Capítulo 3
Al principio, Jim Chee no prestó atención al ruido del aparato. Algo se había movido más allá del molino de viento número 6. Seguía moviéndose y emitiendo un pequeño rumor furtivo que sonaba mucho más fuerte en el silencio que precedía al amanecer. Media hora antes, había oído un vehículo que subía por el arenoso lecho del Wepo y se detuvo a la altura de un kilómetro y medio corriente abajo. El nuevo sonido sugería que quienquiera que lo llevara se estaba acercando al molino. Chee se sintió invadido por la emoción de la caza. Su mente rechazó el intruso zumbido del motor del aparato. Pero el rugido del motor no se podía ignorar. El aparato volaba bajo, apenas a unos treinta metros del suelo, y seguía un rumbo que lo conduciría justo al oeste del nido que Chee se había construido entre unos achaparrados mezquites. Pasó entre Chee y el molino, volando sin luces de situación, pero tan cerca que Chee pudo ver los reflejos de la iluminación de la cabina. Memorizó la forma…, las alas altas, el timón de dirección recto y elevado; la punta, descendiendo desde el parabrisas de la cabina. La única razón que se le podía ocurrir para semejante vuelo a una hora tan intempestiva era el contrabando. Probablemente droga. ¿Qué otra cosa podía ser? El aparato se alejó zumbando hacia el lecho del Wepo y la luna poniente, y se perdió en la noche.
Chee volvió a dirigir los ojos y el pensamiento hacia el molino. El avión no era asunto de su incumbencia. Los policías tribales navajos no tenían jurisdicción en casos de contrabando ni en los de droga ni en nada relacionado con la Drug Enforcement Agency (DEA) u organismo oficial estadounidense dedicado a la lucha contra la droga, ni en la guerra del hombre blanco contra los delitos del hombre blanco. Lo suyo eran los actos de vandalismo contra el molino Subunit 6, cuya figura de acero se recortaba contra el cielo estrellado a unos doscientos metros al oeste de donde él se encontraba y que, en las pocas ocasiones en que soplaba la brisa en las silenciosas noches estivales, emitía unos chirriantes crujidos metálicos al moverse las aspas.
El molino sólo tenía un año y lo había instalado la Oficina de Distribución de Tierras Hopi para proporcionar agua a las familias de esta tribu asentadas junto a las orillas del Wepo ocupando así las tierras de las desalojadas familias navajo. A los dos meses de su construcción, alguien retiró los pernos que lo mantenían sujeto a la base de hormigón y utilizó una larga cuerda y por lo menos dos caballos para derribarlo. Las reparaciones duraron dos meses y, tres días después de finalizados los trabajos, sufrió otro acto de vandalismo a pesar de que esta vez los tornillos habían sido soldados. Introdujeron un martillo neumático en la caja de engranajes durante una fuerte brisa. La Oficina de Distribución de Tierras Hopi elevó una protesta a la Oficina de la Administración Conjunta de Keams Canyon, lo cual dio lugar a una llamada telefónica a la oficina del FBI en Flagstaff, desde donde se llamó al Buró de Asuntos Indios y División de Orden, que a su vez llamó al cuartel general de la Policía Tribal Navajo en Window Rock; ésta envió una carta a la subagencia de la Policía Tribal Navajo de Tuba City. La carta se resumió finalmente en un memorándum que acabó en el escritorio de Jim Chee. El memorándum decía: «Acuda a ver a Largo».
El capitán Largo, sentado junto a su escritorio, estaba rebuscando en el interior de una carpeta de cartulina.
- Vamos a ver -dijo Largo-. ¿Qué tal va la identificación del cadáver encontrado en Mesa Negra?
- Sin novedad -contestó Chee.
Y eso, tal como Chee sabía que ya sabía el capitán Largo, significaba que no se había descubierto absolutamente nada.
- Me refiero al tipo con un disparo en la cabeza, el que no llevaba billetero ni documentación -añadió Largo, como si la subagencia de Tuba City se pasara todo el día tratando casos de víctimas sin identificar y no únicamente aquel desconcertante caso aislado.
- No hay ningún progreso -dijo Chee-. No corresponde a la descripción de ningún desaparecido. La ropa que vestía no ha proporcionado ninguna evidencia. No podemos guiarnos por ningún dato. Nada.
