Capítulo 10
25 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas
Cuando Galaeron bajó a la cuenca rocosa donde habían establecido el campamento la noche antes, encontró a Vala tendida junto a su espada desenvainada, mirando fijamente su hoja cristalina con expresión vacía. En el rostro de un elfo, sus cejas arqueadas y su sonrisa melancólica habrían hecho pensar en una soledad no del todo desdichada, pero no estaba seguro de qué significaba en un rostro humano. Su primera reacción fue de envidia, ya que él mismo había pasado toda la noche sin un solo momento de ensoñación. Después recordó que los humanos no tenían ensoñación.
—¿Vala? —Galaeron estiró la mano para sacudirla.
La mano de ella se disparó y lo cogió de la muñeca en un rápido bloqueo. A duras penas consiguió desasirse y echarse hacia atrás antes de que la espadaoscura atravesara el aire donde él acababa de estar de rodillas. Galaeron dio un salto mortal y desenvainó su propia espada para defenderse.
Vala se puso de lado. Su mirada era inexpresiva y peligrosa.
—Vala —gritó Galaeron—, soy yo, el elfo…
La expresión de la mujer se suavizó y la razón volvió a asomar a sus ojos. Hizo un gesto de extrañeza al ver la espada en manos de Galaeron.
—¿A qué viene eso? —Si se había dado cuenta de que ella estaba apuntándolo con su espada, su rostro no lo revelaba—. ¿Acaso intentas matarme en sueños?
—No dormías. Tenías los ojos abiertos.
Dio la impresión de que esto le hacía recuperar la memoria.
—Es cierto… estaba de visita —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Y me interrumpiste?
—¿De visita?
—La Torre de Granito. —Devolvió la espadaoscura a su funda—. Soñando despierta, ya sabes.
Galaeron sacudió la cabeza.
—¿Es como la ensoñación?
—No exactamente. —Vala miró hacia el este, donde una brillante franja gris presagiaba la llegada del día—. No me despertaste para mi guardia.
—No podía descansar —respondió encogiéndose de hombros—, y pensé que quizá tú sí podrías.
—Gracias, pero deberías haberlo intentado. Tienes un aspecto horrible. —Con un tono más amable, explicó—: Yo lo llamo «visitar». Con el correr del tiempo, cada espadaoscura parecer haber heredado unas cuantas manías de su familia. La de Burlem canturrea en combate, la de Dexon habla en sueños.
—¿Y la tuya, «visita»?
—Tal vez sería más adecuado decir que espía. —A Vala se le encendieron las mejillas—. Le gusta, veamos…, mostrarme lo que sucede en los dormitorios de la Torre de Granito.
Galaeron alzó las cejas.
—No es algo que me guste hacer.
—Oh, no, claro —dijo Galaeron, disfrutando de esta rara oportunidad de atormentarla—. Sin embargo, parecía que sonreías.
—Miraba a Sheldon mientras dormía. —Aunque no había indignación en su voz, su tono se volvió solemne y Galaeron lamentó haberse burlado—. Es mi hijo.
—¿No podéis estaros callados? —retumbó la voz de Melegaunt. El mago se había incorporado y se oprimía los ojos con las manos—. ¿Qué le ha pasado a mi cabeza?
—Illitas —aclaró Vala—. Con los osgos.
Melegaunt apartó las manos.
—Entonces los phaerimm están un paso por delante. —Se pasó los dedos por el pelo oscuro y se puso de pie—. Nos iremos en cuanto haya leído el día.
Recogieron su equipo, y después treparon a las rocas que los rodeaban y se colocaron a la luz del sol naciente. Melegaunt se arrodilló entre Vala y Galaeron, como había hecho antes.
—Un día de encuentros —anunció—, pero nada que temer si somos cautelosos.
—¿Cómo de cautelosos? —quiso saber Galaeron.
