Capítulo 13

28 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas

El explorador y su hipogrifo bajaban del cielo gris, un jinete espectral en una montura espectral, casi imposibles de ver contra el fondo de nubes aceradas, incluso con la magia de detección funcionando plenamente. Khelben echó una mirada a Laerm Ryence, su homólogo y comandante conjunto de la Caballería Ligera, y vio que los ojos de plata del elfo estaban fijos en el camino que tenía ante sí. Aquí estaban, corriendo al encuentro de un ejército de phaerimm a toda la velocidad que les permitían sus monturas encantadas, y aquel tonto todavía no se había molestado en usar su magia de detección. Semejante negligencia no decía mucho a favor de la compañía expedicionaria de Siempre Unidos.

El explorador llegó volando junto a la columna. Las alas de su hipogrifo agitaron el aire al disminuir la velocidad. Lord Ryence dio un salto perceptible, llevando la mano libre al cinto donde llevaba las varitas mágicas y girando el cuello para mirar por encima del hombro equivocado.

—No hay de qué asustarse —gritó Khelben, con la voz sofocada por el ruido del galope de su montura. Enrolló las riendas en torno al arzón de su montura y a continuación hizo un conjuro para amortiguar el sonido atronador de los cascos de los cuatrocientos caballos que venían detrás de él—. Es mi explorador.

Los dedos de Ryence por fin lanzaron rápidamente un conjuro de detección.

—Ya veo —dijo. Como la mayoría de los elfos, parecía poco cómodo en los poderosos corceles de guerra que lord Piergeiron había elegido para el viaje—. No soy ciego.

Pasando por alto la agria respuesta de éste, Khelben se volvió hacia su explorador.

—¿Cuál es tu informe? —preguntó.

—Unos tres kilómetros más adelante —respondió el jinete, un hombre de rostro demacrado que lucía una barba de dos días—, el Aguas Serpenteantes forma una curva a tiro de flecha del Páramo Alto. A menos de mil metros más allá, el Cola de Serpiente forma una horquilla al norte y obstruye tu camino.

—¿Es buen lugar para una emboscada?

—El mejor. Estaríais atrapados contra el Aguas Serpenteantes con el Cola de Serpiente cortándoos el camino hacia adelante.

Khelben echó una mirada a la empinada pendiente que flanqueaba su camino hacia el norte. Aunque el declive no tenía más de treinta metros de altura hasta el Páramo Alto, su superficie estaba húmeda y resbaladiza, lo cual la hacía difícil de escalar en circunstancias normales, e imposible cuando desde arriba les llovían las flechas y rayos refulgentes. Al otro lado del páramo estaba el Aguas Serpenteantes, un río que fácilmente tenía doscientos pasos de anchura, con un tenebroso canal central que corría entre dos orillas de hielo sólido.

—Tendremos que cruzar —dijo Khelben, señalando el río con un movimiento de cabeza—. Puedo tender un puente con una puerta para plegar el espacio, pero los jinetes tendrán que pasar de uno en uno. Tal vez sería más rápido que tu Selu’taar hiciera un puente de mayor amplitud.

Ryence trató de parecer sorprendido.

—¿Qué te hace pensar que hay altos magos entre nosotros?

—Estás poniendo a prueba mi paciencia, lord Ryence —dijo Khelben con tono amenazador. De haber estado Learal allí se habría sentido orgullosa de él por no haber llamado mentiroso al elfo—. No es el momento más adecuado para seguir manteniendo secretos mezquinos.

Fue el ayudante de Ryence, un venerable elfo dorado de nombre Bladuid, quien respondió.

—Un conjuro de puente no sería difícil. Bastaría con media hora.

—Demasiado tiempo —refunfuñó Ryence, molesto de que Bladuid hubiera traicionado su identidad. El comandante elfo señaló con el mentón hacia la pared de árboles cubiertos de nieve de la margen meridional del río—. Y además tendríamos que volver a cruzar o enfrentarnos al Bosque de Wyrms a lo largo de ciento cincuenta kilómetros.

—Es preferible perder una hora o dos cruzando ríos que media compañía en una emboscada.

Los ojos de Ryence lanzaron un rayo plateado.

