Capítulo 1

20 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas (1371 CV)

Como todas las criptas funerarias en las que Galaeron Nihmedu había entrado hasta ese momento, ésta apestaba a los cuerpos y al aliento de los que la habían abierto. El aire estaba impregnado del olor a jabón de sebo y a humo de hoguera, del tufo de las axilas y del hedor acre del aliento humano. Lo que no percibió Galaeron fue el olor de la sangre, lo cual significaba que estos profanadores de tumbas habían sido más hábiles que la mayoría. Por lo general caían hasta tres en las trampas y en los hechizos mientras excavaban la entrada.

A medida que Galaeron y su patrulla se internaban en las profundidades de la cueva, su visión oscura empezó a iluminar las paredes del pasadizo en sombras de un frío azulado. En las piedras lisas de la pared se veían los antiguos glifos elfos que daban cuenta de la vida y la muerte de los que yacían enterrados tras ellas. Como la mayoría de los túneles de entrada, éste era bajo y angosto, lo justo para no tener que agacharse y apenas suficiente para permitir el paso de los estrechos hombros de un elfo. No podía imaginar cómo habrían podido colarse los fornidos humanos por ese estrecho pasillo, pero el caso es que habían cruzado hábilmente los pozos de la muerte con tablones toscamente labrados y apuntalado las trampas mortales con postes de roble.

Galaeron recorrió el túnel hasta la cámara mortuoria. Le sorprendió encontrar la estancia silenciosa y oscura, ya que un par de sus elfos estaban fuera vigilando a veinte caballos greñudos y a dos ladrones de cara abotargada. Tampoco había duda alguna de que los humanos hubieran llegado a la cripta, ya que el escudo de bronce que hacía las veces de puerta había quedado reducido prácticamente a la nada, una forma de entrar rudimentaria y eficaz que hacía pensar en una gran demostración de magia.

Galaeron se deslizó cautelosamente hacia el interior de la cámara. Siete elfos yacían muertos, imperturbables sobre sus antiguas andas, con la carne y el pelo perfectamente conservados por la magia ahora quebrantada de la cripta. Sus enjoyadas armas y sus armaduras con incrustaciones de oro yacían intactas bajo una espesa capa de polvo. Por su piel ambarina y sus adornadas armaduras de bronce, Galaeron supo que se trataba de nobles de Aryvandaaran, grandes señores del agresivo clan Vyshaan que había desencadenado la Primera Guerra de la Corona y sumido a toda la raza elfa en una lucha sangrienta que duró tres mil años. Aunque no les deseaba paz en sus sueños, estaba dispuesto a descargar el peso de la justicia sobre los profanadores de sus tumbas. Como Guardián de Tumbas, había jurado proteger todos los panteones de los elfos.

En el rincón más retirado de la cripta, Galaeron encontró una cuerda con nudos que descendía hacia un agujero recién abierto. El pozo había sido excavado mediante la misma magia con que habían destruido la puerta de bronce ya que no había ni polvo ni escombros apilados en torno a la boca del mismo. Tratando de imaginar qué podrían estar buscando allí abajo los avariciosos humanos que fuera más valioso que las riquísimas armaduras y las armas encantadas de los señores Vyshaan, condujo a la patrulla hacia el fondo.

Unos diez metros más abajo el pozo daba a un laberinto de túneles bajos y cuadrados abiertos por los enanos. Por el aspecto de la excavación, sin duda se remontaba a una época muy antigua, a los principios de Evereska. Había sobre los muros una capa de polvo de más de dos dedos, espesor que llegaba a ser de treinta centímetros en el suelo. Los humanos habían dejado su camino marcado en el polvo, hacia el este, unas pisadas que tenían el mismo aspecto que huellas sobre la nieve.

Galaeron envió a dos exploradores y después, mientras se extinguía la última y débil luz del exterior, cogió una pizca de polvo de estrellas y lo lanzó al aire corredor adelante. Aunque el polvo fosforescente era demasiado tenue para ser visto por ojos humanos, daba luz suficiente para la sensible vista de un elfo. Recordando el cuidado que había puesto su presa en superar las trampas de la cripta, ordenó a una retaguardia de tres elfos que cerrara la marcha. Prácticamente doblados en dos debajo del techo enano, los miembros de la patrulla se internaron en la oscuridad; Galaeron enfundó su espada y ocupó su puesto habitual tres lugares por detrás del que abría la marcha. Aunque todos los guardianes de tumbas podían combatir igualmente con los conjuros y el acero, generalmente él actuaba como principal usuario de magia de la patrulla. Esto se debía no sólo a que su magia era más versátil que la de la mayor parte de los elfos, sino, además, a que había aprendido en las escasas batallas en que había intervenido que los profanadores de tumbas a menudo atacaban en primer lugar a los que lanzaban conjuros, y prefería cargar él con ese peso.

El rastro humano avanzaba unos mil metros en dirección este, sorteando una docena de socavones antiguos. En el techo empezaban a aparecer estrechas vetas de arena que revelaron a la mirada experta de Galaeron que estaban pasando bajo el propio Anauroch. No pasó mucho tiempo antes de que el eco del estrépito de rocas al caer empezara a transmitirse por los túneles y de que su exploradora favorita volviese para informar.

Debemos tener cuidado con estas arañas. Parecen venenosas. —Takari Moonsnow era una esbelta elfa de los bosques, con una sonrisa semejante a un arco de cupido y unos ojos pardos del tamaño de los de un ciervo. Sus finos dedos se movían a gran velocidad en la penumbra hablando su lenguaje de signos—. Y su mascota tiene colmillos propios.

