Capítulo 3
21 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas
La oscuridad se impregnó del olor de la resina de cedro y Galaeron supo que habían superado el paso. Su visión oscura empezó a funcionar otra vez, y los caballos humanos resoplaron como contagiados de la alegría de los ponis por estar de vuelta en Evereska. Hasta Takari se animó y apoyándose en los brazos de Ehamond, lanzó un nítido suspiro.
Aunque Galaeron sabía que cien arqueros elfos los vigilaban desde las recónditas galerías de las cumbres, no miró hacia arriba. A la mínima señal de conocimiento, una lluvia de conjuros y de flechas caería sobre los prisioneros, una precaución establecida para mantener en secreto las defensas de la Puerta Secreta.
El sendero describía una curva y a continuación se convertía en un puente de mármol para cruzar un abismo de fondo humeante. Galaeron pronunció una palabra de paso y, después de conducir a sus acompañantes al otro lado, se detuvo en un estrecho vestíbulo cerrado por una delgada lámina de mica. Apareció un elfo de la luna de expresión adusta que vestía la cota de malla plateada de un kanqat de la Guardia del Valle y apoyó los dedos sobre el corazón.
—Me alegro de que hayas vuelto, Nihmedu. —Aunque el kanqat estaba al otro lado de la lámina de mica, su voz era tan clara como su imagen. Era Orem Arvaeyn, compañero de Galaeron en la Academia de Armas que, como casi todos los demás, ascendía mucho más rápido que él. Orem miró pasar a Galaeron y señaló despectivamente a los humanos—. Veo que traes profanadores de tumbas. ¿Debemos esperar la pronta aparición de tu patrulla?
—No, kanqat, me temo que no volverán… —Le costó pronunciar las palabras, pero se esforzó en mantener la mirada de Orem—. No he podido recuperar sus cuerpos.
En el rostro del kanqat se acentuó la palidez.
—Entiendo. —Estudió a los prisioneros, tratando de conjugar el hecho de que fueran simples humanos con la pérdida de Galaeron. A continuación preguntó—: ¿Sucedió en el Confín Sur del Desierto?
Galaeron se limitó a asentir, sabedor de que dijese lo que dijese, no haría más que empeorar su situación.
—Si no te importa, mi exploradora necesita atención.
—Por supuesto. —El kanqat apartó la vista y asintió, luego se hizo a un lado mientras la barrera de mica se desvanecía.
—Aunque no vayas a conseguirlo ahora, Galaeron, no necesito decirte que siempre pensé que merecías un destino mejor —dijo Orem cuando el poni de Galaeron pasó a su altura.
Sorprendido por la inesperada amabilidad del kanqat, Galaeron refrenó a su caballo y dejó que Ehamond condujera a los demás.
—Gracias, Orem. Es posible que las tuyas sean las únicas palabras amables que oiga esta noche.
—Fuiste el mejor de nuestra regiforma, Galaeron. —Orem sacudió la cabeza—. Lástima que seas tan arrogante. En este trabajo no todo se reduce a conjuros y acero.
—¿Arrogante? Lo que es verdad no… —Galaeron se contuvo e hizo un gesto de asentimiento—. Buen consejo, pero me temo que llega tarde.
—Podría servirte esta noche, si lo tienes presente —dijo Orem—. Nada sorprendería más al capitán de los Guardianes de Tumbas.
Galaeron echó una mirada a Vala y a Melegaunt, que permanecían atados sobre sus monturas y con los ojos vendados pero no daban muestras de estar asustados.
—Los humanos desempeñaron un pequeño papel en esto, y no tuvieron nada que ver con la muerte de mis guardias. Necesito hablar de inmediato con los Ancianos de la Colina.
—¿De inmediato? ¿Quieres decir esta mañana?
Galaeron asintió.
Orem miró las monturas vacías detrás de Dynod y Nimieye.
—Lo dispondré así —dijo.