—¿Has visto emboscadores en el páramo? —preguntó al explorador de Khelben.

Aunque algo reticente, el jinete sacudió la cabeza.

—Por supuesto que no —dijo Khelben—. No si los phaerimm están usando su magia.

—Estoy dispuesto a correr ese riesgo.

—Pues yo no —dijo Khelben—. Debe quedar un número suficiente de nosotros para resistir cuando lleguemos a nuestro lado de la puerta. Si los phaerimm la destruyen, el ejército tardará un mes en llegar a Evereska.

—No me sorprende oír hablar así a un humano —dijo Ryence—. Cómo se ve que los phaerimm no están amenazando a una de vuestras ciudades.

—Puede que no sea una ciudad humana la que están atacando, pero mucha sangre humana se derramará para defenderla. —Khelben procuraba por todos los medios ocultar el profundo desprecio que le inspiraba este elfo. Había visto bastantes nobles ambiciones como para reconocer a alguien que trata de hacerse un nombre, y sabía que esos necios pocas veces tienen el buen gusto de morir solos—. Harías bien en no derrocharla.

—Ningún elfo te ha pedido que derroches nada —dijo Bladuid, apurando a su montura para ponerse a la par de Ryence—. Por lo que a nosotros concierne, ésta es sólo una cuestión de los elfos.

Aunque Khelben era plenamente consciente del desprecio de la mayoría de los elfos dorados por los humanos, estaba poco habituado a sentirlo en carne propia. Irguiéndose en toda su altura echó una mirada furiosa al alto mago que estaba más allá de Ryence.

—Tal vez hayas olvidado quién soy. Mi padre era Arun Maerdrym, noble sucesor de la Casa Maerdrym de Myth Drannor. —Lo que Khelben no añadió, aunque era obvio por su aspecto plenamente humano, fue que Arun había sido un semielfo y, como tal, el primer hijo de una raza mixta en ser reconocido por una casa noble—. Y yo, personalmente, soy uno de los pocos humanos, elfos u otra cosa, que realmente recuerda haber vivido en Myth Drannor.

—Entonces deberías saber lo que pasa cuando elfos y humanos se juntan —replicó el alto mago—. ¿Cuánto tiempo hace que cayó la Ciudad de la Belleza?

—Menos de lo que hace que cayó Aryvandar —retrucó Khelben—, y no creo que se pueda culpar de ello a los humanos.

La burla arrancó a Ryence una mueca despectiva y a Bladuid una mirada funesta. A ningún elfo, especialmente a ningún elfo dorado, le gustaba que le recordasen cómo las Guerras de la Corona habían dado al traste con la edad dorada de la civilización elfa.

Khelben suavizó el tono.

—Por suerte, el espíritu de Myth Drannor sigue vivo en algunos…, incluso en Evereska. Yo mismo he sido siempre bien recibido en el valle.

—Sí, tal vez si más humanos arriesgaran sus vidas ayudando a los elfos en lugar de saquear sus tumbas, recibirían la misma bienvenida que tú. —El alto mago se refería a la época de la que hacía casi mil años en que Khelben había estado a punto de morir salvando a tres evereskanos de una emboscada de los phaerimm. Cuando los agradecidos elfos se lo llevaron a casa para que se recuperase de sus heridas, pasó a ser el primer humano que jamás hubiese visto Evereska.

—Si se me permite el atrevimiento —dijo el explorador de Khelben, que todavía seguía volando un poco por encima de su hombro—, es lo que estamos tratando de hacer ahora, ayudar.

—¡Qué noble de vuestra parte! —ironizó Bladuid—. Y por supuesto vuestra generosidad no tiene nada que ver con lo que sucederá a las tierras de los humanos si triunfan los phaerimm, ¿verdad?

—Aguas Profundas está muy lejos de Evereska, mago. —El explorador volvió la mirada hacia Khelben y señaló el camino—. Ahí está la curva, señor, si vas a cruzar, será mejor que lo hagas pronto.

Khelben miró directamente a Ryence.

—¿Qué me dices? ¿Querrás complacerme por esta vez?

El jefe elfo sólo dedicó un segundo a considerar su petición.