¿Mascota? —Los dedos de Galaeron tejieron ante sí una cesta de líneas—. ¿Qué clase de mascota?

Ella giró sobre sus talones y partió pasadizo adelante, dejando a Galaeron prácticamente igual que antes de su informe. Galaeron sacudió la cabeza y la siguió. Cuando uno tiene como exploradora a una elfa de los bosques, tiene que darle ocasión de divertirse un poco.

Aragath, el segundo explorador, un elfo de la luna, esperaba junto a una leve curva del camino, su cabeza recortada sobre una luminosidad azulada que llenaba la parte del túnel aún por recorrer. El estruendo de las rocas al caer se hacía más intenso, salpicado por la bronca conversación de hombres que hacían su trabajo. Galaeron se echó cuerpo a tierra y empezó a arrastrarse junto a Aragath. Después de avanzar tanto rato encorvado, era un alivio poder estirarse en el suelo, aunque tuviera que taparse la boca con la mano para que el polvo no le hiciera estornudar.

Galaeron se asomó apenas al recodo del camino y a punto estuvo de gritar ante el espectáculo. A menos de diez pasos de él flotaba una esfera correosa de carne gris verdosa, casi de un metro de diámetro y con la forma aproximada de una cabeza. Un único ojo saltón sobresalía en el centro de la cara, y debajo de él se abría una boca enorme llena de aguzados dientes. De su calva salían diez gruesos tentáculos acabados en un ojo bulboso. Nueve de esos tentáculos habían sido plegados sobre un pequeño trozo de madera y atados de modo que sólo podían orientarse hacia la parte superior de la grotesca cabeza. El décimo avanzaba y retrocedía constantemente lanzando un rayo de brillante luz azulada sobre un tramo de pared de piedra de algo menos de un metro y medio de ancho. En el punto donde la luz tocaba la pared, unos quince centímetros de piedra se disolvían en un humo amarillento.

Galaeron tragó saliva. Casi no daba crédito a sus ojos. La criatura era un contemplador, una de las más raras, temidas y mortíferas de la Antípoda Oscura. Galaeron jamás se había enfrentado a una, pero había visto un ejemplar que se exhibía como trofeo en la Academia de Magia Evereskana. Según las Crónicas, el monstruo había tomado posesión de la cripta del rey Sileron en las Colinas del Manto Gris, a continuación engulló a dos patrullas de los Guardianes de Tumbas antes de que el gran Kiinyon Colbathin le diera muerte.

Tan atónito estaba Galaeron que casi no reparó en los compañeros de la criatura hasta que una parte del techo se desmoronó y varios hombres se adelantaron para limpiar los escombros. Todos ellos eran de fuerte osamenta y gran tamaño, con unos muslos tan gruesos como la cintura de un elfo, y llevaban el pelo peinado en trenzas que les llegaban hasta los hombros. Sus botas altas y sus cotas de malla escamadas, desgastadas en cien batallas, estaban adornadas con piel de marta cibelina negra, y los cinturones que rodeaban sus enormes torsos eran de escamas de dragón blanco.

Mientras los hombres trabajaban, la mirada azul del ojo del contemplador se desvió hacia abajo, abriendo un surco de humeante vacío a escasos centímetros de sus cabezas. Los hombres se echaron cuerpo a tierra gruñendo algo en un idioma áspero y rudo. Entonces, un pequeño puño apareció al otro lado del monstruo y se juntó con uno de sus tentáculos provistos de ojo. Aunque la mano era lampiña y suave, también era fuerte, y tiraba tanto que Galaeron pensó que el tentáculo iba a desprenderse.

—¡Shatevar! —sonó una voz.

Un rostro femenino apareció en la estrecha abertura entre el techo y la cabeza del contemplador. Sus facciones eran sólidas y ásperas para el criterio elfo, pero llamativas y sorprendentemente hermosas. Tenía unos ojos tan azules como la turmalina y el pelo del color de la miel.

La segunda mano se hizo visible y aplicó una daga sobre el tentáculo atrapado.

—Como vuelvas a intentarlo te convertiré en un cíclope —dijo en la lengua común.

—Entonces saca a tus zoquetes de en medio. —La voz del contemplador era profunda y borboteante—. Estoy demasiado cansado para estar pendiente de ellos.

—Cansado o muerto. Tú eliges.

Mientras discutían, Galaeron trató de contar cuántos humanos había allí. Detrás del contemplador había dos hombres sosteniendo unas espadas de color negro que parecían de cristal. Podrían haber pasado por armas de obsidiana, pero estaban perfectamente moldeadas, y sus hojas, tersas e indefinidas, no tenían ninguna de las marcas escamosas que Galaeron hubiera esperado ver. Otros cuatro hombres estaban en cuclillas a lo largo de la pared más cercana, y tenían las armas enfundadas y cruzadas sobre las rodillas. A juzgar por el brillo de las empuñaduras, también eran de cristal oscuro. Era imposible saber cuántos hombres podía haber al otro lado del contemplador, ya que el brillo de su haz de desintegración empalidecía la visión oscura de Galaeron. Sin embargo, no creía que su patrulla estuviese en gran inferioridad numérica ya que fuera sólo había visto veinte caballos.

