Capítulo 9

24 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas

Parecía que había pasado toda una vida desde la última vez que Galaeron había sentido el deslumbrante sol del desierto sobre su cara, o desde que se había bañado en la luz lechosa de la luna, o había echado un vistazo a una titilante estrella azul, y realmente tenía sed de luz. No de la luz sin relieve, de la luz blanca sin paliativos de estas interminables tierras de sombra, sino de luz verdadera. Una luz que pudiera sentir, caliente y mordaz sobre su piel, una luz que le hiciera sentir sed y oler el sudor de su ropa. Una luz que le diera cierta sensación de orientación, que marcase el paso del tiempo con su aparición y su fluir.

Daba la impresión de que llevaban horas marchando, pero era posible que hubieran sido sólo minutos, o días sin fin, dando vueltas por un laberinto de formas sinuosas y de siluetas de aristas cortantes. Hacía tiempo que Galaeron había renunciado a encontrar sentido a lo que veía y sólo lo registraba como sombras que pasaban. Si la falta de luz molestaba a Melegaunt, al menos no daba muestras de ello. Se limitaba a seguir adelante, señalando el camino al mismo ritmo ligero.

Vala, ya recuperada de su choque con el illita, lo seguía pisándole los talones. Aunque jamás se le oía una queja, por lo cansino de su paso y por la forma en que echaba hacia atrás la cabeza para mirar hacia el cielo, Galaeron sabía que echaba de menos la luz tanto como él.

Daba la impresión de que se estaban acercando a algún tipo de borde de sombra, una cortina de oscuridad absoluta que Galaeron veía una y otra vez al final de largos canales oscuros o asomando tras las formas de unas colinas. Cada vez que veía la cortina, el trecho era más largo. A veces veía dos tramos al mismo tiempo, uno que era como un gran lecho de sombra, el otro surgiendo tras una pendiente cercana. Cada vez, la cortina parecía más alta y más oscura, como si no fuera tanto una barrera como una gran extensión de oscuridad pura, no iluminada.

Por fin, rodearon un recodo y ya no vieron nada más que la cortina negra en todas direcciones, con su funesta corona recortada contra el púrpura más claro del cielo de sombra, sus pies oscuros arraigados en las arremolinadas nieblas negras del suelo. Vala hundió los hombros y un gemido apenas audible salió de sus labios. Galaeron supo que había llegado el momento de decirle algo a Melegaunt antes de que Vala y él se volvieran locos.

—Melegaunt, espera.

El mago giró sobre sus talones. Sus ojos negros exploraron el fantasmal paisaje detrás de sus dos acompañantes.

—¿Qué pasa?

—Nada, es sólo que estoy a punto de volverme loco —dijo Galaeron—. ¿Acaso esto no te inquieta?

—¿Esto? —Melegaunt miró en derredor—. ¿Después de los phaerimm? ¿Bromeas?

El mago volvió a emprender la marcha hacia la cortina de sombra. Vala lo imitó, pero se detuvo y miró hacia atrás al darse cuenta de que Galaeron no los seguía.

—¿Vienes, elfo? —preguntó.

—¿Ahí dentro? —Galaeron señaló con un gesto la negrura que tenían por delante—. No, no voy a internarme más sin haber disfrutado de unos instantes de luz solar.

—¿Internarte? —inquirió Melegaunt, dándose la vuelta.

—En las sombras. —Galaeron señaló otra vez a la cortina de sombra—. Unos minutos de sol…, por favor.

Vala dio muestras de estar de acuerdo.

—De verdad, esta negrura ataca los nervios. Yo también agradecería un poco de sol, especialmente si vamos a seguir internándonos.

—¿Internarnos? —Melegaunt frunció el entrecejo y miró hacia adelante, hacia la oscuridad—. ¿Internarnos en qué?

—En la sombra —dijo Galaeron—. Hasta yo puedo ver que…

—Es un bosque —afirmó Melegaunt con un gruñido.

Galaeron aguzó la vista. Ahora que el mago lo mencionaba, la cortina se parecía al confín sombrío de un bosque espeso, y la ondulante corona se parecía a la fronda exterior de un bosque.

—El Bosque Olvidado, para ser precisos —dijo Melegaunt—. Jamás os haría traspasar la Linde.

—¿La Linde? —inquirió Galaeron.