—No hay necesidad. Debemos de estar a trescientos kilómetros de Evereska. Los phaerimm no van a tendernos una emboscada aquí.

—Entonces te deseo suerte —dijo Khelben, tirando de las riendas de su caballo para hacerlo salir de la formación.

A Ryence se le abrieron los ojos como platos.

—¿Qué estás…?

Fue todo lo que oyó Khelben antes de que la voz de Ryence se perdiera en la distancia. Levantó la mano e indicó a todos los jinetes de Aguas Profundas que se reunieran con él mientras observaba con el corazón lleno de pesar cómo los guerreros elfos seguían adelante, volviendo la cabeza para mirar hacia donde él estaba. Se habría sentido mejor si su expresión hubiera sido menos indignada y más perpleja.

El explorador aterrizó junto a Khelben, manteniendo cortas las riendas de su hipogrifo para que no tratase de lanzar un bocado a los caballos que empezaban a reunirse.

—Sabia elección, mi señor. —En la nube cada vez más densa de aliento humeante de caballo, la forma invisible del explorador era apenas perceptible incluso para Khelben—. Ese elfo está demasiado ansioso de encontrar su propia muerte.

—Esperemos que eso ocurra lo más tarde posible. Puede que Ryence sea un necio y Bladuid un intolerante, pero sus guerreros son valientes y dignos o no hubieran venido hasta aquí para participar en una batalla que no es suya. —Khelben fijó la mirada en el explorador—. Shandar ¿verdad?

—Una memoria excelente, lord Bastón Negro.

—No hay más de una docena de vosotros —dijo Khelben, rechazando el cumplido con un gesto de la mano—. Dime qué aspecto tenía el páramo cuando lo sobrevolaste. ¿Podrían cruzarlo los caballos?

—El suelo parecía bastante helado, pero el hielo estaba demasiado resquebrajado. Supongo que la mitad de ellos sufrirían accidentes.

El último de los jinetes elfos había pasado ya, dejando al archimago a solas con su compañía de voluntarios, apenas cien guerreros y menos de veinticinco magos guerreros. Los hombres intercambiaban miradas nerviosas, esperando en silencio a que su comandante les explicase por qué había dividido a la Caballería Ligera. Khelben no les prestó atención, convencido de que se enterarían muy pronto de la razón, pero con la esperanza de que eso no sucediera.

Shandar finalmente perdió la paciencia.

—¿Lord Bastón Negro? ¿El río?

Khelben miró al otro lado del Aguas Serpenteantes, a los árboles desnudos, consciente de lo difícil que sería volver a cruzar el río si los elfos sufrían una emboscada.

—No podemos correr el riesgo de cruzar el río. —Khelben desmontó y puso sus riendas en manos del jinete más próximo, después sacó su bastón de la funda en que lo llevaba, y empezó a subir la cuesta—. Vamos a necesitar a esos elfos.

El primer indicio de la aldea fue el olor afrutado del humo de la hierba de fuego, un olor que había guiado a Galaeron al campamento de más de un perezoso mago saqueador de tumbas incapaz de privarse de satisfacer sus vicios durante unas cuantas noches. Este humo en especial era especialmente repugnante, y tuvo una visión repentina de su madre y sus amigas andando a gatas por la nieve, fuera de su refugio para caso de tormenta, con las manos abocinadas en torno a sus pipas de espuma de mar y las cabezas envueltas en nubes de humo pardusco. Los elfos del bosque eran los más caprichosos entre los Tel’Quess, siempre dispuestos a probar algún nuevo deleite y a animar una fiesta con un toque de intemperancia, y no le resultó difícil imaginar que se estaban volviendo esclavos de la pipa después de ver a algún mago humano exhalando anillos de humo a través de la amarillenta barba.

Mientras Turlang conducía al reducido grupo hacia el interior de la aldea, oyeron una voz masculina que entonaba una canción picante que hablaba del amor de una noche. Cada estrofa era saludada con fuertes risotadas, y Galaeron no tardó mucho en identificar la voz de su madre entre las demás. Como siempre, despertó en él un anhelo juvenil que hacía tiempo creía superado… y también emociones más profundas, más borrascosas, que juzgó conveniente no entrar a analizar si quería mantener a raya a su sombra.