Galaeron se apartó del recodo y dio las órdenes en su lenguaje de signos. No le entusiasmaba tratar de capturar a alguien que esclavizaba a contempladores, pero no tenía elección. Era inevitable que la noticia de tan extraño encuentro se difundiera por toda Evereska, y la menor oportunidad que se diera a los humanos tendría repercusiones desfavorables sobre la totalidad de la patrulla. No es que la cuestión preocupase demasiado a Galaeron, ya que precisamente su reputación de rebelde había hecho que acabara patrullando en el Confín del Desierto, pero todavía había entre sus elfos algunos que confiaban en hacerse un nombre en el cuerpo de los Guardianes de Tumbas.

Cuando sus guerreros estuvieron preparados, Galaeron, valiéndose de un conjuro, se volvió invisible e hizo lo propio con cuatro de sus guardias. Confiando en que el resto de la patrulla lo seguiría, avanzó dejando atrás el recodo del camino. La magia de sus botas amortiguó el sonido de las pisadas mientras avanzó hasta colocarse en cuclillas frente a los humanos.

Desgraciadamente, ni los conjuros mágicos ni las botas elfas podían impedir que se levantara polvo al andar. A dos pasos del contemplador, uno de los humanos señaló la nube gris que rodeaba los pies de Galaeron y dijo algo en su áspera lengua. Cuando el guerrero hizo intención de levantarse, el ruido de los arcos al tensarse resonó en el pasadizo. Cuatro flechas blancas surgieron de la nada e hicieron blanco en las corvas descubiertas, penetrando apenas un dedo en la carne. Los humanos, sorprendidos, se pusieron en pie de un salto golpeándose las cabezas contra el bajísimo techo, y, con los ojos en blanco, cayeron de bruces al suelo.

Tras haberse hecho visibles por el ataque, Takari y otros tres elfos avanzaron a la carrera cambiando los arcos por espadas después de hacer una pausa para poner de lado las cabezas de los guerreros dormidos a fin de que no se ahogaran en el espeso polvo. Acto seguido aparecieron en el estrecho túnel otra media docena de arqueros, los tres de delante pusieron rodilla en tierra y los tres de detrás permanecieron encorvados.

—¡Elfos! —dijo entre dientes la humana, la única mujer que Galaeron había visto en el grupo. Tres amenazadoras puntas de flecha salieron de la oscuridad y fueron a clavarse a ambos lados de sus anchos hombros. La mujer dirigió una mirada furiosa a Takari por encima del contemplador—. ¡Más te vale que mis hombres estén vivos!

—Sólo están dormidos, lo mismo que los centinelas que dejaste a la entrada —dijo Galaeron. Procurando que la aparente falta de preocupación de la mujer no lo inquietara, anuló su conjuro de invisibilidad e indicó a Takari y a los tres elfos que la acompañaban que esperaran junto a la pared fronteriza. A continuación señaló a los hombres dormidos—. Éstos son ahora nuestros prisioneros, lo mismo que tú. Depón las armas y explica…

—No.

La interrupción tomó a Galaeron por sorpresa.

—¿Cómo dices?

—Digo que no. —La mujer hizo girar al contemplador de modo que su ojo más grande mirara de frente a Galaeron—. No depondremos las armas y no tenemos por qué explicarte nada.

—Habéis profanado una cripta —dijo el elfo—. En estas tierras, eso es algo que hay que explicar. Ríndete ahora o serás la primera en caer.

La mujer se limitó a tender la vista más allá de los arqueros de Galaeron.

—¿Sterad? —llamó.

—Aquí estoy.

Desde el fondo del túnel llegaron unas pisadas amortiguadas. Galaeron volvió la vista y se tranquilizó al ver que sus arqueros seguían de pie, pero su tranquilidad desapareció ante la visión de un par de fornidos guerreros humanos que se cernían amenazantes sobre los cuerpos inconscientes de la retaguardia que había asignado para cubrir las espaldas de la patrulla.

—Los hombres de tu retaguardia tendrán unos cuantos chichones cuando despierten —dijo la mujer—. La cabeza no les dolerá mucho más que las heridas de las piernas a mis hombres.

Mientras hablaba, la primera fila de arqueros elfos giró sobre sus rodillas para apuntar a los recién llegados. La otra fila hizo caso omiso del peligro que la acechaba y siguió apuntando a la mujer con sus flechas. Si reparó en ello, a ésta no pareció importarle. Dijo algo en su lengua a los dos hombres que habían aparecido tras la retaguardia de Galaeron y éstos colocaron sus espadas cruzadas sobre el pecho. Aunque el movimiento no era abiertamente amenazador Galaeron observó que la altura de las espadas era la adecuada para golpear a sus arqueros en el cuello.

La mujer volvió la vista hacia Galaeron.

—No tienes la menor idea de lo que te has encontrado aquí, elfo, pero quiero que sepas que no pretendo haceros el menor daño, ni a ti ni a tus hombres. Dicho esto, os podéis marchar.

—No le hagas el menor caso, señor —dijo Louenghris, uno de los arqueros de la retaguardia y el único elfo dorado de la patrulla—. Ya pueden cortarme el cuello que mi determinación seguirá inconmovible.

—Gracias, Louenghris, pero no llegaremos a eso —dijo Galaeron, ocultando su disgusto. Con sus ciento diez años, Louenghris era el más joven de la patrulla y seguía siendo lo bastante tonto como para poner en guardia a los humanos incitándolos a hacer cosas por el estilo. Deslizando hasta la mano uno de los trozos de carbón del tamaño de una nuez que llevaba en la manga, Galaeron volvió la vista hacia la mujer—. Es posible que no intentaras hacer ningún daño, pero al forzar la entrada de la cripta ya lo has hecho. ¡Ahora debes presentarte ante el erlagh aneghwai gilthrum!