—El límite entre los mundos de la luz y la Sombra Profunda. —Melegaunt abarcó con un gesto el terreno circundante—. Vosotros no podríais dar ni cien pasos más allá de la Linde.

Vala frunció el entrecejo y se dispuso a discutir, pero Galaeron se lo impidió.

—¿Mundos de la luz?

—Hay muchos mundos, joven elfo. La Sombra Profunda los conecta a todos. Es el único espejo que da forma a sus muchas luces. —Melegaunt se puso en marcha nuevamente—. Y ahora, si no os importa seguir camino, veréis vuestra preciosa luz en Dekanter. Me gustaría estar allí antes de la Transición.

Galaeron miró a Vala y alzó una ceja con expresión inquisitiva, pero ella se encogió de hombros y partió en pos del mago.

—Es mejor no quedarse atrás —farfulló.

Aunque la explicación no había aquietado su desazón, Galaeron se puso en marcha tras sus compañeros. Cuando hubieron formado otra vez una fila inequívoca, Melegaunt volvió un poco la cabeza para que Galaeron y Vala pudieran oírlo.

—¿Habéis notado cómo cambian las sombras cuando el sol cruza el cielo? —preguntó—. ¿Y cómo bailan a la luz de una vela?

—Claro que sí —dijo Galaeron.

—¿Qué pasa cuando el sol se pone?

—Se hace oscuro. —Esta vez fue Vala quien respondió.

—Hay sombra —la corrigió Melegaunt—. El sol no ha desaparecido, simplemente se ha ocultado a la vista. Su luz está bloqueada por el horizonte.

—Una sutil distinción —observó Galaeron.

—Pero importante —aseguró Melegaunt—. En Faerun sólo hay sombra. Todo lo que la gente llama «oscuro» o «noche» no es más que luz bloqueada por el propio mundo.

—¿Incluso en las cavernas? —preguntó Vala.

—Incluso en las cavernas. Si no estuvieran rodeadas de roca, el sol las iluminaría —explicó el mago—. Pero hay lugares, otros planos, donde no hay sol ni luz. Allí no existe la sombra, sólo la oscuridad, auténtica y negra oscuridad.

—Y esto ¿qué tiene que ver con la Transición? —preguntó de nuevo Vala.

—Sólo esto —respondió Melegaunt—. La oscuridad es, por naturaleza, falta de movimiento y de vida, pero las sombras son todo movimiento y vigor. Danzan, se arremolinan y vacilan, y constantemente toman la forma de extrañas criaturas que sólo la luz puede a veces concretar.

—Entonces, cuando el sol se pone, pierden forma y se ponen en movimiento —dijo Galaeron—: La Transición.

Melegaunt asintió.

—Se podría decir que se convierten en movimiento. —Giró la cabeza para dedicarle una sonrisa a Galaeron—. Vaya, elfo, todavía vamos a hacer de ti un configurador de sombra.

—Estoy segura de que eso les va a encantar a los Ancianos de la Colina —dijo Vala.

Aunque Vala no se había quejado en absoluto, por la forma en que se pegaba a los talones de Melegaunt, Galaeron se dio cuenta de que había llegado a la misma conclusión que él: si querían sentir la luz del sol sobre sus rostros en Dekanter, tenían que darse prisa.

Al acercarse al bosque, la oscuridad se resolvió en una valla de profundidades negras como el carbón, entrelazadas por negras matas de maleza jalonadas por las columnas de ébano de unos troncos de altura inverosímil. El hecho de saber que se trataba del bosque, o, para ser más exactos, de la ausencia de un bosque, hizo que Galaeron se sintiera un poco más tranquilo. Los elfos, incluso los que viven en ciudades, se sienten cómodos en los bosques. Si él podía sentirse a salvo en algún lugar de la Linde, sería allí. Se acercó más a Vala y se dirigió a Melegaunt por encima del hombro de la mujer.

—¿Es en Dekanter donde vamos a conseguir la ayuda que prometiste?

—Desgraciadamente, no —explicó Melegaunt—. Mis… eh… amigos se encuentran algunos días más al norte… y al oeste, creo. Pero siempre he querido ver Dekanter, y como da la casualidad que nos queda de camino, pensé que sería un buen lugar para hacer noche.