Como la mayoría de los asentamientos Sy’Tel’Quess, la aldea invernal de Rheitheillaethor tenía más de campamento que de ciudad. En el suelo había unas rudimentarias chozas de troncos y barro construidas sólo para despistar a los intrusos, ya que las verdaderas viviendas de los elfos estaban en lo alto de los árboles. Eran una especie de nidos modestos tanto por su tamaño como por su construcción que por lo general no pasaban de unas tiendas de cuero encerado que cubrían una plataforma de troncos que se habían caído de viejos. Las paredes solían estar decoradas con pintura monocromática con toques de color representando escenas invernales, plasmadas con tal arte que eran capaces de aumentar la impresión de camuflaje. Para ahorrar a los residentes el esfuerzo de bajar a la tierra del bosque cuando querían ir a alguna parte, todas las chozas estaban conectadas por una intrincada red de pasarelas y cuerdas, todas sabiamente disimuladas como sarmentosas ramas cubiertas de hojas de vid. Con una fresca nevada crepuscular como la que había ahora en el suelo, un observador poco avezado podía atravesar fácilmente todo el Rheitheillaethor sin haber visto en ningún momento la aldea real.

Los acompañantes de Galaeron no eran observadores poco avezados. Vala y Melegaunt hacían como que no notaban los ojos que los observaban desde las madrigueras de los centinelas, pero el cuidado que ponían en evitar los campos de fuego hacía sospechar que conocían perfectamente dónde estaban apostados los arqueros de la aldea. Aris no era tan sutil. Se limitaba a pasar de un árbol a otro admirando el trabajo artístico, que le hacía soltar expresiones íntimas de admiración. Si observó a las inquietas madres elfas recogiendo a sus hijos de mirada asombrada hacia los lugares más apartados de sus viviendas, no dio señales de ello.

Por fin llegaron al centro de la aldea. Turlang se hizo a un lado y dejó a la vista la única edificación permanente del Rheitheillaethor, una casa alargada de mármol blanco. Aris se puso inmediatamente de cuatro patas para estudiar el bajorrelieve que rodeaba el edificio.

Cincuenta pasos más allá de la construcción, cien elfos de los bosques estaban sentados en troncos caídos cubiertos de nieve, bebiendo hidromiel muy concentrada y escuchando la picante canción cuyo sonido llevaban un rato oyendo los compañeros. La cantaba un humano de voz ronca sentado en el Asiento de Honor, una piedra plana encajada en una horquilla junto a la orilla del río Sangre del Corazón. El hombre tenía una cara delgada y curtida, unos ojos alegres y una barba larga que se había vuelto amarillenta en torno a la boca. En una mano sostenía una larga pipa que por sí sola había cubierto el claro con una nube de humo color turquesa, mientras que con la otra palmeaba el trasero de una risueña elfa de los bosques que tenía sentada en sus rodillas.

Con los ojos ambarinos, el cabello de color miel que le llegaba hasta la cintura y un rostro tan cobrizo que sólo podía considerarse rojo, la Dama del Bosque estaba tan asombrosamente bella como siempre, y Galaeron tardó un momento en aceptar que era realmente su madre la que estaba en las rodillas del humano. Aunque Morgwais desdeñaba a los humanos todavía más que la mayoría de los elfos del bosque, que sentían por ellos un aborrecimiento legendario, daba la impresión de que este humano no le desagradaba. Con uno de los brazos le rodeaba el cuello y tenía el pecho bien pegado a su mejilla, y si le molestaba la mano que el hombre apoyaba en su trasero, lo disimulaba muy bien.

Turlang esperó hasta que el humano terminó su canción antes de agitar su ramaje.

—Perdonad la intrusión, amigos de los árboles.

Al oír la voz de un treant, la madre de Galaeron sonrió abiertamente y se volvió a mirar. Su mirada de alegría hablaba a las claras de la alta consideración en que los elfos tenían al señor del bosque.

—¿Turlang?

—Tengo necesidad de palabras, lady Morgwais.

—Claro —respondió ella. Saltó de las rodillas del hombre y se adelantó con los brazos tendidos—. Bienvenido.