—Cosas indeseables en las montañas —Melegaunt hizo un gesto hacia el oeste, hacia el paso de los Huesos Blancos—, pero el camino de sombra parecía despejado hacia el norte. Buenas noticias ¿no os parece?
Vala y Galaeron se miraron con miedo.
—¿Era muy malo lo que viste en el paso? —preguntó Vala.
—Los dragones de sombra son criaturas terribles, incluso en un mundo de luz —dijo Melegaunt—. Además, hay que considerar la velocidad. A los phaerimm no les resultará fácil superar el mythal de Evereska, pero si les damos tiempo suficiente, descubrirán una forma de hacerlo.
Galaeron les indicó que iniciaran la marcha.
Melegaunt echó una última y melancólica mirada a las tortuosas torres de Dekanter y a continuación pronunció las palabras del conjuro de caminar por la sombra. A su alrededor todo se volvió impreciso y sin carácter, con una cadena dentada de formas montañosas a la izquierda y un desvaído resplandor de amanecer a la derecha. Galaeron sintió de inmediato el frío y el aislamiento, y por la mirada inquieta de Vala supo que ella había sentido lo mismo.
El mago se arrebujó en la fría penumbra como en una prenda suave, dejando escapar un suspiro de satisfacción y poniéndose en marcha casi a la carrera. Vala le indicó a Galaeron que lo siguiera y a continuación se situó tras él.
—¿Cómo os las arreglasteis para luchar sin mi ayuda? —La voz de Melegaunt tenía un tono de fingida inocencia—. Supongo que estando presente un desollador de mentes debe de haber sido un combate difícil.
—No demasiado —dijo Vala—. Fue el primero que maté. Después Galaeron se hizo cargo del resto con su magia.
—¿De verdad? —Melegaunt echó un vistazo por encima del hombro—. ¿Y funcionaron todos tus conjuros?
—No estoy a tu altura como usuario de la magia —respondió el elfo, cauteloso. El interés del mago parecía reflejar ciertas expectativas, y Galaeron no se encontraba precisamente ansioso de confirmarlas—. Funcionaron como de costumbre.
—Cumplieron su función. —Melegaunt volvió a centrar su atención en el camino con aire de desencanto—. Eso es lo que cuenta.
Galaeron reprimió la urgencia de pedirle una explicación sobre lo que había hecho con él. La pregunta delataría más de lo que él quería, y ya había comprobado que Melegaunt no era dado a revelar fácilmente sus secretos. Siguieron adelante en silencio, recorriendo una senda tortuosa entre un laberinto de formas que parecían colinas. Las siluetas dentadas de las montañas permanecían a su izquierda, pero por lo demás, a Galaeron le parecía que avanzaban sin ton ni son. El mago se dirigía unas veces hacia la luz y otras tomaba el sentido contrario, lo mismo se metía por depresiones oscuras como atravesaba las formas de las colinas, bajaba o subía.
A medida que transcurría el día —o lo que se suponía que era el día en la Linde—, la franja de luminosidad de la derecha fue ascendiendo en el cielo y después se dividió en formas irregulares y se diseminó por todo el paisaje.
Cuando empezaron a surgir por todas partes sombras de montañas, Galaeron se dio cuenta de que estaban subiendo a las montañas del Pico Gris. Pronto perdió el sentido de la orientación. En la Linde le parecía que todo era plano bajo sus pies. Cuando pensaba que estaban subiendo, estaban bajando, y cuando pensaba que estaban dando un rodeo, caminaban recto.
Pronto las formas se volvieron azules y fantasmales, y Melegaunt empezó a dudar antes de tomar una dirección. Cuando las siluetas se tornaron transparentes y grises, el mago empezó a mascullar y a desandar el camino. Por fin las sombras se desvanecieron, y Melegaunt se detuvo y empezó a andar en círculos.
—¿Qué pasa? —preguntó Galaeron—. ¿Acaso nos hemos perdido?