Por las noticias que tenía Galaeron, Dekanter era el último lugar de Faenan donde podían visitarse todavía las ruinas de la antigua Netheril. Poco más que unas cuantas torres y docenas y docenas de agujeros en el suelo. La ciudad no tenía mucho que ver y no era ni mucho menos un lugar donde acampar, pero Galaeron sospechaba que los goblins y las gárgolas que normalmente atormentaban a los visitantes pronto se darían cuenta de que lo más prudente era no meterse con Melegaunt.

—Me daría mucha tranquilidad de espíritu saber quiénes son esos amigos a los que te refieres, Melegaunt —dijo Galaeron—. ¿Qué es lo que te hace estar tan seguro de que pueden detener a los phaerimm cuando ni siquiera los altos magos de Evereska lo consiguieron?

—¿Es que no has oído nada de lo que te he dicho? —le soltó Melegaunt—. Estoy seguro porque se han preparado precisamente para liberar a Faerun de este mal. Es mala suerte que tengan que hacerlo en Evereska y no en Anauroch, pero de todos modos lo conseguirán.

—¿Mala suerte? —Galaeron tuvo una visión de su amado valle reducido a ruinas y cubierto por las sombras y el humo—. ¿Por qué?

—¿Por qué va a ser? —Melegaunt empezaba a impacientarse—. Los phaerimm ya han matado a cientos de Tel’Quess y es muy probable que maten a miles todavía. —El mago llegó a la linde del bosque y siguió adelante y, repentinamente, empezó a volverse translúcido—. Pero no hay razón para temer por la propia Evereska. No permitiremos…

La voz del mago se fue desvaneciendo a medida que su cuerpo se hacía transparente, y desapareció del todo al desvanecerse éste.

—¿Poderoso señor? —llamó Vala.

—¿Melegaunt? —gritó Galaeron.

Al no recibir respuesta desenfundaron sus espadas. La reacción instintiva del elfo fue buscar shadators, como si realmente pudiera ver uno, e illitas y acechadores, o cualquiera de las mortíferas criaturas del mal que estaba empezando a relacionar con Melegaunt y con sus enemigos, los phaerimm. La reacción de Vala fue más directa y oportuna. Cogió a Galaeron por el brazo y se dirigió hacia el interior del bosque.

—¡Vala! ¿Estás…? —fue todo lo que dijo el elfo antes de darse cuenta de que ella estaba haciendo lo correcto—. ¡Está bien! ¡Ya voy…!

Un viento vespertino empezó a revolverle el cabello por encima de las orejas, y se encontró metido hasta el tobillo en la helada nieve de Nightal, contemplando los esqueletos invernales de un espeso bosque de robles, nogales y copasombras.

Melegaunt se encontraba sólo a tres pasos por delante de ellos, rodeado por un semicírculo de ocho árboles que todavía conservaban las hojas. El más grande, un roble de siete metros, les bloqueaba el paso agitando ante el mago una rama nudosa y rugiendo con una voz tan profunda como el trueno.

—¡Por mi bosque no pasarás, Melegaunt Tanthul!

—Pero es el camino más corto, gran Fuorn —protestó Melegaunt—, y el único que conozco.

—Poco importa —replicó el árbol.

Una vez recuperado de su estupor, Galaeron pudo distinguir los rostros tortuosos de corteza de los ocho árboles. Sus ojos eran nudos, sus bocas unos huecos dentados, los muñones de ramas cortadas hacían las veces de nariz. Los labios y las cejas estaban formados por excrecencias de la corteza y los pómulos eran engrasamientos granulosos. Su madre lo había llevado una vez al Bosque Alto y reconoció en estas criaturas a seres de la misma naturaleza.

—Tu magia es algo frío y oscuro —manifestó Fuorn—, y en este bosque no entrará.

—Si mi magia te parece extraña es porque nunca antes has tenido contacto con ella ni con su poder. —Melegaunt señaló hacia el este, hacia el Anauroch—. La utilizo por una buena causa, contra las malvadas criaturas que transformaron los antiguos bosques en tierras desérticas.

Fuorn miró hacia donde señalaba el mago.

—Sí, recuerdo a los magigusanos. —Su corona de hojas rojizas se sacudió hacia atrás y hacia adelante en una especie de señal de asentimiento—. Poco más grandes que los hombres, pero con una mordedura como la de los dragones. Hemos visto a un par de ellos merodeando por nuestro bosque, husmeando en los matorrales debajo de nuestras ramas.