Galaeron le dio las gracias y, volviendo a ocupar su puesto al frente de la columna, bajó un desfiladero y se internó en los bosques del Valle Superior. Los árboles eran añosos y enormes, en su mayoría cedros tan altos que casi llegaban al cielo. El camino descendía abruptamente, describiendo curvas entre barrancos y sorteando escarpados afloramientos donde los árboles raleaban lo suficiente como para dejar entrever los distantes farallones.
Aunque Galaeron podía quitar las vendas de los ojos a los humanos cuando quisiera, no lo hizo. Estaba convencido de que Melegaunt no necesitaba los ojos para ver. El mago iba cómodamente sentado en la silla, manteniendo el cuerpo erecto incluso cuando su montura resbalaba o daba tumbos. En cambio, los otros humanos cabalgaban con comodidad pero se balanceaban a cada vuelta del camino. Vala mantenía su expresión ceñuda y tensa, y su boca conservaba una mueca de indignado desdén.
Su paciencia duró apenas un cuarto de hora, hasta que el camino dejó atrás las empinadas pendientes del Valle Superior y empezó a atravesar las terrazas del Valle de los Viñedos.
—¿Hasta cuándo las vendas y las ligaduras, elfo? —preguntó—. El viento me dice que ya hemos superado el paso.
—Las vendas de los ojos, cierto. —Galaeron se detuvo e indicó a Nimieye que se las quitara. En realidad se trataba de unas medias capuchas de cuero encantadas para desorientar a quien las llevaba—. Debéis seguir llevando las ligaduras.
—¿Cómo? —A pesar de la pregunta, Vala no parecía demasiado sorprendida—. Sabía que no debíamos confiar en un elfo.
—No prometí nada.
—Estaba sobrentendido —replicó Vala.
—Atención, hija. No estamos en condiciones de dar lecciones de ética a Galaeron —le advirtió Melegaunt, que dejó que Nimieye le quitara la capucha. Miró a Galaeron a los ojos—. Todo dependerá de que él nos culpe a nosotros o a un simple accidente de la pérdida de su patrulla.
—Entonces estamos perdidos —dijo Vala—. Los humanos son mejores que la fortuna como víctimas propiciatorias.
—Así es, pero creo que nuestro amigo es demasiado inteligente para caer en eso. —Melegaunt seguía con los ojos fijos en los de Galaeron—. ¿Qué dices, elfo? ¿Nos presentarás como profanadores de tumbas, como ladrones, o como víctimas a la par que vosotros?
—Eso corresponde decidirlo a los Ancianos de la Colina —respondió Galaeron—. Mi deber es contar lo que sucedió.
Así evitaba definirse, ya que la verdad estaba en algún punto entre los extremos indicados por el mago. Los humanos habían irrumpido en una cripta elfa, pero los enterrados allí eran nobles del despreciable clan Vyshaan, y además no habían robado nada. Por otra parte, aunque los humanos habían opuesto resistencia a la patrulla que pretendía capturarlos, habían arriesgado sus propias vidas por no dañar a los elfos. Dadas las circunstancias, la actitud de Galaeron tendría una indudable influencia sobre los ancianos.
Lo que Galaeron no sabía era hasta qué punto podía confiar en los humanos. A Melegaunt lo rodeaba un aura innegable de oscuridad, y a Galaeron lo había asaltado la idea de que el enfrentamiento en la cripta de los Vyshaan fuera una compleja estratagema para infiltrar un poderoso y malvado mago en Evereska.
Melegaunt hizo una mueca ante la respuesta de Galaeron mientras observaba cómo Nimieye quitaba las capuchas a los seguidores de Vala. Los tres hombres, a los que Vala había presentado como Burlen, Kuhl y Dexon, parpadearon y miraron a Galaeron con expresión furiosa, presagiando la mirada funesta que le echó Vala cuando le destaparon los ojos.
—Cuidado con lo que cuentas, elfo —le disparó—. Helm no olvida a los que faltan a su palabra.