Deslizándose imperceptiblemente hacia un conjuro de encantamiento, aplastó el trozo de carbón y apuntó hacia adelante con la mano. Un rayo rosado en forma de abanico salió disparado del ojo central del contemplador y nubló la vista de Galaeron con su luz pálida. A pesar de los puntos rojos que veía, percibió que el túnel permanecía tan iluminado como antes.

—No has luchado contra muchos acechadores —dijo la mujer dando unos toquecitos con su daga por encima del enorme ojo central del monstruo—. La magia no tiene mucho que hacer contra Shatevar.

—Conozco el poder de un contemplador —Galaeron bajó la vista para mirar de frente a la criatura—, pero tengo entendido que no son unos esclavos muy fieles. No tenemos nada contra ti, Shatevar.

La dentuda boca de Shatevar se contrajo en una tímida sonrisa.

—Por desgracia, tus guerreros no son los únicos que me amenazan por detrás con sus espadas oscuras. De cambiar eso, ten por seguro que te serviré tan fielmente como a Vala.

—¿Vala? —repitió Galaeron tratando de entender la razón por la que el contemplador había pronunciado el nombre de la mujer. Los conjuros de encantamiento resultan mucho más eficaces cuando quien los lanza conoce el nombre de su enemigo, haciendo innecesario usar algo tan duro como una nuez de carbón—. ¿Qué clase de nombre es Vala? Meshim deri

—¡Ya basta! —Vala hizo presión con su daga en la cabeza del contemplador haciendo brotar una tenue gota de sangre.

El ojo central de Shatevar se abrió de par en par y una vez más el destello rosado llenó el corredor. El conjuro de Galaeron se extinguió en sus labios.

—Vuelve a intentarlo, elfo, y correrá sangre. —Manteniendo el ojo del monstruo fijo en Galaeron, Vala dejó libre otro de sus tentáculos y lo dirigió hacia el agujero del tamaño de un puño que la criatura había abierto inadvertidamente en la pared—. Tienes once ojos. Vuelve al trabajo.

—A tus órdenes, señora.

El contemplador empezó a barrer otra vez con su haz azul la pared, dejando al descubierto un extraño cuadrado de luz resplandeciente en el interior del agujero que había practicado. Conformándose por el momento con un empate, Galaeron dejó caer la mano y con dos dedos transmitió dos instrucciones; la más importante, la de mantenerse a la espera. Con un poco de paciencia tal vez consiguiera averiguar qué estaban haciendo los humanos y, más importante aún, conseguir que no muriera nadie.

El contemplador siguió fundiendo la roca y dando forma a algo que tenía el amenazador aspecto de una puerta. Al ensancharse la abertura también crecía la fuente del resplandor, aunque parecía poco más que una lámina de luz argentada. El rayo azul de Shatevar la atravesó imperturbable y siguió con su labor desintegradora en el otro extremo, mientras las rocas que de vez en cuando caían del techo lo hacían hacia el interior de la cámara. Teniendo en cuenta el lugar donde se encontraban, Galaeron se preguntó si se trataría de la fabulosa Muralla de los Sharn, una barrera de magia antigua que, según rumores, recorría bajo tierra todo el perímetro del Anauroch. De ser así, no tenía la menor idea de qué podrían buscar los humanos al otro lado. Los pocos guardias veteranos que hablaban de eso a media voz decían que el infierno que se abría al otro lado sólo era comparable a los pozos de esclavos de Carceri.

Vala mantenía una recelosa vigilancia mientras Shatevar trabajaba, y la patrulla seguía esperando la señal de Galaeron cuando el haz azul empezó a dejar un negro vacío en pos de sí.

—Hemos llegado al otro lado —informó un humano.

Vala apartó la mirada, y Galaeron supo que no encontraría otro momento más propicio. Con un movimiento de su dedo índice dio la señal de atacar, y tres blancas flechas surcaron el aire. El elfo ya se había arrojado al suelo cuando las flechas dieron en el blanco, dos por encima del ojo central de Shatevar y la tercera en la mejilla de Vala. Aunque las flechas apenas se hundieron un dedo en la carne, eso no impidió que las víctimas emitieran un grito.

Ante la sorpresa de Galaeron, ni una sola flecha humana se estrelló contra la pared del fondo y ningún elfo gritó de dolor. Mientras se arrastraba por el suelo entrevió que Louenghris caía bajo el golpe de la lustrosa empuñadura de una espada humana y vio a otros dos arqueros que yacían en el polvo, inconscientes pero sin rastro de sangre. A continuación, Takari y sus compañeros pasaron raudos y veloces a su lado lanzando arena y formulando conjuros somníferos.

Galaeron se enfrentó a Shatevar. Aunque el párpado de su ojo central estaba entrecerrado, el contemplador no había sucumbido aún al sueño inducido por las flechas y seguía balanceando dos de sus tentáculos libres para atacar. El haz azulado pasó rozando a Galaeron y abrió una herida de quince centímetros en el torso de Aragath. El elfo no emitió el menor sonido. Se limitó a bajar la cabeza y mirar la sanguinolenta masa que salía de su estómago antes de morder el polvo.