Melegaunt se puso en guardia.

—Esos mismos, los phaerimm. He venido a deshacer lo que han hecho.

Fuorn pareció asentir una vez más.

—Entonces, bien te deseo, pero no aquí. No quiero ninguna batalla en mi bosque.

—Te agradezco tu advertencia, árbol —dijo Melegaunt—. Tienes mi palabra de que ningún daño se hará a tu bosque.

El mago bajó el brazo y ahuecó la mano por debajo de la manga, y Galaeron se dio cuenta de que algo terrible estaba a punto de suceder. Golpeó el talón de Vala con la parte interna de su pie y la hizo caer al suelo con un movimiento del brazo, a continuación se deslizó hacia adelante y empleó la misma técnica para derribar al mago.

Melegaunt bramó y se dispuso a alzar la mano sospechosa, pero el pie de Galaeron lo obligó a mantener el brazo pegado al pecho.

—No, mi amigo humano —dijo el elfo—. Ni siquiera por Evereska.

Aunque no había soltado su espada, Galaeron puso mucho cuidado de mantenerla apartada de Melegaunt, y no sólo porque sabía que nunca traspasaría la magia del humano. Vala ya se había puesto de pie y avanzaba hacia él, con la espadaoscura lista para atacar.

—¿Has perdido la cabeza, elfo? —Aunque en su expresión había algo de pesar, la firmeza de su mandíbula y la dureza de su mirada no dejaban duda sobre sus intenciones—. Sabes que he jurado defenderlo.

—Un poco tarde para eso, querida mía —rió Melegaunt entre dientes—, pero no hay daños.

El mago le indicó que se mantuviera al margen y después sacó la mano de la manga y mostró una gran almendra ennegrecida.

—Para ayudar a los treants a proteger su mundo en futuras batallas. —Melegaunt se la entregó a Galaeron y su voz reflejó la pena que sentía—. No puedo creer que hayas pensado que iba a atacarlos.

—No supe qué pensar. —Al ver que los treants los miraban con una expresión mezcla de estupor y de sospecha, Galaeron envainó su espada y examinó la semilla. Tenía aproximadamente el tamaño de una bellota, pero era tan brillante como el carbón y estaba llena de una oscuridad arremolinada—. Te pido que me disculpes. ¿Qué es esto?

—Una semilla de tormentasombra. —Melegaunt se puso de pie y miró a Fuorn—. Arrójala al suelo y todos los seres que no estén arraigados en él serán barridos hacia la Sombra Profunda. Habrá viento y relámpagos, pero cualquier batalla que pueda librarse cerca de tu bosque cesará de inmediato, o por lo menos será trasladada a un lugar donde no pueda hacer ningún daño.

Fuorn consideró la cuestión.

—¿Y la lluvia? —preguntó.

—Si la arrojas al aire —dijo Melegaunt—, pero no recurras a ello salvo que estés muy desesperado, el diluvio que desencadena matará hasta al fuego más pertinaz, pero las aguas serán negras y frías…, mucho más frías que cualquier tormenta de hielo.

Esto provocó en los treants un tremolar de hojas, ya que sólo la perspectiva de morir quemado era más espantosa que la de caer partido en dos por el peso de una corona de hielo. Fuorn bajó una rama retorcida y Galaeron depositó la semilla en la palma de la mano de madera.

—Con tu regalo seré muy cauto —dijo, guardando la semilla en un pliegue de la corteza—, y como retribución te daré una palabra de advertencia. Últimamente, las sombras del norte a menudo han adoptado la forma de grandes alas y largas colas.

—Dragones de sombra —conjeturó Melegaunt—. ¿Penumbras Trémulas?

La corona de hojas de Fuorn se agitó a modo de negación.

—En el viento llega la historia de que Maza de Guerra, el de la larga barba, mató al gran wyrm cuando reclamó Mithral Hall, pero es posible que las simientes de las Penumbras Trémulas hayan empezado a brotar y se manifiesten. Harías bien en recorrer el camino de sombra con cautela una vez rodeado el bosque.

—¿Rodear el bosque? —inquirió el mago Melegaunt—. ¿Nos sigues negando el paso?