—Eso podría preocuparme si faltara a mi palabra. —Galaeron empezaba a sentir un enfado muy humano hacia la mujer—. Por lo que a mí respecta, soy un Guardián de Tumbas que custodia a una banda de profanadores y no encuentro razón alguna para confiar en ellos.
La mujer abrió la boca para replicar, pero Galaeron la cortó en seco al volverse para comprobar cómo estaba Takari. La exploradora seguía con la cabeza caída sobre el pecho y apoyada en Ehamond. No estaba inconsciente, pero se encontraba sumida en un estado mucho más profundo que el sopor. Era una mala señal, ya que los elfos no duermen a menos que estén enfermos o malheridos. Galaeron reemprendió la marcha al trote, dispuesto a poner a Takari en manos de un sanador antes de que la sombra del Pico Oriental abandonase la colina de la Oscuridad Lunar.
A pesar de sus muchas preocupaciones, o tal vez precisamente por ellas, Galaeron se sentía amargamente decepcionado por la indiferencia de los humanos cuando Nimieye les quitó las capuchas. Esta parte del camino era lo más espectacular del regreso a Evereska. Las laderas escalonadas y llenas de viñedos descendían hacia la ciudad en una serie de terrazas envueltas en la niebla, y ni uno solo de los humanos había apartado su mirada furiosa de él para contemplar el panorama.
El valle era un tapiz dorado y negro de campos de cultivo. Desde donde Galaeron lo contemplaba, desde lo alto del Valle de los Viñedos, los cultivos formaban una profunda medialuna en el fondo del valle, con los farallones de más de trescientos metros de altura del Alto Sharaedim en el contorno y Evereska asomando en el centro. Aunque algunos humanos pretenciosos, que basaban sus relatos «de testigos presenciales» en el testimonio de elfos medio borrachos gracias al edquesstria de la Posada del Medio Camino a los que sobornaban, solían describirla como una ciudad amurallada, las supuestas murallas eran los acantilados de piedra lustrosa de las Tres Hermanas, las mayores de las doce colinas sobre las que se levantaba Evereska.
Por detrás de la cima de los acantilados se alzaban cientos de torres que sobresalían de un espeso bosque de cúpulas azules y daban a la ciudad el aspecto de una corona con muchas agujas. Muchas de ellas doblaban en altura a los árboles circundantes, y las había que incluso superaban los picos del Alto Sharaedim. El exterior era un hervidero de figuras que parecían hormigas, los habitantes de la ciudad que realizaban su trajín diario sin pararse a pensar en lo extraños que debían de parecer a lo lejos.
Así de mágica era Evereska, joya de las montañas, y Galaeron pensaba que todo aquél que no era capaz de apreciarla no era digno de confianza. Condujo a sus prisioneros por las terrazas del Valle de los Viñedos describiendo una trayectoria sinuosa para acabar en una senda estrecha que llegaba hasta las cercadas tierras de pastoreo que rodeaban la ciudad. Al acercarse al límite, Galaeron pronunció una palabra de paso. La dorada puerta se abrió, dando acceso al grupo a un extenso prado salpicado de peñascos y de altos abetos. Como muchas de las defensas de Evereska, la puerta no tenía un objetivo claro. Aunque no era mágica, marcaba el perímetro del mythal, que constituía el tesoro más preciado y el secreto mejor guardado.
Tan intangible como invencible, el mythal era un entramado de magia viva tejido por los altos magos de antaño. Galaeron no entendía del todo su naturaleza. Cuando los señores hablaban de él, siempre decían que no había elfo viviente capaz de abarcar la complejidad de un mythal, pero la mayor parte de los elfos creía que era una malla de energías místicas hilada con las fuerzas vitales de sus antiguos creadores, el favor de Corellon Larethian y la urdimbre del Tejido mágico de Faerun. De lo que sí estaba seguro Galaeron era de que el mythal era, en primer lugar, la defensa más potente de Evereska, capaz de ahuyentar a los enemigos con ataques de lo más sorpresivos, entre los que figuraban los famosos cerrojos de oro, tantas veces atribuidos a las virtudes guardianas de Corellon. El mythal también era fuente de otras bendiciones, como la capacidad de los habitantes de la ciudad para trepar por paredes verticales. Como retribución, sólo exigía que los elfos mantuvieran la salud de las tierras en las que se levantaba.