—Siempre es un placer —dijo el treant, haciendo una inclinación con la copa.

—¿Qué es lo que os trae a Rheitheillaethor, amigo mío? —Al pasar junto a los demás elfos pareció reparar por fin en Aris, que estaba de rodillas junto al refugio—. ¿Y quién es tu altísimo amigo?

—Aris no es ni mi amigo ni mi enemigo… aún. —Turlang bajó una rama hacia Galaeron—. Viene en compañía de alguien que se dice hijo tuyo.

—¿Galaeron? —La mirada de Morgwais se desplazó hacia donde estaba Galaeron, a la sombra de las ramas de Turlang, y pasó junto al treant para abrazarlo—. ¡No te sentí entrar en el bosque!

—¿No? —El comentario produjo un extraño resentimiento en el elfo, que lo tomó como una insinuación por parte de su madre de que pretendía sorprenderla. Echó una mirada de disgusto al humano de barba blanca que ahora seguía a su madre como un ciervo a su cierva—. Puede que estuvieras distraída con tu amigo humano.

Morgwais retrocedió un paso y alzó una ceja con aire reprobatorio.

—¿Es que Aubric te envió para velar por mi virtud? Estoy segura de que tu padre tiene cosas más importantes que hacer.

Esto provocó ciertas risitas tontas entre los elfos del bosque, que consideraban que los celos eran una perversión. Galaeron se sintió enrojecer y empezó a enfadarse con su madre por ponerlo en evidencia, hasta que se dio cuenta de que nadie más que él era culpable de su ridículo. Para los Sy’Tel’Quess, el coqueteo formaba más parte de la vida que la buena comida y la bebida abundante, y ni siquiera su padre se habría molestado por encontrar a Morgwais sentada en las rodillas de otro. La causa de la indignación de Galaeron no era la conducta de su madre, sino algo mucho más profundo y oscuro.

—Te ruego que me perdones —dijo—. Dudo de que padre sepa siquiera que estoy aquí. Es sólo que me resultó tan extraño encontrarte en compañía de un humano que no supe qué pensar.

La sonrisa que volvió a los labios de Morgwais sólo era dubitativa a medias. Cogió a Galaeron de la mano e indicó al hombre de la barba blanca que se adelantara.

—Elminster no es un humano corriente.

—¿Elminster? —fue Melegaunt quien pronunció el nombre—. ¿Del Valle de las Sombras?

—El mismo. —Al adelantarse el anciano y colocarse junto a Morgwais, el centelleo de sus ojos se volvió fiero—. Y tú eres Melegaunt Tanthul, si no me equivoco.

Los ojos de Melegaunt se entrecerraron y su expresión pasó de la preocupación a algo entre el temor reverencial y el terror.

—Lo soy, pero tú ya lo sabes.

Elminster dio una chupada a su pipa.

—Tus esfuerzos no han pasado inadvertidos, muchacho. Se habla por ahí de lo que has hecho por Evereska.

—¿Y es por eso por lo que estás aquí? —Galaeron estaba tan asombrado por la idea de que alguien pudiera llamar «muchacho» a Melegaunt como entusiasmado al enterarse de que el propio Elminster se hubiese enterado de la situación en que se encontraba su patria—. ¿Para ayudarnos?

Elminster seguía mirando a Melegaunt.

—Eso depende de lo que busquéis en Karse.

Melegaunt arqueó las cejas.

—¿Qué te hace pensar…? —De repente pareció darse cuenta de cuál era la respuesta—. Los gigantes de piedra, por supuesto…, y lord Imesfor piensa que soy netheriliano.

—Y yo no estoy convencido de que esté equivocado.

—Puedes creer lo que quieras, pero si has hablado con los gigantes de piedra, debes de saber también que los phaerimm están desesperados por detenernos. Eso debería bastar para convencerte de que servimos al mismo objetivo.

El tono de Elminster se volvió cortante.

—Lo estaría más si lord Imesfor no hubiera llevado un illita pegado a su cerebro cuando llegó hasta Khelben. Dijo que había visto a toda una banda de ellos.