—Te agradecemos tu semilla de tormentasombra —respondió Fuorn—, pero ¿qué has arriesgado al darla?

Sin esperar una respuesta, Fuorn dio un paso atrás y se colocó junto a sus congéneres. Se irguió y se quedó inmóvil. No miraba a los viajeros, sino que esperaba que éstos tomaran una decisión. Deseoso de que Melegaunt no lo hiciera equivocadamente, Galaeron intentó sujetar su brazo, pero sintió que Vala hacía lo propio con el suyo.

—Ya me has sorprendido una vez —dijo.

—No seas ridícula —protestó Galaeron—. No pretendo hacerle daño.

—Bien —respondió la mujer con una sonrisa forzada—, porque eso te perdería.

Melegaunt dio la espalda a los treants y emprendió camino hacia el este, siguiendo la linde del bosque. Vala le indicó a Galaeron que lo siguiera y luego se situó detrás de él, y ambos tuvieron que despabilarse para seguir las largas zancadas del mago.

Galaeron no sabía a ciencia cierta en qué momento había guardado Vala la espada, pero estaba en su vaina cuando llegaron al Páramo Solitario justo antes del anochecer. Galaeron y Vala se tomaron un momento para disfrutar de la radiante luz del poniente, después acamparon y cocinaron una comida a base de ratones del pantano que asaron sobre un fuego de llama negra que había encendido Melegaunt. A pesar de los glifos y las protecciones que el mago estableció en todo el perímetro del campamento, se dividieron en tres turnos para montar guardia y se prepararon para una noche húmeda.

Tal como estaban las cosas, Galaeron habría podido hacerse cargo de los tres turnos. Ya fuese por la desconfianza de Vala o por la preocupación por su padre y por Takari allá en Evereska, en ningún momento logró sumirse en la ensoñación. Pasó toda la noche envuelto en su capa, mirando las estrellas y también combatiendo un sentimiento de culpa tan vago y ambiguo que sólo podía tratar de adivinar la causa. Sin duda estaba preocupado por el papel que había desempeñado en la liberación de los phaerimm, pero su arrepentimiento en este caso era algo concreto, tangible, se trataba de una emoción tan manifiesta que casi podía tocarla. Lo que lo preocupaba era algo mucho más sutil, un inquietante vacío con visos de deslealtad y de traición, por más que no podía por menos que preguntarse a quién había traicionado. ¿Había hecho mal en desconfiar de Melegaunt? ¿O en aceptar con tanta facilidad la explicación del mago sobre la fortuita traición de Imesfor? Fuese cual fuese la respuesta, Galaeron se temía que no disfrutaría de una ensoñación revitalizante hasta que la hubiera encontrado.

El amanecer los sorprendió a todos fríos y despiertos, listos para calentarse con una breve marcha antes del desayuno. Antes de partir, Melegaunt insistió en arrodillarse entre Galaeron y Vala, sosteniendo sus manos en las sombras y contemplando primero una, después la otra, desde el momento en que el sol asomó en el horizonte hasta el momento en que se separó definitivamente de él. Sólo entonces se puso de pie.

—Vamos, amantes del sol. Hoy no habrá caminar por la sombra para nosotros.

—No es que lo lamente, pero me gustaría saber por qué —dijo Galaeron.

—Porque he leído el día que nos espera y no tengo el menor deseo de luchar contra dragones de sombra. Será mucho más fácil hacerlo con los osgos.

—¿Osgos? —Galaeron se quedó boquiabierto—. ¿Tienen osgos los phaerimm?

—Es posible. —Melegaunt se encogió de hombros—. Los phaerimm controlan a muchas criaturas, muchas que ni siquiera lo saben, pero no lo sé todo. Me limito a leer las sombras. —Se puso en marcha en dirección norte, indicando a Galaeron y a Vala que lo siguieran—. Id bien vigilantes. No tendremos problemas si no dejamos que nos sorprendan.

Por supuesto, esto era más fácil de decir que de hacer. Avanzaron trabajosamente hacia el norte atravesando unos cuantos kilómetros de una turbera, después rodearon el extremo norte del Bosque Olvidado y tomaron dirección noroeste siguiendo el Valle Abandonado. Al cruzar las nevadas llanuras, Galaeron se mantenía atento a las aves, pero sabía que no tendrían mucho de que preocuparse hasta llegar a las montañas del Pico Gris.