Mientras el resto de la columna atravesaba el perímetro del mythal, Galaeron miraba por encima de su hombro tratando de detectar alguna señal de que Melegaunt percibía el campo mágico. Los ojos del hechicero se mantuvieron tan oscuros e impenetrables como de costumbre, sin dar muestras de curiosidad ni de sorpresa mientras observaba la verde hierba del prado y las mariposas que revoloteaban dejándose llevar por la brisa. Vala y los demás humanos formaban un acusado contraste frente a Melegaunt, ya que observaban boquiabiertos y con la cabeza echada hacia atrás los altísimos acantilados de Evereska.
Satisfecho de que ni Melegaunt ni ninguno de los humanos hubieran detectado el mythal, Galaeron atravesó la pradera seguido de la columna hasta las Cuadras de los Guardianes de Tumbas, un simple cobertizo de tres paredes con un puesto para que cada patrulla guardase sus arneses y arreos. No había ni corrales ni pesebres ni abrevaderos. Galaeron desmontó y repartió las tareas antes de desatar los pies de los humanos y ayudarlos a que también ellos desmontaran.
—Nimieye se encargará de desensillar y almohazar a las cabalgaduras —se colgó los cinturones con las armas de los humanos al hombro, teniendo cuidado de que las brillantes empuñaduras no tocaran su piel—, pero no acorralamos a nuestros animales.
—No es ningún problema —respondió Melegaunt, cuyas manos seguían atadas como las de los demás humanos; a diferencia de los otros, no parecía irritado ni especialmente preocupado por ello—. Cuervo traerá a nuestros caballos cuando se lo ordene…, aunque confío en que no volveremos a caballo al Confín del Desierto.
—De eso podemos estar seguros, sí —dijo Galaeron.
Vala le echó una mirada asesina, después salió de debajo del cobertizo y echó atrás la cabeza para mirar el acantilado.
—¿Cómo se sube ahí arriba? —preguntó.
—Dynod nos mostrará el camino.
Galaeron hizo una seña a Dynod, que cogió a Takari de los brazos de Ehamond y, al entrar en una cámara pequeña e irregular excavada en la base del acantilado, desapareció de la vista, lo mismo que Ehamond cuando lo siguió. Galaeron indicó a Vala y a los demás humanos que lo siguieran, y a continuación él hizo lo propio. Hubo un destello dorado y una breve sensación de caída, y cuando volvió a apoyar los pies, lo hizo sobre un camino pavimentado de mármol y lleno del vigorizante aroma de la flor de la noche.
Vala y sus hombres estaban al borde del camino, admirando en silencio el grandioso bosque que los rodeaba. En todas direcciones partían sinuosos senderos que se abrían camino entre un laberinto de torres y troncos. De pie allí en medio resultaba difícil, incluso para Galaeron, diferenciar unos de otros. Todos los árboles tenían tal diámetro que parecían torres de castillos, su corteza formaba listas de tonalidades que iban del blanco al gris, y las ramas estaban tan altas que no pocas veces se formaban nubes por debajo de las copas. Algunas torres eran más pequeñas que los árboles, pero otras eran más altas, de ahí que no fuera posible distinguirlas de las poderosas copas azules que dominaban el perímetro de la ciudad.