—¿Perdido? —Melegaunt describió lentamente un círculo, escrutando la grisácea y monótona niebla que los rodeaba—. Me temo que sí.
—Vaya —gruñó Galaeron—. Y no puedes anular el conjuro.
—No sería prudente —respondió el mago—. Tal vez volveríamos a nuestro propio Faerun, pero en algún punto tomé una senda equivocada.
—¿Y si nos dirigiéramos hacia aquel fuego? —sugirió Vala.
—¿Fuego? —preguntó Melegaunt—. ¿Dónde?
Señaló hacia algún punto dentro de la niebla, pero Galaeron no vio la menor señal de fuego.
Melegaunt pasó al lado del elfo y miró por encima del hombro de Vala.
—Bien hecho —dijo palmeándola en el hombro y sonriendo.
Galaeron retrocedió dos pasos y echó un vistazo por encima del hombro de Vala. Vio entonces dos diminutas cintas amarillas y blancas que parpadeaban entrelazándose.
—¿Estás seguro de que eso es fuego?
—Ése es el aspecto que tiene en la Linde —respondió Melegaunt.
Unos pasos más adelante, las cintas se expandieron en un pequeño círculo de llamas rodeado de una bruma gris y atorbellinada. Melegaunt indicó a Vala y a Galaeron que dispusieran sus armas y a continuación los condujo hacia la luz del fuego.
Las llamas se volvieron instantáneamente del color naranja que les es propio, y una voz llorosa dio un grito de sorpresa.
—¡Por el Único! —Al otro lado de la hoguera apareció un hombrecillo gordinflón vestido con un capote y una caperuza blancos que alzó los brazos para demostrar que no iba armado.
—¡No me hagáis daño y os daré todo lo que poseo…, por poco que sea!
Melegaunt le indicó que bajara los brazos.
—No tienes nada que temer de nosotros siempre y cuando no tengamos nada que temer de ti.
El hombrecillo miraba ora al fornido mago, ora a sus armados acompañantes y seguía con las manos en alto.
—¿Por qué habrían de temer tres tipos tan poderosos a un humilde mendigo como yo?
Aunque la ropa del hombre se veía ajada por el viaje y llevaba la barba desaseada, para nada tenía el aspecto de un mendigo. Su cara era redonda y tersa, su vientre orondo y sus ojos vivarachos. Había establecido su campamento en un pequeño barranco apartado en lo alto de las montañas del Pico Gris, donde un bosquecillo abigarrado de pinos ofrecía al menos cierta protección de la ventisca que soplaba del este, y que Galaeron supuso había sido la causa del extraño desvaimiento que había obligado a Melegaunt a abandonar el camino de sombra. Había una cabalgadura de ojos tristes atada a un cobertizo hecho de troncos, y la montura y las alforjas estaban tiradas de cualquier manera en el interior del refugio. La expresión del caballo parecía tan abatida como la de su amo, pero su pelaje brillaba, fruto de un cepillado diario, y, si algo parecía, era sobrealimentado. Melegaunt estudió el campamento, recorriendo con la vista el fuego, el cobertizo, el caballo, como si todo estuviera exactamente donde él esperaba.
Empeñado en mantener las manos en alto, el hombrecillo señaló el tronco en el que había estado sentado.
—Bienvenidos seáis a compartir mi fuego. —Empezó a cerrar la boca, como si hubiera acabado de hablar, pero de repente pareció sorprendido y dijo—: De todos modos, no os lo podría impedir.
—No quisiéramos imponerte nuestra presencia. —Melegaunt miró en derredor—. Estoy algo perdido en medio de esta nevada. Si quisieras señalarnos el camino hacia Mil Caras, nos pondríamos en camino.
—¿Por el paso? —El hombrecillo sacudió la cabeza enérgicamente—. No podéis, no por aquí.
—¿Tienes pensado impedírnoslo? —preguntó Vala con sorna.
El hombrecillo abrió los ojos como platos.