Galaeron ya estaba levantando la mano para lanzar un conjuro sobre el monstruo, cuando desde atrás una espada negra descargó un golpe sobre éste. La negra hoja atravesó la correosa cabeza sin dificultad, partiendo el cráneo en dos y derramando el espantoso sostenido sobre el suelo. Los muchos ojos de Shatevar se nublaron y quedaron en blanco, y el azul rayo desintegrador se extinguió dejando el túnel a oscuras.

—Estúpido —rugió una voz áspera.

Galaeron miró hacia arriba tratando de ver algo. La radiación argentada seguía resplandeciendo en la puerta abierta por Shatevar, pero daba la impresión de que no emitía luz sino que ella misma era la luz. Cuando recuperó su visión oscura, vio a un hombre con bigote que lo miraba desde el otro lado de la esfera desinflada del contemplador. Por la expresión de absoluto desprecio del hombre, era evidente que podía ver en la oscuridad al igual que los elfos.

—No tienes…

Takari interrumpió al humano golpeándolo de plano con su espada en la mandíbula. El hombre trastabilló, tropezó con las piernas de Vala, que sobresalían por debajo del cráneo abierto de Shatevar, y cayó de espaldas. Takari apoyó la bota sobre el cuello del caído y de un puntapié apartó su espada, pero la precaución estaba de más. El hombre dormía tan profundamente como su comandante.

—No le vayas a partir el cuello —dijo Galaeron poniéndose de pie—. Si ellos no matan, nosotros tampoco.

Takari miró el cuerpo de Aragath.

—El acechador era suyo —dijo.

A pesar de la amargura que teñía su voz, se escabulló para reincorporarse a la lucha que libraban encorvados en la cabecera del túnel. Era un enfrentamiento extraño, en el que figuras agachadas golpeaban con las empuñaduras de sus armas y con las espadas de plano mientras las paredes repetían el eco de gritos tan feroces como los de cualquier combate, aunque nadie gritaba de miedo o de dolor. A Galaeron no le gustaba que sus elfos ganaran sólo por la superioridad de su magia y de su número, y en caso de que los humanos hubieran estado dispuestos a matar, ni siquiera estas ventajas les habrían valido una victoria. Decidido a poner fin a la lucha antes de que alguien cometiera un error y aquello se transformara en una pelea a muerte, Galaeron evocó el encantamiento de su conjuro somnífero.

¿Es que no podéis estaros ahí en silencio, mentecatos? —La voz sonó etérea y espectral, como si llegase desde las profundidades del propio túnel. Galaeron se detuvo y contempló el agujero abierto por Shatevar, pero la voz parecía provenir de todo cuanto tenía a su alrededor—. ¡Habéis lanzado a los demonios contra mí!

Los humanos que seguían en pie hicieron silencio y depusieron sus armas. Takari dejó inconsciente a uno, y dos elfos de la luna se apresuraron a adelantarse y hacerse cargo de los prisioneros para evitar que reanudaran la refriega. Valiéndose del lenguaje de los signos, Galaeron dividió a su patrulla en dos, asignando a unos al cuidado de sus arqueros caídos y a otros a poner ataduras a los humanos, pero mantuvo a Takari a su lado. No quería que la imprevisible elfa de los bosques desquitara su dolor por la muerte de Aragath con los prisioneros.

Tres humanos permanecían todavía en pie. Galaeron se dirigió al que tenía más próximo.

—¿A quién pertenecía esa voz? —le preguntó.

Los humanos miraron aturdidos a su alrededor, sin saber a quién había dirigido la pregunta. Galaeron se dio cuenta de que sólo veían en la oscuridad cuando sostenían la espada. Tocó a uno en el pecho.

—¿De quién era esa voz? ¿Qué estáis haciendo aquí abajo?

—Nada que pueda perjudicar a Evereska —respondió el hombre—. Es todo…

Las últimas palabras se perdieron en el crepitar de una ráfaga mágica y la caverna se sumió por un momento en unas tinieblas tan espesas que podían cortarse. El ruido de piedras que caían se propagó por todo el túnel, casi inaudible para Galaeron, a quien le zumbaban los oídos. Poco a poco recuperó la visión a trozos y mezclada con una oscuridad semejante a una telaraña. Indicó a sus guardias que siguieran vigilando a los prisioneros y se volvió a continuación hacia el origen de la explosión.

La cabeza y los hombros de un corpulento humano asomaban por el agujero abierto por Shatevar. Con el reflejo de la radiación plateada parecía pálido y espectral, pero Galaeron se dio cuenta de que era de tez morena y tenía el pelo tan negro como el tizón.

—¿Melegaunt? —inquirió uno de los prisioneros—. ¿Melegaunt Tanthul?

El interpelado asintió. A continuación sacó un fornido brazo por la abertura.

—¡Socorro! —gritó.

Los humanos avanzaron todos a la vez, tratando de abrirse camino hacia adelante a pesar de las ataduras de las manos. Fue un error. Takari derribó a uno de un codazo en la nariz y los otros dos cayeron bajo los golpes de las empuñaduras de las armas de los guardias. Por suerte para Melegaunt Tanthul, media docena de elfos corrieron a ocupar el lugar de los humanos. Aminoraron la marcha al atravesar la argéntea barrera y a continuación asieron los brazos del hombre y empezaron a tirar. El humano se deslizó hacia adelante y después, abruptamente, se quedó atascado y les gritó que no siguieran.