Aunque el sol acababa de asomar sobre la dentada cresta del Pico Oriental, era la hora de más actividad del día. Había elfos por todas partes, circulando por los senderos, asomados a las altas puertas para bajar gateando a continuación por el exterior de las torres, a veces lanzándose incluso de un edificio a otro como ardillas voladoras. A pesar de los momentos difíciles que le aguardaban, Galaeron se sentía más contento y tranquilo que en la calma más absoluta de una tarde del desierto nadando desnudo en una piscina alimentada por la fría agua de un manantial. Esto era Evereska, el refugio último para todos los elfos de Faerun, santuario para Galaeron y todos los Tel’Quess deseosos de mantener una patria para los de su raza frente a la imparable marea de la expansión humana.
—Creo que debemos seguir a Dynod y a Ehamond —dijo Melegaunt, animando a Vala y a los demás a que siguieran la senda—. Galaeron nos informará de cuándo debemos desviarnos.
—Seguidlos todo el camino. —La larga cabalgada había fatigado a Galaeron más de lo que pensaba. Aunque siempre disfrutaba al regresar a Evereska, por lo general nunca estaba tan próximo a caer en la Ensoñación en el momento de su llegada. Se obligó a mantenerse alerta y partió camino adelante—. Llevaremos a Takari al Pabellón de la Caza Mayor.
Melegaunt se detuvo, al parecer decidido por fin a discutir las instrucciones de Galaeron.
—¿Crees que es prudente? No nos gustaría hacer esperar a los Ancianos de la Colina.
—Haremos lo que yo diga, humano. —Galaeron empujó a Melegaunt hacia los demás, aunque en seguida lamentó el tono que había utilizado. Su enojo tenía más que ver con el peligro que había desatado sobre la ciudad que con algo que pudiera haber hecho Melegaunt—. Estaremos ante los Ancianos antes de lo que piensas, Melegaunt —añadió en tono más suave—. En Evereska tenemos nuestro modo de hacer las cosas.
El sendero seguía la orilla de un pequeño río y pasaba por varios saltos de agua artísticamente dispuestos para salir por la boca de unas profundas pozas de color esmeralda. Mientras iban andando, los elfos, jóvenes y viejos, se paraban a mirar a los prisioneros de Galaeron con manifiesto disgusto, en parte porque algunos jamás habían visto a un humano, en parte porque sabían por las manos atadas de los cautivos y por el uniforme de Guardián de Tumbas de Galaeron que se trataba de profanadores de tumbas. Vala y sus guerreros no ahorraban esfuerzos para responder a las expectativas tanto con sus gestos de desprecio como con sus miradas asesinas, sin embargo nadie parecía tomarse en serio sus amenazas. Galaeron se preguntaba qué habrían hecho de haber presenciado lo que él bajo la cripta de los Vysham.
Para cuando empezaron a atravesar la colina de la Oscuridad Lunar hacia el Pabellón de la Caza Mayor, un grupo reducido de ancianos elfos había rodeado por completo a los humanos. Aunque ninguno de ellos superaba en altura el pecho del más bajo de los hombres de Vala, no se privaban de reírse de los cautivos y de burlarse de su bárbaro aspecto, a menudo en idiomas que sabían que podían entender los prisioneros. Aunque Galaeron era consciente de que los humanos se estaban impacientando ante expresiones que él mismo hubiera considerado insultantes, no hizo nada por impedirlo. Hay que reconocer que Vala sólo tuvo que dar una orden con voz firme para que los hombres fijaran la vista en el camino e hicieran caso omiso de las burlas.
Por fin, el más alto de los elfos se echó hacia atrás la capucha y se puso al lado de Galaeron.
—Me alegro de verte de regreso, joven Nihmedu —dijo en elfo—. Veo que has traído a algunos profanadores de tumbas.
Al mirarlo, Galaeron se encontró ante un elfo de la luna de cabello plateado y con aire de dignidad debido a lo avanzado de su edad y a su largo servicio. Saludó con una inclinación de cabeza, aunque sin detenerse.
—Lord Duirsar —respondió en elfo.