—Entonces está bien. —Aunque la respuesta de Melegaunt era una afirmación, su audacia no impidió que se encogiera de miedo ante la ira de Elminster—. A veces no es tan fácil distinguir entre el bien y el mal. Imesfor tenía que sufrir para que Evereska pudiera salvarse.

—¿Es eso así? —El tono de Elminster sugería que no lo era—. De haber llegado sin agujeros en el cráneo, creo yo que Khelben se hubiera puesto en camino mucho antes.

—¿Khelben va hacia Evereska? —preguntó Galaeron—. ¿Khelben Arunsun?

—Por supuesto, muchacho. ¿Creías que iba a dejar que se apoderaran de ella los phaerimm? —El mago apuntó con su pipa hacia el sur—. Mientras nosotros estamos aquí conversando, él atraviesa con una compañía las planicies occidentales para levantar una puerta translocacional.

—¿Qué clase de compañía? —Había alarma y pena en la voz de Melegaunt—. Sólo estáis enviando a hombres vivos en pos de los muertos.

La irritación apareció en los ojos de Elminster.

—No debes subestimar a Khelben Arunsun.

—Jamás, pero él no puede hacer más contra los phaerimm que los evereskanos —Melegaunt señaló a Galaeron—, y el joven Nihmedu puede decirte lo que les sucedió a ellos.

Galaeron miró a Elminster a los ojos y asintió.

—Los Guardianes de Tumbas, la guardia de fronteras, la guardia de los conjuros…

—Sí, sí…, y la mitad de los altos magos también. —Elminster despachó la enumeración de Galaeron con un movimiento de su pipa—. Imesfor nos lo contó todo, pero Khelben tiene ciertos recursos que ni siquiera los altos magos poseen.

Galaeron no pidió ninguna explicación al viejo mago. Al menos en Evereska era bien sabido que, al igual que el propio Elminster, Khelben era uno de los Elegidos de Mystra. Nadie sabía con exactitud qué significaba ser un Elegido, pero estaba bastante generalizada la creencia de que esos individuos estaban investidos con algo del poder divino de la diosa de la magia. Según los rumores, eran prácticamente inmortales, y podían echar mano del poder que poseían para realizar hazañas de magia realmente fantásticas. Sin duda era bueno tener a los Elegidos del lado de Evereska, pero Galaeron seguía pensando que con uno no era suficiente.

—Buen mago, harías bien es escuchar a Melegaunt con respecto a eso —dijo Galaeron—. Si no es ya demasiado tarde para contactar con lord Kh…

—Hay pocos hombres tan tercos como Khelben Arunsun —Elminster alzó una ceja y fijó una mirada inquisitiva en Galaeron—, pero podría tratar de hacerlo desistir si hubiera un buen motivo.

—Sólo puedo decirte que sin Melegaunt Tanthul, lord Imesfor estaría incubando un huevo para los phaerimm ahora mismo —dijo Galaeron—. Melegaunt es el único que parece capaz de enfrentarse a nuestros enemigos en pie de igualdad.

Elminster sacudió la cabeza.

—Khelben es un hombre orgulloso, me temo. Tal vez si me dijerais lo que buscáis en Karse…

—Algo para derrotar a los phaerimm. —Galaeron miró a Melegaunt esperando que él diera más detalles, pero el mago de sombra mantuvo la vista fija en Elminster e hizo como si no se diera cuenta—. Es todo lo que me ha dicho.

—Eres un espíritu confiado, muchacho —dijo Elminster—. Eso dice mucho de tu propia honestidad, pero poco de tu buen juicio.

—Los phaerimm nos han venido pisándonos los talones constantemente —explicó Melegaunt—. Pensé que era más oportuno mantener el plan en secreto por si empeoraban las cosas.

—Sabia precaución —Elminster se acercó más a Melegaunt y puso el oído junto a la boca de éste—, pero a mí me lo puedes decir.

Melegaunt retrocedió y Vala se interpuso entre su señor y quien lo interrogaba. Si a Elminster le había pasado desapercibida la sutil tensión que se apoderó del cuerpo de la mujer, a Galaeron no.

—Puedo valerme solo aquí —dijo Melegaunt—. Si realmente quieres hacer algo positivo, será mejor que te unas a Khelben en el sur. Otra mano capaz de lanzar el fuego argénteo de Mystra ayudaría mucho a salvar a su compañía.