- Ah -dijo Largo, volviendo a rebuscar en el sobre-. ¿Y qué me dice del robo en la tienda de Burnt Water? ¿Ha averiguado algo?
- No, señor -contestó Chee, procurando reprimir la irritación de su voz.
- El empleado robó en la joyería de empeños, pero no hay ni rastro de él, ¿verdad? ¿Es ésa la situación?
- En efecto, señor -dijo Chee.
- Musket, ¿verdad? -preguntó Largo-. Joseph Musket. En libertad vigilada de la penitenciaría del estado de Nuevo México en Santa Fe. ¿Es así? Pero no consta que se haya vendido la plata en ningún sitio. ¿Y nadie le ha visto el pelo a Musket? -Largo estudió a Chee con curiosidad-. ¿Es eso? ¿Sigue usted en el caso?
- Sí -contestó Chee.
La cosa empezó a mediados de verano, unas seis semanas después del traslado de Chee desde la subagencia de Crownpoint; Chee no entendía al capitán Largo. Ahora el verano tocaba a su fin y seguía sin entenderlo.
- Es curioso -dijo Largo, frunciendo el ceño-. ¿Qué demonios hizo con los objetos robados en la joyería? ¿Por qué no intenta venderlos? ¿Y adónde se habrá ido? ¿Cree usted que esté muerto?
Todas aquellas preguntas inquietaban a Chee desde que se hiciera cargo del caso. No había respuesta para ninguna de ellas.
Largo se dio cuenta. Suspiró y volvió a rebuscar en la carpeta.
- ¿Y qué tal el contrabando de licores? -preguntó sin levantar la vista-. ¿Habéis atrapado a Priscilla Bisti?
- Por poco no lo conseguimos -contestó Chee-. Pero, de todos modos, ella y sus chicos ya habían sacado todo el vino de la furgoneta cuando llegamos allí. No hay forma de demostrar que sea suyo.
Largo le miró, apretando los labios y con las manos cruzadas sobre su voluminoso vientre. Movía los pulgares lentamente de arriba a abajo.
- Tendrá que ser usted muy listo para atrapar a la vieja Priscilla -dijo, asintiendo con la cabeza a sus propias palabras-. Muy listo -repitió.
Chee no dijo nada.
- ¿Y qué me dice de los chismorreos sobre brujería que circulan por Mesa Negra? -preguntó Largo-. ¿Se sabe algo de eso?
- Todavía no he averiguado nada -contestó Chee-. Parece que hay algo raro, pero puede que todo se deba a que mucha gente va a ser desalojada para ceder el sitio a los hopis. Lo malo es que todavía soy demasiado nuevo aquí como para que alguien me cuente cosas sobre los brujos.
Tenía especial empeño en recordarle aquel detalle a Largo. No era justo que el capitán esperara de él que averiguara algo sobre los brujos, siendo como era un forastero. Los clanes de la reserva noroccidental aún no le conocían. Por lo que ellos sabían de él, igual hubiera podido ser un cretino.
Largo no hizo ningún comentario al respecto. Tomó otra carpeta de cartulina.
- Tal vez tenga usted un poco más de suerte con esto -dijo-. Hay alguien que no está de acuerdo con el molino -añadió, sacando una carta de la carpeta y entregándosela a Chee.
Chee leyó el informe de Window Rock al tiempo que trataba de analizar a Largo. Según el sistema que utilizan los navajos para establecer el parentesco, el capitán era pariente suyo a través de vínculos de clan. El clan «en» que había nacido Chee era el del Hombre Taciturno por parte de madre, pero el clan «para» el que había nacido, es decir, el clan de su padre, era el de la Gente del Agua Amarga. Largo había nacido «en» el clan de la Roca Firme, pero nacido «para» el clan de la Frente Roja, que era también el clan secundario «para» el que había nacido el padre de Chee. Eso los convertía en parientes. Parientes lejanos, por supuesto, pero parientes en una cultura que atribuía la máxima importancia a la familia y cuyo valor más alto era la responsabilidad para con los parientes.
Chee leyó la carta y pensó en el parentesco. Recordó que una vez un tío materno le engañó con la venta de un frigorífico de segunda mano y que la peor paliza que jamás recibiera en el internado de Two Gray Hills se la propinó otro primo materno. Le devolvió la carta a Largo sin hacer ningún comentario.