Justo después del solalto, las estribaciones estaban lo bastante cerca como para distinguir algunas hondonadas, y los pináculos de las propias montañas coronadas de nieve empezaron a aparecer en el horizonte. Galaeron no dejaba de pensar en su imposibilidad para entrar en la ensoñación la noche anterior. La explicación que había dado Melegaunt para usar a Imesfor como señuelo era bastante sensata, pero seguía sonándole a engaño, y pensó que estaba confiando demasiado en un humano al que en realidad no conocía muy bien. Dejó que el mago se adelantara un poco para que no pudiera oírlo y se dirigió a Vala hablándole por encima del hombro.

—Lamento si te ofendí al dudar de Melegaunt —se disculpó—. Tal vez si supiera más sobre él…

—Sabes que está tratando de salvar Evereska —respondió Vala, empujando al elfo para que no perdiera de vista a Melegaunt—. Sabes que está tratando de reparar un error que tú cometiste. ¿Qué más necesitas saber?

—¿Cuánto sabes tú misma? —preguntó Galaeron, tratando de pasar por alto lo de su «error»—. Exige mucho, pero revela poco.

—Es un buen hombre.

—¿De dónde es? —inquirió el elfo—. Nunca he visto una magia como la suya.

—Eso no significa que sea mala. —Vala hablaba en voz tan alta que Melegaunt giró levemente la cabeza—. El Melegaunt Tanthul que yo conozco no es malo.

—Pero en lo que a mí se refiere, no lo conozco —repuso Galaeron—. Tal vez me resultaría más fácil entenderlo si supiera más sobre vuestra relación. Ahora que ya no sois prisioneros de Evereska, quizá…

—Muy bien —Vala suspiró—. Hace cien años mis antepasados vivían en grandes barracones de troncos con techo de paja y barro y luchaban contra las hordas de orcos con armas de hierro trabajado en frío. Morían más niños a manos de los worgs y los gnolls de los que daban a luz nuestras mujeres.

—Y supongo que Melegaunt cambió las cosas.

—Así es —dijo Vala. Veinte pasos por delante de ellos, el mago parecía asentir satisfecho para sus adentros—. A cambio de una miseria de servicio se ofreció a construir para mi bisabuelo un recinto inexpugnable de granito negro y a armar a veinte guerreros con espadas negras capaces de traspasar las armaduras del enemigo.

—Una ganga que tu ancestro evidentemente aceptó —conjeturó Galaeron.

—No tan rápido como piensas, porque nosotros, los Vaasan, hemos sido siempre muy amigos de regatear —respondió Vala—. El pago de la deuda se haría en un momento futuro, cuando una compañía de guerreros armados con esas mismas espadas negras fueran llamados a servicio. Bodvar accedió, siempre y cuando todas las espadas se mantuvieran intactas y el recinto de granito no fuese nunca tomado.

—Supongo que las condiciones se cumplieron.

Vala asintió.

—Mi propio padre oyó la voz hace menos de un año, pero él estaba demasiado viejo y enfermo para liderar a los hombres. Me tocó a mí coger la espada.

—¿Y eso es todo lo que sabes de Melegaunt? —preguntó Galaeron.

—Es todo lo que necesito saber. —El tono de Vala era casi dulce—. ¿Los servicios de veinte guerreros por el bien que ha hecho a mi pueblo? Vosotros, los elfos, sois demasiado desconfiados.

—Es posible —concedió Galaeron—. No siempre fuimos desconfiados. Eso es algo que hemos aprendido de los humanos.

Echó una mirada al alargado valle que conducía hasta Dekanter y empezó a orientarse hacia él, preguntándose mentalmente por qué Melegaunt querría visitar las ruinas si la ayuda que buscaba estaba en otra parte, y qué clase de ayuda podía estar buscando, si así era.

En cuanto dieron alcance a Melegaunt y entraron juntos en el barranco, Galaeron, demasiado preocupado por detectar a los osgos se olvidó de todo lo demás. El desfiladero era perfecto para una emboscada, con abundancia de lugares estrechos flanqueados por paredes de piedra y recovecos oscuros, pero resistieron a la tentación de subir a terreno más alto por miedo a quedar más expuestos a los exploradores de los phaerimm. Dos veces estuvieron a punto de caer en emboscadas de tribus de goblins, pero un simple alarde de magia bastó para que las criaturas huyeran en desbandada.