Este comentario hizo aparecer una sonrisa forzada en los labios de Elminster.

—Veo que sabes más sobre mí que yo sobre ti…, y también veo que así es como quieres que sigan las cosas.

—La fama de tus Hazañas te precede —dijo Melegaunt—. Yo he llevado una vida más retirada, pero Galaeron puede decirte que mis intenciones son buenas.

—Yo sigo mis propios criterios con respecto a esas cosas. —El tono de Elminster se endureció.

—Es tu privilegio —dijo Melegaunt—. Y también el mío.

Elminster esperó alguna explicación, pero por fin sacudió la cabeza.

—Vaya, confiaba en poder hacer esto de una manera más sencilla.

Sigilosamente metió una mano en el bolsillo. Vala cayó instantáneamente sobre él, buscando con una mano su garganta y con la otra el brazo amenazador.

Cuando estaba a punto de tocar su cuerpo, un aura azulada refulgió bajo sus dedos. La mujer dio un grito y retiró los brazos. Después, mirándose las puntas de los dedos chamuscadas se apresuró a meterlas en la nieve. Elminster le dirigió una mirada divertida y, a continuación, sacando una brizna de hierba de fuego del bolsillo rellenó su pipa.

—¿Qué pensaste, muchacha? ¿Que quería sonsacarle sus secretos con un encantamiento? —Elminster chasqueó los dedos y mantuvo una pequeña llama sobre la cazoleta de la pipa—. Tengo métodos mejores.

El mago dio una nueva chupada a su pipa y echó a Melegaunt una mirada asesina a través de la nube de humo maloliente. En la mirada de Melegaunt la inquietud superaba a la furia, sin embargo no desvió la vista. Tanto Galaeron como los demás observaban en medio de un tenso silencio. Aunque la presencia de Turlang y las imponentes ramas que éste mantenía extendidas sobre las cabezas de los dos contendientes les garantizaban que aquello no fuera a transformarse en un duelo de manifestaciones mágicas, la idea de que pudiera iniciarse una pelea hacía que ni siquiera se atrevieran a respirar. Hasta Aris se apartó del refugio para ocupar una posición desde donde contemplar el enfrentamiento que se encontraba ahora en un punto muerto.

Galaeron no sabía cómo interpretar la situación. Por lo que sabía, Elminster era un amigo leal de los elfos y un hombre de carácter, pero se percibía una presunción excesiva en las exigencias que planteaba a Melegaunt. Por otra parte, Melegaunt había usado a lord Imesfor para sacarse de encima a los illitas, algo que podía causar muy mala impresión a cualquiera que no entendiese lo importante que era que ellos escapasen. A pesar de saber que Imesfor había sobrevivido, la idea todavía producía en Galaeron un estremecimiento de culpa. ¿No era natural que a Elminster, que no había visto jamás a Melegaunt arriesgar su vida por los demás, la naturaleza esquiva del mago de la sombra le resultara sospechosa?

Galaeron se interpuso entre los magos.

—Me apena ver que vuestra relación tiene tan mal comienzo. —Se dirigió entonces a Elminster—. Teniendo en cuenta lo que le sucedió a lord Imesfor, tus sospechas son razonables, pero Melegaunt no hizo nada reprobable. La vida de Imesfor le pertenecía y podía hacer con ella lo que quisiera.

No fue únicamente Elminster quien abrió los ojos lleno de asombro, pero el mago fue casi tan rápido como lady Morgwais en entender lo que Galaeron quería decir.

—¿La Regla del Rescate? —exclamó Elminster—. ¡Hace quinientos años que no oigo a nadie invocarla!

—A pesar de que eres muy atractivo, no eres un elfo —dijo Morgwais, acercándose a Elminster y dándole un significativo tirón de barba—. Si Melegaunt le salvó la vida a Imesfor…

—Y lo hizo. —Galaeron se calló deliberadamente la parte que había desempeñado él en el rescate—. Lo vi con mis propios ojos.

—¿Lo ves? Melegaunt no hizo nada de malo. —Morgwais le dedicó a Elminster una radiante sonrisa antes de cogerlo por la mano y encaminarlo hacia la orilla del río—. Volvamos a nuestra fiesta y ahoguemos este malentendido bebiendo.