El anciano elfo dedicó a su vez una reverencia a alguien que estaba detrás de Galaeron. Entonces, el capitán de los Guardianes de Tumbas, Kiinyon Colbathin, apareció al otro lado del jefe de la patrulla. Su expresión era mucho más inteligible que la del alto señor Duirsar, y Galaeron tenía buenas razones para desear que no lo hubiera sido.
—Tenemos entendido que además de perder tu patrulla no podías esperar para presentar tus excusas —dijo el capitán, mirando a Melegaunt con sorna y hablando en la lengua común—. Espero que fueran necesarios algunos más que estos cinco.
Permitiéndose una licencia que negaba a sus hombres, Vala giró sobre sus talones y se enfrentó al elfo.
—Incluso cinco hubieran sido demasiados si me hubiera propuesto hacerles daño.
—Ya basta, muchacha. —Melegaunt empujó a Vala hacia adelante—. Dejemos que los tontos se diviertan. Nosotros expondremos nuestras razones ante los ancianos.
Galaeron tuvo que reprimir una sonrisa. Lo supiera o no Melegaunt, él y los demás humanos ya estaban presentando sus razones. Los elfos que se estaban burlando de ellos eran precisamente los Ancianos de la Colina, y ya habían iniciado el juicio que determinaría si los profanadores de tumbas debían vivir o morir. Kiinyon Colbathin le dio a Melegaunt un fuerte empujón, haciendo que tropezara y chocara con Vala.
Melegaunt se limitó a alzar el mentón y siguió adelante sin hablar, lo mismo que Vala. Kiinyon volvió a empujarlo. Al ver que el mago no respondía, aunque esta vez se detuvo antes de chocar contra Vala, el capitán de los guardianes de tumbas dirigió su pérfida lengua contra Galaeron.
—Veamos entonces. ¿Cómo fue que el gran Galaeron Nihmedu perdió su patrulla ante una banda de humanos ladrones y asesinos? Cuéntanos.
—Atención a quiénes llamas asesinos y ladrones. —Vala no volvió la cabeza mientras le dirigía la palabra—. No nos llevamos nada ni matamos a nadie.
Lord Duirsar hizo un gesto inquisitivo y Galaeron asintió.
—Hasta ahí todo es verdad —dijo—. Los perseguimos a través de una cripta abierta, pero no tocaron ni los tesoros ni a los muertos.
Galaeron siguió explicando cómo había seguido a los profanadores de tumbas hasta la galería excavada por los enanos debajo de la tumba y los había encontrado valiéndose de un acechador para desintegrar un trozo de muro. Kiinyon Colbathin alzó las cejas y miró a los humanos con un respeto que antes no había mostrado, ya que sabía lo difícil que era destruir a esas criaturas y más aún esclavizarlas. Galaeron siguió contando cómo el acechador había matado a Aragath y cómo los humanos se habían negado a rendirse pero evitando en todo momento ataques fatales. En ese momento del relato, Vala no pudo por menos que intervenir diciendo que, de no haber refrenado a sus hombres, el incidente habría terminado con la muerte de la patrulla de Galaeron, lo cual habría sido un desenlace mucho más conveniente para todos.
Al observar la mirada de desaprobación que le echó Kiinyon, Galaeron se preguntó si la mujer pretendía que la mataran. Siguió explicando que había oído la llamada de auxilio de Melegaunt y entonces había abierto una brecha en la Muralla de los Sharn al ordenar a su patrulla atacar a los phaerimm con proyectiles mágicos.
—¿Que hiciste qué, Galaeron? ¡Abrir una brecha en la Muralla de los Sharn! —se mofó Kiinyon—. Siempre has tenido un alto concepto de ti mismo, pero esto ya supera todo lo imaginable.
Lord Duirsar no despachó la cuestión con tanta ligereza.
—Kiinyon, si no hubiera abierto una brecha en la Muralla de los Sharn, ¿cómo podrías explicar lo de los phaerimm? —El alto señor sacudió la cabeza con gesto de desesperación—. Galaeron, ¿cómo lo hiciste?
Melegaunt se volvió para dirigirse a ellos.
