyó el sonido del acero contra el delgado metal de la maleta. Hurgó varias veces hasta que encontró la segunda maleta. Se arrodilló y retiró la arena con las manos. Las maletas estaban enterradas verticales la una al lado de la otra con las asas a no más de quince centímetros por debajo de la superficie.
Chee volvió a llenar cuidadosamente los pequeños huecos abiertos por la barra del gato, volvió a colocar la arena que había retirado con las manos, la aplanó para darle firmeza y después se sacó el pañuelo del bolsillo para borrar las huellas que había dejado en la superficie. A continuación, pisó el escondrijo. No se notaba ninguna diferencia con la restante arena del lecho. Finalmente pasó casi media hora confeccionando una escobilla con ramas de pie de liebre y borrando cuidadosamente sus huellas en el fondo del lecho del Wepo. Si alguien le siguiera la pista, descubriría tan sólo que había bajado por el arroyo hasta el lecho del Wepo y después había vuelto a subir hasta el molino. Y desde allí se había alejado en su furgoneta.
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