- Siempre que hay problemas en la Reserva de Utilización Conjunta, la culpa suele ser de los Gishis -dijo Largo-. De ésos, y a veces de los Yazzie -añadió, haciendo una pausa para reflexionar-. O de los Begay. Se meten en muchos líos -dobló la carta, la introdujo en la carpeta y se la entregó a Chee-. Podría ser cualquiera de ellos -concluyó diciendo-. En cualquier caso, procure aclarar el asunto.
Chee tomó la carpeta.
- Lo intentaré.
Largo le miró con benevolencia.
- Eso es -dijo-. No podemos permitir que alguien estropee el molino de viento de los hopis. Cuando los hopis se trasladen a nuestro territorio, necesitarán agua para las vacas.
- ¿Me puede dar alguna otra pista sobre los sospechosos?
Largo apretó los labios.
- Tenemos que sacar de los territorios de Utilización Conjunta a unos nueve mil navajos -dijo-. Por lo que los sospechosos podrían reducirse a esos nueve mil.
- Gracias -dijo Chee.
- Encantado de haberle podido ayudar -contestó Largo-. Usted empiece por ahí y vaya eliminando sospechosos hasta dar con el culpable -añadió mientras esbozaba una sonrisa que dejó al descubierto sus blancos dientes torcidos-. Esa será su misión. Reducir las posibilidades hasta llegar a uno y atraparlo.
Eso era exactamente lo que Chee había tratado de hacer durante aquella larga noche. Ahora el aparato había desaparecido y, si algo se movía alrededor del molino, Chee no podía verlo ni oírlo. Bostezó, desenfundó la pistola y utilizó el cañón para rascarse la espalda entre las paletillas, en una zona que de otro modo le hubiera resultado inaccesible. La luna estaba muy baja y las estrellas brillaban límpidamente en un cielo muy negro. De pronto, Chee sintió frío. Tomó la manta que había dejado colgada en las ramas de un mezquite y se la echó sobre los hombros. Pensó en el molino y en la maldad de quien lo destruía, y se preguntó por qué motivo el autor de semejantes actos no prodigaba sus atenciones a los restantes molinos numerados del 1 al 8. Después, pensó en el extraño caso de Joseph Musket, el cual robó aproximadamente treinta y cinco kilos de cinturones con incrustaciones de plata y nácar, collares de capullos de chayotera, pulseras y varios objetos de plata empeñados, y después no hizo absolutamente nada con el botín. Chee había intentado tantas veces resolver mentalmente el enigma de Joseph Musket, que todo encajaba a la perfección. Volvió a examinarlo en busca de algo que pudiera haberle pasado inadvertido.
¿Por qué había contratado Jake West a Joseph Musket? Porque éste era amigo de su hijo. ¿Por qué le había despedido West? Porque sospechó que le robaba. Era lógico. Entonces Musket regresó a la tienda de artículos generales de Burnt Water la noche siguiente de su despido y robó en el almacén de joyas empeñadas. Eso también era lógico. Pero las joyas robadas siempre aparecían en alguna parte. Se regalaban a las amigas. Se vendían. Se empeñaban en otras tiendas o en Alburquerque o Phoenix o Durango o Farmington o cualquiera de los establecimientos de compraventa de joyas que rodeaban la reserva. Era tan lógico, inevitable y previsible que la policía de todo el Suroeste utilizaba un método estándar para resolver tales casos. Fijaban carteles con las descripciones y esperaban. Cuando empezaban a aparecer las joyas, iniciaban la investigación a partir de ahí. ¿Por qué esta vez no había ocurrido lo inevitable? ¿Cuál era la diferencia en el caso de Musket? Chee reflexionó sobre lo poco que había podido decirle el oficial encargado de la vigilancia de Musket. Hasta su sobrenombre era un misterio. Dedos de Hierro. Los navajos tendían a establecer un nexo entre tales apodos y las características personales, llamando Chica Delgada a una chica delgada o Pequeños Bigotes a un hombre con bigotito. ¿Por qué razón llamaban Dedos de Hierro a aquel joven? Y, lo más importante, ¿seguiría con vida? Largo también se lo preguntaba. En caso de que hubiera muerto, eso lo explicaría todo.
Menos la causa de su muerte.