—No es que Galaeron tenga necesidad de explicar nada ante ustedes, pero la culpa no fue suya. Fue una…, digamos, desafortunada combinación de magia lo que abrió la Muralla de los Sharn. Si alguien tiene la culpa, ése soy yo. Debería haber previsto la posibilidad. Ahora, si nos disculpan, amables señores, tenemos que seguir nuestro camino.
Melegaunt cogió a Galaeron por el codo instándolo a seguir adelante, y precisamente en ese momento se dio cuenta el elfo de que habían llegado a destino. El Pabellón de la Caza Mayor era una gran columnata formada por altísimos y copudos copasombras que rodeaban a la Fuente Cantarína de Solonor Thelandira, un manantial de argénteas aguas cuyas sagradas melodías tenían la virtud de curar cualquier herida. Dynod y Ehamond ya desaparecían entre los troncos de dos copasombras llevando a Takari en volandas y llamando a Trueshot, del Pabellón de la Caza Mayor.
—Ya sé que todos los elfos tienen un vínculo especial, pero debemos alertar a los Ancianos de la Colina —dijo Melegaunt, que todavía no sabía quién lo había estado fastidiando—. Recuerda que sólo tenemos hasta medianoche.
—¿Hasta medianoche? —inquirió Kiinyon—. ¿Por qué hasta medianoche?
—Es una buena hora —replicó—. Ahora, como ya he dicho…
—Es una suposición. —Galaeron hizo caso omiso del mago que insistía en tirar de él y siguió dirigiéndose al capitán de los Guardianes de Tumbas—. En realidad, es posible que ya estén libres, pero este humano hizo algunos conjuros que espera que los demoren hasta esta noche.
—¿Esta noche? —Lord Duirsar miró a Kiinyon con inquietud—. Pero si queda muy poco tiempo.
Melegaunt miró alternativamente a Galaeron y a lord Duirsar hasta que por fin pareció darse cuenta de quién era esa persona con la que estaba hablando, y se adelantó para dirigirse al anciano elfo.
—Señor, sé que ese tiempo es apenas un instante para el transcurrir de los elfos, pero te aseguro que si podéis proporcionarme un pequeño grupo de hechiceros y tres altos magos, tendré la situación bajo control antes de medianoche.
Lord Duirsar miró a Melegaunt como si estuviera loco.
—¿Tú, humano? Yo diría que ya has hecho bastante. —Se volvió hacia Kiinyon—. Reúne a todas las fuerzas necesarias, capitán de los guardianes de tumbas, aunque coincido con el profanador de tumbas en que uno o dos altos magos serían lo aconsejable, siempre y cuando puedan interrumpir sus estudios.
—¿Siempre y cuando? —gruñó Melegaunt—. Señor, es posible que no me haya explicado con suficiente claridad. Nos necesitaréis a mí y a tres altos magos…
—No pretendas decirme lo que necesito —replicó Duirsar—. Evereska ya era una ciudad antigua antes de que tus ancestros abandonaran las cavernas. Creo que somos más que capaces de solucionar cualquier desastre que hayas ocasionado.
—¡Me sorprende que tu cabeza no sea tan puntiaguda como tus orejas! —le soltó Vala. Dio un paso hacia el elfo y se encontró de inmediato ante las puntas de una docena de afiladas espadas, entre ellas la de Galaeron. Se detuvo, pero pareció totalmente desconcertada—. No tienen la menor idea de quién…
—Ya basta, querida. —Melegaunt alzó la mano instándola a guardar silencio—. Si los elfos no están dispuestos a aceptar nuestra ayuda, ya habrá otros que lo hagan.
—Es posible, pero será difícil llegar a ellos desde el interior de una jaula de huesos —dijo Kiinyon—. En Evereska no se suele dejar libres a los profanadores de tumbas.
Kiinyon echó una mirada a la multitud que los rodeaba, y Galaeron se dio cuenta de que estaba pidiendo el veredicto de los Ancianos de la Colina.