—N-n-no…, pero ni siquiera vosotros tres os podríais enfrentar a tantos acech… acechadores.
—¿Acechadores? —La pregunta de Melegaunt reflejaba menos sorpresa que decepción—. ¿Cuántos?
—Suficientes. —El hombrecillo sacudió su encapuchada cabeza con gesto desesperado—. He tenido mala suerte toda mi vida. Primero fueron los desolladores de almas en Huesos Blancos, después los zhentarim en el paso del Amanecer, y ahora son los acechadores. ¿Cómo saber lo que me espera en el Alto Desfiladero? ¡Os digo que no vamos a encontrar un lugar seguro por donde cruzar hasta que hayamos pasado el Bosque Lejano!
—Puede que no —dijo Melegaunt—. Voy a echar una mirada a esos acechadores. A veces sé cómo tratarlos.
El hombrecillo alzó una ceja.
—¿De verdad? Si consigues que crucemos estas malditas montañas estaré eternamente en deuda contigo…, sin duda porque casi nunca pago un favor. —Una sombra de desaliento cruzó por su cara, pero cautelosamente bajó las manos y saludó a los compañeros con una inclinación de cabeza—. Malik el Samiyn Nasser a vuestro servicio.
Khelben se paseaba a los pies de la cama de Imesfor: dos paso y vuelta; dos pasos, mirada; dos pasos y vuelta. El mago no veía en el elfo ninguna mejoría desde el día de su llegada, salvo que ya no tenía un tentáculo illita sondeándole el cerebro. La mirada de Imesfor era vidriosa y vacía, tenía los ojos amoratados y sus mejillas tenían la palidez del marfil. La lengua le colgaba inerte fuera de la boca y no parecía que fuera a volver a hablar, al menos a corto plazo.
Khelben dio dos pasos lentamente, dio la vuelta, se detuvo y miró a la aradonesa que estaba inclinada sobre el malherido elfo.
—Llevas con él casi dos días. ¿Cuándo volverá a hablar?
La sacerdotisa elfa fijó en Khelben sus ojos negros.
—Tu preocupación por tu amigo es conmovedora. Convéncete de que si su espíritu permanece en su cuerpo es sólo gracias a esa preocupación.
—Lord Imesfor y yo hemos sido amigos durante casi cinco siglos —gruñó Khelben—. Sabe bien lo que siento por él, y yo sé lo que siente por Evereska. Si supiera lo que está pasando allí…
—Sí que lo sabe —dijo la sacerdotisa, Angharad Odaeyns—. ¿No es ése el motivo por el que intentáis despertarlo?
Khelben la miró con furia.
—Sabes bien lo que quiero decir. Si supiera que no podemos acercarnos al lugar… —Dejó la frase sin terminar y pasó la mano por uno de los postes del dosel con tanta fuerza que toda la cama se sacudió—. ¡Rayos nebulosos!
Learal pasó una mano por el hueco de su brazo.
—Tal vez deberíamos intentar otra táctica, Khelben. —Tiró de él hacia el lado de la cama opuesto a Angharad y con un gesto atrajo una silla que atravesó toda la habitación hasta colocarse a su lado—. Fue a ti a quien Gervas vino a ver. Tal vez si tú…
—Lady Bastón Negro, no creo que eso sea prudente. —Angharad se dispuso a rodear la cama—. El tacto humano no es lo mismo. No hay vínculo emocional.
—¿De veras? —Learal miró a la elfa con mirada glacial—. ¿Entonces por qué acudió a Khelben y no a la reina Amlaruil?
La pregunta fue peor que un golpe para la orgullosa elfa dorada.
—Estoy segura de que debe de haber algún motivo. —Se detuvo a los pies de la cama para pensar uno—. Es posible que el desollador de mentes…
—Todo lo que sabemos es que vino a ver a lord Bastón Negro —la interrumpió Learal. A continuación miró a Khelben—. No veo que haya nada de malo en hacerle saber que estás aquí. Háblale como si estuviera despierto. Dile lo que está sucediendo.