Los elfos, atónitos, obedecieron, y el humano volvió a desaparecer en el agujero.

Se oyó un golpe sordo, pero ni un solo grito.

Takari miró a Galaeron esperando sus órdenes, lo mismo que los elfos del otro lado de la barrera plateada.

Galaeron sacudió la cabeza sin saber qué hacer, pero avanzó hacia la abertura.

—Supongo que deberíamos ver qué…

Algo semejante a una boca rodeada de cuatro brazos surgió del otro lado y empezó a echar manotazos a diestro y siniestro, apresando a los elfos entre su cabeza escamosa y las paredes rocosas de la embocadura. Un elfo intentó gritar, pero de su boca sólo salió una bocanada de espumarajos sanguinolentos. Otra cayó con la cabeza aplastada sin haber perdido su casco. Los supervivientes trataban de desenvainar las espadas mientras retrocedían. La criatura seguía manoteando con sus cuatro brazos y consiguió apresar a dos de los elfos por la garganta y por los brazos. A continuación salió completamente por el agujero.

Aquella criatura, a cuya cabeza de boca enorme seguía el cuerpo de una babosa rematado en una estrecha cola, era el ser viviente más extraño que había visto Galaeron. No tenía ojos ni orejas, pero sabía perfectamente dónde estaban sus enemigos y evitaba que los dos elfos que habían escapado de sus garras pudieran socorrerlos. Cuando acudieron en ayuda de los cautivos, algo como un relámpago salió de la nada y derribó a uno. La segunda guerrera cayó cuando aquella cosa la golpeó con uno de sus prisioneros en la cabeza. Ambos elfos cayeron con los cuellos rotos.

—¿Qué infierno han abierto estos bastardos humanos? —gritó Takari buscando una segunda espada. Cuando su mano se cerró sobre la empuñadura envuelta en cuero de la espada humana, la soltó al instante con un silbido mientras mostraba un verdugón de carne congelada—. ¡Por el Cazador de la Noche, hasta sus armas son profanas!

Al otro lado de la pared, la voz sofocada de Melegaunt sonó temblorosa desgranando una sucesión de sílabas arcanas. Algo largo y cubierto de púas salió flotando por el agujero y a continuación el greñudo hechicero terminó su conjuro.

El único efecto que percibió Galaeron fue una serie de sombras relumbrantes.

—Arqueros —gritó—. ¡Disparad a discreción!

—¿Y qué hacemos con Ehamond? —preguntó Takari, refiriéndose al elfo que todavía se debatía entre las garras de la criatura.

Galaeron se adelantó sin molestarse en responder. De todos los elfos de su patrulla, Takari era la que más tiempo llevaba con él, y entre ellos casi no hacían falta las palabras. Una señal le bastó para indicar que él atacaría mientras ella rescataba a Ehamond.

—¡Sí, cuando los lobos monten a lomos de puercoespines! —dijo chasqueando los dedos.

Haciendo un lado a Galaeron, Takari echó mano de la espada humana y la descargó contra la extraña bestia, lanzándose a continuación hacia adelante llevada por el movimiento de la espada. Galaeron la seguía pegado a ella con el conjuro en la punta de la lengua.

La espada humana atravesó la barrera argéntea y se enterró hasta la empuñadura en el torso de la escurridiza criatura; a continuación Takari atravesó la luz y cayó sobre la bestia, golpeando y cortando. Galaeron se deslizó tras ella sintiendo que la barrera se pegaba a su cuerpo como una fría telaraña, y se colocó detrás de Ehamond. El elfo estaba cubierto de sangre y gritaba, dando ciegos golpes contra los dientes de la criatura.

—¡Cálmate, guardia —le gritó Galaeron, que esquivó una garra y a continuación aferró un tobillo que estaba libre—, o no podremos ayudarte!

Con una finta, Takari se escabulló de una garra y luego esquivó la boca abierta de la criatura para descargar a continuación su espada sobre el brazo que sujetaba a Ehamond. El afilado acero elfo se hundió en la carne hasta cortar casi de cuajo el miembro a la altura del codo mientras Galaeron conseguía liberar el lado derecho de Ehamond tirando de él. Gritando enardecido, Ehamond sacó su propia espada y se liberó de la mano que todavía lo sujetaba. Galaeron volvió a atravesar la argéntea barrera arrastrando a Ehamond consigo, y vio la cola rematada en un aguijón del monstruo que trataba de rodear a Takari.

—¡A tu espalda!…

El aguijón alcanzó a Takari en el centro de la espalda, atravesando la armadura de cuero de la elfa como si fuera de pergamino. Takari dejó caer los brazos y su cuerpo se dobló hacia adelante. La cola empezó a moverse rítmicamente, bombeando su contenido dentro del cuerpo de la guardia. Galaeron soltó la pierna de Ehamond y apuntando con sus manos hacia la cola del bicho, lanzó un encantamiento. Cuatro relámpagos de dorada magia brotaron de sus dedos y descargaron contra el aguijón de la cola, desprendiéndolo y liberando a Takari, que cayó de espaldas a través de la barrera de luz.

Todavía no había tocado el suelo cuando una andanada de flechas negras pasó sorteando a Galaeron para caer sobre la criatura. Las tres primeras rebotaron en la piel llena de espinas del horroroso ser, pero la última penetró a fondo en su sección media. El arquero que la había disparado pronunció una palabra de mando que activó su magia letal.