—Si el consejo tiene a bien escucharme, debo señalar que la tumba que profanaron era la de los Vyshaan —expuso Galaeron. Aunque Melegaunt se mostraba presuntuoso y poco cortés al suponer que la antigua magia de los elfos era inferior a la suya, lo único que pretendía era ayudar, y Galaeron consideró que era su obligación intervenir a favor de los humanos—. Los humanos no robaron nada. No pretendían hacer daño y, a decir verdad, el único daño se lo hicieron a un clan denostado por los dioses y por los elfos.
Kiinyon Colbathin miró a Galaeron con frialdad.
—¿Y qué me dices de las vidas perdidas? ¿De las vidas de los de tu propia patrulla?
—Fue obra del destino —respondió Galaeron—. Y si no fue del destino, fue obra mía.
Al oír esto Vala silbó por lo bajo.
—Vaya —dijo entre dientes—. Al gusano le ha salido una púa.
Galaeron hizo caso omiso del comentario y señaló con un gesto a Melegaunt.
—Todos los humanos menos éste eran nuestros prisioneros cuando los phaerimm nos atacaron, y si algunos sobrevivimos fue gracias a él.
—¿Quieres decir que los humanos no cometieron ningún delito? —inquirió Duirsar.
—El consejo no debe abrir juicio precipitadamente. —Como Guardián de Tumbas, Galaeron no estaba en condiciones de sostener que profanar una tumba no era un delito—. Hay muchas cosas que tener en cuenta.
Lord Duirsar estudió la expresión de los que estaban a su alrededor. Aunque ningún humano habría podido leer la indecisión en sus rostros, para Galaeron estaba claro. Los elfos no eran ni crueles ni precipitados, y no sentenciaban a muerte ni siquiera a un humano sin considerar debidamente todos los factores.
Por fin, Duirsar se volvió hacia Galaeron.
—Hasta que los Ancianos de la Colina lleguen a una decisión, dejaremos a nuestros huéspedes al cuidado de tu familia. —Se volvió luego hacia Kiinyon Colbathin—. A menos que los Guardianes de Tumbas tengan para él otra misión más apremiante.
—Nada que interfiera. —El capitán de los Guardianes de Tumbas miró a Galaeron con severidad y señaló con un gesto al Pabellón de la Caza Mayor—. Ocúpate de Takari y de Ehamond. Hablaremos de los muertos cuando vuelva.
Dicho lo cual se dirigió a donde estaban los demás Ancianos de la Colina, dejando atrás a los humanos, que los miraban atónitos. La sorpresa de los cautivos subió de tono cuando Galaeron empezó a soltar sus ataduras.
—¿Nos han dejado en libertad? —preguntó Melegaunt.
—Sois mis huéspedes —dijo Galaeron afirmando con la cabeza.
—Pero los phaerimm…
—Eso es cuestión de Evereska —lo cortó Galaeron—. Ya has advertido a los Ancianos de la Colina y ahora hay que esperar a su veredicto sobre la cuestión de la profanación de tumbas.
Los humanos contemplaron sus manos libres, más confundidos que nunca.
—Mi familia no trata a sus huéspedes como prisioneros —les aclaró Galaeron.
—¿Y si nos marchamos? —preguntó Melegaunt.
—No debéis hacerlo —repuso Galaeron—. Mi familia se ha hecho responsable de vosotros.
—¿Ah, sí? —preguntó Vala—. ¿Y cuándo hiciste eso?
—No fui yo. —Galaeron le devolvió su espada—. Fuiste tú, cuando te enfrentaste a las burlas con honor y contención. Ésas son virtudes que los Ancianos de la Colina tienen en gran estima.
En los ojos de Vala brilló una luz de comprensión.
—Pero tú hablaste en nuestro favor —dijo, dirigiéndole una sonrisa forzada—. Me sorprendes, elfo. Retiro la mitad de las cosas malas que he dicho de ti.