Elminster dirigió a Melegaunt una mirada sarcástica que indicaba que la discusión no estaba zanjada ni mucho menos, pero que él era demasiado educado para rechazar la petición de la Dama del Bosque. Dejó que una joven elfa lo condujera de vuelta a la Silla de Honor mientras Morgwais se volvía hacia el treant.

—Te doy las gracias por traer a mi hijo a Rheitheillaethor, Turlang. Únete a nosotros.

Turlang sacudió su corona de hojas.

—Eso no puede ser. Un gusano mágico se internó en el bosque siguiendo a tu hijo y a los demás, y debo volver para vigilar. —Bajó una rama y señaló con ella a Galaeron—. Sólo quería asegurarme de que éste era quien decía ser. Hay en él una oscuridad que no me inspira confianza, y me gustaría saber si tú respondes por él y por sus amigos.

Una sombra cruzó por el rostro de Morgwais.

—¿Una oscuridad dices?

Cogió a Galaeron de la mano y miró por encima del hombro de éste. Su mirada se volvió desenfocada, como durante la ensoñación, y una preocupación se reflejó en su expresión sin mancha. Estuvo así varios minutos hasta que por fin recuperó su mirada normal y asintió.

—Es cierto. Me pareces perdido, hijo. Es como si estuvieras… —Desvió un tanto la vista como si se sintiera confundida, después vaciló y se obligó a fijar otra vez la vista en él—. Es como si estuvieras dormido.

El comentario fue como un golpe para Galaeron, y se dio cuenta con un sobresalto de que tampoco él sentía a los demás elfos. La ausencia le había parecido bastante normal durante sus viajes con los humanos, sobre todo teniendo en cuenta sus problemas para sumirse en la ensoñación, pero debería haber percibido la presencia de los demás elfos al internarse en el Bosque Alto. Sin embargo, no había sentido nada, ni la menor señal de acogida, de calidez, de seguridad. Nada más que el enojo y los celos que había experimentado al ver a su madre en las rodillas de Elminster.

Galaeron se impuso sostener la mirada de su madre.

—He pasado por momentos difíciles, y es posible que ni siquiera yo me fié de mí mismo, pero sé que puedo confiar en estos humanos —y señaló con un gesto a Melegaunt y a Vala.

Morgwais estudió a los humanos un momento. Su mirada se detuvo más tiempo en Vala que en Melegaunt. Por fin esbozó una sonrisa melancólica y dio un paso hacia la mujer.

—Vala —dijo ésta, tendiéndole la mano—. Vala Thorsdotter.

Poco familiarizada con las costumbres humanas, Morgwais se quedó mirando sorprendida la mano tendida de Vala.

—¿Querrás cuidar de Galaeron?

Vala dirigió una breve mirada a Melegaunt, que inclinó con solemnidad la cabeza.

—Esa promesa ya la he hecho.

Morgwais se encogió de hombros y se volvió hacia Turlang.

—Soy la madre de Galaeron. —Miró a Vala y su sonrisa se hizo más franca al responder—. Por supuesto que respondo del buen comportamiento de ellos.

Cogió la mano de Vala y la puso en la de Galaeron, y fue en ese momento cuando una esbelta elfa de los bosques que llevaba el uniforme de los Guardianes de Tumbas se abrió paso entre los reunidos. Tenía una sonrisa familiar, parecida a un arco de cupido, y unos enormes y suaves ojos pardos que Galaeron habría reconocido a través de una cerradura. En cuanto llegó al lado de Morgwais su mirada reparó en las manos juntas de Galaeron y Vala.

—¡T-Takari! —balbució Galaeron.

Takari alzó una mirada cuyo brillo se había desvanecido. Todavía estaba demacrada y amarillenta como consecuencia de su herida, y la ropa colgaba un poco de sus hombros huesudos.

—No debería sorprenderme —dijo Takari, mirando a Vala de arriba abajo. Suspiró ostensiblemente y después se adelantó a la mujer para atraer a Galaeron hacia sí—. ¡Pero tendrá que compartir!