Una excrecencia blanca y macilenta se formó en torno a la herida, pero la extraña criatura no cayó; ni siquiera flaqueó.

Dejando a Ehamond librado a sus propios medios, Galaeron echó mano de Takari y la sacó a rastras. Los ojos de la elfa estaban abiertos pero vidriosos, y reflejaban más conmoción que miedo. Otra andanada de flechas pasó silbando, pero la piel de la criatura se volvió gris y pétrea y las cuatro rebotaron sin producirle el menor daño. El reducido número de proyectiles llenaba a Galaeron de desesperación, pero con Ehamond y Takari heridos y otros tres elfos inconscientes por el enfrentamiento con los humanos, sólo podía contar con cuatro guerreros elfos.

Galaeron observó con alivio que la criatura permanecía en la estrecha cavidad que quedaba entre la argéntea barrera y el agujero abierto a sus espaldas. Quebró la única flecha que había conseguido herirla y arrojó los trozos resultantes contra el elfo que la había disparado.

Galaeron puso a Takari de lado y tiró del aguijón de la criatura que tenía clavado en la espalda. La herida ya estaba macilenta y despedía un olor pestilente. Profundamente clavado en la carne había algo pequeño y redondo que la visión oscura de Galaeron percibió como de color escarlata ardiente y reluciente. Sabedor de que más valía no tratar de extraerlo, llamó a Ehamond y depositó a Takari en los brazos del maltrecho elfo.

—Llévatela de aquí. Si nosotros no os seguimos, presenta un informe.

—Nos seguiréis —dijo Ehamond, echando una mirada a la extraña criatura—. Más os vale, porque ¿quién iba a creerse esto si no volvéis?

Dicho esto, cargó a Takari sobre los hombros y desapareció túnel arriba. Galaeron se disponía a dejar a un lado el aguijón, pero pensó en lo que hubiera hecho Takari y arrojó la púa con desprecio a través de la argéntea barrera. La criatura la cogió al vuelo, después se levantó unos centímetros y, flotando, se acercó al extremo de la cavidad donde estaba Galaeron. Aunque era imposible percibir algo parecido a una emoción en aquella cosa sin cara, Galaeron no tenía la menor duda de que, si era capaz de atacar a través de la barrera luminosa, podía darse por muerto.

La criatura se cernía amenazadora delante de Galaeron cuando un haz de magia purpúrea restalló a través de la abertura alcanzando a aquella cosa por detrás y arrojándola contra la barrera. Se retorció enloquecida, emitiendo un aullido tan ensordecedor que Galaeron pensó que el techo se venía abajo.

¡Ahora! —sonó la misma voz que antes había llenado el túnel—. ¡Coged mis espadas y matadla ahora!

Los elfos que quedaban en pie echaron mano a sus armas y se abalanzaron hacia la abertura, pero Galaeron no quería que nadie se acercara a la criatura.

—¡Nada de espadas! Relámpagos mágicos. —Alzó la mano—. Cuando yo dé la orden… ¡Ahora!

Los relámpagos de magia dorada empezaron a converger sobre la criatura. Algunos penetraron en su pétrea coraza sin el menor efecto, aunque la mayor parte la golpeó con fuerza, haciendo retroceder a la cosa hacia el haz color púrpura y arrancándole púas y trozos de piel. Casi no había salido de las manos el primer conjuro de Galaeron cuando ya había lanzado otro, descargando otra andanada de pura magia cuando la criatura todavía se tambaleaba ante la primera. Sus relámpagos atravesaban el telón argénteo y se fundían con la magia purpúrea proveniente del otro lado.

El resultado no fue exactamente una explosión. Se produjo un destello de mil colores acompañado del atronador silencio del vacío y, a continuación, un espantoso hormigueo y la sorprendente sensación de estar aplastado contra la pared del túnel. El aire se cargó de un olor a hierro al rojo y todo fue dolor. En la barrera de luz argéntea apareció un anillo de color carmesí que se hacía más tenue cuanto más se alejaba del centro. Al otro lado de la cortina yacía el extraño ser con el cuerpo asaeteado por las descargas de poder que le habían atravesado la coraza dejando al descubierto largas tiras de carne verdosa. Mientras Galaeron se esforzaba por entender lo que estaba viendo, aquella cosa se elevó del suelo y, flotando, se acercó a la barrera metiendo a continuación la cabeza por el humeante agujero.

A Galaeron se le encogió el estómago y el túnel empezó a llenarse de los gemidos de sus atónitos elfos. La enorme boca parecía sonreír mientras la criatura acababa de atravesar el agujero. Levantó del suelo a un humano inconsciente y con delicadeza lo despojó del casco.

Sacando fuerzas de flaqueza, Galaeron se puso de pie.

—¡Incorporaos si estáis despiertos! —gritó echando mano a su espada—. ¡Defendeos!

Sólo unas cuantas figuras se movieron, pero fue suficiente para hacer que la criatura dejara caer al humano. La boca de la cosa se dirigió hacia Galaeron exhalando una nube de negra niebla entre los dientes.

No hubo tiempo para lanzar una advertencia. Galaeron apenas consiguió cerrar la boca antes de que la nube lo envolviera, quemándole los ojos y las fosas nasales y dejándole los pulmones sin aire. En el túnel todo eran toses y arcadas, angustia y miedo. Todo ocurría demasiado rápido. Cuando Galaeron consiguió que acudieran a su cabeza las palabras de un conjuro eólico, la mitad de las voces se habían extinguido. Cuando realmente logró pronunciarlo y empujar la arremolinada niebla mortífera hacia un pasadizo lateral donde no había nadie, el resto de las voces habían callado.