Lo primero que se le ocurrió a Khelben fue que lo que proponía Learal era una absoluta pérdida de tiempo, pero no lo dijo. Learal era la única persona a la que nunca trataba con cajas destempladas, bueno, a la que al menos intentaba no tratar con cajas destempladas, y los demás métodos habían valido de muy poco. Había tratado de teleportarse a los montes Sharaedim una docena de veces y lo único que había conseguido era encontrarse hundido hasta la cadera en un pantano maloliente o resbalando por una empinadísima duna, tan lejos de su objetivo que ni siquiera podía ver las montañas, y mucho menos saber lo que estaba sucediendo en Evereska.
Khelben recogió en la suya la mano de Imesfor.
—Viejo amigo —le dijo—. Las cosas no van bien. A decir verdad, van de pena. Sé que llegaste aquí en busca de ayuda, pero primero tienes que ayudarme tú. Al parecer, no puedo ni acercarme a Evereska…
—Fie… ream. —La palabra salió tan débil de los labios de Imesfor que Khelben pensó que se la había imaginado.
Angharad se quedó boquiabierta. Después corrió al otro lado de la cama y miró los ojos de Imesfor. Pareció que el elfo fijaba la mirada en la suya, pero otra vez se volvió vidriosa.
Khelben sintió la mano de Learal empujándolo hacia el elfo.
—Sigue hablándole.
Khelben se inclinó hacia su viejo amigo.
—¿Fie qué? ¿Qué pasa en Evereska?
Los ojos de Imesfor se enfocaron otra vez.
—¡Fieream!
—¿Fieream? —repitió Khelben, y de pronto cayó en la cuenta—. ¿Fueron los phaerimm los que te hicieron esto?
—No —Imesfor negó con la cabeza—. Los phaerimm no…, a mí… un illita.
—Ya sabemos lo del illita. —Khelben miró a Learal—. Haz un envío.
Learal asintió.
—Ya lo he hecho. Elminster estará aquí… —fue interrumpida por el suave crujido de un conjuro de teleportación—. Ahora mismo.
Oliendo todavía al humo de la pipa de su estudio, Elminster apareció en el centro de la habitación, parpadeando y tambaleándose mientras procuraba adaptarse a su nuevo entorno. Reprimiendo la irritación que le producía el espectacular despliegue de poder (Elminster era el único mago de Toril capaz de superar las protecciones de Khelben y de teleportarse directamente a la torre de Bastón Negro), Khelben le hizo señas de que se acercara.
—Aquí. Está volviendo en sí.
La voz de Khelben ayudó al mago a orientarse, y se acercó a la cama.
—Gervas —dijo—. Pareces el escupitajo de un gusano carroñero.
Learal le dio una palmada en el hombro.
—Sé amable con él. Lord Imesfor no está para aguantar tus ingeniosas bromas.
—Estoy lo bastante despierto para reconocer… ese espantoso olor a hierba de fuego. —Imesfor intentó sentarse, pero se acomodó con una mueca para mantener los ojos abiertos—. Gracias por venir, Barba Maloliente.
—Gracias por esperarme despierto —dijo Elminster—. Ahora, ¿por qué no nos cuentas cómo te hiciste ese agujero en la cabeza?
—Estábamos huyendo de los phaerimm…
—¿Los phaerimm?
Elminster se volvió a mirar a Khelben, que se limitó a encogerse de hombros.
—Es la primera noticia que tengo —afirmó—, pero ¿qué otros podrían desviar de todo el Sharaedim la magia de transporte?
—Se me ocurren unos cuantos…, y cualquiera de ellos sería preferible a los phaerimm —dijo Elminster con tono lúgubre.
La expresión de Gervas fue de preocupación.
—¿No lo sabéis? —Miró a Angharad—. ¿Cómo es posible?