Chee suspiró, se envolvió en la manta y empezó a pensar en otro caso todavía no resuelto. Desconocido: causa de la muerte, herida de disparo de arma de fuego en la sien. Calibre de la bala, 38. Estatura del desconocido, metro setenta. Peso, probablemente 65 kilos a juzgar por lo que quedaba de él cuando Chee y Vaquero Dashee lo trajeron. ¿Identidad? ¿Quién demonios podía saberlo? Probablemente un navajo. Probablemente un adulto joven. Ciertamente varón.
Ése fue el debut de Chee en el distrito de Tuba City. Su primer día de servicio tras su traslado desde Crownpoint.
- Salga a ver el territorio -le dijo Largo, pero, a unos cuantos kilómetros al oeste de Moenkopi, le obligaron a dar media vuelta y lo enviaron a las tierras de Utilización Conjunta.
- Un tipo de la tienda de Burnt Water tiene información sobre un cadáver -dijo el informante-. Vaya a ver al sheriff adjunto Dashee.
- ¿De qué se trata? -preguntó Chee-. ¿Eso no queda ahora fuera de nuestro territorio?
El informante no supo responderle, pero, cuando llegó a la tienda de Burnt Water y encontró al sheriff adjunto Albert Vaquero Dashee, el sheriff adjunto le dio la respuesta.
- El fiambre es un navajo -le explicó-. Eso es lo que dicen. Parece que le pegaron un tiro y por eso alguien consideró conveniente que viniera uno de vosotros.
Cuando llegaron al lugar donde se encontraba el cuerpo, les pareció increíble que alguien hubiera podido adivinar la tribu o tan siquiera el sexo. El estado de descomposición era muy avanzado. Los carroñeros habían descubierto el cuerpo…, animales, pájaros e insectos. Lo que quedaba eran sobre todo huesos, tendones, cartílagos y restos de músculos. Lo estudiaron un buen rato y después se extrañaron de que le hubieran quitado las botas y las hubieran dejado en el camino, y buscaron infructuosamente algo que les permitiera identificar el cadáver o explicar el motivo del orificio de bala en la sien. A continuación, Vaquero Dashee tuvo un detalle amistoso: desenvolvió la bolsa que llevaba y, cuando Chee se inclinó para ayudarle a introducir el cuerpo, rechazó su ayuda con un gesto de la mano.
- Nosotros los hopis tenemos nuestros defectos -dijo-, pero no tenemos tantas manías como vosotros los navajos para manejar a los muertos.
Y, de este modo, Dashee introdujo el cadáver en la bolsa mientras Chee le miraba. Ahora se tenía que investigar quién era y quién le había matado y por qué le quitó las botas antes de hacerlo.
Un lejano ruido devolvió a Chee al presente. Procedía del lugar en que se había detenido el automóvil en el lecho del río…, era un sonido de metal contra metal, tal vez, pero demasiado distante como para identificarlo. Entonces volvió a oír el motor del avión. Esta vez hacia el sur y dirigiéndose hacia el este. Al parecer, había dado una vuelta. La luna poniente dejaba un resplandor anaranjado en el que se recortaba la silueta de Big Mountain. Por un instante, el aparato voló a una altura suficiente como para que la luz de la luna se reflejara en una de sus alas. Estaba completando un círculo. Una vez más, voló casi en la dirección en la que Chee se encontraba, desapareciendo del resplandor de la luna para sumirse en la oscuridad de más abajo. Chee oyó un ruido metálico sobre el trasfondo del rugido del motor. ¿Habría bajado las ruedas? Estaba demasiado oscuro como para poder decirlo. El aparato pasó a unos doscientos metros de distancia, volando colina abajo no muy por encima del nivel de la vista. Sobrevoló el lecho seco del Wepo y desapareció.
De pronto, cesó el zumbido del motor. Chee frunció el ceño. ¿Lo habría apagado el piloto? No. Ahora se volvió a oír, pero más amortiguado.
El sonido tarda unos cinco segundos en recorrer un kilómetro y medio. Pero, a una distancia de un kilómetro y medio y después de cinco segundos de disolución por la distancia, el sonido llegó hasta Chee con el fragor de un trueno. Como una explosión. Como toneladas de metal cayendo sobre una roca.
Durante unos segundos hubo un silencio absoluto. Después se oyó un seco sonido cortante a un kilómetro y medio de distancia, pero claramente identificable. El sonido de un disparo.
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