Cuando llegaron al final del desfiladero sin haber encontrado ningún osgo y subieron a las colinas propiamente dichas, Galaeron empezó a pensar que Melegaunt no era tan infalible como parecía. Las torres en ruinas de Dekanter eran apenas visibles a la distancia: una breve sucesión de agujas absurdamente retorcidas y de equilibrio imposible que se recortaban sobre las laderas nevadas. El sol ya se estaba poniendo tras la estrecha grieta del paso de los Huesos Blancos.

La vista de las torres pareció dar a Melegaunt un nuevo vigor. Abandonando todo intento de mantener un paso moderado, atravesó un cerro sembrado de piedras hacia el camino hundido que una vez había conectado Dekanter con el resto del imperio netheriliano. Vala corrió tras él, abandonando aparentemente su propósito de no volver a permitir que Galaeron marchase detrás de ella.

—¿Y los osgos, Melegaunt? —preguntó.

—Sí, sí, estoy seguro de que los hay por aquí —respondió el mago—, pero para las ruinas todavía queda más de un kilómetro y tengo que llegar allí antes de que se ponga el sol.

Melegaunt siguió adelante casi corriendo, sin dejar a Vala y a Galaeron otra opción que mantenerse alerta y confiar en su suerte. Muy pronto, las torres se manifestaron como rarezas de corrupción arquitectónica de brillantes colores, formas grotescas que se doblaban y retorcían en direcciones inverosímiles sin una configuración o una función identificables. Algunas no tenían puertas ni ventanas, una parecía tan sólo una puerta retorcida que ascendía hacia el cielo y otra tenía todo el aspecto de una enorme ventana sin la menor profundidad interior.

Las torres estaban esparcidas entre las grandes minas que habían justificado la existencia de Dekanter en los días de Netheril. Agotadas hacía tiempo, todo lo que quedaba de las antiguas excavaciones eran montones de piedras cubiertos por la nieve y las entradas abiertas y pozos abismales de las propias galerías. Hasta Melegaunt parecía afectado por la melancolía insana de aquel lugar. Caminaba en silencio entre las ruinas, inspeccionando cada torre retorcida como un hijo errante que al volver a casa la encontrase ocupada por otra familia.

Cuando la curva de la base del sol por fin tocó el distante collado del paso de los Huesos Blancos, se arrodilló en la sombra de la torre puerta y apoyó la frente en la oscura tierra. Pronunció algunas sílabas en una lengua que Galaeron no entendía, después enderezó el cuerpo y sacudió lentamente la cabeza.

—La locura —dijo—. La inconcebible locura.

Cuando las lágrimas empezaron a bañar sus mejillas, Vala se puso a su lado y deslizó una mano bajo su brazo.

—¿Hay tiempo para probar con otra torre? —preguntó—. Todas las historias no pueden ser la misma.

Dio la impresión de que la idea animaba a Melegaunt. Dejó que ella lo ayudara a ponerse de pie y a continuación se encaminó por un sendero de cantos rodados hacia la torre ventana.

—Sí —dijo—. Otra torre estaría bien.

No habían dado más de una docena de pasos cuando Galaeron observó a un trío de cuervos que volaban en círculos por encima de sus cabezas. En lugar de emitir sus habituales graznidos sonoros, los pájaros guardaban silencio, como pescadores temerosos de ahuyentar a los peces.

—Alto.

Galaeron no había hecho más que pronunciar la palabra cuando Vala ya había desenfundado su espada y Melegaunt la había imitado.

—¿Dónde?

—No lo sé —dijo Galaeron—. Aquí.

Media docena de pasos más adelante, un par de puntiagudas orejas asomaron por encima de una piedra del tamaño de un caballo. Vala las detectó instantáneamente y las señaló en silencio con su espada. Farfullando algo para sí, Melegaunt sacó algo del bolsillo de su túnica, y Galaeron se dio cuenta de que la aparición de las orejas había sido muy oportuna. Los osgos no suelen cometer errores tan tontos.