La sacerdotisa miró hacia otro lado.
—No estaba en mi mano decidirlo.
—Pero tú eres de Siempre Unidos —insistió el elfo.
Angharad asintió.
—Se me dijo que se trataba de un problema de los elfos. —Echó una mirada incómoda a Khelben y a Elminster y después se acercó más a Imesfor—. Evereska es nuestro último bastión en el continente. El Consejo Insular temía que los humanos aprovecharan la oportunidad para apoderarse de ella.
—¿Qué? —Khelben estaba tan indignado que a punto estuvo de teleportarse hasta el otro lado para estrangular a la sacerdotisa. Al menos eso explicaba el incesante trasiego de magos que había habido durante todo el día desde los sótanos de la Torre de Bastón Negro. Había allí una puerta elfa que permitía a los elfos pasar libremente de Aguas Profundas a Siempre Unidos y viceversa, y la habían estado usando constantemente desde que pidió a la reina Amlaruil que enviase un sanador para lord Imesfor.
—¿Evereska es invadida por los phaerimm y a tu pueblo sólo le preocupan los humanos?
—No puede decirse que Evereska haya sido invadida —dijo Angharad.
—Sí que lo está —la rectificó Imesfor—. Todavía no han llegado al valle, pero nuestros ejércitos ya no existen. —Dejó de lado a la sacerdotisa, que se había puesto casi tan pálida como él, y se dirigió a Khelben—. Nos sorprendieron por la espalda, y cuando quisimos huir…, fue increíble. Ya estaría muerto de no haber sido por Melegaunt y sus humanos.
—¿Melegaunt? —preguntó Khelben.
—Un configurador de sombras que tuvo que ver con la ruptura de la Muralla de los Sharn —explicó Imesfor. Miró a Angharad—. ¿El consejo transmitió al menos esa información?
La sacerdotisa sacudió la cabeza.
—Ni siquiera me lo dijeron a mí.
—Entonces tal vez podrías tener la amabilidad de decirles algo de mi parte. —Elminster rodeó la cama para colocarse entre lord Imesfor y la sacerdotisa—. ¡Diles que el consejo haría bien en recordar cuántos amigos verdaderos tienen los elfos entre los hombres, no sea que los ahuyenten a todos con su cabeza hueca!
Angharad abrió mucho los ojos.
—Yo no podría…
—Podrías y lo harás. —Elminster le señaló la puerta—. Y que sea rápido, antes de que te convierta en una cariátide.
Learal también le señaló la puerta.
—Te aconsejo que te des prisa, ya sabes lo impulsivos e impacientes que podemos ser los humanos.
Angharad se quedó mirando a lord Imesfor, pero antes de que pudiera preguntarle su parecer, alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Khelben con voz autoritaria.
—Mi señor Bastón Negro —sonó la voz nerviosa del joven Ransford—. Lord Piergeiron quiere intercambiar contigo unas palabras sobre el número desusado de elfos que se está juntando en la ciudad.
—Que le digan que lo atenderé en cuanto quede libre.
—Yo preferiría hablar de ello ahora mismo, Khelben —llegó la voz profunda del guardián. La puerta se abrió y la figura imponente de Piergeiron Paladinson apareció en el dintel—. Amenazan con comprar hasta el último caballo que queda en la ciudad.
La mirada penetrante del guardián se paseó por toda la habitación y se detuvo en Elminster y lord Imesfor el tiempo suficiente como para dejar bien claro lo que pensaba acerca de que no lo hubieran informado de esa reunión.
Learal fue la primera en reaccionar. Empujó a Angharad hasta Ransford.
—Acompaña a la aradonesa a la puerta elfa, Ransford, y ocúpate de que haga uso de ella, tiene un mensaje importante que entregar en Siempre Unidos.
Piergeiron se hizo a un lado para dar paso a la elfa. Después miró con extrañeza a Khelben.