Consciente de que él sería el siguiente en caer, Galaeron no reprimió la terrible furia que crecía en su interior. La ira lleva a la locura, pero también despierta un valor desesperado y desata una fuerza enloquecida, y él había visto lo suficiente de esta demoníaca criatura como para saber que eso era lo que más falta le hacía. Se lanzó tras la negra nube en retroceso conteniendo, la respiración y blandiendo ciegamente la espada contra el aire cenagoso. Cuando sintió que la hoja tropezaba con algo, la pasó a la otra mano y lanzó una estocada hacia adelante con todas sus fuerzas.

La espada se clavó más de un palmo hasta detenerse. Galaeron se puso a cuatro patas y oyó el sibilante ruido de dos brazos que le pasaban por encima de la cabeza, y dio un salto, hacia atrás antes de ver otros dos que cortaban la nube de niebla arremolinada. Se sacó de la manga una varita de cristal. La niebla se disipó y dejó a la vista el cuerpo de la criatura flotando a apenas cinco pasos de él, con la espada clavada cerca de la boca. Con la esperanza de que un relámpago fuera más eficaz que el resto de su magia, apuntó con la varita al cuerpo de la cosa y puso en marcha su conjuro.

—Magia no —bramó la voz profunda—. ¡He dicho espadas!

Galaeron miró hacia el lugar de donde había salido la voz y vio al atezado mago que salía atravesando la barrera, con los oscuros ropajes arremolinándose en torno a su cuerpo como una sombra. La criatura se acercó al humano; veinte diminutas lenguas de fuego brotaban de sus dedos. Melegaunt describió un círculo con la mano, creando un remolino de helada negrura en el aire que lo precedía y avanzó confiado. Las llamas provenientes de las manos del monstruo chocaron directamente en el torbellino de sombra y se desvanecieron.

Galaeron ya se había puesto en marcha y arrebataba una negra espada de manos de un humano caído, disponiéndose a atacar. A pesar del cuero con que estaba cubierta la empuñadura, era tan fría que sentía que le quemaba la carne y le dejaba los dedos entumecidos y rígidos. De todos modos atacó, descargando el filo a medio metro de la cola de la criatura.

La oscura hoja penetró sin esfuerzo, cortando limpiamente la cola.

La criatura se estremeció de dolor y se volvió hacia Galaeron, pero se paró en seco a punto de quedar ensartada en la espadaoscura. Galaeron se lanzó a por su garganta y estuvo cerca de dejar caer la espada cuando el bicho retrocedió y sus dedos helados no pudieron ajustar el impulso.

Galaeron cambió el arma de mano. En ese instante, su armadura se calentó hasta tal punto que empezó a relumbrar, llenando el túnel de fantasmagóricas sombras rosadas y dejando sin efecto su visión oscura. Con un grito apagado se lanzó hacia adelante blandiendo la espada ciegamente. A la criatura no le quedaba más remedio que retroceder… directa hacia Melegaunt Tanthul.

El mago la empujó hacia adelante, hacia la espada de Galaeron. Se repitió el mismo alarido de dolor que había sonado antes, pero Galaeron apenas lo oyó, ensordecido por su propio gemido. Todavía encontró fuerzas para retorcer la espada y arrastrarla en su caída.

Un montón de entrañas verdosas se derramó en el polvo delante de él, mientras la criatura caía lentamente a su lado. Galaeron dio un grito y se apartó, manoteando en busca de su daga.

Melegaunt Tanthul le apoyó un pie en el estómago para evitar que se moviera y a continuación se puso de rodillas a su lado.

—Está muerta. Bien hecho, muchacho. Ahora no te muevas. —El mago pasó su mano por encima de Galaeron y pronunció una extraña fórmula mágica que hizo que la armadura se enfriara—. ¿Mejor ahora?

Galaeron asintió.

—Qué…

—No hay tiempo para conversar. Ya hay otras doce en camino. —El hombre ayudó a Galaeron a ponerse de pie y señalando el agujero abierto en la pared añadió—: Y ahora pueden llegar hasta nosotros.

—¿De quiénes estás hablando? —preguntó Galaeron, reprimiendo un grito de dolor.

—Más tarde, o acabaremos muertos como los demás.

El mago empezó a abrirse camino entre los cuerpos caídos. Tanto los elfos como los humanos tenían los rostros contraídos por el dolor y de sus bocas salían espumarajos sanguinolentos.

Melegaunt se detuvo junto al cuerpo desinflado de Shatevar y señaló las piernas de Vala.

—Ésa todavía está viva. Tráela aquí.

Aunque el mago parecía capaz de hacerse cargo de sus propios heridos, Galaeron sacó a Vala de debajo del contemplador. Observó sorprendido que su pecho se movía al ritmo de la respiración, tal como había dicho el mago. Galaeron la cargó a hombros y siguió al mago, sin reparar en que la espada negra de la mujer caía silenciosamente en el polvo.

Melegaunt giró sobre sus talones y señaló la espada.

—Su espadaoscura, mentecato.

—No puedo llevarla. —Galaeron le mostró sus manos quemadas.

El mago se acercó y miró de cerca las facciones de Galaeron.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, reparando al parecer por primera vez en sus orejas puntiagudas—. Tú no puedes ser de la Torre de Granito…