—Melegaunt, cuid…

Llegó demasiado tarde. El mago apuntó con el dedo, pronunció una sola palabra y un relámpago de oscuridad atravesó la piedra de lado a lado. No se oyó ningún golpe ni el rugido angustiado de un ser vivo. En lugar de eso, junto al banco de nieve que había al lado, surgió una cara viscosa de color malva con un hocico de tentáculos y fijó en Melegaunt una mirada vacía.

El mago emitió un grito, se llevó la mano a los ojos y a continuación se desplomó.

—¿Un illita? —Mientras formulaba la pregunta, Vala lanzaba contra la criatura un tajo de su espadaoscura—. Melegaunt no dijo nada de illitas.

La espada hizo una pirueta en el aire y fue a cortar limpiamente la cabeza del illita.

Un instante después, una docena de osgos saltaron de detrás de las piedras y de la nieve amontonándose a ambos lados del camino. Galaeron desenvainó la espada con una mano y buscó algo en el bolsillo de su capote.

—¡Vala! —gritó—. ¡Espada!

Le pasó su espada y a continuación sacó la otra mano del bolsillo y arrojó un par de hojas verdes a los osgos que estaban más cerca. Los monstruos eran enormes. Les sacaban una cabeza a los corpulentos hombres de Vala y eran más anchos de hombros, pero con unos horribles hocicos de murciélago y ojos rojos relucientes. Vala cogió la espada de Galaeron con la mano que le quedaba libre y la hizo girar ante las bestias que cargaban contra ella.

Galaeron entonó su encantamiento, pero en lugar de sentir que la magia fluía hacia su cuerpo desde el Tejido omnipresente, subió a través de sus piernas en un relámpago frío. Con doce osgos vociferantes en su camino, no había tiempo para sentirse conmocionado. Se limitó a lanzar la mano contra la ladera montañosa y una nube de miasma putrefacto de color pardo rodeó las cabezas de los osgos. Cuatro de las cinco criaturas cayeron boqueando. La quinta murió cuando Vala se lanzó contra sus pies, se colocó entre sus piernas y le clavó la espada mágica de Galaeron en pleno vientre.

Galaeron paró a las bestias que quedaban con un puñado de arena y una rápida palabra mágica que sumió a dos en un profundo sopor. Vala detuvo a otra de una estocada en la rodilla, parando a continuación un feroz hachazo con la espada de Galaeron. El osgo siguió empujando, confiado en que su fuerza bastaría para hacer bajar la guardia a la mujer.

Vala estiró una mano en la dirección del illita muerto y la espada llegó volando hasta su mano. La mujer apuntó con la negra hoja debajo del vientre del atacante y le clavó la punta directamente al corazón. Galaeron apuntó al osgo que estaba más cerca de Vala. Una vez más, la magia brotó del frío suelo y el relámpago que salió de su dedo para abrir en dos el pecho del osgo fue negro como la noche.

Al ver que seguían a una distancia de tres pasos de donde estaba Vala y que tenían escasas posibilidades de acercarse más, las dos últimas bestias se dieron la vuelta para huir. No era cuestión de dejarlas escapar, ya que su compañero illita no dejaba la menor duda sobre la identidad de sus jefes. Galaeron descargó sobre una de ellas otro relámpago mágico desde atrás. Vala salió en persecución de la última, que trataba de superar la cima de la colina, y el eco de un aullido sofocado se propagó ladera arriba.

Galaeron usó un par de relámpagos y una bola de fuego para acabar con los osgos a los que había dejado incapacitados con sus conjuros anteriores. Sintió la misma afluencia de magia fría cuando arrojó el primer relámpago, pero descubrió que si se concentraba en el Tejido viviente que lo rodeaba, podía producir conjuros normalmente. De todos modos, cuando Vala regresó de su incursión lo encontró tiritando de frío; era como si éste surgiera de su interior y como si la médula de los huesos se le hubiera transformado en sombra.

—¿Pasa algo? —le preguntó, devolviéndole la espada—. Parece que sea la primera vez que has matado algo.

—Ojalá fuera eso. —Galaeron se arrebujó más en su capote. Se volvió hacia donde Melegaunt yacía en el suelo, babeante y con los ojos vidriosos—. Yo estoy bien, pero ¿y él?

Vala se lo quedó mirando un momento y después se encogió de hombros.

—Bueno, al menos consiguió ver sus torres.