—¿Quiere alguien explicarme qué demonios pasa aquí?
—Una excelente idea. —Elminster hizo surgir del aire un par de sillas que levitaron hasta colocarse de su lado de la cama—. ¿Por qué no entras y te sientas y lo escuchamos juntos?
Khelben asintió, agradecido a su viejo amigo por resolver la situación con tanta facilidad.
—¿Por qué no empiezas desde el principio, Imesfor?
El elfo asintió y les contó toda la historia, empezando por el descubrimiento que había hecho Galaeron Nihmedu de la irrupción en una cripta del Confín del Desierto, su captura de Vala Thorsdotter y sus guerreros, para pasar después a la aparición de los phaerimm y su liberación. En ese punto hizo una pausa para reunir fuerzas antes de narrar la muerte de su propio hijo, Louenghris, y los desastrosos esfuerzos de Evereska por llegar a la Muralla de los Sharn y reparar la brecha abierta. Acabó con la descripción de cómo Galaeron Nihmedu había desafiado a los Ancianos de la Colina para rescatarlos a él y a Kiinyon Colbathin, y de cómo Melegaunt Tanthul lo había ayudado a escapar a través del camino de sombra.
Cuando el elfo terminó, todos se quedaron en silencio pensando en la historia que acababan de oír y tratando de hacerse a la idea del mal espantoso que se había desatado sobre el mundo. Finalmente, Khelben palmeó la mano de su amigo.
—Evereska no está sola en esto, Gervas —dijo Khelben.
—Ya lo sé. —El elfo acompañó sus palabras con una inclinación de cabeza.
—No tiene sentido. —Elminster estaba mirando al techo cuando dijo esto—. Independientemente de lo inteligente o lo desaprensivo que sea ese Galaeron Nihmedu, ¿cómo es posible que atraviese la Muralla de los Sharn? No puede haber sido por accidente.
Khelben frunció el entrecejo.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que el configurador de sombras lo hizo a propósito?
—Eso tendría más sentido que un accidente, ¿no te parece? —dijo Elminster—. Piénsalo bien. Los netherilianos han desaparecido del mundo hace mil quinientos años…
—A excepción de Refugio —señaló Khelben. Refugio era una antigua ciudad netheriliana que se decía había escapado a la caída de Netheril transportándose al plano de la sombra—. Nadie sabe lo que fue de Refugio, pero si este configurador de sombras es netheriliano…
—Eso es lo que pretendo decir —dijo Elminster—. Ya sea un único superviviente, lo cual haría de él un archimago de poder realmente impresionante, o un expatriado en busca de venganza, ¿no tendría sentido para él tratar de transformar a los phaerimm en nuestro problema?
Nadie necesitó preguntar de qué podría querer vengarse Melegaunt. El imperio netheriliano estaba formado sobre todo por ciudades flotantes construidas sobre la base emergida de montañas truncadas y mantenidas a flote por la increíble magia de los archimagos del imperio. Sin ellos saberlo, su uso indiscriminado de la magia estaba destruyendo el país subterráneo de toda la raza phaerimm, que dependía de la magia propia de la naturaleza para sobrevivir. Para salvarse, los phaerimm habían creado un poderoso conjuro que dejaba sin vida las tierras netherilianas, convirtiendo sus campos en dunas y sus lagos en planicies áridas de tierras cuarteadas.
Al irse agostando las tierras, al imperio empezó a resultarle difícil alimentar a su gente y la situación desembocó en una serie de extrañas guerras. Algunas se libraban para mantener ocupado al populacho descontento, y otras para conquistar las escasas tierras cultivables que quedaban. El resultado fue una carrera interminable de armas mágicas que culminó en el descabellado intento del mayor archimago del imperio, Karsus, de robar el manto de divinidad de la propia diosa de la magia, Mystryl.
Desgraciadamente para todos, Karsus no estaba a la altura de la misión. El repentino influjo de conocimiento divino lo dejó demasiado aturdido como para desempeñar el papel más importante de la deidad de la magia, es decir, el de reparar constantemente el Tejido de vida y poder místico que era la fuente de la magia de Faerun. Fue así que el Tejido empezó a deteriorarse.
Para salvarlo, la diosa Mystryl se vio obligada a sacrificarse, interrumpiendo temporalmente el vínculo entre Faerun y su Tejido mágico. Sin magia para mantenerse a flote, las ciudades de Netheril se hundieron en el suelo. El propio Karsus murió siendo consciente de lo que había hecho, cayendo a plomo al suelo en forma de un enorme promontorio rojo. A excepción de Refugio, que de algún modo había presentido el desastre a tiempo para retirarse al plano de las sombras, el resto del imperio se hundió con él. Para cuando Mystryl pudo reencarnarse en Mystra, la nueva diosa de la magia, el imperio había desaparecido.
Todos quedaron en silencio, sopesando la idea que había lanzado Elminster, hasta que la voz de Learal pronunció la pregunta que latía en la mente de todos.
—Seguramente, ni siquiera un netheriliano, sobreviviente o descendiente, dejaría libres a los phaerimm sólo para vengarse.
Todos se sorprendieron al ver que Imesfor negaba con la cabeza.
—No creo en modo alguno que sea así. Ese Melegaunt arriesgó demasiado para salvarme la vida y la de Kiinyon, y me pareció que su empeño no consistía en destruir a los phaerimm, sino en solucionar lo que él y Galaeron habían hecho mal.
—¿Y ese Galaeron? —preguntó Khelben—. Perdóname, pero no sería la primera vez que un elfo traicionara a su propia especie.
—Lo sé —concedió Imesfor—. Yo mismo he pensado mucho en ello, pero conozco al padre y al hijo desde hace más de un siglo. Aunque la familia Nihmedu es noble más por tradición que por rango o poder, Aubric goza de tanto prestigio que ha servido a los Espadas de Evereska como Espada Mayor desde hace cinco décadas.
—Es del hijo del que hablamos ahora —dijo Elminster.
—Lo sé —respondió Imesfor—. Galaeron tenía fama de arrogante y de tozudo en las academias del Colegio de Magia y de Armas, pero ha servido sin quejarse en el Confín del Desierto durante veinte años. De haber pretendido traicionarnos, lo habría hecho antes. Conocía muy bien su integridad y por eso confié a mi propio Louenghris a su patrulla, e incluso ahora no lo culpo más de la muerte de mi hijo de lo que lo haría cualquier padre.
Elminster se volvió a mirar a Imesfor.
—Si puedes contestarme una cosa podré descansar tranquilo esta noche.
—Lo intentaré —dijo Imesfor con una inclinación de cabeza.
—¿Cómo fue que ese tal Melegaunt pudo liberaros a ti y a los demás delante de las mismas narices de los phaerimm? Son capaces de ver la magia del mismo modo que los enanos ven el calor del cuerpo. ¿Y cómo fue que te sacó por el camino de sombra de Sharaedim cuando ni Khelben ni yo mismo ni ninguno de los Elegidos podencos poner siquiera un pie en sus fronteras?
—Ya me gustaría saberlo —respondió Imesfor sacudiendo la cabeza.
Una idea inquietante empezó a tomar forma en la cabeza de Khelben.
—Entonces debemos considerar al menos otra posibilidad. —Sintió la mano de Learal en la suya y de repente agradeció el calor—. Cuando el illita te atacó, ¿dónde estaba Melegaunt?
Imesfor frunció el entrecejo.
—Acabábamos de separarnos. Yo debía abandonar el camino de sombra y teleportarme hasta aquí, y él… —El elfo no terminó la frase—. ¡Humano bastardo!
—Lo mandó detrás de ti, ¿no es cierto? —preguntó Elminster.
—No sólo a uno —dijo Imesfor—, sino a varios.